Mar de fuego (62 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—¿Qué os parece esto, Martí? —inquirió Felet.

Martí sonrió.

—Creo que ya sé lo que vamos a hacer. Y lo primero será enviarle una respuesta a ese maldito pirata.

Tomando pluma y papel, Martí escribió:

Para Naguib el Tunecino.

He recibido vuestro mensaje, y acudiré a la cita en la fecha prevista. Os veré en la cala de poniente de la isla de Mataraoki.

Cuidad de que nada le ocurra a mi tripulación, en caso contrario no habrá trato.

Martí Barbany

Luego, sacando la paloma del cesto donde reposaba, ató el mensaje a su pata y la soltó por el ventanuco de su camarote.

77

Velando el futuro

Marçal de Sant Jaume había convocado a Bernabé Mainar a su casa de Sant Cugat del Rec.

El hombre llegó puntual a la cita, intuyendo que los últimos acontecimientos iban a provocar un cambio en sus ambiciosos planes. Sin embargo, su talante se mostraba tranquilo y confiado por dos motivos: en primer lugar, porque las nuevas sobre su misión iban a ser sin duda gratas a su patrocinador, y en segundo porque en su mente había germinado un nuevo proyecto por si, condicionadas por lo acaecido, las cosas se torcían y había que rectificar los planes.

Mainar se presentó a la puerta de la mansión a lomos de uno de sus caballos predilectos: un hermoso ejemplar alazán con una estrella en la frente que había comprado en la feria de Vic antes de inaugurar su primera mancebía. Una vez llegado, y entregada la brida a un caballerizo que salió a su encuentro, fue introducido por el mayordomo a la presencia de Marçal de Sant Jaume, que le aguardaba como de costumbre en el pabellón de caza.

Tras unos saludos fríos, se sentaron; el anfitrión, nervioso y afectado, comenzó a exponer atropelladamente el motivo de la convocatoria.

—Señor, lo que ha sucedido es tan grave que no sé muy bien qué hacer. En cualquier caso, lo que habíamos proyectado deberá cambiarse, pues estamos en una situación tan delicada que debemos ser extremadamente cautelosos y tomar decisiones tanteando todas las posibilidades.

Mainar permanecía relajado. Ello era debido a que a pesar de que el terrible bien podía causar la ruina del heredero, sabía que, si jugaba bien sus bazas, a él no le iba a afectar en absoluto. Aun cuando Marçal considerara la posibilidad de retirarse, él estaba dispuesto a continuar en solitario, ya que algo mucho más importante bullía en su cabeza, y al fin y a la postre un valedor podía cambiarse por otro.

El de Sant Jaume prosiguió:

—El heredero, nuestro bienhechor, el hombre que representaba nuestra seguridad y la única certeza por mi parte de volver a ocupar en la corte el lugar que me corresponde, está encerrado en el Castellnou y por el momento, incomunicado. Nuestro conde, teniendo en cuenta la nobleza de su estirpe y, ¿por qué no decirlo?, su amor paterno, se siente incapaz de valorar en justicia sus actos. Por otra parte, los jueces comunes no tienen jurisdicción sobre la conducta del primogénito, dada la gravedad de un delito que puede costarle el trono. Se comenta que el conde nuestro señor rogará al Santo Padre que sea él quien dicte sentencia.

El caballero de Sant Jaume hizo una pausa antes de proseguir, en el mismo tono nervioso:

—Lo hecho, hecho está y ya otra cosa no cabe. Por otra parte, el conde es consciente de su provecta edad y tiene la obligación de dejar atados los cabos de la herencia del condado. En estos casos las sentencias se demoran largo tiempo y si algo le sucediera en tanto esté su hijo privado de libertad, el condado quedaría descabezado, lo que propiciaría que algún levantisco y ambicioso noble intentara hacerse con las riendas del poder, tal como ocurrió hace años con el de Olérdola cuyas huestes llegaron a apedrear el palacio condal. De no ser por el buen pueblo de Barcelona, tal vez hoy las cosas no serían como son. La condesa ha muerto y ya nadie la resucitará. Existen testigos que afirman que el heredero, en ésta como en otras ocasiones, fue provocado hasta el límite.

Mainar indagó:

—Y entonces, ¿cómo creéis que van a quedar ahora las cosas?

—Por el momento nada se sabe. El conde, aunque muy afectado por los sucesos, todavía está al frente del condado y no creo que, pese a todo, se precipite a desheredar al primogénito… El tiempo pasa y las tempestades se remansan. Una sola cosa me preocupa.

—¿De qué se trata, señor?

—Si la sentencia del Santo Padre fuera contraria a Pedro Ramón, el conde se vería obligado a entregar la corona a otras sienes, ya que un condenado perdería la
auctoritas
, condición imprescindible para gobernar.

Mainar meditó unos instantes antes de dar su opinión.

—No creo que tal suceda. A la Iglesia no le gusta meterse en corrales ajenos mientras que se mantenga su influencia en el condado y los cepillos de las limosnas estén llenos, pero aunque así fuera, si actuamos con sagacidad todo podrá continuar igual.

