Authors: Chufo Lloréns
Ambos hombres se acomodaron frente a frente, en el gabinete de Mainar, el heredero en uno de los sillones y el mercader de pie junto a la mesa.
Una vez instalados, Pedro Ramón abrió el diálogo, y fue directo al grano:
—Y bien, mi buen amigo, han llegado hasta mí noticias al respecto de dos mil mancusos de oro, y eso es mucho dinero. ¿Podrías darme alguna explicación?
—El caso es, señor, que se me ha dicho que se buscan nombres ilustres y dineros para vuestra causa. No os puedo aportar lo primero ya que a mí no me corresponde tal condición, pero sí lo segundo, y ésa podría ser la cifra.
—¿Por qué dices «podría»?
—Porque en este momento, tal cantidad no está en mi poder; pero podría estarlo —afirmó Mainar.
—¿Y qué requisitos necesitas?
Mainar meditó unos instantes. Dudaba entre explicar la verdad al príncipe o mantener su secreto. Finalmente optó por lo segundo, dejando para mejor ocasión la verdadera circunstancia.
—Algo de tiempo. He de partir unos días lejos de Barcelona y entrevistarme con mi hermano, que tiene la mitad del plano donde está enterrado el dinero; tras repartirlo con él, la cantidad que me corresponde será vuestra en cuanto regrese a la ciudad.
—¿Por qué no la has solicitado antes?
—En su lecho de muerte, mi padre nos obligó a jurarle que únicamente cogeríamos los dineros cuando uno de los dos tuviera un motivo fundamental.
—¿Y tu hermano estuvo conforme?
—Mi hermano es ermitaño y un hombre de Dios.
—Curiosa historia, ¡por vida mía! —se asombró el heredero, cuyo rostro demostraba cierta incredulidad ante tan extraño relato—. Jamás hubiera imaginado tal cosa. Y dime, ¿qué deberé hacer yo para agradecer vuestro gesto?
—Es fácil, señor.
—¿Cómo de fácil?
Tras demandar la venia para sentarse, el astuto Mainar comenzó a explicar su plan:
—Si todo sale como espero y soy merecedor de vuestra confianza espero que me ayudéis a cobrar una deuda de honor que tengo en esta ciudad con dos personas.
—Aunque me parece totalmente increíble, sean quienes sean, cuenta con mi ayuda. Y si las cosas suceden como explicas, en cuanto yo gobierne el condado, tendrás la debida recompensa.
En aquel momento, unos golpes apresurados en la puerta, y el chillido histérico de Maimón, obligó a los dos hombres a abandonar la conversación.
En cuanto Zahira estuvo lista, una de las mujeres por indicación del Negre, partió en busca de Rania. Al cabo de un poco la gobernanta acudió.
Nada más verla, comentó:
—Parece mentira lo que hacen los baños y la buena ropa. Ya ves, de ser una joven sirvienta has pasado a parecer una princesa persa. —Luego, dirigiéndose al Negre, le espetó—: Tú, síguenos y estate atento, no quiero que ningún incidente en el trayecto me enturbie la jornada.
Salieron los tres de la estancia: en primer lugar iba Rania, luego una aterrorizada Zahira y cerraba la fila el bereber. De esta guisa llegaron a la puerta del saloncito número seis donde aguardaba Berenguer. La gobernanta golpeó con los nudillos en la puerta y cuando desde el interior una voz dio la venia, la abrió.
—Señor, aquí está lo que habéis demandado.
Empujada por el bereber, la muchacha se encontró en el centro de la estancia.
La voz autoritaria del egregio visitante ordenó:
—Dejadnos solos.
—Si no deseáis otra cosa… —musitó Rania.
—¡Si quisiera algo más ya te lo habría dicho, imbécil!
Ante el grito intemperante del irascible personaje, los dos criados partieron precipitadamente, cerrando la puerta tras de sí.
El tiempo se detuvo para la muchacha. El príncipe la observó con curiosidad.
Zahira temblaba visiblemente.
—¿Tienes frío?
La muchacha permaneció muda. Berenguer comenzó a dar vueltas a su alrededor.
—Acércate a la chimenea. Tal vez así se te pase el tembleque.
Sin casi darse cuenta de lo que hacía, Zahira se acercó al fuego.
Los ojos de Berenguer miraron golosos aquel soberbio y joven cuerpo al trasluz del resplandor que emitían las enrojecidas brasas.
—Pronto tendrás calor —dijo él, riendo entre dientes—. ¿Cómo te llamas?
Con un hilo de voz, la muchacha respondió:
—Zahira es mi nombre, señor.
—Pues Zahira, dentro de muy poco, te sobrará la ropa —replicó él con tono jocoso.
Berenguer se sentó en un gran sillón y dando golpecitos con la mano en los almohadones, indicó:
—Ven, siéntate a mi lado.
Al ver que la muchacha restaba inmóvil, ordenó:
—¡Que vengas aquí, te he dicho!
Zahira, aterrorizada, obedeció.
—Si eres buena conmigo no debes tener miedo.
Y acompañando sus palabras, pasó el brazo por la espalda de la muchacha y apoyó la diestra en su hombro.
