Authors: Chufo Lloréns
Ese domingo salía de misa cariacontecida, avergonzada por sus pecados y amargada por su triste presente, cuando por casualidad oyó un nombre que le resultó familiar. Sí, no cabía duda: aquella joven más bien rolliza, de gesto adusto, era la hija de la familia a quien ella había servido años atrás… Adelais de Cabrera. Casi sin pensarlo, en una muestra de atrevimiento fruto de la desesperación, se dirigió hacia ella y la saludó respetuosamente.
Adelais contempló a aquella mujer que se le acercaba sin reconocerla, pero la sirvienta que la acompañaba le susurró al oído que se trataba de Gueralda, que había trabajado en casa de sus padres años atrás y que hacía ya años que servía en la casa de los Barbany. Al oír esto último, Adelais se dijo que en nada la perjudicaría mantener una conversación con aquella criada desfigurada y de aspecto agrio. Algo le decía que no era feliz en la casa donde trabajaba, y ella, Adelais de Cabrera, quería saber por qué. Contra su costumbre, pues, se mostró afectuosa con la antigua criada y la invitó a visitarla en cuanto tuviera ocasión.
Dos días después, Gueralda llamaba a la puerta de la mansión de los Cabrera. Al cabo de un poco ésta se abrió y apareció un portero de librea al que Gueralda no reconoció.
—¿Qué es lo que deseas? Si tienes algo que vender debes entrar por la puerta de servicio.
Gueralda se arregló su tocado con la mano que le quedaba libre y replicó:
—Tengo que ver a doña Adelais.
El portero la miró extrañado.
—¿Acaso te aguarda?
—Me dijo que pasara a verla cuando pudiera. Soy Gueralda, la hija del antiguo jardinero.
El hombre, entre desconfiado y prudente, fue a avisar a su señora y regresó poco después:
—Adelante. La señorita Adelais te espera en el cuarto de costura.
La estancia estaba tal y como Gueralda la recordaba. La luz entraba a través de un ventanal que daba al pequeño jardín; el techo artesonado y el suelo de grandes piezas cuadradas de piedra de dos tonos claros y oscuros; a la derecha, el costurero de líneas curvas taraceado en palo de rosa, dos balancines y el gran tambor para bordar tapices; a la izquierda, la rueca y el arcón donde se guardaban los ovillos de lana.
—¡Qué sorpresa, Gueralda! Me alegro de que hayas venido tan pronto a verme. Acércate y siéntate a mi vera, imagino que me habrás de contar muchas cosas.
En tanto la mujer cumplía lo ordenado, su mente galopaba. Ahora que podía observarla bien, veía que tenía delante a una mujer hecha y derecha, de estatura mediana, talle algo corto y pecho exuberante apenas contenido por el generoso escote del corpiño de su adamascado traje, el pelo negro recogido en una redecilla, la mirada penetrante y en los labios una expresión de amargura que afeaba su rostro.
Gueralda se acomodó en el borde del balancín.
Hubo un silencio entre las dos mujeres.
—Siento no recordarte, cuando te fuiste de esta casa era yo muy niña, pero me han dicho que estabas destinada a las cocinas.
—Bien sabe Dios, señora, que no me fui por mi gusto de esta casa. Era mi obligación seguir a mi padre, que servía como jardinero y fue su decisión cambiar de casa.
Adelais suspiró ostensiblemente e hizo una larga pausa. No comprendía a qué había venido aquella mujer, pero intuía que aquella visita tenía un motivo oculto.
—Bueno, Gueralda, cuéntame qué ha sido de ti y el porqué de tu visita —le dijo, para ganar tiempo.
La mujer fue contando a grandes trazos lo que había sido su vida en casa de los Barbany. La tarde fue pasando, y el mayordomo entró con un candil para prender los pabilos de las velas de dos candelabros que iluminaban la estancia y demandar a su señora si deseaba algo.
—Nada, gracias —respondió Adelais—. Que nadie me interrumpa hasta que yo llame.
Se retiró el hombre y a una indicación de Adelais, Gueralda prosiguió con su relato y explicó con pelos y señales cómo le hicieron la cicatriz que afeaba su rostro.
Adelais hizo como si se diera cuenta en aquel instante del estropicio, y al oír el nombre de Marta Barbany, reaccionó con vehemencia.
—¡Qué barbaridad! Comprendo tu rencor: una cosa así marca una vida.
—Y que lo diga, señora, pero ¿qué puedo hacer, pobre de mí? Ella es hija de uno de los hombres más poderosos de Barcelona y yo una pobre criada.
—Te contaré algo —dijo Adelais, bajando la voz—. Yo también he tenido oportunidad de tratar con esa rica plebeya que no sé quién cree que es y estoy de acuerdo con lo que me cuentas. Es una jovencita insolente y maleducada, que ignora cuál es su sitio y que alguien debería recordárselo.
Gueralda vio el cielo abierto. Ni en sus mejores sueños había sospechado que Adelais pudiera tener, como ahora intuía, alguna cuenta pendiente con la hija de su señor.
