Mar de fuego (20 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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La caravana llegó al
raval
de Sant Cugat del Rec y se detuvo ante una pétrea mansión cuya puerta se abrió apenas el primer carruaje se detuvo ante ella. Los tres vehículos fueron entrando hasta un patio, donde ya había otros coches llegados con anterioridad. A su lado un grupo de palafreneros, cocheros y criados conversaba en tono distendido.

Las luces de los criados de la casa corrían en la noche cual febriles luciérnagas alumbrando el paso de los aparentemente ilustres visitantes. Del primer carruaje descendieron solemnes los jueces de la ciudad, Ponç Bonfill y Eusebi Vidiella, de la primera silla de manos el ilustre notario mayor, Guillem de Valderribes, y de la posterior, de forma muy discreta, el gordo subastador del mercado de esclavos, Simó lo Renegat. Al pie de una escalinata, para recibirlos y homenajearlos, estaba el caballero Marçal de Sant Jaume, vestido a la usanza mora, solícito y sonriente.

Tras los saludos de rigor se dirigieron todos, a excepción de Simó, que se quedó fuera obedeciendo las precisas órdenes del de Sant Jaume, a una gran estancia sobriamente amueblada al estilo moro. En ella aguardaban ya varios miembros de familias principales del condado: los Rubí, Cervelló, Castellví, Miró de Ostolés, Bonuc de Claramunt, Odó de Sesagudes y otros, que fueron apagando sus conversaciones a la llegada de los nuevos visitantes. Inmediatamente, el caballero Marçal de Sant Jaume ocupó la presidencia de la reunión en un sillón abacial tras una mesa engalanada con un paño adamascado, en tanto un mayordomo seguido por Zahira y otra joven esclava que atendía por Bashira ofrecía a los presentes zumo de grosellas de una frasca y las copas pertinentes para su servicio. Las miradas de los presentes se lanzaban un sinfín de cautas y recelosas ojeadas entre ellos. Cuando ya el de Sant Jaume iba a tomar la palabra, la voz ronca e inconfundible del notario mayor Guillem de Valderribes sonó al fondo del salón.

—Perdonad, señor, nada nos habéis adelantado, ¿él va a asistir?

Cuando sonó el «él», casi todos sabían a quién se refería.

—Ilustrísimo notario mayor, todos conocemos las dificultades y lo proceloso del asunto: el heredero ni va a venir, ni por el momento interesa.

El señor de Cabrera, que se hallaba en el centro del círculo, acotó:

—Eso se debería haber avisado. No conviene que defender la ley parezca algo de lo que hay que avergonzarse u ocultar. No somos conspiradores, sino por el contrario vecinos amantes del orden de las cosas y guardianes de la ortodoxia y de las buenas costumbres.

—¿Por qué ha acudido el subastador del mercado de esclavos al que he visto en la entrada y al que ni por su rango ni por su oficio corresponde este lugar? —indagó el señor de Geribert.

—Procedamos con orden —puntualizó el caballero de Sant Jaume—, mal puedo responder a la vez a tanta cuestión y si queremos que el engranaje funcione cada una de las piezas ha de estar en su sitio. Yo soy el primero al que le molesta tratar con individuos como Simó, pero lo que deberá hacer no es tarea de caballeros: seguro que ninguno de los aquí presentes visitaría jamás los lugares a los que tendrá que acudir. Yo en persona le comunicaré al acabar esta velada lo que deberá hacer cuando lo determinemos. Señor de Cabrera —añadió—, muchas veces lo obvio parece que no complace a muchos: si tan claro estuviera, no sería necesaria esta reunión. Mejor es por el momento la discreción y el silencio de la noche aunque para todos nosotros el tema esté más claro que el agua del arroyo. —Marçal de Sant Jaume hizo una pausa en su largo discurso y, tras advertir que tenía la atención de los allí presentes, continuó—: Entonces, si sus señorías me lo permiten, voy a entrar en materia, ya que no todos conocen el trasunto de esta reunión.

El grupo se revolvió inquieto en los asientos y aguardó expectante.

—Sabido es desde hace mucho que en palacio se han delimitado abiertamente dos facciones: nosotros no nos inmiscuimos, ni lo hemos hecho anteriormente, en cualquier situación que tenga que ver en el presente con la condesa Almodis, a la que deseamos larga vida, ni en su influencia en las decisiones de nuestro conde Ramón Berenguer. Ella tiene sus parcelas de poder, que algunos podemos juzgar excesivas, pero esta asamblea no es quién para cuestionar y mucho menos entrometerse en cosas que le son totalmente ajenas y que podrían redundar en perjuicio de todos.

