—Dios bendiga a América —dijo Bond.
Cogió la cadena de los hombros de Holly y la lanzó alrededor del cable. El sonido del cristal al romperse, procedente de abajo, le indicó que Tiburón estaba siguiendo la misma ruta de Holly.
—¡Vamos!
Bond se introdujo en el cabestro situado en el extremo de la cadena y extendió sus brazos hacia Holly.
—¡Agárrate a mí!
Holly miró más allá de Bond, hacia el terrible abismo y la distante estación del teleférico.
—¡Vamos! Es nuestra única oportunidad.
Sin embargo, Holly siguió dudando. Detrás de ella se escuchó un rugido, y los rasgos rojos y en carne viva de Tiburón aparecieron sobre la parte lateral del vehículo. Holly se lanzó hacia adelante y rodeó el cuello de Bond con sus brazos. Éste tomó impulso con las piernas y de pronto ambos se encontraron balanceándose en el espacio mientras los dos teleféricos iban quedando tras ellos. Bond escuchó un grito de Holly, que se agarró a él con más fuerza, como si quisiera sorberle la vida del cuerpo. El viento tiraba de sus ropas y la velocidad de su descenso aumentaba con el salvaje chirrido de la cadena contra el cable. Bond sintió que los aros de acero cortaban sus huesos y miró hacia arriba a través de sus húmedos ojos para contemplar una nueva fuente de terror. El teleférico estaba descendiendo tras ellos. Quien estuviera en la sala de control había visto lo ocurrido y estaba decidido a que no escaparan. Si el teleférico les alcanzaba quedarían mortalmente aplastados antes de que Tiburón lograra ponerles encima sus vengativas y dementes manos. Y el vehículo les iba ganando terreno. Se produjo una nueva vibración a través del hilo cuando se acortó la distancia. Bond giró la cabeza y miró hacia abajo, a la estación del fondo. Se hallaba ahora tan cerca que vio la silueta de un hombre en los controles y a la gente señalando hacia arriba. Detrás de ellos, la malévola cara de Tiburón se apretaba contra el cristal, ávido porque se produjera el impacto. Se inclinaba como el conductor de un tranvía, mirando fijamente desde su cabina.
Bond vio entonces una verde ladera de colina cayendo en gradas desiguales y gritó junto al oído de Holly:
—¡Tienes que saltar!
La fuerza con que ella se agarraba no disminuyó.
—¡Ahora!
Los hilos chirriaban y el suelo de abajo parecía un caleidoscopio. Bond forzó a Holly a soltarse y la dejó caer. La cadena parecía haber mordido tan profundamente en su carne que no podía escapar de ella. Desesperadamente, se retorció mientras el viento le desgarraba. Unos diez metros antes de llegar a la plataforma de hormigón logró liberarse y se dejó caer. Se sintió caer con mayor rapidez que nunca, hasta que sus piernas chocaron contra una de las gradas de la colina y su hombro dio contra la parte lateral del barranco. Rodó sobre sí mismo media docena de veces y terminó empotrado en unas matas mientras un pequeño deslizamiento de piedras seguía el camino tomado por su cuerpo magullado y lleno de cardenales. Por encima de él se escuchó un violento impacto y un continuo y colérico rugido, como el de una casa al desmoronarse. Una nueva avalancha de piedras y fragmentos de ladrillos y cemento bajó rodando por la ladera. La mente de Bond se aclaró con rapidez al comprender lo que tenía que haber sucedido. Al operar únicamente con un cable, el teleférico con Tiburón en su interior no había logrado detenerse y se había estrellado contra la estación. Cualquier hombre normal habría muerto inmediatamente, pero Bond pensó en el hundimiento de Atlantis y no se sintió tan seguro de que Tiburón hubiera perecido. Si pudo sobrevivir a aquello, podía sobrevivir a cualquier cosa.
—¡James!
La voz, procedente de un lugar situado más abajo, le llegó embargada por la emoción. Bond lanzó un suspiro de alivio a costa de un considerable dolor en el lado derecho de sus costillas. Holly parecía preocupada, pero no lograba descubrir dónde estaba él.
—Aquí.
Bond había logrado colocarse en una incómoda posición sentada cuando Holly se arrastró hasta su lado rodeando las matas. Sus ojos registraron con rapidez la mano apretada sobre la desgarrada solapa de su chaqueta.
—¡James! ¿Te has roto algo?
—Sólo el corazón de mi sastre —contestó Bond, sonriendo de mala gana.
Extendió los brazos en un intento por levantarse y de pronto se encontró con que Holly se había arrojado en ellos. Su boca se cerró sobre la suya, húmeda, cálida y fuerte. Bond disfrutó el beso y después hizo a un lado la cabeza.
—¿A qué viene esto?
Los ojos de Holly brillaron en los suyos.
—A que me has salvado la vida.
—Pues recuérdame que lo haga más a menudo.
Volvieron a besarse y el abrazo fue orquestado por el sonido de una ambulancia que se aproximaba. La sirena dejó de sonar cuando ellos se separaban.
—Deben tener medicina privada en el Brasil —comentó Bond.
