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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (64 page)

BOOK: Mar de fuego
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La voz sonó queda pero clara y precisa.

—Vamos a situarnos frente a las dos naves; girad las dos catapultas hacia el
Yashmin
. Tú, Ahmed, sube dos ollas más para cada artilugio y a mi orden los dos soltaréis el pasador. ¡Y por el amor de Dios, afinad la puntería o el
Laia
arderá como una antorcha!

Los dos hombres soltaron los remos y dejaron que la barca, por su propia inercia, se colocara en el lugar que el griego había apreciado como el más idóneo.

Sólo el chapoteo de la barca y el ruido de las olas al batir en la playa perturbaban el silencio de la madrugada.

—Ha llegado el momento. Colocaos en posición.

La voz de Manipoulos sonaba como una tralla silenciosa.

—La sorpresa es fundamental: los dos primeros intentos deben caer en la cubierta. Si lo hacemos bien al principio, no sabrán de dónde vienen los truenos. Luego volvéis a cargar, tomaos vuestro tiempo, tened en cuenta que diligencia no es prisa. Que Dios nos acompañe.

Ahmed y Crosetti se colocaron raudos junto a sus artilugios. El griego obligaba a la barca a girar lentamente metiendo un solo remo; por popa llegado a un punto la detuvo.

—¡Ya!

La orden fue breve y firme.

Ambos hombres soltaron los respectivos pasadores: las tensas cuerdas tendieron a recobrar su posición natural, impulsando con violencia la cuchara de la palanca hacia delante.

A Ahmed le pareció que transcurría una eternidad. Las ollas dibujaron media parábola hasta alcanzar la altura máxima, se detuvieron un instante y comenzaron a caer ligeramente distanciadas una tras otra sobre la cubierta del barco negro, la primera en el castillo de proa y la otra junto al timón. Primero fue un ruido sordo. Los hombres que trajinaban a bordo miraron hacia el lugar de donde provenía el ruido. Nadie reparó en la falúa de Manipoulos. Hubo un instante en que el griego pensó que todo había fallado. Entonces ocurrieron una multitud de cosas. Súbitamente un fuego raso y bajo se extendió por la cubierta del
Yashmin
. Los hombres, dejando sus tareas, acudieron rápidamente con cubos de agua a ambos puntos, intentando sofocarlo. El griterío comenzó a oírse a la vez en la playa, mientras dos ollas más caían, la primera en el castillo de popa, la otra sobre la bancada de los galeotes. Los gritos de alarma se mezclaban con los de miedo y sorpresa. La barahúnda era infernal. Manipoulos, cuyos ojos recorrían el paisaje desde el principio hasta el final de la bahía, reparó en lo que sucedía en tierra. Los normandos habían tomado la playa, la resistencia había sido escasa: la sorpresa y el griterío desorientaron a los vigilantes, que al principio se distrajeron mirando el fuego del gran barco. Los hombres iban enloquecidos de un lado a otro mientras el que parecía mandar daba órdenes a diestro y siniestro; su gente echaba cubos de agua sobre la ardiente cubierta… Tarea inútil. El fuego crecía y crecía, y ya había prendido en la vela enrollada. Ahmed recordó el tronco calcinado en la Murtra.

La voz de Crosetti avisó al griego. Desde el
Yashmin
, los habían descubierto; un hombre subido en la cofa del palo los señalaba gritando a los de abajo algo que la distancia impedía oír.

La voz del griego sonó clara.

—¡Lanzad de nuevo!

Ahmed colocó precipitadamente la bola de barro en la cuchara de su catapulta y sin esperar la orden, soltó el pasador. La bola quedó corta y cayó al agua.

—¡Tonò, corrige el tiro y dale más tensión a la cuerda!

Crosetti obedeció; la mar apretaba, la falúa se movía cabeceando de proa a popa y dando bandazos.

—¡Suelta ya!

En esta ocasión la bola rozó peligrosamente al
Laia
.