»Los aquí presentes no nos decantamos, pues, por bando alguno y únicamente nos guía el afán de legalidad. Por tanto, demos por buenas tanto sus compras de otras tierras, y lo que con ellas decida hacer en el futuro de común acuerdo con su esposo nuestro señor, como sus limosnas a órdenes religiosas y legados caritativos a fundaciones como la benedictina de Sant Pere de les Puelles. Por cierto, que sobre este hecho os quiero resaltar una circunstancia que debemos tener en cuenta, ya que la condesa no da puntada sin hilo. Las veinte monjas que constituyen la comunidad gozan de una especial protección como jamás se vio desde los tiempos de la fundadora condesa Riquilda de Tolosa, viuda del conde Suñer y las sucesivas abadesas, hasta la actual sor Adela de Monsargues; todas las que han gobernado el cenobio han sido desde siempre figuras de la nobleza del condado, desde la primera, Adelaida, viuda de Sunifred de Urgel. Como no ignoráis, las familias de las monjas son las principales beneficiarias del monasterio en el que únicamente son admitidas muchachas de noble linaje. Como fácilmente podéis deducir todas esas familias se alinearán sin duda en el bando de la condesa, que a pesar de la peregrina entrada que tuvo en estas tierras, ha demostrado tener, a lo largo de estos años, una fuerza política ajena totalmente a su condición femenina. Desde el primer día no ha cejado en su empeño de ganarse voluntades por cualquier medio. Por tanto, señores, tengamos claro a quién y a qué nos enfrentamos.

La tensión del momento se reflejaba en el grupo que permanecía mudo y expectante. El orador prosiguió:

—Ilustres señores, tenemos noticias fidedignas de que la condesa está maniobrando para terminar con nuestras tradiciones más sólidas, y eso sí que nos atañe a todos. Pero para mejor entender el asunto, cedo la palabra y el estrado al muy honorable juez Eusebi Vidiella, que ha escuchado de primera mano en varias ocasiones sus intenciones hacia la herencia común que representan los condados de Barcelona y Gerona en otro tiempo gobernados por la nunca suficientemente llorada condesa Ermesenda de Carcasona.

Al ser aludido, el honorable juez se levantó, recogió el vuelo de su rica hopalanda y se dispuso a intervenir.

La expectación creció notablemente y el silencio de los presentes se hizo casi audible.

El anciano se dispuso a tomar la palabra, pero antes de hacerlo compareció a su espalda el mayordomo con una copa vacía. Mediante una seña, indicó a Zahira que procediera a llenarla. La muchacha, provista de una jarra de zumo de grosellas, hizo el gesto de acercarse para cumplir la orden, con tan mala fortuna que tropezó y cayó de rodillas sin poder impedir que la jarra se estrellara contra el suelo manchando el ribete de la túnica del juez Vidiella, cuyo genio era legendario. El magistrado se puso en pie intentando torpemente limpiar su hopalanda.

—¡Maldita estúpida! ¡Por Dios! ¿Es que acaso no disponéis de criados que sepan servir un refresco? ¡Retirad a esta inútil!

El de Sant Jaume se abalanzó para ayudar, a la vez que dirigía una mirada asesina a aquella inepta cuya torpeza amenazaba con estropearle la velada. Luego, con voz entrecortada por la ira, añadió:

—Mayordomo, retírala de mi presencia que luego me ocuparé de ella, y haz que recojan este estropicio. —Dirigiéndose al juez, añadió—: Sabed excusarme, señoría.

—Os aconsejo que cuidéis de que vuestros criados desempeñen aquellas tareas para las que están mejor dotados. Si criáis cochinos, la pocilga es el lugar que le acomodaría mejor.

—Sois muy indulgente; yo no lo seré tanto. A esta ralea de lerdos las cosas únicamente les entran a golpes de vergajo, y el lugar al que la destinaré le va a acomodar todavía más.

Tras ordenar a Bashira, otra de sus esclavas, que se ocupara de servir el nuevo zumo, el mayordomo se retiró con Zahira firmemente sujeta por el brazo. Entonces el juez comenzó su discurso.

—Señorías, ilustres próceres barceloneses, mi oficio me dicta todos los días prudencia y mi edad me impide obrar a la ligera y emitir juicios de valor sobre sucesos de los que no tengo la certeza de que sean exactos. Sin embargo, en esta ocasión nadie me ha contado nada, sino que simplemente yo mismo he sido testigo de los hechos que paso a relatar a continuación a sus mercedes: unos hechos luctuosos que evidencian una situación y un talante que ni como juez ni como barcelonés puedo admitir.

Los presentes se miraron inquietos y el juez prosiguió.

