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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (15 page)

BOOK: Moonraker
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—¿Dónde están situados?

—Tienen un gran almacén y oficinas en la avenida Carioca.

—Bien —dijo Bond, entrecerrando los ojos—. Esta noche quiero hacerles una discreta visita.

—Creo que eso puede resultarle un poco difícil —observó Manuela, sacudiendo la cabeza y sonriendo.

—No importa —replicó Bond, con una expresión decidida en el rostro—. Quiero hacerlo.

Manuela sostuvo su mirada durante un momento y después se volvió para coger un frasco de loción bronceadora.

—Muy bien. Podemos intentarlo.

Extendió algo de crema sobre sus pantorrillas, se inclinó y empezó a masajearlas. A Bond le resultó difícil apartar su mirada hacia el reloj. Eran poco más de las tres de la tarde. Extendió su mano y comenzó a darle masaje justo por encima de los dedos de Manuela. Ella levantó la cabeza para mirarle a los ojos y sus labios quedaron tentadoramente entreabiertos. Un mínimo temblor los recorrió cuando las puntas de los dedos de Bond tocaron las suyas. La boca de Bond se abrió lentamente.

—Dígame una cosa, Manuela… ¿cómo se pueden pasar cinco horas en Río si no se sabe bailar la samba?

Los labios de ella habían formado una media sonrisa cuando la boca hambrienta de Bond se los cerró.

A las ocho de la noche, los ruidos de la avenida Carioca podrían haber sido utilizados para enmascarar los desembarcos de Salerno. Castillos de fuegos artificiales, bandas de samba, multitudes alegres, grupos de fiesta, individuos felices. Todos los sonidos de las gentes latinas disfrutando de un carnaval como si los otros trescientos sesenta y cuatro días del año fueran centímetros disponibles de hilo que se iba quemando lentamente. Bond contempló las atestadas tribunas y la larga procesión de grupos y de escuelas de samba vestidas de modo extravagante, perdiéndose en la distancia de neón, y quedó maravillado ante la irreprimible energía que parecía hacer erupción a su alrededor. El ritmo de la samba era como una línea interminable de rompientes sonando en sus tímpanos. El latido del carnaval era como una extensión de su pulso. Nadie parecía capaz de permanecer quieto. En todas partes había movimiento, sacudidas, cuerpos que se retorcían, se elevaban, saltaban, avanzaban. Sin apenas una gota de licor en el cuerpo, Bond podía imaginarse que estaba borracho de color y sonido. Carmen Miranda bailaba con Charlie Chaplin y una mujer negra, brillantemente desnuda bajo una red de pescador, extendió un brazo invitador a través de su pecho. Casi instantáneamente, desapareció tras un muro de payasos en forma de huevo, quienes a su vez dieron paso a mujeres de color café con anchos vestidos plateados y altos peinados que giraban como peonzas. Como en un vaporoso sueño, toda aquella realidad flotaba y se movía a su alrededor.

Bond se volvió para asegurarse de que Manuela no había sido alejada de él por la multitud. Su propio vestido caía casi hasta la cintura en la parte delantera, y aún más abajo por atrás. Llevaba guantes muy largos y un adorno abultado a modo de varías faldas, que sobresalía del vestido al nivel de la rodilla. Grandes pendientes circulares oscilaban hasta sus hombros y su pelo negro se rizaba hacia atrás desde un semicírculo de oro batido. Vestido con su chaqueta negra de noche, Bond tuvo la impresión de que en modo alguno exhibía el abandono que exigía la ocasión. Manuela se abrió paso hasta él.

—En la esquina siguiente está el almacén.

Bond miró por encima de las cabezas de la gente y sonrió de mala gana.

—Y, claro está, no se ve un alma por aquí. La próxima vez prestaré más atención a lo que me digas.

Manuela le miró con expresión de reproche.

—Eres demasiado impetuoso, James. Podríamos haber esperado sin problemas hasta mañana y no arriesgarnos esta noche.

Bond pareció no haberla oído. Su rostro adoptó con rapidez una expresión dura y decidida mientras introducía su hombro entre la multitud de juerguistas y avanzaba sin contemplaciones. Manuela se encogió de hombros y le siguió. No podía comprender a aquel hombre, como tampoco podía comprender la razón por la que se había entregado tan repentinamente a él. Ése no era su modo habitual de comportarse. Sin embargo, aquél no era un hombre ordinario, como lo podía atestiguar fácilmente su propio cuerpo, todavía tembloroso.

A veinte metros de distancia de la corriente principal de la procesión del carnaval, el movimiento de Bond y de su acompañante atrajo la mirada de ojos interesados. Rodaron inquisitivamente en los agujeros de la máscara de una grotesca figura de carnaval que se elevaba bastantes centímetros por encima de las de otros participantes. Medio payaso, medio gigantesco robot, la figura parecía sufrir una crisis de identidad. O al menos de una falta de preparación si se la comparaba con las otras figuras de carnaval, cuyo lustre reflejaba casi un año de trabajo. Cuando Bond y Manuela entraron en una estrecha callejuela, la figura, a su vez, giró a la izquierda y empezó a moverse pesadamente contra la marea humana, en persecución de ambos.

