Mar de fuego (63 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Lo había comentado con Amina infinidad de veces y ésta le había aconsejado que lo apartara de sus pensamientos. Deseando oír una opinión favorable, lo comentó asimismo con Estefania Desvalls, una de las damas con quien hacía mejores migas. Habló en tercera persona, como si preguntara algo que a su vez le hubiera preguntado a ella una buena amiga: la respuesta fue la misma. «En Barcelona, el matrimonio entre una plebeya y un noble es inconcebible, si vuestra amiga comete tal desatino habrá de arrepentirse», le dijo Estefania.

Marta, cuyo espíritu práctico le hacía soslayar cualquier circunstancia inmediata que pudiera tener una solución posterior, decidió no pensar en algo que ni tan siquiera tenía visos de suceder. Por el momento, recurriendo a Amina, había aplazado su cita hasta después de la comida del mediodía y en tanto la voz lejana del maestro de música sonaba en sus oídos como una cantinela, su pensamiento fue rememorando su estancia en palacio, mezclando realidades con deseos y buscando argumentos a favor de su circunstancia. Jamás una muchacha que no perteneciera a la nobleza había alcanzado el lugar que ella había logrado junto a la extinta condesa. Si, como hija del eximio ciudadano Martí Barbany, no podía gozar de los privilegios de las demás, ¿por qué la habían tratado igual que a cualquiera de las damas pertenecientes a familias ilustres y le habían permitido tocar el cielo con la punta de los dedos? Si en el futuro no podía gozar de los privilegios reservados a los nobles, ¿qué había pretendido su padre educándola en palacio? ¿No le dijo acaso antes de su partida que allí se formaría y conocería a gentes de alta cuna, que era lo que le correspondía? Veía el momento tan diáfano como si hubiera sucedido la semana anterior y hasta recordaba haberle dicho que no le gustaban los presuntuosos galanes de la corte y que lo que deseaba era vivir con las gentes de su casa. Lo que no podía negar era que el tiempo allí vivido, los terribles sucesos y la compañía de muchachas mayores que ella, la habían hecho madurar, y ahora contemplaba el día que entró en palacio como algo muy lejano y su imagen como la de una niña inocente que ignoraba todo al respecto del mundo. En fin todo aquello eran especulaciones suyas; el caso era que había sucedido lo que jamás había sospechado que pudiera pasar: el amor había dado un aldabonazo en su puerta y para su desencanto, todos a su alrededor opinaban que jamás una plebeya podría aspirar a ser la esposa de un noble, de manera que lo único que se le permitía era soñar despierta. Marta sabía que entre ella y Bertran había nacido algo muy bello el día en que él la besó por primera vez, pero también que atreverse a pensar en algo más en el futuro era fantasía.

La mañana se le hizo interminable; Marta releyó una y otra vez la nota que el día anterior le había hecho llegar Bertran y que guardaba en el corpiño junto a su corazón. A la hora de comer, cosa rara en ella, apenas probó bocado, al punto que doña Lionor le preguntó si le ocurría algo; ella se excusó diciendo que el almuerzo le habría sentado mal y apenas recitada la acción de gracias, partió apresurada hasta su alcoba donde ya la esperaba Amina con la respuesta de Bertran.

—Os aguardará junto al pozo que hay detrás del invernadero.

Marta se sentó rápidamente frente al espejo de metal bruñido de su tocador y rogó a su amiga que le recogiera el pelo en dos pequeños moños y que se los sujetara con sendas peinetas de caparazón de tortuga que le había traído de uno de sus viajes el capitán Manipoulos.

Los hábiles dedos de Amina realizaron la tarea con presteza.

Marta se observó en el espejo con suma atención.

—¿Crees que me sienta bien el corpiño?

—¿Desde cuándo ponéis tanto esmero en componeros para charlar un rato con un simple amigo? Me parece a mí, y ya os lo he dicho cuando me lo habéis preguntado, que os estáis equivocando. Si estuviera aquí vuestro padre —añadió Amina, con una nota de reconvención en la voz—, os diría lo mismo: estáis tomando un sendero sin salida.

—Déjame ahora, Amina —repuso Marta, molesta—. No te he preguntado nada.

Y tomando una toquilla y colocándosela sobre los hombros, partió al encuentro de Bertran. Fue hasta el torreón de poniente y cuando bajaba la escalera de caracol observó por una de las ventanas bilobuladas la figura del muchacho paseando con las manos a la espalda alrededor del pozo del que se extraía el agua necesaria para alimentar las raras especies de plantas del invernadero. El corazón de Marta comenzó a brincar alocado en su pecho. ¡Dios, qué apuesto era y qué galán! Pese a sus pocos años, recordaba que sin saberlo lo amó desde el primer momento que lo vio montado en su caballo y diciendo al senescal quién era y cuál era su estirpe. Instintivamente se tocó el cabello y se ajustó la pañoleta. Terminó de bajar la escalera y salió por la pequeña puerta que se abría al jardincillo.