—Eres muy bella: si me complaces, te visitaré más veces y tal vez te reserve para mí solo. ¿No te gustaría eso?
Con un hilo de voz la muchacha se atrevió a decir:
—Señor, por favor, dejadme ir.
Berenguer la miró extrañado.
—¿Sabes con quién estás hablando? ¿No te halaga que entre tanta mujer hermosa te haya escogido a ti? ¡A fe mía que eres una extraña criatura! Cualquier hembra se sentiría honrada, y en cambio tú pretendes irte.
Zahira permaneció en silencio.
Los ojos de Berenguer la devoraban.
—Ven para acá, hermosa mía, que te voy a hacer mujer.
—¡Dejadme! —suplicó la joven, a la vez que apartaba violentamente a Berenguer.
—¡Está bien! Pretendía tratarte como a una damisela pero cada uno es lo que es… ¡y tú eres escoria!
Entonces el irascible caballero se puso en pie y tras despojarse del espadín de corte que llevaba al cinto y dejarlo en un escabel, se quitó del cuello una cadena de oro y luego el jubón y la camisa.
La orden sonó seca como un trallazo.
—¡Desnúdate! —Y tomándola del brazo la puso bruscamente en pie—. ¿Me has oído?
Zahira, sin saber qué hacer, cruzó los brazos sobre el pecho. Berenguer, enfurecido y rápido como una sierpe, tomando sus leves ropajes por el escote, rasgó su corpiño violentamente y de un brutal empujón la lanzó sobre el diván arrancándole a continuación los transparentes bombachos. Luego sin más, se quitó las calzas y se abalanzó sobre ella. Zahira luchó cuanto pudo. Berenguer, fuera de sí, la asió con fuerza por el cuello con la diestra en tanto que con la izquierda pugnaba por separarle los muslos. Por fin lo consiguió y luego, tras unos torpes movimientos, la penetró con violencia. El acto quedó consumado en unos instantes. Con el rostro demudado, Berenguer se apartó de ella lentamente.
—¡Maldita sea! ¡Me han engañado! ¡No eras virgen! Yo te enseñaré, zorra. —Y sobre la desnudez de Zahira, lanzó un despectivo salivazo—. ¡Ponte de espaldas como la perra que eres!
A Zahira ya todo le daba igual. El recuerdo de Ahmed le dio fuerzas. A su lado, en uno de los escabeles, estaba el espadín del que momentos antes se había despojado Berenguer. Con un rápido movimiento lo desenvainó y poniéndose en pie hirió al príncipe en el antebrazo. Iba a repetir el golpe cuando Berenguer, retorciéndole la muñeca, la desarmó.
—¡Me has querido matar, bruja!
Enloquecido de rabia, Berenguer asió la daga por la empuñadura, y con un movimiento hijo de la costumbre y el adiestramiento clavó la hoja en el corazón de la muchacha; una sonrisa cruel centelleaba en los labios del joven, la escena parecía divertirle. Después, mientras ella agonizaba convulsa en el suelo y un rosetón rojo iba naciendo entre sus senos, él se puso las calzas, y evitando el charco de sangre, se dirigió al rincón y tiró del borlón de terciopelo que avisaba a la servidumbre.
Apenas el criado se hizo cargo de la escena, partió como alma que lleva el diablo a dar cuenta a su patrón del drama que se había desarrollado en el reservado número seis.
Tras golpear la puerta, entró sin casi aguardar la venia.
—¡Señor, señor! Un hecho terrible en el piso de arriba.
Mainar y su ilustre huésped se pusieron en pie al unísono como impulsados por un resorte.
—¡No te calles, estúpido! ¡Explícate!
—¡Sangre, señor, mucha sangre!
Apartando violentamente al hombre, Mainar y Pedro Ramón se precipitaron a la escalera subiendo los peldaños de dos en dos. La puerta del reservado estaba abierta; nada más entrar ambos hombres se hicieron cargo de la tragedia que allí se había desarrollado. Pedro Ramón interrogó a su hermanastro.
—¿Qué ha pasado aquí, Berenguer?
El joven, ajustándose las calzas y ciñéndose su espadín, comentó con una voz que reflejaba a la vez ira contenida y un deje de ingenuidad como si el luctuoso hecho fuera lo más natural del mundo:
—Ha pasado, hermano, que además de ser engañado, casi he sido muerto.
Mainar, que había entrado detrás del heredero, se atrevió a hablar:
—¿Por qué decís eso, señor?
Berenguer, señalando al cuerpo, aclaró:
—¡No era virgen, has intentado engañarme! Además, ha pretendido matarme. —Al decir esto se subió la bocamanga del jubón y mostró el rasguño de su antebrazo.
Mainar, embarazado por la situación, se defendió.
—Por tal la tenía. Si os ha engañado a vos, también a mí. Como comprenderéis no puedo poner un vigilante día y noche a cuidar de los esclavos. En la casa hay rincones y estos malnacidos buscan sus momentos para aparearse como animales en encuentros furtivos. Como comprenderéis, de haberlo sabido, no os la hubiera ofrecido como tal.
—El caso es que la habéis matado, lo que me parece una soberana necedad —dijo Pedro Ramón.
