Authors: Patricia Cornwell
La actividad física puede hacer que te sientas fatigado como también una enfermedad, señalo. Sin embargo, la somnolencia según mi definición, indica una sensación de sopor, dificultad para mantener los ojos abiertos, y esto puede ocurrir cuando alguien es privado de sueño, pero también cuando se dan ciertas condiciones como el nivel de azúcar en la sangre.
La respuesta de Slater fue dirigir la mirada a Tara Grimm y decirnos a mí y a Colin que Kathleen comentó que deseaba no haber comido cuando estaba a punto de salir al calor y la humedad. Comer en abundancia podría haberle provocado una indigestión y quizá tenía ardor de estómago, pero no estaba segura porque Kathleen, dijo Slater, siempre se quejaba de la comida en la GPFW.
Kathleen protestaba por la comida cuando se la servían en su celda en el Pabellón Bravo o comía en el comedor. Hablaba de la comida todo el tiempo, por lo general quejándose de que no era buena o de que no había bastante, «pero siempre tenía un motivo de queja», manifestó Slater, y la inflexión de su voz y los movimientos de sus ojos mientras seguía hablando me dieron la misma sensación que la que tuve cuando hablaba ayer con Kathleen.
Slater se preocupaba más por la alcaide que por la verdad.
—¿Qué hace Benton? —le pregunto a Lucy.
—Está hablando con la oficina local de Boston.
—¿Tenemos alguna información?
Quiero saber qué pasa con Dawn Kincaid.
—No que yo sepa, pero se le ve muy concentrado en la rampa, donde nadie puede oírle. ¿Quieres que se ponga?
—No quiero demorarte. Hablaremos cuando nos veamos. Yo no sé quién podría estar aquí.
Lo que estoy sugiriendo es que podría aparecer Jaime Berger, que todavía no se ha molestado en devolverme mi llamada telefónica.
—Quizás es su problema —dice Lucy.
—Prefiero que no sea problema de nadie. Prefiero que no tengas un encuentro desagradable.
—Tengo que pagar la gasolina.
Huelo la creosota y contenedores de basura que se asan al sol mientras Colin y yo llegamos a la morgue, un edificio de bloques de hormigón de color amarillo pálido sin ventanas, flanqueado por las unidades de calefacción, ventilación y aire acondicionado, y un generador industrial de emergencia en un lado y la zona de carga y descarga en el otro. Más allá de la cerca trasera, los pinos altos se agitan con el viento y el relámpago brilla en la distancia, en la masa de nubarrones negros, y veo las cortinas de lluvia a lo lejos, hacia el suroeste, una gran tormenta que viene hacia aquí desde Florida. Se levanta la enorme persiana metálica, y caminamos a través de un espacio vacío hacia otra puerta que Colin abre con una llave.
—Hacemos un promedio de dos autopsias por año, y luego otras cinco o seis les damos salida después de echar un vistazo.
Sigue la conversación donde la dejó cuando llamó Lucy, y me explica los tipos de casos que por lo general recibe de la GPFW.
—Si estuviese en tu lugar, revisaría todos aquellos que corresponden a los años que Tara Grimm lleva ejerciendo de alcaide —comento.
—En la mayoría estamos hablando de cánceres, enfermedades pulmonares obstructivas crónicas, enfermedades hepáticas, insuficiencias cardíacas congestivas —señala Colin—. Georgia no es conocida precisamente por la liberación compasiva, si un preso tiene una enfermedad terminal. Es lo único que nos faltaría. Permitir que los criminales convictos salgan antes porque se están muriendo de cáncer y después van y roban un banco o matan a alguien.
—A menos que el preso falleciese en un hospital. En otras palabras, a menos que sea una muerte más allá de cualquier duda, me gustaría volver atrás y mirar —sugiero.
—Estoy pensando.
—Yo revisaría cualquier caso que te haya despertado la más mínima duda.
—Con toda sinceridad te digo que en su momento no tuve ningún motivo de preocupación, pero ahora mismo se está poniendo en marcha mi retrospectiva. Shania Plames. Una historia muy triste. Sufría de problemas psiquiátricos posparto, depresión y alucinaciones y terminó matando a sus tres hijos. Los colgó de la barandilla de un balcón. Su marido tenía una empresa de azulejos en Ludowici, y estaba fuera de la ciudad en una excursión de pesca. ¿Te imaginas llegar a casa y encontrarte algo así?
Comprueba el libro de registro negro, grande, en la zona de recepción, donde hay una báscula de suelo, una sala frigorífica y una oficina pequeña con bandejas de entrada y salida.
—Bien, ella está aquí. —Se refiere a Kathleen Lawler.
—Shania Plames fue una muerte súbita en la GPFW —supongo.
—En el corredor de la muerte. Una mañana, hará unos cuatro años, se asfixió a ella misma cuando volvió de la jaula de ejercicio.