Bertran la vio al punto. ¡Cómo había cambiado desde aquel lejano día de su llegada a la corte barcelonesa! La niña respondona que porfiaba con él junto a la jaula de los halcones se había transformado en una criatura encantadora. Y como de costumbre en los últimos tiempos, yendo hacia ella, un nudo le atenazó el estómago.

—¡Te has podido escapar! Desde que esta mañana tu criada me ha dicho que no podías venir he estado temiendo que tampoco pudieras hacerlo por la tarde.

Marta hizo un gesto de exasperación.

—Son cosas de doña Lionor… No creas, hasta que no se ha rezado la oración tras los postres y me he visto en mi cuarto, no he estado segura de poder bajar a verte.

Bertran la tomó brevemente por el brazo.

—Ven, vayamos junto al pozo; estaremos mejor bajo la sombra de la higuera.

A Marta le extrañó que Bertran le hablara con aquella solemnidad y ella decidió responder en la misma tesitura.

—¿A qué se debe tanto misterio? ¿Qué es eso tan importante que me tienes que decir y que no puede esperar a mañana?

El muchacho tenía la boca seca; sentía que aquel lance podía definir su vida y que su futuro dependía mucho más de aquel momento que del día que abandonó, como rehén, el castillo de Cardona.

Llegaron junto al brocal y Marta, recogiéndose las sayas y el vuelo de su enagua, se sentó sobre la piedra. Bertran quedó en pie frente a ella.

La muchacha también supo que aquél era el momento más importante de los vividos hasta ese día, y controlando el temblor de su voz, intentó dar un tono desenvuelto a su voz.

—Bueno, ya me tienes aquí… Cuéntame esa cosa tan misteriosa que no admitía espera.

Bertran había preparado su discurso durante toda la noche, pero en aquel instante su mente se quedó en blanco.

—Marta, te amo.

La muchacha quedó un momento en suspenso y respondió con un hilo de voz.

—Yo también te tengo mucho aprecio, Bertran.

—No es eso a lo que me refiero, te amo con todo mi corazón.

Marta, que había soñado mil veces con aquello, quiso estar segura de lo que estaba oyendo.

—No te entiendo —dijo con un hilo de voz.

—Te amo y te amaré toda mi vida… y quiero que seas mi esposa.

Marta, llevada por la emoción, tomó la mano del muchacho, pero en aquel instante recordó los consejos de Amina y de su amiga Estefania Desvalls, y su espíritu que flotaba descendió de nuevo al mundo real.

—Yo también te amo, Bertran. Pero te ruego que no me hagas daño ni te lo hagas a ti mismo.

El joven, que estaba en la cima del mundo, acercó la mano de Marta a sus labios y la besó.

—Soy el hombre más feliz de la tierra…, pero dime, ¿quién nos va a hacer daño?

—Los demás, Bertran —respondió Marta con voz triste—. Sabes perfectamente que aunque ser tu esposa colme el más hermoso de mis sueños, jamás te permitirán que te cases con una simple plebeya. Es mejor que sigamos siendo buenos amigos como hasta ahora.

El muchacho se rebeló.

—Lo único que podía detener mis afanes era una respuesta negativa ante mi proposición. Me has dicho que me amas y te puedo asegurar que siendo la de mi padre la única opinión que podría influir en mí, en este momento te digo que nada lograría apartarme de ti. Si los míos te aceptan, seré muy feliz; en caso contrario encontraré la manera de vivir en algún lugar donde esas cosas no importen.

La muchacha, bajándose del brocal, le echó los brazos al cuello.

—Hoy soy la más feliz de las mujeres, mañana Dios dirá.

Y acercando su boca a la del muchacho y temblando como la gelatina que de pequeña en su casa le hacía Mariona la cocinera, besó sus labios. Un rato después, Bertran regresaba a su alcoba llevando en la mano el pañuelo que, en prenda de su amor, le había regalado su dama.

79

El día del
Laia

Siguiendo el plan previsto, el
Santa Marta
y la pequeña barca en la que viajaban Manipoulos, Ahmed y Crosetti se hicieron a la mar juntas. El viaje fue proceloso y complicado: el mar de enero estaba revuelto y la barca navegaba a resguardo del
Santa Marta
. De esta guisa, tras veintisiete días de travesía, llegaron al Adriático y antes de rebasar Brindisi se separaron, dirigiéndose cada una a su destino. En el sollado de la barca, en un lecho de paja y en cajas de madera, estaban las ollas de barro en cuyo interior iba la preciosa carga.

Manipoulos cambiaba impresiones con Crosetti.

—¿Tenéis la certeza de que no tendremos problemas para entrar en Ericoussa?

—No tengáis dudas. Naguib no permite que ningún barco de cierto porte entre en la bahía. Pero no pone impedimentos para que los pobladores de la zona echen sus redes de pesca y las recojan en los pequeños caladeros que allí existen. Como ya os dije, más de una vez se acercan al
Yashmin
para ofrecer su pesca.

—¿Y si algo sale mal? —preguntó Ahmed.

—Si llega el caso estrellaré esta barca contra su casco y nos iremos todos al infierno.