Se inclinó hacia ella para volver a besarla y vio cómo su boca se retorcía en un gesto de dolor.
—¿Qué ocurre?
—Mi tobillo —contestó Holly con una mueca.
—Déjame echar un vistazo.
Bond se separó de sus brazos y se hizo atrás. Holly se cruzó estoicamente de brazos y miró hacia el cielo. Al cabo de unos segundos sus ojos regresaron a La Tierra.
—Ese no es mi tobillo, James.
Bond levantó su cuerpo y lo tomó en sus brazos. Sus labios se apretaron contra los de ella.
—Eres muy rigurosa con los detalles.
Se besaron con ansia en el momento en que una nueva caída de piedras anunciaba que alguien se aproximaba, bajando por la ladera. Bond levantó la mirada para ver a dos hombres negros, cuadrados, que se aproximaban llevando una camilla. Iban vestidos con túnicas y pantalones blancos. Una vez más, se maravilló de la rapidez y precisión del servicio sanitario brasileño. El más corpulento de los dos se detuvo a su lado y empezó a desenrollar su camilla.
—Lo siento —dijo Bond—. Creo que no los necesitamos. Estamos bien.
El hombre se inclinó hacia Bond con una sonrisa que parecía bañada en arsénico.
—No, no lo están.
Sacó el asa de la camilla que, en su mano, se convirtió en una cachiporra, y Bond se movió demasiado tarde. El golpe le alcanzó justo a la sien y la luz se apagó.
Una borrosa imagen gris se oscureció ante los ojos de Bond hasta convertirse en negra, y a continuación se aclaró para adquirir un tono marrón. Apareció un rostro que subía y bajaba con el movimiento de un vehículo que avanzaba sobre terreno desigual, y Bond reconoció al hombre vestido de enfermero que le había golpeado en la ladera de la colina. Bond volvió a cerrar los ojos y trató de mover las manos. Estaban atadas con cuerda y descansaban sobre su estómago. Sus piernas parecían estar aseguradas con una correa. Algo le apretó en los antebrazos. Abrió los ojos ligeramente y vio que una segunda correa que le pasaba sobre el pecho le mantenía sujeto a la camilla. Se encontraba en la parte posterior de una ambulancia y, junto a él, estaba Holly, atada de modo similar a otra camilla. Entre ambos y de espaldas a la puerta, iba sentada la complaciente corpulencia de su guardián con los ojos como mármoles salpicados de rojo. Le sobresalían tanto del rostro que parecía como si se le fueran a caer a cada bote que pegaba la ambulancia. Una pequeña lengua húmeda humedeció los labios del hombre y Bond se dio cuenta de que contemplaba el rostro de un psicópata. Trató nuevamente de separar sus manos, pero sin el menor éxito. Quien le había atado era un profesional.
Mientras Bond observaba, el guardián dirigió la mirada hacia Holly, de la cabeza a los pies, y volvió a humedecerse los labios. Bond sabía en qué estaba pensando. Volvió la cabeza ligeramente y se dio cuenta de que ella también lo sabía. Sus ojos estaban muy abiertos, con una cautelosa mirada de temor, y se concentraban en el hombre como si trataran de mantenerle a distancia.
Bond comprendió que no valía la pena seguir aparentando que estaba inconsciente, de modo que abrió los ojos. Las palpitaciones que sentía tras su sien izquierda eran como un martillo golpeándole el cerebro. Su cabeza se vio envuelta en una oleada de dolor, como si se tratara de la peor de las resacas.
Actuando como si fuese un niño en un jardín de infancia, el guardián se metió la mano en un bolsillo y sacó una delgada caja de cuero. La abrió y un brillo de acero se confundió con la alocada luz que brillaba en sus ojos. Los machacados dedos se introdujeron en la caja y surgieron de ella con un escalpelo de hoja larga. Bond vio que Holly se encogía de miedo.
—No te vayas a cortar.
La observación de Bond tenía la finalidad de distraer la atención del guardián, dirigiéndola hacia él, pero no tuvo éxito. El guardián le frunció el ceño y después contempló cariñosamente la hoja antes de volver su atención a Holly. Bond miró desesperadamente a su alrededor. Justo por encima de sus pies, en el rincón situado junto a la puerta, había un extintor de incendios en posición vertical, sujeto a la pared. Bond se preguntó si podría alcanzarlo con sus pies. Delante de él, el guardián se humedeció los brillantes labios y se inclinó sobre Holly con el escalpelo en la mano extendida. Ella giró la cabeza hacia un lado y tensó su cuerpo llena de terror en el momento en que la hoja se deslizaba por debajo de una de las correas de su vestido de noche, cortándola con un rápido movimiento.
