Mar de fuego (19 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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La multitud se arremolinaba festiva e inquieta alrededor de las cuerdas que determinaban el límite de todo el tinglado; algunos alguaciles del veguer se iban a ocupar de que la condesa Almodis y su cortejo pudieran llegar junto a la nave sin dificultad. A tal efecto se había construido una engalanada tribuna con sus respectivos sitiales para presidir la ceremonia; desde ella hasta el comienzo de la playa se extendía una larga alfombra para impedir que los escarpines de las damas y el bajo de las sayas se mancharan con los restos de brea y la suciedad de la arena.

En pie junto a su hija y en compañía de sus capitanes y de su entrañable amigo el canónigo de la catedral y confesor de la condesa Eudald Llobet, Martí Barbany aguardaba la llegada de la corte. Marta, que daba la mano a Amina, impresionada por todo aquel barullo, observaba con curiosidad que tanto el nombre de la nave como el mascarón de proa estaban ocultos bajo unos espesos cortinajes.

—Padre, ¿por qué está cubierta la proa?

—Ésa es la sorpresa que te guardo.

En aquellos momentos el sonido de los añafiles y el redoblar de los tambores indicaron que los componentes de la corte barcelonesa estaban a punto de llegar a la playa. El remolinear de la gente y el brusco movimiento de las picas de los guardias al cruzarse confirmaron su impresión. Precedida de escoltas, rodeada de sus cortesanos predilectos, embocaba ya la entrada de la roja alfombra, mayestática y solemne, la condesa Almodis. Apareció con una bellísima almejía ceñida por un cíngulo que remarcaba sus todavía hermosos senos, las mangas anudadas mediante cintas a sus anulares, un sobrepelliz de armiño blanco para protegerse del relente del mar y calzando sobre unas medias color berenjena que dejaban ver sus finos cabos al subir o bajar un escalón, lujosos coturnos que elevaban su estatura y que la aliviaban de los rigores de la arena. Cubría su cabeza un curioso tocado de concha de tortuga y perlas que conjuntaba con el hermoso collar que lucía al cuello y con la ceremonia náutica que se iba a desarrollar dentro de poco. A su lado los gemelos Ramón y Berenguer y tras ellos, distanciado, el primogénito Pedro Ramón. Delfín lucía su malhumorado rostro, y ligeramente retrasadas iban sus damas, con Lionor al frente. Justo detrás del grupo, Olderich de Pellicer, veguer de Barcelona, Odó de Montcada, obispo de la ciudad, Guillem de Valderribes notario mayor y Gilbert d'Estruc, gentilhombre de confianza y fiel servidor de Almodis, completaban el cortejo. Una vez hubieron llegado a la altura de la tribuna, Martí se precipitó a besar la mano que le tendía la condesa, cosa que hizo rodilla en tierra cual si fuera el último de sus siervos, y a continuación saludó a los tres príncipes. Después que los demás, a excepción del padre Llobet, rindieran pleitesía, Almodis ascendió a la tribuna seguida de su pequeña corte y desde allí dirigió su mirada a la soberbia nave.

—Hermosa criatura, ¡vive Dios! Parece, mi buen Martí, que no cejáis jamás en vuestros empeños para honra y prez de los condados catalanes.

—Señora, es mi trabajo, y si con él colaboro a engrandecer esta ciudad que tanto me ha dado, me congratulo por ello.

Entonces la condesa pareció reparar en Marta que, asombrada, observaba cuanto pasaba a su alrededor.

—¿Es esta mocita vuestra hija?

—Ella es Marta, señora, mi hija y todo lo que de afecto me queda en este mundo.

—Gran honor me parece a tan temprana edad. ¿Qué haréis cuando contraiga matrimonio?

—Falta mucho para ello —suspiró Martí—, aún no es tiempo.

