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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (16 page)

BOOK: Moonraker
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—Tenía razón. Deberíamos habernos quedado en casa.

Bond la besó en la frente.

—Tú vas a quedarte en casa. Te llevaré allí.

—No hay necesidad. Estoy bien.

Manuela trató de caminar por sí sola y empezó a tambalearse. Bond la sostuvo antes de que se cayera.

—Eres una maravilla —dijo Bond—, pero te marchas a casa.

Por la esquina de un ojo vio un taxi destartalado conducido por un hombre que llevaba un traje de esqueleto; el conductor parecía haber captado la atmósfera de la noche. Dirigió a Manuela hacia el taxi. Ella no opuso ninguna resistencia.

—¿Qué encontraste allí dentro?

—Mucho espacio para almacenamiento. Lo han trasladado todo.

—¿Así que no has adelantado nada?

Bond hizo una seña al conductor del taxi que acababa de dejar a una pareja de turistas norteamericano vestidos con camisas llamativas, haciéndoles perder el lastre de veinte dólares en su bolsillo.

—Quizás, quizá no. ¿Desde dónde opera la empresa Cargo Aéreo Drax?

—Desde el aeropuerto de San Pietro. ¿Quieres que te lleve allí?

—Sólo señálamelo si se encuentra en el camino de regreso a casa.

Bond lanzó una cuidadosa mirada a su alrededor y ayudó a Manuela a subir al coche. El hombre con su traje de esqueleto estaba encendiendo un cigarrillo.

—¿Por qué no deja de fumar? —le preguntó Bond—. Es malo para su salud.

12. Pan de Azúcar. ¿Un terrón o dos?

El carnaval ya estaba muriendo cuando Bond tomó el teleférico hasta la cúspide del Pan de Azúcar. Los borrachos empezaban a darse cuenta de que sus estómagos ya no se sentían tan cómodos como unas pocas horas antes y comenzaban a regresar lánguidamente a casa. Las hogueras de las playas se iban convirtiendo en rescoldos oscurecidos, y en las calles había más desperdicios que bailarines. Hasta la inextinguible samba era un sonido de cabeza de hidra que surgía desde muchas partes distantes, en lugar del ritmo que todo lo conquistaba y que antes había amenazado con romper los tímpanos al sonar al unísono.

La cabina llegó a la primera punta aguda de roca y las puertas se abrieron. Bond estaba solo, a excepción de dos hombres de edad media que salieron y caminaron con lentitud hacia las sobrecargadas tiendas de souvenirs situadas al final de las escaleras de la estación. No cabía la menor duda de que aquellos hombres iban a abrir las tiendas con la esperanza de que algunos pocos turistas estuvieran lo bastante sobrios como para visitarles. No habían mirado por las ventanillas ni una sola vez desde que entraron en la cabina. Habían visto millones de veces una de las vistas más sobrecogedoras del mundo. Pero, para ellos, aquello era como un papel en la pared, como su rostro en el espejo al afeitarse o como la cabeza de su mujer sobre la almohada. Ya no lo venían.

Bond cruzó para coger el segundo teleférico, levantando la mirada hacia el gran peso inerte del cable que colgaba sobre una caída en el vacío de más de trescientos metros. Estaba solo en el teleférico y casi fuera del alcance del débil sonido de la samba que subía desde las calles, playas y espacios abiertos de abajo. Las puertas se cerraron y los cables empezaron a zumbar. Cuando el teleférico dio un salto hacia adelante, el otro vehículo gemelo inició su descenso; el pequeño cuadrado rojo que resaltaba sobre el granito se abría como una boca de dientes sangrientos. Bond miró hacia abajo, contemplando la hierba alta y el follaje que cubría la ladera del Pan de Azúcar. El tiempo y los elementos habían trazado profundas desgarraduras en ella y parecía bastante fácil de escalar. A la derecha estaba el mar y a la izquierda el pico de Corcovado, casi dos veces más alto que el Pan de Azúcar y con la estatua de Cristo en su pico, con los brazos extendidos, ofreciendo perpetuo apoyo a la volátil ciudad que se extendía debajo. Bond decidió que prefería la columna de Nelson, pero su preferencia podría haber sido tanto un sentimiento de patriotismo que superaba la estética, como una fe pragmática en los salvadores seculares. Abajo y a la izquierda estaba el puerto de Botafogo, ofreciendo cobijo a algunos de los yates más caros del mundo, y en la distancia se podía ver la autopista que se lanzaba orgullosamente por la bahía de Guanabara. El sol se había elevado ya en el cielo e inundaba los distantes picos con una luz deslumbrante. El interior del teleférico estaba caliente. Allí, todo parecía estar presente para contentar el espíritu del hombre, pero Bond se sentía incómodo. La belleza que le rodeaba no era más profunda que la superficie de una manzana recomida por los gusanos. En alguna parte, en aquella gran ciudad, Tiburón estaría buscándole. Tiburón, cuyos dientes de acero deberían estar pudriéndose en el fondo del océano. Tiburón que, al parecer, había escapado milagrosamente del gran tiburón blanco y de la tumba que se hundía con la Atlantis de Stromberg. ¿Trabajaba ahora para Drax? Probablemente, pensó Bond de mala gana, el tiempo se encargaría de encontrar una forma de contestar esa pregunta.