Bond lanzó su cuerpo hacia adelante y elevó los pies. Un dedo chocó contra la base del extintor de incendios, presionando sobre el émbolo. Con un ruido que pareció el de un huevo al romperse, un volcán en miniatura de espuma se puso en erupción, salpicando el techo y a los ocupantes de la ambulancia. El guardián se volvió para ver qué había sucedido, y entonces, demasiado tarde, volvió a retirarse hacia atrás. Se volvió justo a tiempo para ver los pies de Bond lanzados contra su cara. El golpe conectó con un lado de su mandíbula, y retrocedió contra las puertas dejando caer el escalpelo al suelo. Al deslizarse éste hacia Holly, ella se sacó las manos atadas de debajo de la correa que la sujetaba y se retorció con toda su fuerza para recogerlo. Sus dedos se cerraron alrededor del mango y lo extendió desesperadamente hacia Bond. Él acercó sus manos atadas y tras dos golpes de Holly se encontró con las manos libres a costa de un corte en la muñeca. Cuando el aturdido guardián volvió a lanzarse nuevamente hacia adelante, Bond le detuvo con un golpe rápido de la derecha y se desató la correa que le sujetaba a la camilla. Se libró y se preparó para la batalla, mientras Holly hacia oscilar ávida pero inútilmente el escalpelo. Bond todavía tenía los tobillos atados, pero se incorporó y lanzó al guardián contra la bamboleante pared de la ambulancia. Cuando el hombre levantó la rodilla, Bond esquivó el golpe y conectó contra la mandíbula del otro un izquierdazo en corto que le hizo girar.
En ese instante, la ambulancia topó con un bache y el guardián cayó hacia atrás sobre la camilla, con todo el peso de Bond sobre él. Con un fuerte crujido, la camilla rompió sus sujeciones y chocó contra las puertas. Mientras Holly gritaba, las puertas se abrieron y la camilla, con los dos hombres encima, cayó al exterior en medio de una nube de polvo. Bond sintió cómo el cuerpo del guardián se quedaba sin respiración al absorber el impacto, y él rodó hacia un lado para terminar encontrándose tumbado en la cuneta de un sucio camino. Cuando se levantó, la ambulancia había desaparecido y no quedaba el menor rastro de la camilla. El polvo empezó a aclararse y él dio unos pocos y tambaleantes pasos por el camino. Pudo ver la ladera de una colina cayendo hacia la izquierda, y a media altura, frente a una carretera principal de donde partía el camino, había un gran anuncio. La parte posterior de la camilla salía de un agujero situado en la zona inferior del anuncio. En él se veía a una guapa azafata y las palabras: «
British Airways. Nosotros cuidamos mejor de usted
».
En el amplio espacio de la pampa, las tres figuras vestidas de gaucho cabalgando de frente habrían atraído la atención de los turistas. Pero los turistas eran una comodidad inexistente en la región. Se trataba de un terreno cubierto por la hierba, situado al este del Mato Grosso y detrás de la Serra do Roncador. Indiferente tierra de pastos donde los hombres que buscaban un medio de vida tenían que ser tan duros como los caballos que montaban y el ganado que criaban. Brasilia, hacia el sudeste, tenía la arquitectura moderna y las embajadas. Ellos tenían las sillas de montar y los mosquitos. Uno de los jinetes hizo gestos hacia un valle profundo y los tres hombres cabalgaron hacia un edificio bajo y alargado con un tejado rojo y pequeños cuadrados de pasto marcados por vallas de estacas. Una bandada de palomas blancas echó a volar cuando entraron en el patio, y las contraventanas cerradas crujieron bajo el calor del sol. El polvo rojo se asentó mientras los hombres desmontaban y sujetaban las riendas de los caballos a la baranda. Dos de los hombres caminaron a lo largo de la misma. El tercero, el más alto, empujó las puertas batientes y entró en el edificio. La habitación en que había penetrado tenía las paredes pintadas de blanco y se mantenía fría gracias a un techo alto y a un ventilador que giraba lentamente. Sobre una pared había una pesada cruz de madera. Un apresurado tableteo se interrumpió en el momento en que entró el hombre, y miss Moneypenny levantó la vista de la máquina de escribir.
—¡Vaya! Si es el magnífico 007.
Bond se quitó el sombrero y se sacudió con él algo del polvo que cubría sus aparejos.
—No me preguntes por qué, Moneypenny. ¿Me está esperando M?
—Está a punto de estallar.
Le miró con una expresión de divertido afecto e hizo un gesto hacia una puerta situada tras ella. Bond enderezó los hombros y se movió hacia allá.
—Uno de estos días, Moneypenny, te voy a sentar sobre mis rodillas.
—Y uno de estos días me va a encantar que lo hagas —dijo ella, lanzándole un beso mientras él abría la puerta.
Bond se encontró en un patio cuadrado. Lo primero que olió fue a cordita. Alguien había estado disparando armas.
Fragmentos destrozados de figuras humanas aparecían desparramados por el suelo. Contra una pared agrietada por las balas un hombre estaba sentado con un poncho sobre los hombros y un sombrero echado sobre el rostro, de modo que era invisible. Daba la impresión que trataba de evitar la vista del pelotón de fusilamiento situado frente a él, con los rifles levantados. Sonó una orden y se produjeron varios disparos al unísono. Pero no por parte del pelotón de fusilamiento. A la voz de mando, el sombrero se levantó y el poncho se abrió para revelar una ametralladora controlada automáticamente que apuntó hacia las figuras de arcilla del pelotón de fusilamiento e hizo una nueva contribución a los restos esparcidos por el patio.