—Pero sí está ya en edad de merecer —dijo Almodis con una sonrisa. Luego se dirigió a Marta—. Me gustaría que en alguna ocasión tu padre te trajera a palacio: tengo dos hijas, Inés y Sancha, que ahora están con mi esposo, el conde de Barcelona, visitando a su tío, el conde de Urgel, por lo que no me han acompañado. Son algo mayores, pero creo que podrían hacer buenas migas contigo.

Martí dio un ligero golpe en el hombro de su hija y ésta interpretó el mensaje.

—Será un honor que tal suceda, señora, y me hará una ilusión inmensa conocerlas y conocer palacio.

—Que así sea, pues —concluyó la condesa—. Prosigamos con la ceremonia, Martí: los vecinos de Barcelona no merecen tan larga espera.

—Entonces, señora, si me lo permitís, ordenad al señor obispo que proceda.

Odó de Montcada, revestido de una sobreveste morada que cubría una ornada hopalanda ribeteada con hilos de oro, se acercó al casco de la nave y tras proceder a su bendición tomó el hisopo de un cubito que le sostenía un clérigo menor y desparramó sobre el casco unas gotas de agua bendita. Entonces Martí se adelantó y tirando del cabo que gobernaba las cortinillas procedió a descorrerlas, dejando al descubierto tanto la tablilla donde figuraba el nombre de la nave
Santa Marta
como el mascarón de proa que era la imagen de una sirenita con las exactas facciones de la niña. Marta, tapándose el rostro con las manos, ahogó un sollozo intentando contener la emoción.

En tanto que el estruendo de atabales y trompetas agitaba el aire, el gentío comenzó a aclamar a la condesa y al armador, a la vez que unos criados con cestas llenas de viandas aparecían a las puertas de las atarazanas y lanzaban su contenido entre el alborozado populacho.

—Señora, si me lo permitís me gustaría invitaros a subir a bordo antes de que la nao flote en el agua.

La voz de Martí sonó sobre el estruendo y la algarabía.

—Nada me puede placer más. La última vez que llegué a Barcelona por mar gocé por cierto de unas muy especiales circunstancias —dijo la condesa, recordando con una sonrisa su accidentada huida de Tolosa y posterior llegada a la ciudad.

—Entonces, señora, vamos a ello.

De la tribuna se adelantó un reducido grupo que se dirigió a las plataformas provistas de rasteles de cuerdas que sujetos a los polipastos aguardaban recostadas en la arena de la playa. Abría la marcha Martí dando la mano a su hija; luego la condesa y detrás sus dos gemelos. El heredero, con un gesto displicente, se quedó en tierra renunciando a visitar el navío, más que por otra cosa, por hacer un feo a su madrastra. Cerraba la marcha Eudald Llobet, cuyo gastado organismo no renunciaba a gozar de nuevas sensaciones. Las plataformas, cada una de ellas con cuatro personas, fueron ascendiendo lentamente a fuerza de brazos y en varias veces, por los costados de la nao. En la última tanda subieron los capitanes de Martí que estaban en Barcelona, el griego Manipoulos y Felet, su amigo de la infancia, que iban a ser los encargados de dar cuantas explicaciones técnicas requiriera la curiosidad de los invitados. Las ruedas de los ingenios gruñían forzadas por la tensión de los cabos de cáñamo hasta que finalmente las plataformas alcanzaron la altura conveniente y todo el grupo se halló sobre la cubierta del barco.

Los presentes se desparramaron por el trirreme yendo de un sitio a otro asombrándose ante la cantidad de adelantos, los bruñidos bronces, las ricas maderas, los barnizados polipastos, el juego de timones; todo era lo mejor y más avanzado de la época; luego la condesa hizo un aparte con el naviero.

—Amigo mío, esto es asombroso, jamás creí que el hombre fuera capaz de tanta maravilla. Es notable el esfuerzo que hacéis por engrandecer al condado de Barcelona. Si algo deseáis pedirme, éste es el momento.

El arcediano cruzó una mirada inteligente con Martí y éste entendió el mensaje.

—Señora, hablaríamos mejor en uno de los camarotes.

