Authors: Chufo Lloréns
Respetado señor:
Doy por supuesto que ya suponéis que se encuentra en mi poder una nave de vuestra flota.
Laia
era su nombre, y digo era porque si no llegamos a un acuerdo en un futuro llevará otro nombre.
Si vuestra merced sigue fielmente mis instrucciones tal vez pueda recuperar el barco y la escoria que lleva en su interior.
Me aguardaréis a partir de la segunda semana de enero en la cala de poniente de la isla de Mataraoki, en la costa de Albania, en el Adriático. Como podréis observar, os concedo más de cuarenta días teniendo en cuenta que los mares, en esta época del año, no son precisamente favorables. No se os ocurra cometer la torpeza de intentar alguna añagaza si no queréis que vuestra gente sufra un mal irreparable. Allí aguardaréis en vuestro barco sin bajar a tierra. Yo veré el día y la ocasión de veros para daros mis condiciones.
Como supondréis, mi palomo sabrá encontrarme. Colocad en su pata vuestra respuesta, que esperaré paciente, y rezad a vuestro Dios para que no le ocurra nada a mi avecilla, ya que en caso contrario lo perderéis todo.
Contad, señor, con mi respeto,
Naguib al-Tunisi
No podía esperar más para contestarle, se dijo Martí, si no quería que sus hombres, su querido Jofre entre ellos, sufrieran un cruel destino a manos de aquel pirata sin escrúpulos. Pero, al mismo tiempo, cada día esperaba descubrir en el horizonte la falúa que traería a Manipoulos y a Ahmed hasta el
Santa Marta
, tal vez con buenas noticias, tal vez con la posibilidad de trazar un plan que diera una lección a aquel ladrón de barcos.
Martí suspiró. A la preocupación por su gente se había unido, en la última semana, otra mayor si cabe, cuando un barco procedente de Barcelona había traído la tremenda nueva del trágico fallecimiento de la condesa. Martí apenas podía creerlo: Almodis de la Marca, condesa de Barcelona, cruelmente asesinada por su hijastro delante de las damas de su corte. No pudo menos que pensar en Marta, su Marta… ¿Habría presenciado tan terrible suceso? Cien veces maldijo al condenado Naguib, cuyos actos le habían llevado a emprender aquel largo viaje y a alejarlo de su bien más preciado, su hija. Pero ahora ya no cabía hacer otra cosa: aunque se le llevaran los demonios, debía esperar.
Incapaz de mantenerse ocioso, Martí intentó concentrarse en los tratados comerciales que ocupaban la mesa de su gabinete, pero su mente no le concedía tregua: su amigo Jofre, en poder de aquellos desalmados; su hija, sola en un palacio donde acababa de cometerse un crimen horrendo. Y él anclado, a millas de distancia, esperando noticias. Levantó la vista cuando Barral, uno de sus hombres de confianza, entró sin llamar en su gabinete.
—Señor, el vigía ha avistado una falúa… Parece distinta a la que partió, pero creemos que lleva la bandera con vuestras iniciales… Juraría que son Manipoulos y Ahmed, señor, aunque parecen venir con alguien más. Se distinguen tres siluetas en la distancia.
Martí se levantó de un salto y a grandes zancadas subió a cubierta, con el corazón galopando cual potro desbocado.
—Avisa a Felet —ordenó antes de salir a cubierta—. Que venga a bordo de inmediato.
Las damas
El viejo conde de Barcelona estaba desolado. La muerte de Almodis le había causado un inmenso quebranto, y pese a las discrepancias de los últimos tiempos entre ambos sobre la sucesión, pese al difícil carácter de su esposa y su parcialidad en todo cuanto tuviera que ver con sus gemelos, el conde echaba en falta su fortaleza de espíritu, su incuestionable lealtad y la tibieza de su voluptuoso cuerpo ahora que, en las frías noches de invierno, su cama se le hacía tan inmensa y desolada como el patio de armas. Además, debía ocuparse de una gran cantidad de asuntos que anteriormente habrían sido despachados por Almodis. El viejo conde paseaba por las dependencias de palacio, en ocasiones sin saber qué hacer y en otras presidiendo la
Curia Comitis
sin apenas atender a las prudentes recomendaciones de sus consejeros ni enterarse apenas de los temas que allí se debatían.
Un asunto le preocupaba especialmente aquellos días. Los preparativos de la boda de su hija Sancha con el conde Guillermo Ramón de Cerdaña y Conflent, le desbordaban. Estaba convencido de que eso era cosa de mujeres: las invitaciones a parientes y familias condales, el asunto de la catedral, el protocolo que debía de cuidar que cada cual estuviera en el lugar que le correspondía sin mancillar ni ofender algún noble apellido, el acomodo en Barcelona de tantas y tantas personas acompañadas de sus séquitos, los diversos festejos, los tablados de comediantes, los fuegos de artificio y el banquete de boda… Multitud de preparativos que, honestamente, no era capaz de afrontar.