El teleférico llegó a su destino, y Bond salió y bajó unos escalones hasta llegar a una pequeña plataforma rodeada de árboles. Había un café con mesas al aire libre y una serie de tiendas de souvenirs, la mayoría de ellas cerradas. Bond se negó a que le tomaran una fotografía de esas que después se venden con un marco y se dirigió hacia una amplía explanada que permitía contemplar una vista de los barcos anclados en el puerto y en las playas de Copacabana y Flamengo. Más allá de esta última, había una lengua de tierra que se introducía en el mar y que parecía construida por el hombre. Sobre ella se podía ver el dibujo familiar de la pista de un aeropuerto. Mientras Bond miraba hacia allí, un aeroplano despegó. Lo hizo con lentitud y Bond supuso que se trataba de un avión de transporte. Se metió la mano en el bolsillo, buscando una moneda, y se dirigió hacia uno de los telescopios situados al borde de la explanada. La moneda cayó en la ranura y una clara imagen del aeropuerto apareció ante sus ojos. Bond hizo oscilar el telescopio y captó el avión justo poco antes de que llegara al final de la pista. Se elevó en el aire y empezó a volar siguiendo un rumbo que le llevaría directamente hacia el Pan de Azúcar. En el momento en que pudo distinguir dos figuras en la cabina, el aparato giró bruscamente y se dirigió hacia el mar. Claramente visible en el fuselaje cuando el avión se situó en una posición lateral con respecto a él, pudo leer CARGO AEREO DRAX, con el símbolo Drax a ambos lados. Bond dejó que el telescopio se le escapara de las manos y se incorporó pensativamente. Al volverse, vio que no se encontraba solo en la explanada. Veinte metros detrás de él y apartándose un par de prismáticos de los ojos estaba Holly Goodhead. Su expresión, como la de él, era pensativa. Llevaba un largo vestido de noche blanco de atractiva belleza y elegancia. La presencia de los prismáticos ponía una nota incongruente, como si ella hubiera elegido el vestido inadecuado para una carrera de caballos. Bond fue incapaz de evitar una sonrisa cuando se acercó a ella.

—¿No nos hemos visto antes en otra parte? —preguntó, poniendo una mano sobre la de ella.

Holly le miró con el ceño fruncido.

—La cara me resulta familiar —dijo, retirando la mano—, lo mismo que la forma de actuar.

—No parecías poner objeciones en Venecia —comentó Bond, elevando una ceja.

—Eso fue antes de que me dejaras.

—Tropezando casi con tu maleta —observó Bond, echándose a reír burlonamente—. Vamos, Holly. Tú no tenías intenciones de quedarte para ver si yo comía croissants en el desayuno.

Holly reprimió una débil sonrisa.

—¿De veras?

Bond colocó un brazo protector bajo el codo de Holly y empezó a dirigirla hacia la estación del funicular.

—De modo que no perdamos más tiempo trabajando el uno contra el otro. Me siento muy feliz de compartir contigo todo lo que he encontrado.

—Lo que seguramente significa que no has descubierto mucho.

—Ese cinismo es un rasgo muy poco atractivo en una mujer tan joven y encantadora —dijo Bond, sacudiendo la cabeza—. Permíteme aportar pruebas de mis buenas intenciones. He visitado el almacén de Drax en la ciudad, y está vacío. Evidentemente, lo ha trasladado todo.

—Eso no me sorprende —dijo Holly, con una mirada fría—. Desde que estoy aquí han despegado seis de esos aviones.

—¿Y sabes adónde se dirigen?

Bond observó cuidadosamente la expresión del rostro de Holly cuando ésta contestó.

—¿Crees que estaría aquí si lo supiera?