—Me voy a referir a lo acaecido el último día de consejo, y voy a eliminar lo innecesario para centrarme en lo que creo nos atañe y es fundamental. Las leyes sucesorias son inamovibles y están cimentadas en la
consuetudo
romana, cuna de nuestras costumbres y salvaguardia de la conservación de este reino. A fin de que los dominios condales no se diluyan y prevalezca la unidad son varios los pilares que sustentan nuestras leyes. En primer lugar está la legalidad del heredero, que se sustenta en la primogenitura. ¿Qué quiere ello decir? —preguntó, mirando a su audiencia—. Pues que el primogénito es quien es y no otro. Lo segundo tiene que ver con el momento de la sucesión: es decir, que la transferencia de poder debe realizarse al óbito del antecesor reinante, de manera que si un primogénito intentara alcanzar el trono en vida de su antecesor y sin la aquiescencia de éste, tal sucesión carecería de legalidad. Y, por último, se encuentra la escala natural de los herederos y por tanto la cronología: es decir, si alguien intentara adelantar su herencia forzando al destino, por ejemplo eliminando a su antecesor en el derecho dinástico, perderá la razón de su derecho. Resumiendo: en primer lugar, el heredero siempre será el primer nacido de entre los príncipes vivos; segundo, ningún príncipe alcanzará el poder antes de que la muerte se lleve a su antecesor, y tercero, cualquiera que intentare saltarse el orden prescrito y siendo segundón pretendiera ser primogénito, incurrirá en falsía e invalidará con ello sus futuras prerrogativas.

—Entonces, ¿qué es lo que insinuáis? —preguntó Miró de Ostolés.

—No insinúo, afirmo —dijo el juez Vidiella con voz solemne—. Yo estaba presente y el juez Bonfill es testigo de que, en la última reunión del consejo, la condesa Almodis intentó introducir un proyecto de enmienda para que, al deceso de nuestro querido conde, fuera nombrado heredero el príncipe Ramón en detrimento de los derechos del primogénito, Pedro Ramón, y de su otro hijo Berenguer, al que ni nombra ni considera y al que sin duda conformará con las migajas de algún condado franco o de cualquier otra donación que se acomode a su natural despreocupado y, ¿por qué no decirlo?, liviano.

La voz del notario mayor, Guillem de Valderribes, sonó al fondo del salón:

—¿Qué es lo que aconseja vuestra señoría?

El caballero Marçal de Sant Jaume, puesto en pie, habló sin alzar el tono pero con voz firme:

—Perdonadme que interrumpa, pero yo os diré lo que debemos hacer y contra qué debemos precavernos; entonces sus señorías entenderán el porqué de esta reunión. Todos los aquí presentes representamos a nuestras leyes y no deseamos entrar en contubernios que alteren el orden por el capricho de un amor maternal mal entendido, sin pararnos a examinar, pues no es ése nuestro cometido, si la conveniencia de un príncipe es mayor o menor que la de otro.

—¿Cuál es vuestra propuesta?

—Mi propuesta es sin duda la legalidad, pero, por raro que parezca, ésta no se sostiene sin partidarios y para ello es preciso organizar un grupo diverso y poderoso que esté dispuesto a llegar a donde convenga en amparo de los derechos del príncipe heredero Pedro Ramón. Este grupo será como la sal de la tierra: su opinión se tendrá muy en cuenta y su prestigio crecerá entre el pueblo llano si sabemos llegar hasta él en plazas, ferias y mercados y en cualquier sitio donde se reúnan más de tres vecinos del condado. Creo que todos estaremos conformes con la propuesta.

El murmullo y el inclinar de cabezas indicaron al de Sant Jaume que su propuesta había calado entre los presentes.

—Pero, señores, todo esto no es gratuito —prosiguió Marçal de Sant Jaume—. Los dineros serán necesarios, y respondiendo a la pregunta que me ha sido formulada al principio os voy a aclarar la presencia del subastador del mercado de esclavos Simó lo Renegat. Importante es que el cordón de vuestra bolsa se afloje, pero no es suficiente: hemos de convencer al pueblo llano y, si fuere preciso, regar con buenos dineros a los cabecillas que habrán de soliviantar a las gentes en mercados y plazas; hemos de recaudar capitales entre las gentes partidarias de conservar el orden natural y no hemos de ser remilgados a la hora de juzgar el origen de los dineros si éstos sirven para el fin honroso a que estarán destinados. El dinero no lleva acuñado su origen, de manera que cualquier aportación será buena si bien sirve a nuestros fines, que no son otros que el bien del condado.

La reunión se prolongó hasta altas horas. En el salón adjunto se ofreció un refrigerio acorde con la solemnidad del momento. Antes de partir, la concurrencia hizo mil y una preguntas, y el caballero de Sant Jaume fue respondiendo a todas ellas ayudado por el prestigio de los jueces allí presentes y del notario mayor.

Cuando todos los participantes hubieron partido, el de Sant Jaume hizo llamar a Simó, que había aguardado pacientemente en un saloncillo a que terminara la reunión.

—¿Dais la venia, señor?

—Pasad.

—Os escucho, señor.

—Esta noche se ha dado un gran paso —empezó el caballero de Sant Jaume—, y pese a que nuestra intención no es otra que preservar la legalidad y el orden en el condado cuando falte nuestro querido conde, necesitábamos ganar para la causa del primogénito a una serie de personas que por su cargo o por el peso de su apellido nos pueden aportar beneficio, ya sea económico o de prestigio. Por legítima que sea una causa, si no tiene partidarios es causa perdida. Y la situación del primogénito es delicada, pues en estos momentos el poder de la condesa es absoluto y todos los tibios que hayan recibido o esperen recibir prebendas y sinecuras estarán de su lado.

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