Utilizó un pantalón del uniforme, con una pernera envuelta alrededor de su cuello, y la otra alrededor de sus tobillos, algo así como amarrarse a sí misma como un cerdo, y se tumbó sobre el vientre. El peso de las piernas colgando por encima del borde de la cama ejerció la presión suficiente sobre la yugular para cortar el suministro de oxígeno al cerebro.
Seguimos por un pasillo de azulejos blancos más allá de los vestuarios, los baños, varios almacenes, y una primera sala de autopsias con una mesa solitaria y el frigoríficocongelador con cajones dobles, y Colin continúa explicándome que se trató de una forma inusualmente creativa de matarse a uno mismo, en un entorno que se supone que es a prueba de suicidio, y que no estaba muy seguro de si lo que Shania Plames había preparado con sus pantalones funcionaría, pero que no estaba dispuesto a intentarlo. Me da todos los detalles que puede recordar de ella y otro caso, Rea Abernathy, a la que encontraron el año pasado, con la cabeza en la taza del inodoro, y el borde de acero comprimiéndole el cuello, la causa de la muerte: asfixia postural.
—No presentaba ninguna marca de ligaduras, pero podías esperar su ausencia cuando se supone que lo que usó para estrangularse a sí misma fue una tela ancha, más o menos suave —dice Colin de Shania Plames—. No había lesiones en las estructuras internas del cuello, y eso tampoco es inusual en un suicidio por ahorcamiento, por la suspensión parcial o la estrangulación por posicionamiento. Tampoco encontré ninguna lesión ni prueba que me diera algo para seguir adelante con Rea Abernathy.
Como en el caso de Barrie Lou Rivers, sus diagnósticos se basaron sobre todo en la historia, un proceso de eliminación.
—No es en absoluto la manera como quiero practicar la medicina forense —afirma Colin en un tono sombrío cuando entramos en una antesala de fregaderos de acero profundos, bidones de residuos contaminantes rojos, canastos con tapas y los estantes de ropa de protección desechable—. Es el colmo de la frustración.
—¿Por qué estaba en la cárcel, Rea Abernathy? —pregunto.
—Le pagó a alguien para que ahogase a su marido en la piscina. Se suponía que debía parecer un accidente y no fue así. Tenía una contusión en la parte posterior de la cabeza, un gran hematoma intracraneal. Murió antes de caer al agua. Además, el tipo al que pagó por hacerlo era alguien con quien tenía una aventura.
—¿Qué pasó con ella? ¿No se ahogó en la taza del váter?
—No habría sido posible. Los váteres de las cárceles son poco profundos y alargados, el agua pasa por debajo del nivel de la taza.
Diseñados para ser resistentes al suicidio como todo lo demás dentro de la celda. Tendrías que meter la cabeza muy abajo para ahogarte o sofocarte y eso no va a suceder a menos que alguien te sujete con fuerza y no había señales de tal cosa, ni tampoco lesiones, como dije. La historia fue que estaba enferma, tenía náuseas.
Quizás estaba tratando de vomitar. Se sugirió que podría haber tenido un trastorno digestivo. Y se desmayó o tuvo una arritmia.
—Si suponemos que ella estaba viva cuando terminó en esa posición.
—No estoy en condiciones de suponer nada —declara Colin con voz triste—. Pero no había nada más. El análisis toxicológico dio negativo. Otro diagnóstico por exclusión.
—El simbolismo —señalo—. Su esposo supuestamente se ahoga y ella muere con la cabeza en un inodoro, y de un vistazo, al menos para los no iniciados, puede parecer que se ha ahogado.
Shania Plames ahorca a sus hijos y luego se ahorca. —Recuerdo lo que dijo Tara Grimm de no perdonar a nadie que haga daño a un niño o un animal, y que la vida era un regalo que se puede dar o quitar—. Barrie Lou Rivers envenenó a sus víctimas con sándwiches de atún y es lo que comió en su última comida —agrego.
Nos ponemos las mangas a prueba de salpicaduras y los delantales resistentes a los líquidos; a continuación, las fundas para los zapatos, los gorros y las mascarillas quirúrgicas.
—Me gustaban más los viejos tiempos cuando no teníamos que preocuparnos de llevar toda esta mierda —dice Colin y suena enojado.
—No es que no necesitáramos hacerlo. —Me cubro la nariz y la boca con una mascarilla quirúrgica—. Es que no lo sabíamos.
Me pongo las gafas de seguridad para protegerme los ojos.
—Ahora hay más de qué preocuparse, eso seguro —opina, y puedo decir que se oye terrible—. Sigo esperando algún azote de Dios del que no hemos oído hablar o tratado antes. Convertir en armas los productos químicos y las enfermedades. Me importa un carajo lo que digan. Nadie está preparado para enfrentarse a un gran número de cadáveres infecciosos o contaminados.
—La tecnología no puede arreglar lo que la tecnología destruye y, si sucede lo peor, nadie sabrá muy bien cómo hacerle frente —asiento.
—Es algo que te toca decir a ti con los recursos que tienes. Pero el hecho es que no hay cura para la naturaleza humana —opina—. No meter al genio en la maldita botella cuando se trata de la mierda que la gente se puede hacer el uno al otro en estos días.