El tambor que marcaba el ritmo de los galeotes comenzó a sonar sordamente. En la playa, la lucha entre los normandos y los guardianes de los cautivos había sido corta y desigual.

El barco del pirata estaba totalmente en llamas. Unas llamas que amenazaban con propagarse hacia el
Laia
. La gente se tiraba al agua, desde su cubierta, y caía en medio de un círculo de fuego.

El experto griego valoró en un instante la situación. Lo de la playa estaba terminado. Del barracón del fondo iban saliendo hombres andrajosos y barbudos que se acercaban a la orilla sin entender lo que estaba ocurriendo, abrazando a sus libertadores.

Tres de los barcos de pesca se iban acercando al socorro de alguno de los piratas que había conseguido salir de la hoguera.

—¡Hemos de salir de aquí, Ahmed! ¡Iza la vela, rápido! No tenemos tiempo de aguardar al
Sant Niccolò
de los normandos. ¡Crosetti, ponte a los remos y boga con toda tu alma! ¡Si el
Laia
consigue cruzarse entre nosotros y la boca de la bahía estamos perdidos!

Ahmed, en tanto tiraba de los cabos que izaban la vela, preguntó:

—¿Qué va a pasar con el
Laia
, capitán? ¡Va a arder en llamas!

—¡No podemos remediarlo! ¡Si no te espabilas, esas barcas nos cortarán el paso! —dijo señalando a las de los pescadores.

Hubo un momento en que se paró el tiempo.

Crosetti, en vez de obedecer la orden de Basilis, comenzó a quitarse rápidamente la camisa y las abarcas.

—¡Ponte a la boga te he dicho!

—¡No hay tiempo, capitán! ¡Tengo cosas que hacer!

Y sin nada añadir y sin otra arma que su cuchillo colgado a la cintura, se lanzó al agua.

Entre reniegos y votos al diablo, el griego comenzó a tensar la driza desde el timón para cazar el viento. Ahmed estaba paralizado.

—¡Boga, hijo, por tu madre! ¡Si no ganamos la mano somos hombres muertos!

El griego no dejaba de mirar la superficie del agua. La distancia que separaba la falúa del
Laia
era de más de cuarenta brazas.

Pero Tonò Crosetti tenía un plan, y se dispuso a hacer lo que tantas veces había hecho en la bahía de Nápoles.

Nadó y nadó bajo el agua hasta que el perfil del casco del
Laia
se dibujó frente a sus ojos. Tenía que conseguir cortar el cabo de la gran ancla que sujetaba al barco sobre el fondo de algas para que el fuerte oleaje arrastrara el
Laia
lejos de las llamas y hacia la playa.

Cuando ya estuvo debajo de la quilla se dirigió a proa buscando la gruesa maroma que sujetaba el áncora; se asió fuertemente a ella y haciendo tracción con los brazos buscó más profundidad. Entonces, girando sobre sí mismo, plantó sus pies en el fondo junto al hierro, que tenía dos puntas de las cuatro clavadas en el limo, y realizó la misma maniobra que había hecho tantas veces para extraer ánforas romanas del fondo del puerto de Nápoles. Extrajo su cuchillo de la vaina y comenzó a cortar el grueso cabo en diagonal. La tarea era laboriosa y el trabajo bajo el agua agotaba todavía más la reserva de aire de sus pulmones. Faltaba una sola veta para concluir su trabajo. Los pulmones le reventaban. Todos los músculos de su cuerpo acusaban el esfuerzo y utilizando un viejo recurso, empezó a soltar lentamente el aire, consciente de que las burbujas podían delatarle. Cuando ya pensaba que había fracasado, sintió que el cuchillo cortaba el último torzal. La gran ancla, al sentirse libre, se acostó en el limo y, arrastrada por el oleaje, la nave comenzó al punto a alejarse.