En la callejuela, Bond contempló la adusta estructura que se elevaba sobre él. El almacén de Carlos y Wilmsberg no era un edificio moderno, y habría estado más en consonancia con las satánicas fábricas oscuras de Yorkshire Ridings que en su presente localización, en medio de una ruta de carnaval. Las ventanas de barrotes estaban llenas de mugre, y un elevado pasamanos corría alrededor del borde de un profundo pozo iluminado. Una puerta de hierro, que conducía hasta otra a la altura del sótano, estaba cerrada con un candado. Bond dejó que los bailarines pasaran junto a él e indicó a Manuela que se le uniera en la puerta de hierro.

—Voy a echar un vistazo —le dijo—. Me esperas aquí y no bailes con nadie.

Se inclinó hacia ella para besarla. El placer de Manuela quedó disipado cuando comprendió que el gesto no era más que una acción destinada a encubrir un asalto contra el candado.

—No eres muy amable —dijo ella—. Creo que me voy a marchar con el primer hombre que venga.

—Procura que sea el segundo —dijo Bond—. No vale la pena restringir tus posibilidades de elección.

Se produjo un
clic
y el candado se abrió. Bond se lo entregó a Manuela, metiéndose en el bolsillo una delgada banda de metal.

—Me gustaría que guardaras esto como recuerdo de nuestro encuentro. Vuelve a ponerlo cuando yo haya bajado los escalones.

Abrió la puerta unos pocos centímetros y desapareció antes de que ella pudiera decir nada.

La puerta del sótano fue más difícil porque estaba cerrada con cerrojo por la parte interior. Bond tuvo que manejar un pequeño cortador de vidrio sobre dos de los opacos paneles de cristal antes de poder introducir una mano y abrir los cerrojos. Una botella se estrelló en el callejón, a lo lejos, y los cimientos del edificio parecieron estremecerse al ritmo de la samba. El ruido conmocionaba los oídos. Si alguien le estaba esperando al otro lado de la puerta, no podría escucharle. El último cerrojo herrumbroso quedó abierto y Bond retiró el brazo y se concentró en la cerradura. Pocos segundos después aplicaba una suave presión de su hombro contra la puerta. Dejó que se abriera unos pocos centímetros y a continuación la abrió de golpe y saltó hacia el primer lugar que vio apto para cubrirse. Se agachó detrás de un pilar de cemento y observó la oscilación de la puerta a la luz de la luna. Nada se movió a su alrededor, y sólo entonces aflojó la presión sobre la Walther PPK y se enderezó. Aún con la puerta cerrada, se sentía como atrapado en una pequeña caja con alguien cerrando la tapa de golpe. El ruido del carnaval no relajó ni por un instante su intento de afinar sus tímpanos. Una escalera en zig-zag se elevaba, atravesando los pisos, y los faros de colores de la calle parpadeaban a través de las ventanas como un espectáculo de luz en un club nocturno barato. Bond dejó descansar el dedo sobre el gatillo de la Walther PPK y comenzó a avanzar.

Abajo, en la callejuela, Manuela mantuvo su posición contra la barandilla y rechazó a los hombres que querían bailar o hacer el amor con ella, o ambas cosas. En la pared opuesta había una entrada a un club y, como si se tratara de una marea de primavera subiendo y bajando sobre un risco, un flujo interminable de gente que cantaba y bailaba iba entrando y saliendo por la entrada llamativamente iluminada. La visión que se podía contemplar detrás de ellos era como una agitada puesta de sol de Turner. Incapaz de impedir que su pie llevara el ritmo, Manuela se adelantó y se asomó para ver qué estaba ocurriendo.

En la entrada de la calleja, la figura vestida con el grotesco traje de carnaval se detuvo con un gesto de inseguridad, y las cuencas oscuras, aparentemente vacías de los ojos, se dirigieron hacia la escena como los tambores de un revólver. Un juerguista trató de dar la serenata al torpe gigante con una guitarra de cartón y fue apartado a un lado con una fuerza que hizo saltar el juguete sobre el suelo. Un intento de protesta se desvaneció bruscamente cuando la figura dio un paso amenazador hacia adelante y reveló que no necesitaba zancos para alcanzar su tamaño. El hombre del traje tenía más de dos metros de altura.

Bond llegó al tercer piso del almacén y se guardó la linterna de bolsillo. No era necesaria ninguna luz extra para ver que la cámara estaba vacía, a excepción de unas pocas cajas rotas y trozos de alambre retorcido, como si fueran esculturas modernas. Las huellas de cajas y pisadas en el polvo mostraban que allí se habían almacenado materiales hasta hacía muy poco tiempo. Bond subió al cuarto y al quinto pisos. La imagen fue la misma. El almacén estaba vacío. Se sintió desilusionado, pero apenas sorprendido. Después de Venecia era lógico que Drax tomara medidas para cubrir sus huellas. Bond llegó a la parte superior del almacén y contempló la luz del cielo. Un castillo de fuegos artificiales lo iluminaba como en un bombardeo aéreo. Al volverse, Bond vio brillar algo en el suelo. Era una etiqueta con una línea que surgía de un aeroplano despegando contra el fondo del Pan de Azúcar. A lo largo del fondo inferior y en letras de plata se veían las palabras CARGO AEREO DRAX y el símbolo Drax. Bond se guardó la etiqueta y bajó corriendo las escaleras.

