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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Noche salvaje (13 page)

BOOK: Noche salvaje
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Aún seguía ella remoloneando dentro del cuarto de baño cuando trajeron el desayuno. Me eché otro trago rápido; nada más tragármelo empecé a toser y empapé mi pañuelo con una bocanada de sangre.

Volví a empinar la botella, contuve la respiración y tragué lo más rápidamente que pude. Esta vez no hubo más sangre —no salió— pero yo sabía que estaba allí.

En una ocasión ya me había puesto terriblemente enfermo delante de ella. Si yo estaba muy enfermo, si ella pensara que yo podía estar en decadencia…, en decadencia como Jake…

CAPÍTULO XI

Salió del cuarto de baño bastante mejor que cuando había entrado, y yo, con el nuevo trago de whisky en mi cuerpo, no me sentía tan mal. Nos comimos todo el desayuno, ayudándome ella en buena parte de mi ración. Encendí cigarrillos para los dos, y ella se tendió de espaldas sobre los almohadones.

—¿Y bien? —me miró entornando los párpados.

—Y bien, ¿qué? —le dije.

—¿Qué te ha parecido?

—El mejor café que he tomado nunca —contesté.

—¡Eres un canalla! —dejó escapar otra vez aquella carcajada suya. Yo estaba llegando al límite de la esperanza, igual que había llegado al límite de mi paciencia con sus ronquidos—. ¿Hummm? —dijo—. Yo lo hago si tú lo haces. ¿Quieres volver a la cama con mamá?

—Mira, nena —dije—. Lo siento en el alma, pero…, bueno, tendrás que ir pensando en hacer el viaje de regreso.

—¡Eh! —se incorporó—. ¡Cómo puedes decir eso, querido! Dijiste que…

—Dije que estaríamos aquí una noche. Ya hemos estado. No hay ninguna diferencia si…

—¡Claro que la hay! ¡Se nota que no te han tenido en aquel agujero maldito de Dios durante tanto tiempo como a mí! Yo… Querido, ¿por qué no hacemos lo que habíamos planeado? Yo puedo regresar esta noche y tú puedes hacerlo mañana… Eso nos permitirá estar juntos todo el día. O puedo quedarme, pasar la noche con mi hermana, volver mañana, y tú…

—Escucha, nena; escucha, Fay —dije—. Creo que lo he pensado muy bien. He tenido muchas cosas en que pensar y pude ver que no importaba gran cosa si…

—¡Claro que importa! ¿Por qué no iba a importar?

—Tienes que volver —le dije—. Ahora. O regresaré yo y tú lo harás después, antes de que acabe el día. No puedo quedarme en casa una noche si no estás tú allí. Necesito que estés para que me confirmes si sucede algo con Jake. Si se pusiera impertinente como hizo la primera noche…

—¡Bah! Como ya sabemos, ni siquiera irá a casa.

—Ésa es otra cuestión. Tendrá que empezar a ir quedándose en casa. Todo el tiempo. Encárgate de que lo haga. No es bueno que le ocurra algo precisamente la única noche en que se quede allí.

—¡Qué diablos! —Apagó el cigarrillo enojada y echó mano a la botella—. Cuando pienso que voy a… Cielos, querido, podrías regresar mañana y yo hacerlo esta noche. ¿Qué mal iba a haber en ello?

—Me da miedo. Se supone que no dispongo de mucha pasta. No me parece correcto estar aquí casi tres malditos días para recoger un traje.

Dejó, malhumorada, de golpe la botella de whisky.

—Lo siento mucho, Fay —dije.

Ella no contestó.

—Ahora no podemos correr riesgos. Tenemos mucho que perder… —Continué hablando, explicándoselo y disculpándome; yo sabía que ella no sería capaz de regresar a Peardale, si no se quitaba aquello pronto de la cabeza.

Finalmente, se volvió hacia mí; tal vez había notado la firmeza de mi voz.

—Está bien, querido —suspiró, haciendo un pucherito con la boca—. Si tú dices que es así, así será.

—Estupendo. Eres una buena chica —dije—. Ya llegará nuestro momento oportuno. Tú y yo solos con treinta de los grandes; tal vez cinco o diez más, si el trabajo es bueno.

—Oh, Carl, lo sé —me sonrió—. Será maravilloso. Y sentiría mucho decepcionarte…

—Así me gusta —dije.

Ella quería que fuera yo el primero en regresar a Peardale y quedarse rezagada un poco más de tiempo mirando vestidos. Yo le di mi aprobación, con tal de que regresara antes de la noche.

Continuamos charlando un rato; tan sólo hablando, pero sin decir gran cosa. A continuación me dijo:

—Humm, ¿querido…? —Y me tendió los brazos. Yo sabía que no me era posible hacerlo. No ahora, tan pronto. Dios mío, sabía que no podía hacerlo.

¡Pero lo hice!