La contestación tenía sentido y sus ojos no parpadearon. Bond se mostró inclinado a creerla.

—Probablemente no. Correcto —asintió, haciendo un gesto hacia la puerta abierta del funicular—. Será mejor que lo descubramos.

—No estoy muy segura de confiar en ti —dijo Holly, deteniéndose vacilante.

Bond se encogió de hombros y entró en el funicular.

—Yo tampoco estoy seguro de confiar en ti. Eso lo hace más excitante, ¿no te parece?

Holly dudó un momento más y finalmente entró en el funicular. La puerta se cerró tras ella y el vehículo saltó adelante en el espacio. Ella y Bond eran los únicos pasajeros. Por la cristalera, Bond miró hacia arriba, pero no pudo ver a nadie en la estación. Había algo que le asustaba en su situación, de aquel aislamiento en el espacio. Percibió algo así como una repentina premonición en el aire que le rodeaba.

—¿Por dónde sugieres que empecemos?

Bond no tuvo tiempo para responder a la pregunta de Holly, pues el vehículo se detuvo repentinamente en el aire. Ella cayó contra él y transfirió rápidamente su peso contra una barandilla. El vehículo osciló en el aire de modo desconcertante.

—¿Qué ha ocurrido?

Bond extendió una mano.

—Déjame tus prismáticos.

Holly se los entregó y Bond los dirigió hacia la estación inferior del teleférico. Cuando los tuvo enfocados hacia allí, se abrió una puerta en el lado de la sala de máquinas, y de ella surgió una figura encorvada desplegando toda su imponente altura. Un carámbano de terror se hundió en el estómago de Bond. Se estiró y bajó la escalera de acero adosada al techo del teleférico.

—¿Qué ocurre? —preguntó Holly, con voz tensa.

—Tenemos un problema —dijó Bond, tendiéndole los prismáticos—. Échale un vistazo.

Holly enfocó la figura.

—¿El gigante? ¿Le conoces?

—Socialmente no. Se llama Tiburón. Mata a gente.

La voz de Holly sonó con una mezcla de temor e incredulidad.

—No es posible. ¡Está haciendo bajar el cable!

Bond ya estaba subiendo por la escalera y abriendo la trampilla del techo.

—Con Tiburón, cualquier cosa es posible. ¡Vamos!

Sacó los hombros al espacio y se volvió para indicar una larga cadena enganchada en la puerta opuesta a aquella por la que habían entrado.

—Y trae esa cadena.

Sobre la plataforma de la estación inferior del teleférico, Tiburón vio a Bond saliendo por el techo del vehículo y sonrió. El espeso aceite del cable salió entre sus dedos y el apretado trenzado de fibras de acero reforzadas descendió bajo el ímpetu de sus enormes brazos hasta que estuvo al nivel de sus dientes desnudos. Tiburón abrió la boca y situó las dos filas de aserrados dientes de acero alrededor del cable. Ejerciendo presión suficiente para abrir una puerta con el cerrojo echado, mordió profundamente las fibras de metal, notando cómo los hilos se partían como si se tratase de un adorno en una barra de helado.

Bond acababa de encaramarse sobre el oscilante techo y se inclinaba para recoger la cadena cuando se produjo un crujido que más parecía el de un iceberg al chocar. El vehículo se balanceó con fuerza hacia los lados y una sibilante serpiente de cable serpenteó hacia atrás, golpeando el aire sobre su cabeza y cayendo limpiamente hacia el valle. Bond se deslizó techo abajo y pudo agarrarse a tiempo a una de las guías del cable. Sus pies se balancearon en el espacio. Un viento había soplado desde alguna parte haciendo oscilar los cables. El rostro horrorizado de Holly apareció por la trampilla.

—¡Agárrate!

Bond cerró los ojos y sintió sus pies pateando contra el aire vacío. Habló por entre los dientes apretados.

—Ya se me había ocurrido la idea.

Esperó hasta que la oscilación pendular del cable desequilibrado se hizo menos violenta y eligió este momento para elevarse hacia el borde de la abertura, estirando de las piernas tras él. Después de dos intentos consiguió apretarse contra la parte superior del teleférico como si se balanceara precariamente sobre la parte lateral de un resbaladizo tejado. Una sola mirada hacia abajo era suficiente para hacer que uno se sintiera físicamente enfermo. El suelo se disolvía en una neblina y una parte del viento que soplaba por entre la hierba se transfirió al interior de su cerebro. Cerró los ojos con fuerza y permaneció colgado como un erizo hasta que se le pasaron las náuseas.