—Señora, nada ni nadie puede hacer que mi rostro sea el de antes pero si me pudierais ayudar, mi vida cambiaría.
Adelais se retrepó en su sillón sospechando que las cosas se torcían y no iban por el camino que a ella le interesaba.
—Tú me dirás.
Entonces la mujer le explicó que había encontrado un hombre que le ofrecía matrimonio a condición de que aportara una dote de dos onzas de oro.
—¿Y ese amo tan rico y poderoso que tienes, no te puede dar ese dinero? —argumentó Adelais.
—Hace ya más de un año que está fuera de Barcelona y ni se sabe cuándo regresará; además, ya me compensó tras el incidente.
—¿Entonces?
—Mi padre no quiere aflojar la guita de su escarcela, argumentando que es él quien tendrá que cargar conmigo toda la vida.
Adelais, que no era amiga de soltar un triste dinero, objetó:
—Lo siento, esa cantidad no está en mi mano para este empeño.
—Perdonadme, creí entender que os ofrecíais a ayudarme.
—Me he referido al respecto de lo que me has explicado sobre el costurón que adorna tu cara y he querido decir, y por lo visto no lo has entendido, que te podría ayudar si quisieras cobrarte la afrenta y tuvieras algo que ofrecerme, a mí esa malcriada también me hizo daño, y mucho, y tengo una cuenta que ajustar con ella.
El cerebro de la mujer hervía como marmita al fuego.
—Tal vez os pudiera proporcionar un instrumento que os sirviera para vuestro afán.
—¿Qué es ello?
Gueralda intuyó que había dado en el blanco y cambió algo la tesitura. Su tono, en vez de servil, se tornó más franco.
—Entiendo, señora, que tengo algo que os interesa.
—Tal vez, cuando me lo digas, te responderé.
—Lo comprendo, pero me he de asegurar que pagaréis el precio. Si os explico una cosa, yo ya habré cumplido mi parte del trato.
—Entonces, si es como dices, te entregaré el dinero.
—Los pobres también tenemos honra —dijo Gueralda, orgullosa. Y, tras una pausa concedió—: Ni para vos ni para mí. La mitad ahora y la otra mitad al finalizar. De esta manera, yo me fío de vos y vos de mí.
Adelais atravesó con la mirada a la antigua criada y su intuición le dijo que estaba a punto de obtener algo de capital importancia para ella. Se alzó del sillón y sin decir palabra, salió de la estancia.
Gueralda pensó así mismo que tenía al alcance de la mano su dote.
La puerta se abrió y apareció Adelais con un pequeño saco de cuero entre las manos. La cerró tras ella y se acercó hasta el balancín donde aguardaba Gueralda.
—Cerremos el acuerdo.
Y abriendo la embocadura del saquito, extrajo de él diez monedas que componían una onza de oro.
A Gueralda le brillaron los ojos.
—Aquí tienes —dijo Adelais—. El resto al final del relato, si éste me convence. Creo que nos une algo mucho más fuerte que el afán de negocio. Veo en tus ojos el mismo odio que yo experimento hacia esa persona.
Entonces Adelais de Cabrera se sentó y lo hizo de igual manera que lo había hecho Gueralda al principio, en el borde del balancín.
—Soy toda oídos —dijo.
Gueralda, con voz queda, comenzó la narración. Fue desgranando punto por punto todo lo acaecido la jornada en la que, siguiendo a Marta, encontró la llave que abría la pequeña capilla del jardín, y en el interior de la misma descubrió sobre la imagen y a los pies de la marmórea estatua yaciente de Ruth, los signos de la religión judaica, la estrella de David y el candelabro de siete brazos.
Cuando finalizó los ojos de su interlocutora eran dos puntos ígneos.
—¿Me puedes asegurar que lo que me has contado es verdad?
—Os lo juro por mi difunta madre; lo que os he narrado lo han visto mis ojos.
Un suspiro largo y hondo salió del voluminoso pecho de Adelais y echando mano al saquito entregó a la criada el resto del dinero pactado.
—Si es así, tu noticia vale el precio acordado y más. Cuando lo compruebe tendrás otro tanto. Pero te advierto que si has intentado engañarme, te encontraré ahí donde te escondas y lo de tu rostro es nada al lado de cómo te quedará cuando yo termine contigo.
—Señora, os lo he jurado por mi difunta madre y soy buena cristiana.
—Pronto sabré si has sido digna de mi confianza. Espero que nos volvamos a ver.
—Eso espero, señora.
Tras estas palabras Adelais de Cabrera se puso en pie dando por finalizada la entrevista.
Dos días después, Gueralda aguardaba nerviosa y asustada la llegada de Tomeu en la iglesia de Sant Miquel. Había dejado a buen recaudo las dos onzas de oro y ahora dudaba ante el giro que iba a experimentar su vida.
Gueralda estaba inquieta: la campana de la iglesia había anunciado la hora y Tomeu no aparecía. Súbitamente se dibujó su silueta en el contraluz de la entrada. Entró el hombre con el gorro entre las manos y el gesto vacilante; Gueralda le hizo un leve gesto con la diestra, el hombre la divisó y se acercó donde ella aguardaba.
