Authors: Chufo Lloréns
—Ignoro a lo que os referís, hijo mío; si tenéis la amabilidad de indicármelo, os lo agradeceré.
El primogénito, ante el inusual tratamiento de su madrastra, se desconcertó unos instantes. Luego avanzó hasta los pies del pequeño trono.
—¡Sabéis muy bien a lo que me refiero! ¡Me habéis convocado esta mañana para no sé qué historia, llevo aguardando en la puerta cual si fuera uno de esos mentecatos que os visitan desde el toque de vísperas y para acabar de remachar la ofensa vuestros guardas me han ofendido obligándome a entregarles mi espada!
—No os sintáis ofendido: es una precaución que me ha obligado a tomar vuestra actitud y que vuestro padre aprueba.
El silencio era absoluto, el ambiente podía cortarse con un cuchillo, tal era la tensión.
—Ignoro a qué actitud os referís, pero desarmar al heredero es ofensa que atañe al condado.
—Yo os lo diré. Es sabido que sujetos de baja condición, por no decir de ralea ínfima, andan en los mercados, soliviantando a las gentes de buena fe alegando no sé qué razones y exacerbando sus ánimos contra mi persona, recogiendo además dineros, para no sé qué causa. Lo que me consta es que cuando están más soliviantados lanzan mueras contra mi persona.
»En cuanto a lo de retiraros la espada, debo responderos que las circunstancias me obligan a tomar precauciones. Os veo venir, sois de un natural violento y a veces perdéis el control.
—De lo cual se infiere que suponéis que estoy ofendido, y estáis en lo cierto pero no al punto que os conviene. En cuanto a lo que me contáis de los mercados, también ha llegado a mis oídos, pero bien sabe Dios que no tengo nada que ver. Podéis engañar a mucha gente, señora, inclusive y muy principalmente a mi padre, pero al pueblo llano es muy difícil —replicó Pedro Ramón.
—Si tenéis la amabilidad de decirme en qué cosa quiero yo engañar al pueblo o a vuestro padre, os lo agradeceré.
—Si por lo que decís estáis tan bien informada, ¿cómo es que ignoráis el motivo por el que las gentes están alborotadas?
—Cierto es, pero quería oírlo de vuestros labios.
—Es muy sencillo, señora; el pueblo de Barcelona quiere vivir sometido a las leyes de sus mayores; tratar de cambiarlas es mala cosa. Todo pasa: el tiempo de mi padre, y con él, el vuestro. Entonces llegará mi tiempo, que a su vez tendrá un final. Sin embargo, cada pieza debe encajar en su lugar en la historia. Por eso, hacer mudanzas para colocar en el trono a un bastardo es algo que desagrada al buen pueblo barcelonés. Ése es el motivo de que las gentes anden inquietas y preocupadas por su futuro.
Almodis, que no soportaba que a sus hijos los llamaran bastardos, contraatacó.
—Si por bastardía entendéis la condición de aquellos que han nacido antes de la bendición de Roma, debo deciros que la mitad de la nobleza de estos pagos es bastarda. En todo caso, os diré que hay dos tipos de malnacidos, los de tiempo y los de carácter. Acepto que mis gemelos pertenecen al primer grupo, pero vos pertenecéis al segundo y eso es mucho más grave.
—¿Me estáis llamando malnacido? —preguntó a gritos el primogénito.
—Confundís las cosas, querido Pedro Ramón. Se puede nacer de mujer soltera y ser de noble condición, hasta el punto de ocupar la cátedra de Pedro, y se puede nacer dentro del sagrado matrimonio y ser, de carácter, un hijo de ramera. Lo primero, como veréis, no es óbice para alcanzar en la tierra el máximo honor; en cambio, el segundo es muy importante si llega a tener poder, porque puede perjudicar y mucho a los que se encuentran sometidos a él.
Llegados a este punto, el primogénito se desbocó y gritando como un poseso se adelantó un paso para recriminar a su madrastra.
—¡Me habéis llamado hijo de ramera! Es el mayor insulto que puede tolerar un hombre.
Almodis clavó en él sus ojos. Intuía que el instante que tanto había aguardado estaba a punto de suceder.
—Como de costumbre, no me habéis entendido —repuso la condesa, en un tono sereno—. La condesa Elisabet era una santa, es a vuestro carácter al que me he referido. Nada tiene que ver el alto origen de vuestra cuna con el hecho de que vuestra condición sea reprobable y vuestro carácter imposible. Lo siento, Pedro, creo que no sois apto para gobernar.
—¡Pretendéis apartarme del trono!
Su chillido fue tan estentóreo que el senescal echó mano a su espada y se adelantó dos pasos, pero al recordar que el heredero estaba desarmado, volvió la espada a la vaina y ocupó de nuevo su lugar.
—¡No hace falta! Os habéis apartado solo, pero desde luego, si de mí dependiera, jamás ocuparíais el trono del condado.