—Sería una trágica manera de acabar —apuntó Crosetti.

Manipoulos asintió pensativo. El plan de ataque había sido trazado con suma atención. Martí había recabado la ayuda de los hombres de Guiscardo para que atacaran a los piratas del
Yashmin
desde los acantilados y asimismo le había pedido una veintena de sus mejores soldados para que le acompañaran en el
Santa Marta
. Tulio Fieramosca no se negó, aunque manifestó su sorpresa por aquel invento prodigioso y solicitó, a cambio de su ayuda, el derecho a ocuparse del pirata cuando fuera apresado. Él mismo, a bordo de su barco, el
Sant Niccolò
, acudiría a Ericoussa para apoyar a la falúa, sin dejarse ver. Martí, por su parte, se dirigiría a su entrevista con Naguib como si estuviera dispuesto a pagar el rescate. Sólo cuando ellos llegaran a él con la noticia del salvamento del
Laia
, abandonarían las negociaciones y entonces el pirata recibiría su merecido.

Tras dos días de navegación el perfil de Ericoussa apareció en el horizonte.

La mar estaba ligeramente picada y la corriente les empujaba hacia la embocadura de la pequeña bahía. Cuando sobrepasaron la entrada pudieron ver diez o doce barcas de pesca que faenaban. Los tres hombres quedaron sobrecogidos; al fondo y a resguardo, el tenebroso barco negro del pirata se distinguía claramente, pero lo que más emocionó a Manipoulos y a Ahmed fue ver la silueta del
Laia
, que se recortaba junto al barco pirata. Más allá de la playa se alzaba una abrupta y boscosa montaña. En la arena podía distinguirse el perfil de un gran barracón de piedra y madera, en cuya puerta y haciendo guardia, había cuatro hombres armados: dos de ellos en el puesto, mientras los otros dos hacían ronda en torno a la edificación.

—Eso es señal inequívoca de que los nuestros están en tierra —anunció Ahmed.

El griego observó parsimoniosamente el panorama e indicando un lugar a resguardo, ordenó:

—Nos recogeremos junto a aquellas rocas, pero no echaremos el ancla, nos limitaremos a lanzar un hierro pequeño a tierra y otro por popa. De esta manera aguardaremos la madrugada y en caso de emergencia podremos zarpar rápidamente; así daremos tiempo a que los hombres de Fieramosca escalen el acantilado del otro lado, bajen a la playa y se oculten en el bosque que hay detrás; cuando al amanecer desencadenemos el infierno, nuestra gente ya estará liberada y entonces decidiremos lo más conveniente.

Apenas comenzaba a clarear el alba cuando Ahmed percibió que algo rozaba su mejilla. La voz susurrante del griego sonó a su oído.

—Ha llegado la hora.

Ahmed se incorporó y observó que Crosetti estaba trabajando en las pequeñas catapultas que habían instalado a proa y popa.

—Espabila, ha llegado la hora. Trae cuatro ollas, ten mucho tiento —ordenó Basilis.

Ahmed se sintió al instante más despierto que nunca.

A la orden del griego, Crosetti fue girando la manivela que tensaba las cuerdas hechas de tripa de animal y obligó a la palanca de la máquina de proa a inclinarse hasta que la cuchara estuvo horizontal, mientras Basilis hacía lo mismo con la de popa.

Ahmed entendió al instante.

Acercó dos de los nidos de paja al griego y depositó los otros dos junto a Crosetti. Al momento, dos de las ollas fueron depositadas en las hondas cucharas de ambos artilugios.

En la lejanía observó cómo se estaba trajinando en alguna de las barcas de pesca y pensó que el hecho de que comenzaran a moverse no iba a llamar la atención de nadie.

—Ahmed, salta por proa y suelta el rezón. Cuida donde pisas, hay mucho erizo —susurró el griego, y luego, dirigiéndose a Crosetti, ordenó—: En cuanto estemos libres, caza a popa.

El muchacho se descolgó de la barca, nadó unas brazadas y en cuanto hizo pie en las rocas, caminó chapoteando hasta donde el hierro había hecho presa. Apenas lo hubo desenganchado cuando sintió que la barca comenzaba lentamente a retirarse del batiente. Volvió rápidamente a nadar el trecho y ágil como un gato, haciendo tracción con los brazos, se encaramó por el costado. Crosetti iba cazando por popa en tanto Basilis recuperaba el anclote que él acababa de soltar.

De inmediato, sin decir nada, Tonò y él se pusieron a los remos y comenzaron a bogar poco a poco hacia donde indicaba el griego. Apenas se divisaban las cosas entre la neblina de la madrugada. Los ojos de Manipoulos, acostumbrados a medir cualquier distancia sobre la mar, eran apenas dos rayas. Alguna actividad comenzaba a percibirse a bordo del barco negro. En el
Laia
la quietud era absoluta. Había mar de fondo, una ola constante empujaba firmemente la barca hacia tierra. El griego lo calculaba todo, y de pronto se dio cuenta de que el
Laia
se hallaba más cerca del
Yashmin
de lo que le había parecido cuando llegaron.

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