Luché y me esforcé, doliéndome hasta la punta de los pies; y mantuve los ojos cerrados, temeroso de que pudiera ver lo que se reflejaba en ellos. Y…
me hallé en aquel desierto gris donde el sol se cobija, sin calor y sin luz, y

De todas formas, ¿qué pasaría después? Si es que había un después. ¿Qué ocurriría con ella?

Miré por la sucia ventanilla del tren de la Long Island, adormilado, dándole mil vueltas a la cabeza para derivar otra vez hacia ella. ¿Qué pasaría con ella?

Era hermosa. Era bonita. Tenía todo lo que se puede desear de una mujer… siempre y cuando estuvieras en la cumbre, o parecieras poder estar en la cumbre.

Pero yo no podía verlo así, como una larga e importante unión entre ambos, que era lo que parecería estando con ella. Yo no lo veía así, ni podía aceptarlo. Lo que yo necesitaba era…, bueno, no estaba seguro, pero no era eso. Quería estar solo, regresar a Arizona tal vez. O quizá no quería estar solo, sino con alguien —bueno, como Ruthie—, alguien que me permitiera ser yo mismo.

Ruth o Fay. Fay o Ruth. ¿O con quién? Yo no sabía lo que quería. Ni siquiera estaba bien seguro de saber lo que no quería. Yo no había querido verme arrastrado dentro de este lío, pero tuve que reconocer que estaba harto de Arizona. Lo había mantenido muy callado, pero tuve a más de una nena en mi barraca. Qué diablos, sólo el último mes había tenido dos o tres por semana, siempre distintas. Y todas ellas estaban muy bien; creo que tenían mucho talento. Pero, no sé por qué, ninguna de ellas parecía ser como yo deseaba que fuera.

Como yo deseaba que fuera.

Se me fueron cerrando los ojos, y continuaron cerrados. Seguramente el Jefe tendría algo que decir acerca de Fay. Podría buscar un sitio donde usarla de nuevo, o podía llegar a la conclusión de que entrañaba un riesgo. Por supuesto que había hablado conmigo sobre ello. Y si yo la quería, yo respondería por ella…

Yo no lo sabía. No la quería ahora, ni a ella ni a ninguna otra. Pero eso era bastante natural. Mañana, al día siguiente…, ¿después? No estaba seguro de ello.

Se me pegó la cabeza a la ventanilla y me quedé dormido.

Cuando desperté habían transcurrido horas.

Me encontraba al final de la línea y el revisor del tren me estaba agitando para que despertara.

No sé cómo me contuve de pegar un puñetazo en la cara a aquel estúpido bastardo. Pagué el billete suplementario, más el de regreso a Peardale. Era todavía a primera hora de la tarde, con tiempo de sobra para llegar a Peardale antes que ella.

Me metí en los servicios y me lavé la cara. Regresé a mi asiento y miré atentamente la manecilla pequeña de mi reloj, preguntándome qué diablos hacíamos parados. Entonces miré por la ventanilla y me puse a maldecir.

Mr. Estúpido, el revisor, que debería haber comprobado mi billete y dejarme en Peardale, iba paseando tranquilamente por la calle en unión de otros ferroviarios. Se estaban tomando su tiempo de asueto y se empujaban y agarraban entre sí lanzando rebuznos como un hatajo de mulos.

Acabaron metiéndose en un restaurante.

Permanecieron allí dentro haciendo Dios sabe qué, pues no pudieron haber empleado tanto tiempo en comer. Por lo menos estuvieron dentro un par de horas.

Finalmente, cuando ya estaba decidido a subir a la máquina y poner en marcha el tren por mí mismo, acabaron de hacer lo que quiera que estuvieran haciendo y regresaron parsimoniosamente a la estación. Por fin llegaron a ella. Pero, naturalmente, no subieron al tren para reanudar el viaje.

Necesitaban continuar su charla paseando por el andén y despachándose a gusto con la lengua.

Los maldije para mis adentros, llamándoles las palabras más sucias que se me ocurrieron. Estaban intentando volverme neurótico.

Al fin dejaron de hablar y empezaron a subir al tren.

Ya estaba oscureciendo cuando llegamos a Peardale. En aquel momento partía de la estación un tren procedente de la ciudad. Miré a través de la puerta de la estación y descubrí un taxi al otro lado; el único que había allí.

El taxista abrió la puerta y me introduje en su interior. No necesito decir con cuánto cuidado iba yo. Sin embargo, hela a ella aquí, henos aquí a los dos, dirigiéndonos a casa juntos.

Ella me miró sobresaltada, medio asustada. Yo le dije:

—Hola, Mrs. Winroy. ¿Así que acaba de llegar de Nueva York?

—Ssí —afirmó con la cabeza—. ¿Y… y usted también?

Me reí. Fue una risa tan hueca como la cabeza del revisor.