Pedro Ramón miró a uno y otro lado, y, rápido como una sierpe, se abalanzó sobre el pequeño trípode de hierro que sustentaba los artilugios de alimentar el fuego de la chimenea; tomó la badila y se precipitó furioso hacia Almodis. Delfín, desde la puerta, lanzó un grito agudo. La condesa al ver sobre ella al heredero se cubrió la cabeza con los antebrazos. Inútil pretensión. El hierro en manos de aquel basilisco golpeó dos veces su cabeza y su cuello antes de que Gilbert d'Estruc y la guardia pudieran sujetarlo. Cuando lo lograron, Almodis yacía en el suelo con la inmovilidad de una muñeca rota y la sangre manando a borbotones de su cuello.
Las damas se precipitaron hacia su señora y con trapos intentaron detener la hemorragia.
El senescal lanzó una orden al aire.
—¡Que alguien vaya a buscar al conde! ¡Que alguien busque al físico de palacio!
Todo era un maremágnum de gritos e imprecaciones.
La condesa apenas respiraba, un golpe de sangre salió de su boca manchando el inmaculado blanco de su pecho. Unos pasos acelerados se oyeron llegando por el pasillo; la puerta se abrió violentamente. Un demudado Ramón Berenguer se asomó por ella y abriéndose paso impetuosamente entre el grupo que rodeaba a su mujer se arrodilló en el primer peldaño y tomó su cabeza entre los brazos.
—¡Almodis, esposa mía! Por los clavos de Cristo, ¿qué ha pasado aquí? ¡Que alguien avise al físico de palacio! ¡Almodis, respondedme!
Tarea inútil: la condesa respiraba afanosamente buscando el aire, cual pez boqueando fuera del agua, sus ojos se abrían y cerraban rápidamente ya sin ver. Un último golpe de sangre acudió a sus labios.
El conde, gimiendo, apretó los labios junto a su frente. Nadie parpadeaba.
De súbito volviéndose al capitán de la guardia de su esposa, con una voz profunda preñada de una furia contenida, indagó:
—Gilbert, decidme, ¿qué ha ocurrido?
El caballero, sin responder, con un gesto de su cabeza señaló a Pedro Ramón, que aún sostenía en su diestra la badila ensangrentada.
El conde, dejando suavemente la cabeza de Almodis en el suelo, se alzó y tomando a su hijo por el jubón lo zarandeó, presa de una furia incontenible.
—¡Maldito seáis mil veces! ¡Que la ira del cielo caiga sobre vos y que vuestros días no vean la paz! ¡No quiero volver a veros!
Luego rechazándolo violentamente, ordenó:
—¡Apartadlo de mi presencia y encerradlo! Gilbert, traed al físico de palacio y al padre Llobet.
El salón era una barahúnda incontenible. Mientras tres guardias se llevaban al heredero, iban apareciendo gentes de todo rango y condición y en aquel desorden se ignoraba el protocolo. Por la puerta asomaban sin orden ni concierto los nobles de la
Curia Comitis
, que hacía unos instantes habían estado despachando con el conde, el mayordomo de día, gentes de la guardia y hasta algún servidor de las cocinas. Entre aquella batahola, sonó la voz autoritaria del senescal Gualbert Amat.
—¡Abran paso al físico!
Uno de los centinelas con el asta de la lanza obligó a la gente a retirarse de la puerta. El físico, pálido y sudoroso, sujetando su bolsón con la diestra y con la izquierda un medallón con un topacio que, sujeto a una cadena, bailando sobre su pecho, marcaba su condición de médico de palacio, se precipitó hacia el interior. El círculo que rodeaba a la condesa se abrió como por ensalmo y el hombre se abalanzó sobre la figura desmadejada sobre los dos peldaños que ascendían hasta el sitial. Alguien había puesto un paño de lino sobre la herida del cuello. El físico examino a la condesa rápidamente, sacó un frasco de su zurrón y, abriéndolo, empapó con el líquido que había en su interior un pañuelo que aplicó bajo la nariz de la condesa; el fuerte olor se expandió rápidamente por la estancia; sin embargo, ningún efecto hizo sobre la desmayada figura; entonces el físico con los dedos medio e índice de su mano izquierda palpó la vena del cuello de Almodis. Intento inútil, el grueso cordón no palpitaba. Entonces el hombre volvió su cabeza hacia el conde.
—No hay nada que hacer, señor, la condesa ha fallecido.
Ramón Berenguer emitió un grito como de animal herido, mientras, horrorizado, observaba el cuerpo sin vida de la única mujer a la que había amado.
Marta, que estaba aterrorizada en un rincón junto a Estefania Desvalls, sintió que a su lado alguien sollozaba fuertemente: era Delfín. El hombrecillo parecía más mínimo que nunca. Conmovida, la muchacha colocó su diestra sobre el hombro izquierdo del enano y éste, alzando la mirada, le agradeció el gesto colocando a su vez la suya sobre la de Marta.
La joven no podía creer el drama que acababa de desarrollarse ante la impotente mirada de todos. La condesa, aquella mujer voluntariosa que Marta había llegado a apreciar y respetar como su protectora en la corte, había fallecido a manos de su hijastro.