Manipoulos, al darse cuenta de lo que sucedía, comprendió la intención de Crosetti. El
Laia
se iba indefectiblemente hacia la playa poniéndose a salvo. La barahúnda a bordo del
Yashmin
era absoluta; unos se habían ido a las velas, el cómitre manejaba el látigo sin piedad urgiendo a los galeotes a que encajaran los remos y empezaron a bogar con orden. Ahmed, que ya había izado la mayor, miró al griego sin comprender.

—¡Crosetti ha cortado el cabo del ancla! ¡Vigila por dónde sale a la superficie, porque hemos de recogerlo!

La escena era dantesca. A babor, el
Yashmin
en llamas y la gente lanzándose al agua, a una mar gruesa que asimismo era un círculo de fuego. A estribor, la otra nave, que empujada por la fuerza de las olas iba a embarrancar a una playa donde una hueste de normandos crecidos por el combate y deseando hacerse con el botín, aguardaban golpeando sus escudos con las lanzas y espadas de la nave.

—¡Allí, capitán! ¡Allí!

La voz de Ahmed, que había divisado entre las crestas blancas la cabeza de Crosetti, indicaba al griego que había visto a su amigo.

—¡No lo pierdas de vista ni un momento! Indícame hacia dónde voy, pues he de hacer un bordo para que el viento entre por popa.

Como impulsado por un resorte, cuando creía que sus pulmones iban a reventar, Crosetti salió a la superficie.

Boqueó como un pez fuera del agua y tosiendo como un tísico aspiró aire una y otra vez hasta que logró acompasar su respiración. Luego miró a su alrededor; el
Laia
se iba alejando cada vez más, el negro barco del pirata era un ascua ardiendo sobre el agua y la falúa del griego se dirigía hacia él. Crosetti se dispuso a ir a su encuentro y comenzó a nadar. En poco tiempo todo habría terminado.

En la proa del
Yashmin
, uno de los piratas observaba la escena. Rápidamente al ver a Crosetti, que nadaba hacia la barca enemiga, tomó una flecha de la aljaba, la encajó en el arco, tensó la tripa hasta que las plumas de la cola del astil rozaron la mueca torcida de sus labios, cerró un ojo y, cuando tuvo la distancia calculada, abrió los dedos. El negro pájaro de la muerte, con las plumas de su cola al viento, partió hacia Crosetti y le entró entre los omóplatos.

En cuanto Ahmed vio desaparecer bajo el agua la cabeza de Crosetti, se puso en pie abandonando el remo, dispuesto a lanzarse al agua. El griego, que tenía puesta la vista en el trapo para que no flameara, observó su acción.

Y venciendo el rumor del viento y de las olas, le gritó:

—¿Qué vas a hacer?

—¡Han acertado a Tonò, se está ahogando!

—¡Ya lo he visto, no hay nada que hacer! ¡Hay demasiada distancia y la corriente es muy fuerte! ¡Si llegas hasta él no podrás regresar! ¡Las barcas de pesca vienen a por nosotros! ¡Si no puedo coger la racha buena todo habrá sido en balde! ¡Rema, rema y ayúdame en la maniobra! ¡Guarda tus sentimientos para mejor ocasión, cuando puedan ser útiles!

Pese al dolor lacerante que le atenazaba, Ahmed comprendió que Manipoulos tenía razón. Nadar las treinta brazas que debía de haber hasta el lugar donde había desaparecido Crosetti, pretender encontrarlo bajo el agua que se había teñido de rojo, y evitar la lluvia de flechas que tres arqueros iban sembrando en la mar era tarea vana.