Al poco, la condesa, su anfitrión y su confesor se hallaban a popa en el camarote del armador habilitado bajo la toldilla. Almodis despreocupadamente tomó asiento en la litera de estribor e indagó.

—Mi instinto de mujer me dice que no me habéis traído hasta aquí por algo baladí.

Llobet carraspeó.

—Así es, señora. Una vez más vuestra intuición no os ha engañado.

—Decid pues, amigo mío, soy toda oídos.

Martí tomó la palabra:

—El caso es, señora, que ha tiempo quería exponeros una cuestión que me duele en el alma.

—Os escucho, Martí —dijo la condesa.

—Además, condesa, debo deciros que dicha cuestión no solamente atañe a nuestro amigo sino que ofende a la Santa Madre Iglesia —apostilló el clérigo.

—Me inquietáis, Eudald. Decidme qué es ello, y si está en mi mano, intentaré poner el correspondiente remedio; hablad, Martí.

—Veréis, señora. Hace tiempo vino a verme un personaje que, valiéndose de malas artes y de engaño, me propuso un negocio que suponía la manumisión de esclavos, para lo que quería que le vendiera una casa de mi propiedad en la Vilanova dels Arcs.

—¿Y?

—Yo accedí a ello —reconoció Martí, pesaroso.

—¿Entonces?

—El propósito, señora, no era tal, sino más bien instalar un nido de lujuria y desenfreno en el que no solamente no manumite a ningún esclavo sino que los fuerza y utiliza para el vicio prostituyéndolos sin la menor misericordia.

—Con ello ofende al sexto mandamiento de la ley de Dios y ensucia la ciudad —apostilló Llobet.

Almodis meditó unos instantes.

—¿Y no creéis que en vez de a vuestra condesa a quien deberíais informar es al veguer para que proceda a allegar los medios oportunos para cerrar tal lupanar?

Martí y el sacerdote cruzaron una mirada cómplice.

—Permitidme, condesa.

—Os escucho, Eudald.

—El caso es que parece ser que el tal individuo goza de cierta protección en las altas instancias de palacio, lo que le hace inmune a las denuncias.

La mirada de Almodis cambió radicalmente.

—Explicaos.

Martí tomó la palabra.

—Señora, ¿recordáis a Marçal de Sant Jaume, aquel caballero que fue rehén del rey al-Mutamid de Sevilla en aquel triste suceso de los falsos maravedíes que tan caro costó a mi querido suegro?

—¿Cómo podría olvidar aquel horrible asunto? —dijo la condesa, mientras un estremecimiento recorría su cuerpo.

Años atrás, el rey al-Mutamid de Sevilla había abonado el rescate de su hijo, rehén en el palacio condal, con unos maravedíes que luego resultaron ser falsos, y liberado a cambio al rehén que tenía en su corte: el caballero Marçal de Sant Jaume. El engaño había sido de tal calibre que su esposo, mal aconsejado por su hombre de confianza, Bernat Montcusí, había buscado un chivo expiatorio, que no fue otro que el pueblo judío en la persona del malogrado Baruj Benvenist, el suegro de Martí Barbany, quien fue ejecutado injustamente y sus bienes incautados, acusado de falsificar los maravedíes.

—Pues bien, señora, parece ser que éste es el vínculo que tiene el rufián con palacio.

—Concretad, ¿con quién de palacio, si se puede saber? —exigió Almodis.

El arcediano intervino de nuevo y a pesar de estar en cubierto, bajó la voz.

—Si mis informaciones no mienten, el protector del caballero es el primogénito.

El rostro de la condesa se crispó imperceptiblemente.

—¿Queréis insinuar que Pedro Ramón protege ese tugurio?

—Así es, señora.

La expresión de la condesa había variado visiblemente.

—Mi querido Martí, aparte de que os han sorprendido en vuestra buena fe, creo que no me corresponde mediar en tales asuntos.

—No os entiendo, condesa —intervino el padre Llobet, cariacontecido.