—¡James! —la voz de Holly anunciaba nuevos desastres—. Se está metiendo en el otro teleférico.

Bond giró la cabeza y miró hacia abajo. Había esperado que en cualquier momento estallara el otro cable y el vehículo se precipitase en el vacío. Pero lo que vio no fue menos alarmante: Tiburón se elevaba sobre el techo del teleférico inferior. Tenía que haber saltado desde la estación como un gigantesco orangután. Y eso sólo podía significar que contaba con un cómplice en la sala de control. Como para demostrar sus conjeturas, Tiburón hizo un torpe gesto hacia atrás con el brazo y los dos vehículos empezaron a acercarse el uno al otro. Una vez más, Bond tuvo que esforzarse por sujetarse bien para salvar la vida. Suspendido de sólo un cable, el teleférico superior oscilaba con violencia. Bond se elevó hacia la abertura del techo y sacó su Walther PPK.

—Creo que vamos a tener un visitante.

Holly se sujetaba con fuerza a una de las barandillas mientras el vehículo oscilaba.

—¿Cómo vamos a utilizar eso?

Fue una pregunta que Bond no se molestó en contestar. Tambaleándose de un lado a otro en un ángulo alocado, no había posibilidad de realizar un disparo bien dirigido. Tendría que esperar hasta Tiburón estuviera encima de ellos. Y eso no iba a ser muy tarde. Una ráfaga de viento hizo estremecer el vehículo; el teleférico inferior se acercaba inexorablemente a ellos. Tiburón estaba arrodillado en el techo, con sus dientes de acero brillando bajo la luz del sol.

—Agárrate a esa cadena —dijo Bond.

Entonces se elevó de nuevo hacia la trampilla y trató de apuntar contra el teleférico que se acercaba. De pronto, sintió una bocanada de humo y una de las ventanas, por debajo de él, se hizo añicos. Tiburón había disparado primero. En seguida oyó a Holly ahogándose y una espesa columna de humo amarillo surgió por la trampilla. Los ojos de Bond empezaron a verter lágrimas y sintió cómo se tensaban sus dedos. En un esfuerzo desesperado por respirar y sostenerse, dejó que la pistola se le deslizara de los dedos. El arma descendió por el techo y cayó al espacio. Ahora, el teleférico inferior se encontraba frente a ellos. Las dos cajas rojas se detuvieron con una sacudida, oscilando en el aire como frutos maduros. A través del espacio que les separaba, Tiburón, sonriendo malévolamente se elevaba apenas menos dramáticamente que el Corcovado, situado tras él. Mientras Bond se esforzaba por aclararse la cabeza, Tiburón se lanzó a través del aire y aterrizó con un ruido sordo y metálico sobre el techo del teleférico donde se encontraba Bond. El cable chirrió bajo el impacto y toda la estructura se estremeció. Bond trató de levantarse y una bota enorme pasó junto a su cabeza y partió el techo de la caja. Tiburón se agachó, tratando de equilibrar el movimiento producido por su llegada, y se preparó para lanzar el
coup de grace
. Bond se ladeó, echando otro vistazo hacia el terrorífico vacío que se abría bajo él y entonces vio aparecer un brazo sobre el lado más alejado del vehículo. Era Holly que había salido a gatas por la ventana destrozada. Tenía los labios apretados con una expresión de concentración y temor, y llevaba algo agarrado en su mano izquierda. Bond reconoció el atomizador de perfume que había encontrado en Venecia. Tiburón se volvió para enfrentarse casi burlonamente al nuevo desafío. Incorporándose, dio un paso cuidadosamente, como una araña que se acerca a su presa impotente. Holly levantó la mano y…
¡fuuuush!
Una llamarada de fuego oscureció el rostro de Tiburón. Soltó un aullido de dolor y rabia y retrocedió perdiendo casi el equilibrio. Un pie enorme ejerció presión y se tambaleó. El otro se encontró con el aire vacío al desaparecer por la trampilla abierta. Con un grito de alarma, Tiburón retrocedió y cayó dentro del vehículo. Bond se lanzó hacia delante y cerró la portilla apretando su cuerpo contra la tapa. Permaneció tumbado sobre ella, y al cabo de unos segundos se sintió elevado en el aire como si no fuera más que una capa de polvo. Holly dirigió una segunda lengua de luego hacia la abertura y se oyó un grito como respuesta. La presión contra la trampilla desapareció.

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