—¿Qué queríais? ¿Que me dejara matar?
—Habéis estropeado vuestra noche y de paso la mía. —Y volviéndose hacia Mainar, argumentó—: Arregla este estropicio y si algo puedo hacer, dímelo.
—Id en paz, mi señor, y permitid que yo arregle este asunto. Ahora mismo haré traer una silla de manos para que os lleve y me pondré a la tarea de desembarazarme de esto —dijo, señalando el cuerpo de la muchacha.
Y volviéndose hacia Maimón, que estaba alelado en el marco de la puerta, ordenó:
—Avisa a Pacià para que meta en un saco a esta desgraciada, la lleve al Cagalell y la tire con los desechos del día. Y aquí paz y después gloria.
—No me olvidaré de tu eficacia, Mainar —le prometió Pedro Ramón.
—Y no os olvidéis, señor, de lo hablado.
—De eso no tengas la menor duda.
Luego ambos hermanastros abandonaron la estancia y se dirigieron a la entrada para recoger sus capas y sombreros. Berenguer, como si nada hubiera ocurrido, al embocar el alto de la escalinata, comentó:
—Hace una hermosa noche.
El jardín de Laia
La noche era negra como ala del cuervo. Unas nubes espesas y amenazadoras cubrían una luna mínima que recordaba una tajada de melón. Un hombre embozado, cargado con un saco, se dirigía, arropado bajo la sombra protectora de la gruesa muralla, desde la Vilanova dels Arcs hasta la puerta del Bisbe, que permanecía abierta hasta altas horas. El alguacil que estaba al mando de la misma le detuvo hasta que el individuo intercambió con él unas palabras, sacó algo de su escarcela y algo cambió de mano; acto seguido, el custodio dejó el paso franco. El hombre bordeó el cerco interior de la gran muralla, cruzó el Pla de Palau y prosiguió por el
carreró
d'en Guitard hasta el jardín de Laia.
Llegado al arco de la entrada miró a uno y otro lado cauteloso por si la ronda vigilaba: nadie a la vista, todo estaba tranquilo. El embozado se introdujo por los senderos que separaban los parterres, enfilando el corredor de las glicinias, pasó junto al estanque de los nenúfares y se dirigió al torreón.
Tras dejar el saco en el suelo junto a la pared, se inclinó y extrajo de él un fanal de mecha, dos piedras de fósforo, una yesca, cuerdas con diversos nudos equidistantes en cada una de ellas, varias cuñas, un mazo y tres cartabones marcados con signos y señales diferentes. Finalmente extrajo de su escarcela un pergamino. Un sexto sentido afinado en mil circunstancias adversas le hizo darse la vuelta: sí, una luz avanzaba por el fondo del camino. Rápidamente ocultó sus pertenencias entre los arbustos y se escondió en la cara oculta del torreón. Alguien al que podía observar sin ser visto avanzaba hacia él. A la vez que de su hondo bolsillo extraía una cuerda trenzada de tripa de animal y aferraba fuertemente sus dos extremos, pensó cuán fútil era la vida y cómo a cada cual le aguarda su destino a la vuelta de la esquina. Su avezado oído le indicó que el hombre, por el modo de arrastrar los pies sobre la arena del camino y lo lento de su paso, debía de tener una edad alejada ya de sus mejores años. La luz del farol precedía al individuo. Cuando ya le sobrepasaba, saltó a su espalda y con un movimiento rápido y mecánico, fruto del oficio y la experiencia, le enlazó velozmente por el gaznate y tirando fuertemente de los extremos, procedió a estrangularlo a la vez que empujaba de él hacia atrás. El individuo pataleó luchando por su vida, la luz enloquecida cayó al suelo, y al cabo de un poco, todo estaba igual que antes.
Bernabé Mainar procedió con orden; miró a su alrededor por si había alguien en los aledaños, enderezó el fanal, y tras recoger las piedras y la yesca pues ya no le hacían falta, se dispuso a actuar. A la luz del farol consultó el pergamino: las instrucciones estaban claras y el pequeño plano, a pesar del tiempo transcurrido, se podía ver claramente. Se dirigió al torreón y sacando una alcayata y un martillo, clavó la punta de hierro en su base en el justo punto que la piedra mostraba la señal labrada de una antigua cruz. Luego, tomando el cartabón, lo colocó en el suelo y atando la cuerda más larga en la alcayata, la hizo pasar justamente por la marca que mostraba la escuadra cuidando de que el ángulo fuera perfecto. Entonces se alzó y tomando la segunda cuerda se dirigió al ángulo que formaban el frontis y el lateral derecho de la chamuscada capilla; clavó una segunda punta y la sujetó, poniendo paralela a ella la base del segundo cartabón. Después extendió la soga haciéndola pasar exactamente por la señal marcada en la otra escuadra, y por último, tomando como referencia el ángulo que formaban ambas, clavó la tercera alcayata y tomando la tercera soga y la escuadra correspondiente, hizo lo propio. Entonces buscó el lugar donde las tres cuerdas convergían junto a un punto de la muralla.
—Aquí es —dijo para sus adentros.