—Mi buen Eudald, a estas alturas de la vida sabéis mejor que nadie que el fornicio no tiene remedio, que el invierno es largo y frío y que éste se cura, además de con buenas brasas, con una cama caliente. Tengo ya muchos problemas con el heredero y no quiero aumentar su malquerencia y mucho menos tratar un tema de esta índole con mi esposo. Si eso distrae a Pedro Ramón y consigue que entretenga sus ocios en estos menesteres en lugar de incordiarme en palacio, os diré que, aun lamentándolo por vos, Martí, daré por bien empleado el tiempo y el invento. Además —añadió con la sonrisa de quien ha vivido y visto muchas cosas—, una pobre condesa nada puede hacer por aliviar el ardor de sus súbditos varones, ni creo que ésa sea su tarea.

—Pero, señora, tratándose de ofensa tan manifiesta a Dios y conociendo la preocupación que tenéis por otras cosas, hemos creído que tal vez…

—Pláticas palaciegas, Eudald. Sabéis que no me place ni estoy conforme con el hecho de que nuestra Iglesia se ocupe tanto de cosas que son naturales y por tanto incorregibles y deje en cambio campo libre a tanta injusticia y tanta falta de caridad. Os consta además que no siempre acuden a aliviarse casados y solteros sino que entre vuestro gremio, mi querido Llobet, hay quien tiene a su cargo a una barragana. Lo siento, Martí, pero en estas circunstancias no puedo intervenir en el asunto.

En el rostro del naviero se pudo observar la decepción que la respuesta de la condesa le ocasionaba.

Tras una pausa, Almodis, a fin de congraciarse, añadió:

—Sin embargo y para que veáis que valoro y en mucho vuestra ingente tarea en pro de Barcelona, voy a pagaros con una merced que no me habéis pedido.

—Y ¿cuál es, señora?

—Veréis, caro amigo, hace ya mucho que quedó claro que ni la comunidad judía y mucho menos vuestro suegro Baruj Benvenist, tan injustamente tratado, tuvieron nada que ver con el desgraciado incidente de los falsos maravedíes. Su vida no os la puedo devolver, pero sí sus bienes. Por tanto, y sirva como especial reparación que os ofrece vuestra condesa, recibiréis toda la documentación que conforma la devolución de la casa del
Call
, que os pertenece sin duda como viudo de la que fue vuestra esposa. Vaya lo uno por lo otro. Y ahora, si no tenéis otra cosa que decir, creo que esta conversación ha concluido. Sigamos con la botadura de este hermoso barco.

22

El castigo de Zahira

La noche cerraba. Una luna difusa y trashumante emborronada por un tropel de desflecadas y huidizas nubes apenas alumbraba el camino que se abría tras la puerta del Castellvell. Un grupo al parecer inconexo formado por un carruaje tirado por cuatro mulas y dos sillas de manos transitaba a aquella avanzada hora por la vía Francisca hacia el puentecillo que atravesaba el Rec Comptal situado después del desvío que conducía a la Vilanova del Mar. Las gentes que se cruzaban con la extraña caravana se hacían a un lado y observaban recelosas el paso de la comitiva, ya que tanto la calidad de los arreos como lo avanzado de la hora no se correspondía con lo que se acostumbraba a ver por aquellos andurriales. Abría la marcha un lujoso carricoche: en su elevado pescante, además del auriga, viajaba un mozo pertrechado con un fanal cuya temblorosa luz iluminaba al sesgo el asta disuasoria de un chuzo de afilada punta metálica que asomaba entre los faldones de su capote; en la trasera y encaramado en una pequeña plataforma, un lacayo que vigilaba la retaguardia; delante, a lomos de un caballo, atento a la calzada, un postillón que cuidaba de avisar los posibles baches y obstáculos que surgieran al paso de la comitiva. A una distancia de varios trancos iban las dos sillas de doble vara, con ocho porteadores, amén de la correspondiente escolta armada y el portaluces.

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