Aquella mañana, mientras su ayuda de cámara le asistía para vestirse, tomó una decisión; por suerte en palacio aún quedaban mujeres a quienes encargar asuntos tan especiales y, pese a alguna que otra recomendación, se había resistido a disolver la pequeña corte de damas que había sido el acompañamiento y la distracción de Almodis. Ramón Berenguer el Viejo, tras oír misa en la recoleta capilla del palacio y tomar un frugal refrigerio, se dirigió a la pequeña cámara decorada a gusto y capricho de su difunta esposa donde sabía que por las mañanas se reunían Sancha, doña Lionor, doña Brígida y doña Bárbara con las cinco jóvenes que habían constituido la corte de su esposa: Araceli de Besora, Anna de Quarsà, Eulàlia Muntanyola, Estefania Desvalls y la más joven de todas, Marta Barbany.
Abatió el conde el picaporte y entró sin anunciar su presencia. Al punto todo el mundo se puso en pie, los músicos detuvieron una triste melodía y apartando sus instrumentos hicieron lo propio. La voz de Sancha le saludó melodiosa y alborozada. La muchacha, vestida de luto riguroso, con saya y corpiño al uso y sin adorno alguno de pasamanería, sin afeites en el rostro y con el cabello recogido en una redecilla también de color negro, presidía la reunión. El único que se comportó como si nadie hubiera entrado fue Delfín que, absorto, mirando por la ventana la rosaleda de su ama, ni cuenta se dio de que alguien había invadido el pequeño santuario.
—Pese a la inmensa pena que nos embarga a todas nos congratulamos, padre, de que hayáis tenido la bondad de visitarnos.
—Bien has dicho, hija mía… —murmuró el conde con voz ronca—. Sin embargo, la vida sigue y no podemos dejar nuestras obligaciones.
Al ver el semblante abatido de su padre, Sancha intentó animarlo.
—Padre, salid a cazar, haced lo que más os distraiga. La pena se lleva en el corazón: muchos somos los que lloramos la pérdida irreparable de mi madre pero nada arreglaremos con lágrimas.
El viejo conde recompuso la figura.
—Sentaos, señoras, y perdonad mi intromisión en este lugar tan especial y querido por mi esposa. Tengo la sensación de haber irrumpido en un santuario.
Tras ordenar a los músicos que abandonaran la estancia y de indicar a sus damas que se sentaran, doña Lionor se dirigió al conde:
—Señor, respetando vuestro dolor debo deciros que éste es el lugar del palacio donde más se echa en falta la presencia de la condesa. Este recinto está impregnado de su esencia; a veces nos hace el efecto de que oímos su voz. Las labores que estamos terminando son las que ella nos ordenó, las músicas son las suyas y sobre todo, el lugar es el que ella tanto amaba y que fue acomodando a su gusto.
El conde bajó el rostro para esconder una lágrima traicionera que acudía a sus ojos.
—Señor —prosiguió doña Lionor—, si en este lugar os acongojan los recuerdos y la presencia de las damas de vuestra difunta esposa os provoca melancolía, me permito aconsejaros que las despidáis, ahora que la razón de su estancia aquí, que no era otra que servir a nuestra adorada condesa, ya no existe.
El conde cerró los ojos y se masajeó suavemente el puente de la nariz con el índice y el pulgar de la diestra; después, para ganar tiempo, sacó de su bolsillo un pañuelo de lino y se lo pasó por el rostro.
Un silencio tenso se adueñó de la sala. Pero entonces, ante la mirada asombrada de las damas, la voz cantarina de la más joven de todas ellas, Marta, se dejó oír.
—Señor, perdonad mi atrevimiento, soy la más joven y la menos indicada para hablar aquí. No soy de noble cuna y mi entrada en la corte se debió a la bondad de vuestra esposa, que Dios tenga en su gloria. Vuestra pérdida es grande e irreparable, pero vuestro pueblo os ama y aguarda temeroso y desorientado a que le indiquéis por dónde debe ir.
—Padre, Marta tiene razón —intervino Sancha—. Necesito de la compañía de estas damas que, después de mi boda, pasarán a constituir mi corte. Echo tanto de menos a mi madre… Me gustaría que las cosas continuasen como si ella aún estuviera aquí.
—Tienes razón —asintió el anciano conde—. También yo quiero que todo continúe como antes del doloroso trance. —Y, dirigiéndose a Marta, preguntó—: ¿Cuál es tu casa, hija mía?
—Mi nombre es Marta Barbany. Mi padre es…
—Sé muy bien quién es tu padre —dijo el conde con una triste sonrisa.
Luego se dirigió a doña Lionor.
—Señora, tened la bondad de acudir a mi gabinete luego del refrigerio del mediodía, y tú, Sancha, hija mía, acompaña a la dueña. Mi chambelán os pasará una lista con las cosas de las que deberéis ocuparos en relación con la boda. Si tenéis alguna duda, hacédmela llegar.
En ese momento, Sancha se levantó, fue hacia su padre y le cuchicheó algo al oído. El conde asintió y acarició la frente de su hija. Luego se dirigió a Marta:
—Marta, os ruego que acompañéis a mi hija. Una joven tan dispuesta y con tan buen criterio y desenvoltura le será útil en estas difíciles circunstancias.