Ahmed, con los ojos arrasados en lágrimas, obedeció a Basilis y entre el trapo y la boga fueron saliendo del atolladero. Tres barcas convergían hacia ellos, pero sus cascos panzudos las hacían más lentas que la barca de Manipoulos. Poco a poco la distancia entre ésta y sus perseguidoras se fue agrandando. El griego pensaba salir de la bahía y buscar la protección de la isla. Cuando ya llegaban a la embocadura, por su costado de estribor apareció la silueta del
Sant Niccolò
, que tras haber dejado a los normandos al otro lado de la isla y navegar toda la noche acudía puntual a la cita. Manipoulos no lo dudó; ciñendo la vela y mediante un golpe de timón dirigió la proa de su embarcación hacia la nave normanda. Sus perseguidores, viendo el cariz que tomaban las cosas, dieron media vuelta y se dirigieron a sus atracaderos.

Tulio Fieramosca, desde el castillo de proa de su barco, se hizo cargo al punto de la situación. Ordenó la oportuna maniobra. La mitad de los remos se alzaron y en boga lenta y con todo el trapo recogido, se acercó hasta la falúa.

—Jamás tuve tanta alegría de ver a nadie.

La voz de Basilis, venciendo al viento, saludaba de esta manera al almirante normando.

El otro, sin responder al saludo, inquirió:

—¿Cómo ha ido todo?

—Señor, el
Yashmin
ha sido hundido. Debemos ir a tierra: el
Laia
iba a embarrancar si no lo ha hecho ya. Los rehenes han sido liberados. Adelantaos, que yo os seguiré.

El almirante normando calculó rápidamente. Desde la boca de la bahía hasta la playa habría un buen trecho. Ordenó izar de nuevo todo el trapo, puso al remo a todos sus galeotes, reclamó a su gente de armas en cubierta y mandó a su contramaestre que ordenara al cómitre boga de ariete. La nave se alejó rápidamente de la falúa en tanto que el griego y Ahmed maniobraban de forma que al cabo de un tiempo estaban de nuevo en el interior de la bahía y ahora la mar les empujaba por popa. Todas las barcas de pesca habían desaparecido como por ensalmo. Los restos del
Yashmin
flotaban en las agitadas aguas y agarrados a los maderos, se veían los que habían sobrevivido al incendio y, al hundimiento, que, viendo el cariz que tomaban las cosas, habían renunciado a acercarse a la playa y aguardaban a que alguna barca de pesca los recogiera.

El
Sant Niccolò
había fondeado. El almirante iba a dividir a su gente en dos grupos, cuando observó que por la cubierta del
Laia
paseaban gozosos los normandos que lo habían abordado desde tierra, agitando lanzas y adargas. Fieramosca se desplazó en una chalupa al barco embarrancado. El sol calentaba la mañana. El rescate había sido un éxito. Cuando la falúa del griego se abarloaba junto a la nave normanda, un hombre flaco, vestido andrajosamente, con el cabello hasta los hombros y una poblada barba, se asomó por la borda.

—¡Bienvenido a Ericoussa, griego renegado! ¿Es que ya no conocéis a los amigos?

—¡Por el espíritu de mis muertos! ¡Sois Jofre!

—El mismo, y me veis de esta guisa porque acabo de salir del infierno.

80

Adelais y Gueralda

Gueralda llevaba meses rumiando su rencor. Casi había renunciado ya a la posibilidad de casarse, lo que la condenaba a ser criada para el resto de sus días. Aunque Tomeu fuera un hombre de pocos posibles, suponía que aquélla era su última oportunidad para conocer varón, vivir en casa propia e incluso tener hijos. Fuera de la forma que fuera debería hacer lo posible para reunir la dote, mas sus deseos se topaban con la más dura de las realidades. No tenía a quién acudir, y la amargura la reconcomía. No cesaba de pensar en su triste destino, marcado por aquella desgraciada cicatriz causada por la imprudencia de una niña consentida. Gueralda no tenía amigos en la casa donde servía: era cristiana y desconfiaba de gentes como Naima o sus hijos. Poco a poco sus propios desplantes, y su rostro desgraciado, la habían condenado a la más absoluta soledad y a aliviar a solas los ardores de su apasionada naturaleza, que confesaba, muerta de vergüenza, en la iglesia.

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