En la calleja, Manuela se volvió hacia el club para contemplar el castillo de fuegos artificiales. Todas las cabezas se habían levantado hacia el cielo. Todas, menos una.

La gigantesca figura de carnaval estaba observando a Manuela. La pesada cabeza se asentaba cuadrada sobre los hombros de Frankenstein. Los fríos ojos adquirieron una dureza pétrea. Un pie enorme se adelantó para acortar la distancia que le separaba de su presa. La caña de uno de los cohetes cayó en el pozo del almacén con una lluvia de chispas y Manuela se volvió para ver la figura que ya estaba casi encima de ella. Una mano enorme se movió para quitarse la careta y ella se encontró mirando un rostro mucho más terrorífico que cualquier máscara. Era tan abrupto y poco comprometido como la hoja de una pala, con los rasgos arrastrados sobre la superficie, de un modo lúgubre, hasta terminar en una abultada mandíbula. Los ojos la miraron con fijeza, sin expresión, y la amplia boca se abrió para poner al descubierto una verdadera pesadilla. Dos filas de dientes de acero inoxidable la dividían como las mordazas de un tornillo de banco. Manuela empezó a gritar, pero, ¿qué significaba un grito más en una noche llena de alaridos, risotadas, gritos, bocinazos, saludos y un clamor incesante? Una mano se extendió alrededor del cuello de Manuela como el acero de una horca y la lanzó hacia atrás, contra la barandilla. Los cohetes explotaban y una marea de cuerpos surgió del club, en un tren de samba dislocado. La callejuela estaba llena de gente por todas partes. Y, en medio de ellos, alguien estaba siendo asesinado. Manuela boqueó cuando su espalda fue lanzada contra la barandilla con una fuerza que hizo salir todo el aire de su cuerpo. Parecía como si su atacante tratara de empujarla a través de ella. Su boca se abrió mucho y la cabeza se ladeó. Con un renovado horror, se dio cuenta de lo que el otro intentaba hacer. Iba a mordería con aquellos dientes obscenos. Pateó y arañó con toda su fuerza, pero la expresión de los ojos del hombre no cambió en lo más mínimo. Podía haber estado programado como el robot en que parecía convertirle su traje de carnaval. Un grupo de cuerpos que bailaban y reían se lanzó contra ellos, y gritó pidiendo auxilio. Al menos, su mente le dijo que había gritado. Pero cualquier sonido quedaba ahogado en el instante en que abandonaba su boca. En sus oídos sólo había el ruido burlón del carnaval. Su cabeza fue empujada hacia atrás y ella se preparó para morir.

Bond vio el borde de su vestido asomándose a través de la barandilla en cuanto salió por la puerta del sótano. Durante un segundo, pensó que Manuela estaba muerta. Pero entonces el brazo se movió débilmente. Subió las escaleras a toda prisa y vio cómo la gran cabeza empezaba a descender como si tratara de beber de una fuente. Apoyando los hombros contra la pared, lanzó las piernas a través de la barandilla con toda su fuerza. Los tacones ribeteados de acero de los zapatos hicieron saltar chispas al chocar contra los terribles dientes, y hubo un gruñido de sorpresa y dolor. La figura surgió como del fondo de una jungla primitiva y los ojos que antes se habían fijado en Bond volvieron a hacerlo con la brillante intensidad de un odio mortal. Durante un segundo, ambos sostuvieron la mirada, y entonces un cohete borracho explotó entre la multitud y una gran avalancha de cuerpos que huían se llevó al gigante como a un guijarro que retrocede al retirarse la ola. Bond abrió el candado y una nueva oleada de juerguistas procedentes del club llenó inmediatamente el vacío, formando otra barrera contra el hombre que llevaba la muerte en su boca.

Bond se arrodilló y tomó a Manuela en sus brazos. Tenía el cuello enrojecido y el vestido desgarrado por el hombro, pero no había huellas de sangre. Bond miró cautelosamente a su alrededor; vio cómo ella abría los ojos.

—¿No te dije que no hablaras con extraños?

—¡Oh James…!

No le salieron más palabras, se agarró a su brazo y comenzó a llorar. Bond la ayudó a levantarse y la alejó de la amenaza claustrofóbica de la callejuela. Manuela se frotó la cara con una mano. Pero sus ojos seguían muy abiertos por el terror.

—¿Quién era ese… ese hombre?

—Se llama Tiburón
[2]
—contestó Bond—. No te preocupes. No vas a volver a verle nunca más.

Confiaba en que el tono de su voz aportara más convicción de la que él mismo sentía. Manuela trató de sonreír.

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