Malas nuevas
Esa misma noche, en el
Santa Marta
, se celebraba una reunión de capital importancia. Un emocionado Martí había abrazado a su amigo griego y a Ahmed, y saludado a aquel desconocido que había venido con ellos. Ahora, en la intimidad de su gabinete en el barco, Martí, Felet y los recién llegados Basilis y Ahmed compartían las informaciones obtenidas por unos y otros en las últimas semanas.
Reunidos los cuatro, la primera aclaración que demandó Martí fue la de quién era el hombre que había venido con ellos en la travesía y el porqué del cambio de la embarcación.
El griego tomó la palabra.
—Ése es nuestro hombre, Martí. Creo que la providencia ha venido en nuestro auxilio; si me lo permitís os relataré nuestro viaje hasta el punto en el que Tonò Crosetti entró, a Dios gracias, en nuestras vidas.
—Comenzad, Basilis, y no os dejéis nada en el tintero. Quiero saberlo todo.
La explicación fue extensa y detallada. Manipoulos describió el periplo con precisión, hasta el momento en que consideró que sería conveniente hacer llamar a Crosetti. El mayordomo fue a buscarlo. Pese a que se había acicalado y le habían proporcionado ropa nueva, entró el hombre en la cámara algo cohibido, estrujando entre sus manos su gorro de lana. Tras las presentaciones, el griego le invitó a sentarse.
—No te sientas incomodo, Tonò; ha llegado el momento del que te hablé y por el que te rogué que nos acompañaras. Si alguien es capaz de satisfacer tus afanes de venganza y ayudarte a cumplir tu juramento, éste es mi jefe y amigo, el naviero Martí Barbany, al que tú y todo el Mediterráneo conoce.
Al oír la presentación de su persona que hacía Basilis, el marinero se tranquilizó, y a ello colaboró el tono amable y agradecido que empleó Martí al dirigirse a él.
—De vos depende el salvamento de una tripulación y nadie mejor que vos conoce el desgraciado destino que aguarda a estos hombres. Me podríais decir que en mi barco también hay galeotes, pero os aclararé que ninguno es esclavo. Todos son condenados por la justicia, que han venido voluntariamente a reducir sus penas mediante el remo. Cuando transcurra el tiempo fijado, todos quedarán libres. Ésa es mi forma de actuar al dictado de mi conciencia.
Crosetti, ya más tranquilo, respondió a las palabras de Martí:
—Conozco el mundo, señor, y también me consta que la justicia es muy distinta para los ricos que para los pobres, pero no es a mí a quien compete juzgar. No he venido engañado. El señor Manipoulos me explicó para qué necesitaba mis servicios y estoy dispuesto a colaborar si al final puedo ver a ese hijo de ramera colgado del palo de una nave.
—No seré yo el encargado de tal misión, pero os juro que si de mí depende, ese perro acabará en una mazmorra lleno de grilletes.
—Con eso me conformo —dijo Crosetti, esbozando una maliciosa sonrisa.
Entonces comenzó un diálogo largo y extenso en donde las preguntas de unos y otros saltaban en la mesa de lado a lado. Crosetti explicó a Martí su desgraciado periplo en manos de Naguib, y éste le escuchó con atención.
—Su forma de actuar siempre es la misma —concluyó Crosetti—. No olvidéis que cuenta con la ventaja de la complicidad de la gente de la costa, a la que halaga con donativos. También os diré que jamás acude a las citas con su barco.
Las palabras de Crosetti iban ganando poco a poco en su auditorio.
—Y ¿qué os dice la cita en la isla de Mataraoki? —preguntó el griego.
—Que el
Yashmin
, que es su nave principal, aguardará mientras tanto en una cerrada bahía de la isla de Ericoussa —respondió Crosetti sin dudarlo—. Allí también tendrá retenida vuestra nave y a todos vuestros hombres en ella. Más que bahía, es una cala cuya embocadura es muy fácil de guardar. Allí lo conocen todos y él los conoce a todos. Está tan seguro que permite entrar en la misma a las barcas de pesca por no perjudicar el natural sustento de los pescadores, pero no dudéis que ningún barco grande podrá aproximarse. Antes que ello ocurriera, sus vigías de la costa ya le habrían advertido. Posee una nave muy rápida, capaz de escapar. Y si se siente traicionado, podría matar a todos los rehenes.
—Habrá que ocuparse de esos vigías —musitó Martí, pensativo.
—Y la tripulación del
Laia
, ¿estará a bordo? —preguntó Ahmed.
—Eso no os lo puedo asegurar. Si vuestro barco está anclado separado del suyo, entonces su tripulación posiblemente estará en una construcción que tiene en la costa, con gente que hace guardia.
Ahora fue el griego el que intervino:
—Y decís que permite la entrada en la bahía a los barcos de los pescadores.
—Eso he dicho. Incluso a veces se acerca más de uno para ofrecer su pesca al pirata.