—El genio nunca estuvo en la botella, Colin. No estoy segura de que haya una botella.
Pasamos por la puerta abierta de la sala de rayos X y veo un fluoroscopio de brazo articulado que ya no uso. Sin embargo, las tecnologías avanzadas como la tomografía computarizada o una resonancia magnética con el software tridimensional, no nos ayudarían si las tuviésemos. Es probable que lo que sea que mató a Kathleen Lawler no sea visible en una tomografía computarizada o una resonancia magnética o cualquier otro tipo de exploración, y espero que Sammy Chang ya esté recibiendo los documentos y los hisopos para los laboratorios.
Dentro de la sala de autopsias principal, un joven musculoso con un traje quirúrgico sucio y un delantal de plástico con manchas de sangre sutura el cuerpo de quien supongo es la víctima del accidente de tráfico ocurrido hoy. La cabeza está deformada como una lata pisoteada, el rostro aplastado hasta el punto de resultar irreconocible, la carne sanguinolenta, todo ello en un claro contraste con el cemento frío y estéril, los metales brillantes y la falta del color y la textura típica de las morgues.
No puedo decir la edad de la víctima, pero su pelo es muy negro y es delgado y bien formado, como si se hubiera preocupado mucho de estar físicamente en forma. Huelo las primeras pistas de la sangre y las células que se descomponen, la biología se entrega a la descomposición mientras una larga aguja quirúrgica destella con la luz cenital con cada pasada del hilo blanco, y el ruido que hace el goteo del agua en un fregadero de acero. En el lado opuesto de la habitación, Kathleen Lawler está en una camilla, en una bolsa blanca con la forma de un cuerpo.
—¿Sabemos por qué lo hemos abierto en vez de hacer una simple comprobación? —le pregunta Colin al ayudante, que tiene un tatuaje de un bulldog del cuerpo de Marines en un lado del cuello y lleva el pelo muy corto—. Puesto que no le queda mucha cabeza, casi parece como si se hubiera puesto en el extremo equivocado de una escopeta. Parece que una simple comprobación habría bastado. ¿Cuál fue exactamente la pregunta en esta fatalidad que ahora cuesta dinero a los contribuyentes de Georgia?
—Si primero tuvo un ataque al corazón, eso hizo que se desviase hacia el tráfico que circulaba en dirección contraria a la hora punta. —Sutura con puntadas y tirones que crean una forma de «Y» que va desde el esternón hasta la pelvis—. Tenía antecedentes, le habían hospitalizado por dolores en el pecho la semana pasada.
—¿Qué hemos decidido?
—Eh, yo no decido. No me pagan lo suficiente.
—A nadie de por aquí le pagan lo suficiente —dice Colin.
—El camión Mack le destrozó y él murió de un paro cardíaco porque su corazón dejó de funcionar.
—¿Qué pasa con el paro respiratorio? George, no sé si conoces a la doctora Scarpetta.
Colin está sombrío.
—Sí, dejó de respirar. Es un placer conocerla. Solo le hago sufrir. Alguien tiene que hacerlo. —George me guiña el ojo mientras sutura—. ¿Cuántas veces a la semana se le dice a los estudiantes de medicina que pasan por aquí que el paro cardíaco y respiratorio no son causas de muerte? —remeda su jefe—. Te disparan diez veces y tu corazón se para y dejas de respirar, pero eso no es lo que te mató.
Se burla de Colin, que no se ríe, ni siquiera sonríe.
—Acabaré en unos minutos —dice George, más serio—. ¿Me necesitas para la siguiente?
Corta el hilo grueso con la afilada punta curva de la aguja larga y la clava en un bloque de poliexpan.
—Si no es así, tengo que guardar los suministros que llegaron esta mañana, y me gustaría lavar a fondo todo esto. Uno de estos días vamos a tener que lidiar con los frascos de muestras. Detesto tener que seguir recordándotelo. No queremos que los malditos estantes se colapsen y encontrarnos con la formalina, muestras y trozos por todas partes. Sin espacio y sin dinero. Es la canción que voy a escribir sobre este lugar —me dice.
—Ya sabes cómo soy cuando se trata de tirar cosas. Quédate por aquí. La doctora Scarpetta y yo vamos a empezar y ya veremos cómo va.
El rostro de Colin es duro y leo lo que está pensando en sus ojos.
Se pregunta qué podría no haber visto, se pregunta lo que todos tememos, aquellos de nosotros que nos ocupamos de los muertos. Si diagnosticamos mal a un paciente, alguna otra persona podría morir. Intoxicación por monóxido de carbono o un homicidio, si podemos descubrirlo, se puede prevenir que ocurra más de lo mismo. Es muy raro que podamos salvar a nadie, pero tenemos que trabajar todas las investigaciones como si fuera posible.
—¿Tienes los frascos con las muestras de aquellos casos viejos?
Le pregunto por las muestras de Barrie Lou Rivers, Shania Plames y Rea Abernathy.