—Con Dios, Gueralda, ¿en qué lugar me has citado? ¿Para qué se te ha ocurrido hacerme venir aquí?
Gueralda sonrió.
—Para decírtelo quería un lugar adecuado.
—¿De qué se trata?
La mujer se regocijó ante el momento.
—Ya he reunido la dote.
Tomeu sacó de su bolsa un pañuelo de hierbas y se enjugó el sudor que comenzaba a perlar su frente.
—¿Qué quieres decir?
—Que ya he reunido las dos onzas.
Al ver la expresión de desconcierto de Tomeu, tan distinta a la que ella esperaba, Gueralda sintió que un regusto de acíbar invadía su corazón.
—Si no estás decidido y te lo quieres pensar, no pasa nada. Y si te desdices de tu oferta, me voy a mi casa y tú a la tuya.
—No, mujer —se apresuró a decir él, con voz débil—. Es que me ha venido de nuevas y me he puesto nervioso.
Al decir esto alargó su callosa mano y rudamente con el dorso acarició la cicatriz de la mejilla de Gueralda.
El gesto desarmó a la mujer, que cambió el talante y tomando entre las suyas la mano que la acariciaba, dijo:
—¿Cuándo quieres que sea?
—Vas muy deprisa: antes de eso, tengo que arreglar muchas cosas.
—¿Qué cosas?
—Debo preparar mi casa para recibir a mi mujer.
—No te preocupes, eso lo haré yo.
—Sería indigno. La primera impresión es la que vale y la vivienda, con mis viajes, está hecha una pocilga.
—Está bien, dime la fecha para que prepare todo lo de la iglesia y aguardaré a que a termines de disponer la casa.
—No es tiempo lo que me falta.
—¿Entonces?
—Es dinero.
Gueralda lo miró con desconfianza.
—He de comprar el material; ladrillos, madera, herrajes, cal… en fin, muchas cosas.
—Y querrás que te adelante dinero.
El hombre se puso en pie.
—Mujer, si no tienes confianza en mí, más vale que lo dejemos ahora.
—No es eso, Tomeu —repuso ella enseguida—. Son las ansias que tengo de ser tu esposa. Aguarda aquí, que voy a casa. Dentro de nada habré vuelto con las dos onzas.
Gueralda se puso en pie y alzándose sobre las puntas, besó la áspera mejilla de Tomeu.
El hombre cuando la vio partir, y en tanto se acariciaba la barba, esbozó una zorruna sonrisa.
Mataraoki
Cinco días habían pasado desde que Martí, a bordo del
Santa Marta
, llegó a Mataraoki, según lo planeado para encontrarse con Naguib, mientras sus amigos se habían dirigido a Ericoussa. Cinco días que había dedicado a ganar tiempo, dilatando las negociaciones con el pirata que, a bordo del
al-Ifrikiya
, había establecido sus condiciones. Mensajeros sucesivos habían ido y venido de un barco a otro, regateando el precio del rescate pedido por Naguib. Éste, junto con su hijo Selim, había recibido a Martí y al capitán Munt en su barco, donde los habían tratado con una cortesía exquisita, aunque se había mostrado inflexible en sus demandas. Martí, haciendo gala de sus dotes de comerciante, se había mantenido firme en un precio algo menor del que pedía el pirata: no demasiado bajo, para que no sospechara, ni tampoco lo bastante alto como para que Naguib, llevado por la codicia, aceptara el trato.
Sin embargo, Naguib, tan astuto como su contrincante, había fijado un plazo final para las discusiones. Esta misma tarde, a bordo del
Santa Marta
, él y Martí cerrarían el trato. A falta de una buena noticia por parte de Manipoulos, Martí tendría que pagar el rescate establecido por mucho que le pesara si quería recuperar su barca y su gente.
Martí y Felet aguardaban la llegada de los piratas con el semblante serio y el corazón en un puño. Esa noche se decidiría todo, y en sus corazones se agitaba el temor de que sus amigos no hubieran logrado su propósito o lo que es peor, hubieran fallecido en el intento.
La reunión comenzó a la hora octava. El pirata, como de costumbre, llegó puntual acompañado en esta ocasión por diez de sus hombres escogidos entre la flor y nata de su tripulación, al frente de los cuales estaba su hijo Selim. Desde la cubierta del
Santa Marta
lanzaron la escalera de gato por la que fueron ascendiendo uno a uno. Llegados a bordo ordenó el capitán Munt a Barral, que un número igual de normandos se colocara frente a ellos. La noche en aquella ocasión era tan oscura como el patibulario aspecto de los visitantes. Felet acompañó al pirata, que ya se sentía seguro, a la cámara del armador donde aguardaba Martí. Los manjares para hacer más llevadera la larga negociación que se avecinaba ya estaban colocados sobre la mesa y Naguib volvió a admirar la calidad de la vajilla y la riqueza de aquellas pequeñas horquillas de dos puntas de oro que los cristianos utilizaban para ensartar los alimentos y llevárselos a la boca.