En aquel instante todo pareció detenerse. Alrededor de la joven las imágenes dejaron de tener relieve y en silencio como en un sueño, fueron apareciendo los personajes a los que aquel drama afectaba principalmente; los primeros fueron Ramón y Berenguer. Cap d'Estopes sostuvo el convulso hombro de su padre en tanto Berenguer se abalanzaba sobre el cuerpo de su madre y comenzaba a sollozar ruidosamente. Tras los gemelos asomaron las hijas. En primer lugar lo hizo Sancha y luego Inés acompañada de su esposo Guigues d'Albon. El pensamiento de Marta se desentendió del entorno y cayó sobre el futuro que la aguardaba en palacio; estando lejos su padre y sin la protección de la condesa, su único soporte era Bertran. Todo era incierto y preocupante; sentía que sobre ella se cernía una amenaza de la que únicamente podía hablar con Amina y con su padrino, que en aquel momento entraba por la puerta. Vio cómo el clérigo se acercaba al grupo y después de intercambiar unas palabras con el conde, se acercaba donde yacía Almodis y tras un rezo le impartía su bendición; observó cómo traían unas angarillas, en las que colocaron con sumo cuidado el cadáver de la condesa, cubierto con un lienzo, y se lo llevaban acompañado de llantos y lamentos. Finalmente el salón se fue quedando vacío y Marta se sintió más desamparada que nunca.
La voz corrió por palacio y luego, como un río incontenible, pasó a calles y plazas.
La ciudad estaba crispada. El desconcierto y el dolor habían anidado en el corazón de las gentes. Unos y otros estaban perplejos y confundidos. Los que en vida de la condesa gozaron de sus favores, los desheredados de la fortuna, los mendigos que en número de cien se beneficiaron de su munificencia recibiendo la sopa de los pobres todos los días en la Pia Almoina, los peregrinos que se aprovecharon de su generosa distribución de monedas, y los que gozaron de sus prebendas y de las ventajas que suponía vivir a su lado, lloraban sin consuelo. Cosa extraordinaria, aquellos otros que se tenían por sus enemigos, aquellos que conspiraron contra ella y hasta los que fueron apartados de la corte y que en vida desearon su muerte, aunque aliviados por ésta se hacían lenguas de su entereza, su visión de gobierno y la ayuda que para todos representó que desde la sombra del tálamo, gobernara la voluntad del conde Ramón Berenguer. Éste, desde la muerte de su esposa, se había refugiado en el dolor y había dejado la administración del condado en manos de sus más fieles servidores: el obispo Odó de Montcada, el veguer de Barcelona Olderich de Pellicer y su senescal, Gualbert Amat.
Las exequias se celebraron en la todavía inconclusa catedral al cabo de cincuenta días, para dar tiempo a que llegaran los representantes de los condados allende los Pirineos.
Ante el cadáver embalsamado desfiló todo el buen pueblo barcelonés. Cuando las campanas de todas las iglesias tocaban a tercias, la cola de los que pretendían acercarse hasta él llegaba hasta la puerta del Castellnou.
El obispo de Vic, Guillem de Balsareny, acompañado por los de Gerona y Tarragona ofició la misa de difuntos ante una congregación en la que cada estamento ocupaba su lugar correspondiente. En el altar, el conde Ramón Berenguer, que parecía ausente y súbitamente envejecido; detrás, representantes de todos los condados catalanes presididos por los condes de Urgel y de Cerdaña; el primero por ser primo del conde de Barcelona y el segundo por ser su futuro yerno. Detrás de ellos las más conspicuas familias barcelonesas. Los Besora, Gurb, Cabrera, Quarsà, Alemany, Muntanyola, Oló, Desvalls y algunas otras, ocupaban con sus criados y servidores la parte derecha; en la izquierda, el cabildo y los enviados de todos los monasterios que había fundado y protegido la condesa, separados los de hombres de los de mujeres. En el centro, todos los moradores de palacio, los hijos varones, Ramón y Berenguer, y sus hijas, Inés asistida de su reciente esposo Guigues d'Albon y Sancha deshecha en lágrimas; y finalmente vestidas totalmente de negro, todas las damas de la condesa, al frente de las cuales se hallaban doña Lionor y doña Brígida; en un rincón, con el rostro céreo, Delfín el bufón, y detrás doña Hilda, la que fuera ama de los gemelos. En los laterales de pie tras una columna y entre la multitud de pajes, Bertran de Cardona no apartaba la vista de Marta Barbany. Observándolo todo con ojos asombrados, Marta se sentía angustiada y entristecida: la muerte de su señora y la ausencia de su padre la dejaban vulnerable y desprotegida.
Las exequias funerarias se prolongaron más de quince días y quinientas fueron las misas que se celebraron en todos los conventos por ella fundados, para el descanso de su alma. El buen pueblo barcelonés sintió en su corazón una orfandad lacerante.
Fuego griego
La paloma
A Martí, la espera se le hacía interminable. La inquietud por la falta de noticias de Manipoulos y Ahmed se reflejaba en su serio semblante. El tiempo corría, y debía tomar una decisión. Una vez más releyó la nota que aquel condenado Naguib le había hecho llegar hacía apenas unos días. El mensaje había aparecido prendido de la pata de una hermosa paloma que un niño había llevado hasta el barco, y decía lo siguiente: