Authors: Chufo Lloréns
—¿Habéis reclamado mi presencia, señor?
Mainar, sin dignarse contestar la pregunta, ordenó:
—Maimón, tráete a la muchacha que está en el recibidor.
Marchó el eunuco y al punto, sin casi dar tiempo a Mainar a sentarse, trajo del brazo y medio a empellones a una asustada Zahira.
—Decidme, ¿qué os parece la mercancía? —indagó Simó.
Bernabé observó con su único ojo a la muchacha.
—A ver, date una vuelta —ordenó.
Aterrorizada ante la presencia del personaje, Zahira, con su hatillo en la mano, no atinó a moverse.
—¿No has oído, lerda? —intervino Simó—. ¡Deja en el suelo tus cosas y obedece!
La muchacha parecía hipnotizada.
Simó, iracundo, se alzó del sillón y de un manotazo le arrancó el pañuelo anudado donde llevaba sus escasas pertenencias.
Mainar sonreía con sorna.
—Muéstrame tus encantos, criatura.
—No os entiendo, señor —balbuceó Zahira, sin atreverse a levantar la mirada.
El subastador intervino de nuevo.
—Que te quites la ropa y nos muestres tus senos, ¡imbécil!
Zahira estaba paralizada.
Con un gesto iracundo y tomando con su manaza el borde de su escote, el subastador le rasgó la camisa.
Los pechos de la muchacha saltaron palpitantes como tiernos palomos coronados por dos oscuras fresas.
Zahira instintivamente cubrió su desnudez con los brazos.
—A fe mía que me parece interesante la muestra. Me gustaría ver lo demás —reconoció Bernabé Mainar.
—Es justo, mal podéis marcar un precio sin ver la totalidad del conjunto. —Y, dirigiéndose a la muchacha, Simó ordenó—: ¡Ya has oído, basura!
La muchacha temblaba como hoja al viento en tanto de sus ojos caían dos gruesos lagrimones.
—¿Lo haces tú o te ayudo yo? —tronó más que habló la voz del subastador.
Espantada, la muchacha comenzó a desnudarse. La ropa fue cayendo a sus pies hasta que ella quedó completamente desnuda ante los lujuriosos ojos de los dos hombres.
—A fe mía que me parece una buena pieza. A ver, date la vuelta lentamente, veamos si la grupa está a la altura del resto.
Zahira, con lágrimas en los ojos, obedeció.
Ambos hombres iniciaron un diálogo como si estuvieran solos, en tanto la muchacha cubría su desnudez como podía.
—Creo que puede ser una gran inversión. Ese tipo de yegua tiene gran demanda —dijo Mainar.
—No sabéis lo mejor. —Simó, como buen vendedor, hizo una pausa para recabar el interés del posible comprador—. Tiene el himen intacto.
—¡Buena noticia! Muchos son los que pagarán buenos dineros por tal condición, que podremos repetir varias veces contando con la habilidad de Rania.
—Convendría adiestrarla. Mucho es instinto, pero nadie nació sabio en esos menesteres.
—No os preocupéis —le aseguró Mainar—, la encomendaremos a los cuidados de Rania pero no la mostraremos hasta que esté preparada.
Mainar se alzó de su asiento y dirigiéndose al escritorio tomó el mazo y golpeó de nuevo la placa de cobre. Al punto compareció el eunuco y Bernabé Mainar dio una orden.
—Dile a Rania que acuda, tengo un trabajo para ella.
Una mujer flaca de rasgos acusadamente árabes apareció en la puerta poco después, acompañando al eunuco. La orden fue breve.
—Rania, ocúpate de ella, y por el momento enséñale modos —indicó Mainar señalando a la muchacha.
La mora miró circunspecta a Zahira y comentó:
—Siempre soy yo, señor, la encargada de desasnarlas.
—Va en el sueldo, Rania; por eso te he concedido la categoría de liberta.
—¿Puedo retirarme ya, señor?
—Por cierto —añadió Mainar—, me cuentan que es virgen y quiero que lo sea varias veces… Tú ya me entiendes, o sea que ten preparados tus mejunjes. Sí, llévatela. Por el momento y en tanto no te ordene otra cosa, que haga de criada y que sirva las mesas, y mientras la ocupas en estos menesteres que aprenda a pintarse los ojos con carboncillo, a maquillarse el rostro y a moverse con donosura.
—Está bien, señor. —Y luego, dirigiéndose a Zahira, la conminó—: Tú, sígueme.
La atribulada muchacha, que se había colocado la almejía atropelladamente, se precipitó a tomar su pequeño hatillo y a seguir a la mujer. El eunuco también se retiró, cerrando la puerta tras de sí y dejando a ambos hombres solos.
Mainar tomó la palabra:
—Y bien, amigo mío, decidme, ¿de dónde habéis sacado esta perla?
—Deberé contaros una larga historia.
—No tengo nada más que hacer que escucharos.
—Se puede decir que os la envía el caballero Marçal de Sant Jaume.
—¿Y puedo saber a qué se debe esa gentileza?
—Era esclava de su casa y cometió una torpeza imperdonable —explicó Simó.
—No me agradan las intrigas, id al principio y contádmelo seguido.
—Lo que vais a oír es un secreto absoluto, ¿me dais vuestra palabra?
—Contad con ella.
—¿Recordaréis que cuando hicimos nuestro trato os hablé de un protector en palacio al que llegabais a través del caballero Marçal?
—Lo recuerdo perfectamente.
—Bien —explicó Simó, bajando la voz, a pesar de que ambos estaban solos en el gabinete—, pues nuestro protector está en peligro y por ende nosotros también.
Mainar hizo un leve gesto con la mano y un rictus amargo apareció en su rostro.
—Simó, toda la vida me ha gustado entrar de frente a los problemas, más aún cuando éstos me atañen de tan cerca. Os agradecería que me explicarais sin interrupción lo que está pasando.
—Veréis, amigo mío, el caso es, y lo sé de fuente fidedigna, que la condesa Almodis está maniobrando para apartar del trono a nuestro valedor, el primogénito.
Mainar quedó pensativo unos instantes.
—¿Y eso cómo se cuece?
—Intrigando, prometiendo y captando voluntades. La condesa, con sus artes, está seduciendo a cuantos cortesanos se le acercan a fin de formar un grupo compacto de fieles que le apoyen en sus pretensiones. Pretende, como podéis suponer, influir sobre los jueces que han de legislar a fin de cambiar el orden natural de la primogenitura.
—¿Y a quién pretende poner en el trono en el lugar de Pedro Ramón?
—¿No lo suponéis? —preguntó en tono irónico el subastador de esclavos—. Todo el mundo está al cabo de la calle en cuanto a quién es su favorito.
—Cierto es, yo también sé escuchar la voz del pueblo. El mayor de los gemelos, Ramón Berenguer, al que llaman Cap d'Estopes. Siempre ha sido su preferido.
—Efectivamente. Habéis dado en el clavo.
—Y decidme, ¿quién asistió a la reunión?
—Representantes de muchas de las familias importantes del condado y, como gente de peso, el notario mayor Guillem de Valderribes, los jueces Vidiella y Bonfill y un largo etcétera.
—¿Y qué hacíais vos entre tan selecta concurrencia? —inquirió, curioso, Mainar.
—En toda construcción ha de haber un maestro de obras y capataces que estén al pie de la misma; se puede decir que yo soy uno de ellos —afirmó Simó, orgulloso.
—¿Y cuál es vuestra misión?
—Como comprenderéis, además de buenas palabras hacen falta buenos dineros y muchas veces el óbolo de gentes de menos rango pero de buena voluntad hace más que la fortuna de unos pocos que por lo ricos acostumbran a ser tacaños. Yo soy el encargado de encontrar, y sobre todo repartir, esos dineros.
—Concretadme el fin.
—Hacer que el pueblo llano se caliente y ocupe calles y plazas, con gritos y también con piedras y estacas si hiciera falta.
—Eso a sus señorías poco les ayuda.
—Ya veríamos: si llegado el caso se incita a la multitud a rodear el edificio donde se reúnen los jueces y allí arma tal escándalo con palos y gritos que sus excelencias notan la presión que ejerce el pueblo indignado.
Los dedos de Mainar tamborilearon sobre el brazo de su sillón.
—Yo tal vez pudiera, por lo que me atañe, aportar una buena cifra, siempre y cuando se me diera la oportunidad de hablar directamente con el heredero.
—¿Estáis insinuando que queréis ver al primogénito?
—No insinúo, Simó, afirmo. Y por la cifra que puedo aportar vislumbro que tal vez el interesado en hablar conmigo sea Pedro Ramón.
El gordo se removió inquieto en su asiento.
—Tal vez si os explicarais…
Mainar no contestó directamente, y en vez de hacerlo preguntó:
—Para conseguir lo que os indico, ¿qué ruta llevaríais?
—La vía es siempre la misma, el caballero Marçal de Sant Jaume, pero para atreverme a llegar a él debería saber la cifra que sois capaz de aportar, así como de dónde y cómo va a salir el dinero.
—La cantidad os la puedo decir más o menos; pero su procedencia no os concierne.
Los ojos del subastador brillaron de avaricia.
—Si cuando sin conoceros tuve fe en vuestra persona, ¿cómo no la voy a tener ahora que os conozco? —comentó, meloso.
—Mis hechos me avalaron, ¿recordáis cuál fue mi presentación? Yo os lo diré, un buen saco de monedas y ya sabéis que siempre cumplo con los que me sirven. Si conseguís esta entrevista, no os arrepentiréis.
Simó no tuvo ni que pensarlo.
—Por lo que a mí respecta me doy por satisfecho, pero es imprescindible que sepa la cantidad que ofrecéis para que me atreva a importunar al caballero Marçal de Sant Jaume.
—Podríamos estar hablando de dos mil mancusos de oro.
Simó palideció notablemente.
—Ése es el precio de un castillo en la frontera.
—¿Creéis que podréis convencer a nuestro protector? —preguntó, no sin ironía, Mainar.
—Intuyo que hasta el mismísimo heredero estará interesado.
—Entonces proceded.
Manel acudía todos los días a su mostrador en el mercadillo de la plaza del Blat y desde su tarima, y a la vez que pregonaba su mercancía, atendía el puesto de la campesina que le arrendaba el lugar a cambio de sus servicios y algo de dinero. Aquella mañana del 12 de febrero, una abigarrada multitud había acudido al reclamo de la fiesta, ya que siendo el día de Santa Eulàlia, lo que habitualmente era un mercado se había transformado en una feria e iban a ser tres, en lugar de uno, los días festivos. La gente acudía de los pueblos de alrededor de Barcelona y, siguiendo la costumbre, concurría a la Baixada de Santa Eulàlia para rezar una oración y hacer una ofrenda de flores bajo la hornacina que guardaba su imagen donde, según la tradición, en el 305, la santa de trece años que se había negado a adorar a los falsos dioses como ordenaba el edicto promulgado por el emperador Diocleciano había sido lanzada calle abajo metida en un tonel forrado de vidrio; luego, su cuerpo desnudo había sido clavado en una cruz de aspas para escarnio de su memoria y ejemplo para sus convecinos. Sin embargo, en aquel momento los cabellos le crecieron para cubrir su desnudez y una copiosa nevada se abatió sobre la ciudad al punto que lo que tenía que servir de disuasión se convirtió en semilla de la religión verdadera. En su honor se la entronizó como patrona de la ciudad.
Manel voceaba su mercancía y se detuvo al ver que una joven de unos veinte años reclamaba su atención.
Descendió de la tarima y se acercó a la muchacha.
—¿Qué es lo que quieres? ¿No ves que estoy trabajando?
La muchacha miró a uno y otro lado y alzándose sobre la punta de sus galochas le habló al oído, intentando vencer el ruido de la multitud.
—¿Eres Manel?
—Sí, soy Manel. ¿Quién eres tú?
—Éste no es lugar, ¿podrías dejar unos momentos el puesto? Tengo algo que pedirte.
Manel observó detenidamente a la muchacha y pensó que dedicar unos instantes a aquella pizpireta criatura le aliviaría de la monotonía y del tedio que representaba vocear su mercancía. Sin embargo, no tenía a quien dejar al tanto de sus cosas y peor aún, no podía descuidar el puesto de su patrona, que había partido cuando las campanas de Sant Pere de les Puelles habían anunciado el rezo de la tarde y todavía no había regresado. Iba a negarse cuando la fortuna acudió en su ayuda: la gruesa mujer, cargada con un cochino y una cesta llena de velas de cera producto de un trueque, se abría paso entre la multitud e intentaba, cual Moisés abriendo con su cayado las aguas del Mar Rojo, regresar a su parada.
Apenas llegada y mientras la ayudaba a sujetar al gorrino, le pidió permiso para ausentarse unos instantes con la excusa de atender a una parienta que le traía una encomienda de su madre.
—Ve, pero no tardes. Aún tengo que comprar provisiones y no puedo dejar el puesto solo.
—Gracias por su amabilidad, patrona.
—Está bien, pero no creas que soy tonta: los jóvenes pensáis que los mayores siempre hemos sido viejos. Yo también he tenido tus años y me he escondido en el pajar con mi hombre. ¡Anda, ve! —le soltó, con una carcajada.
Manel respondió sonriendo y pensó que mejor era aquello que andar dando explicaciones. De un salto se plantó al lado de la muchacha.
—Venga, no perdamos el tiempo. Ya has oído que tengo que volver. —Y tomando a la moza del brazo la condujo hasta el almacén de carga y descarga de carros que estaba algo apartado y donde se podría hablar sin impedimento.
Ya dentro del cobertizo, Manel preguntó:
—¿Quién eres y qué recado traes?
—Mi nombre nada te dirá: me llamo Margarida y mi padre tiene una tienda bajo los arcos del Mercadal.
—Te equivocas, sí me dice. Tú eres la que guarda los recados para Ahmed.
—La misma, pero creo que desde ahora ya no haré de correo.
—¿Y pues?
—Eso es lo que he venido a explicarte.
Manel alzó las cejas en un inequívoco gesto interrogante.
—Ayer vino a verme una muchacha, esclava de la casa del señor de Sant Jaume, que responde al nombre de Bashira —empezó Margarida.
Al oír la procedencia de la enviada, Manel empezó a sospechar que todo aquello iba a tener una importancia capital para su amigo, y aguzó el oído.
—Prosigue.
—La joven me trajo un recado de parte de Zahira para Ahmed y me dijo que el conducto para llegar hasta él eras tú, a quien conocía únicamente por referencias, así como dónde te encontraría y a qué hora.
—Y ¿por qué no se lo transmites directamente?
—Yo ni puedo desplazarme ni tengo acceso a la casa de Martí Barbany.
—Sigue —la apremió Manel.
—El caso es que, según me explicó Bashira, hace ya unas semanas se reunió en la casa de su amo un grupo formado por gentes de entre las más importantes del condado; a ella y a Zahira les hicieron servir los refrescos con tan mala fortuna que Zahira tropezó y derramó la jarra del licor sobre la hopalanda de uno de los jueces de la ciudad. A su amo le entró tal ataque de furia que la ha castigado enviándola a la casa de un tal Mainar en la Vilanova dels Arcs, de donde por lo visto jamás sale nadie. Cuando fue a recoger el hatillo con sus cosas le dijo a Bashira que me buscara para que te transmitiera el mensaje para que tú a su vez se lo comunicaras a Ahmed, pues eres la única persona que puede hablar con él.