El de Sant Jaume frunció el entrecejo.

—No os comprendo, explicaos.

—La condesa ha muerto y con ella la influencia que ejercía sobre su marido. Si el conde Ramón Berenguer nada decide, todo quedaría como está y nuestro patrocinador ascendería al trono, pero en caso de que fuera condenado por el Santo Padre y lo perdiera, nos quedarían dos opciones.

—Decidme cuáles.

—Uno de los dos gemelos sería el elegido, y pienso que es ahí donde debemos centrar nuestros movimientos.

Marçal de Sant Jaume se sorprendió y, levantándose de su asiento, se dirigió a la puerta y la cerró. Luego, ya con voz más queda, preguntó:

—¿Qué queréis insinuar?

—Considero que no es bueno colocar todos los huevos en la misma cesta y que lo que hace una mano no tiene por qué saberlo la otra.

—A fe mía que no os hacía tan sibilino y sutil, Mainar.

—Las circunstancias me obligan a encender una vela a Dios y otra al diablo. Y aunque no quiera apuntarme méritos pienso que el que ha aportado la parte del león a tan pingüe negocio por ahora soy yo, y no estoy dispuesto a desperdiciar mi vez y perder la apuesta.

Marçal de Sant Jaume lo miraba con curiosidad, y Mainar prosiguió:

—Soy un hombre de palabra y seré fiel a la causa del heredero hasta el final. Sin embargo, pienso, y deberéis estar de acuerdo conmigo, que nadie pudo suponer que la cólera descontrolada del heredero le iba a impulsar a cometer tal desatino poniendo en peligro nuestro negocio. Si él quiere lanzar su carro al despeñadero, no soy quien para juzgarlo y es libre de hacerlo, pero lo que no puede pretender es que nos vayamos al abismo con él.

El de Sant Jaume se acarició las sienes, meditabundo.

—Todos los días me sorprendéis, Mainar. Desde que me confesasteis vuestro oficio, cada día constituye una nueva sorpresa.

Tras una pausa Marçal prosiguió:

—La segunda fue cuando os sacasteis de la manga aquella ingente cantidad de dinero y lo pusisteis a disposición del príncipe y la tercera es hoy, que mostráis ante mí un nuevo rostro.

—Vuestra opinión me halaga, pero no perdamos tiempo en vaguedades. Perdonadme que sea tan directo, os habéis referido a los mancusos que os entregué para apoyar la candidatura del heredero. Decidme, ¿los tenéis a buen recaudo?

—Guardados en el más seguro de los escondites, no paséis temor por ellos.

—No paso temor estando en vuestras manos, pero las cosas se han puesto muy extrañas, y creo que ha llegado la hora de que seamos dos los guardianes del futuro. De esta manera, si alguna desgracia nos sucediera a uno de los dos, el que quedara podría hacer uso de ellos. Continuad custodiándolos pero decidme dónde están ocultos y dadme autorización para retirarlos en caso de necesidad.

—¿No creeréis que tengo intención de morir? —preguntó Marçal.

—Os deseo larga vida y voto para que esos dineros sirvan al fin al que fueron destinados. Voy a poner mis cartas boca arriba. Lo que ambiciono es vengar a mi protector Bernat Montcusí y apoyar y favorecer al heredero, porque lo que calmaría mis ambiciones sería ocupar el puesto de intendente de mercados que tuvo el que fue mi protector: algo me dice que, con el tiempo, esa condición me proporcionará mayores beneficios que si, guiado por la avaricia, me hubiera apropiado de los mancusos en vez de entregarlos.

—Está bien, luego os daré una carta que os autorizará, en caso de que algo me ocurriera, a quedaros solo en este pabellón el tiempo que deseéis.

—No os comprendo.

—Fijaos bien, querido amigo —dijo Marçal con una aviesa sonrisa.

El de Sant Jaume se dirigió a la pared donde, entre dos águilas culebreras, se alzaba orgullosa la cabeza de ciervo disecada; se alzó sobre las puntas de sus adornadas babuchas y tomando el asta izquierda del animal la hizo bajar. Un pequeño clic sonó en la estancia y ante los asombrados ojos de Mainar la cabeza se ladeó y en el hueco de su interior, perfectamente colocados, aparecieron los saquitos con las monedas.

—Admirable escondrijo que agradezco compartáis conmigo.

Tras dejarlo todo como estaba antes, el de Sant Jaume comentó:

—Ved que soy un socio leal y de confianza siempre que no se me defraude. Y decidme, Mainar, ¿tenéis nuevas al respecto del fuego griego?

—Efectivamente, he tenido suerte y he averiguado el lugar donde se fabricó y la persona que lo hizo.

Marçal esbozó una sonrisa de admiración.

—¡Hablad, por Dios, Mainar!

Mainar hizo un breve resumen de lo que sus hombres habían averiguado, y sobre el huésped mahometano que seguía viviendo en casa de Martí Barbany, y que respondía al nombre de Rashid al-Malik.

—Decidme, ¿qué es lo que habéis pensado? —inquirió Marçal cuando el tuerto hubo terminado su explicación.

—Veréis, señor, nos haremos con el viejo, lo conduciremos a un lugar apropiado y proporcionándole los medios convenientes le obligaremos a que elabore para nosotros el maravilloso invento. Cuando tengamos la cantidad suficiente, podremos prescindir del viejo y entregaremos al que consiga el trono, me da igual quién sea, el fruto de nuestro esfuerzo. Si lo conseguimos, la recompensa que obtengamos será corta en relación a nuestros méritos. He aquí la ocasión de que recuperéis vuestro lugar en la corte y yo consiga el que tuvo en vida mi benefactor, Bernat Montcusí.

78

La declaración

Tras la muerte de la condesa, la vida en palacio se había vuelto harto complicada para Marta. Los encuentros con Bertran se habían espaciado debido a que la joven no gozaba ahora de unas tareas fijas. En vida de Almodis, al levantarse por la mañana conocía exactamente sus obligaciones y al hilo de las mismas trazaba sus planes y fijaba el lugar y el momento para encontrarse con él. Ahora todo había cambiado. Doña Lionor ajustaba las cosas como mejor le convenía y dependiendo siempre de cualquier mandato que llegara por parte del conde. Y Sancha, desolada después de la muerte de su madre, requería su presencia a todas horas. Ante tales cambios, lo único que cabía hacer era buscar una excusa para abandonar la sala y si podía, enviar a Amina al encuentro del joven para indicarle que a su ama le iba a ser imposible acudir a la cita, lo que disgustaba en gran manera a Bertran.

Aquella mañana el aplazamiento de su entrevista hasta después de la comida le había sentado al muchacho como un golpe de maza en la cabeza. Él, que tan osado era en el empleo de las armas, se tornaba dudoso e irresoluto al tratar con Marta el asunto del que estaba dispuesto a hablar aquel día. Tras muchos titubeos había llegado a dos conclusiones, y ambas tenían que ver con su condición de heredero del vizcondado de Cardona. Bertran preveía la lucha soterrada que se podía desencadenar en palacio, ya que todo el mundo hablaba de ella. Apartado del trono por el momento el príncipe Pedro Ramón y conociendo el carácter de Berenguer, suponía que si el viejo conde nombraba heredero a Cap d'Estopes, la batalla estaba asegurada y su lealtad comprometida sin duda con la causa de éste, ya que además de que le había tratado desde el primer día como un huésped querido, y no como un rehén, estaba el hecho de que le había propuesto nombrarle portaestandarte y alférez suyo, amén de haber adquirido el compromiso de visitar a su padre y llegar a un acuerdo con él, limando rencillas y olvidando agravios, exonerándole de su condición de rehén y tratándole como a cualquiera de los condes sometidos a la
auctoritas
de Barcelona. Por tanto, su lucha interior de lealtades había desaparecido y eso le iba a facilitar la introducción de la segunda y más importante. No tenía la menor duda de que se había enamorado por primera vez en su vida. Lo que había comenzado como una amistad salpicada de frecuentes discusiones se había ido transformando en una admiración profunda por el talante de la muchacha y finalmente en un hermoso sentimiento que había estallado súbitamente como un volcán en su corazón y que, estaba seguro, era para toda la vida. Aquella mañana le iba a pedir que le diera uno de sus pañuelos para anudarlo sobre su antebrazo izquierdo, toda vez que entablara combate pregonando a todo aquel que con él se enfrentara que ella era su dueña. Si todo marchaba según sus cálculos, ella le diría que no merecía tal honor, circunstancia que aprovecharía para decirle que era ella la dama de sus pensamientos y que la pedía en matrimonio. Llegado a ese extremo y en el supuesto que ella aceptara, estaba decidido a saltar cualquier barrera que la costumbre o las conveniencias sociales interpusieran. Para Bertran, demorar la cita de aquella mañana le suponía seguir dándole vueltas al tema y alojar en su interior la posibilidad de que la muchacha le diera por respuesta una negativa alegando que además de su juventud, estaban las dificultades que creaba la diferencia de clases. También a él se le había ocurrido que su padre se opusiera a sus deseos. Si eso sucediera, renunciaría a su condición de heredero de la casa de Cardona y ostentaría como único título el que había logrado por sí mismo: alférez del conde Ramón Berenguer II.

Tras enviar a Amina con el recado de demorar su cita, Marta dejaba volar su pensamiento. Mientras el maestro de música intentaba inculcar en las jóvenes damas los rudimentos de ese arte, ella pensaba en Bertran. Si alguien le hubiera dicho, recién llegada a palacio, que un desconocido iba a ocupar el primer lugar en su corazón, desbancando a su padre, lo hubiera tomado por un loco insensato. Pero ahora, si quería ser honrada consigo misma, debía reconocer que lo primero que acudía a su pensamiento cada mañana nada más abrir los ojos era la imagen del muchacho, y no sólo eso, sino que muchas noches le sorprendía el toque de los laudes en las campanas de las iglesias barcelonesas sin haber todavía conciliado el sueño, evocando el rostro del joven.

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