—No exactamente. Salí de la ciudad esta mañana, pero me he quedado dormido en el tren. Me llevaron hasta el final de la línea y regreso en estos instantes.

—Bien —dijo ella. Sólo dijo «bien», pero el acento de su voz decía mucho más.

—Me encontraba rendido —dije—. La amiga con quien he estado en Nueva York se ha pasado la noche roncando y apenas pude dormir.

Volvió de pronto la cabeza y me miró severamente. Luego se mordió el labio y escuché un sonido que estaba a medio camino entre una risita burlona y un bufido.

Llegamos delante de la casa: Ella se apeó y entró dentro. Yo pagué al taxista y crucé la calle en dirección al bar.

Me tomé un par de dobles. Luego pedí un bocadillo de jamón y queso y una botella de cerveza fuerte y me senté en un reservado. Empezaba a calmarme un poco. Era un enredo estúpido, pero cierto, y a cualquiera le habría resultado peliagudo escapar de él. De cualquier manera, ya estaba hecho y carecía de utilidad seguir preocupándose.

Pedí otra cerveza, tranquilizando mis nervios, alejando las preocupaciones. Casi me convencí de que aquello había sido una buena evasión. Podía serlo, si se lo miraba por el lado bueno. Pues cualquier maldito imbécil debía comprender que no íbamos a ser tan bobos de acostarnos juntos en la ciudad y luego regresar juntos a casa.

Cuando terminé la cerveza y me disponía a pedir la tercera cambié de opinión. Ya había tomado suficiente. Más que suficiente. Había que tener prudencia. Bebe lo que puedas de la botella y luego deja de beber. Lo que bebas a partir de entonces es de sobra.

Eché mano a la caja donde traía envuelto el traje y crucé la calle en dirección a la casa. No esperaba que Jake estuviera por allí.

Estaba.

Él, Fay y Kendall se encontraban reunidos en el salón, y ella reía y charlaba a cien por hora.

Cuando entré les saludé e hice una pequeña inclinación de cabeza según me dirigía hacia la escalera. Fay se volvió a mirarme y me dijo:

—Entre, Mr. Bigelow. Ahora mismo les estaba contando su odisea en el tren; les decía que se quedó usted dormido y viajó hasta el final de la línea. ¿Qué pensó al despertarse?

—Pensé que debía haber llevado conmigo un reloj despertador —contesté.

Kendall se rió entre dientes y empezó a comentar:

—Eso me recuerda una ocasión hace muchos años cuando…

—Disculpe —le cortó Fay—. Jake…

Éste se hallaba acurrucado en su asiento mirando al suelo, con sus grandes y huesudas manos cruzadas entre sí.

—Jake… Un momento, Mr. Bigelow. Mi marido quiere disculparse ante usted.

—No es necesario —dije—. Yo…

—Lo sé. Pero él desea…, ¿verdad, Jake? Sabe que cometió un error muy tonto y quiere pedir disculpas por ello.

—Excelente —asintió con firmeza Kendall—. Estoy seguro de que Mr. Winroy desea de todo corazón rectificar cualquier malentendido que… eee…, sea susceptible de rectificación.

La cabeza de Jake se levantó de improviso.

—¿Ah, sí? —dijo lanzando un gruñido—. ¿Quién le ha tirado de la cadena, abuelito?

Kendall bajó la vista hacia la cazoleta de su pipa.

—¿Abuelito? —dijo, con aire pensativo—. Creo que éste es el nombre más horrible que jamás me han aplicado.

Jake empezó a parpadear estúpidamente. De pronto cayó en la cuenta y se puso el dorso de la mano sobre la boca, como si hubiera recibido una bofetada. Toda su bravuconería, la poca que le quedaba, desapareció otra vez. Miró primero a Kendall, luego a Fay y, finalmente, a mí. Tengo la impresión de que la cara más amigable que había allí era la mía.

Se puso de pie y echó a andar hacia mí con aire abatido, como un gigante castrado. Según se me acercaba, traía la mano extendida, tratando de elaborar una sonrisa, con la mirada astuta y malsana de un perro apaleado plasmada en su rostro.

No pude por menos que sentir lástima de él, pero se me iba haciendo un nudo detrás de la garganta. Jake estaba demasiado derrotado. Cuando se llegaba a esto, valía más acabar pronto.

—Lo… lo siento, muchacho. Uno ha recibido ya demasiados golpes. ¿No me guarda rencor? —Le dije que no, pero no me oía. Se agarró a mi mano, volviendo la mirada hacia Fay. Clavó la vista en ella, con el semblante fruncido y perplejo, y luego se volvió otra vez hacia mí—. Me alegro de que esté en casa. Si puedo hacer algo, yo…, yo…

Aquéllas eran las únicas palabras que podía recordar. Me soltó la mano y volvió a mirar a Fay. Ésta asintió con prontitud, le agarró del brazo y se lo llevó del salón.

Salieron al porche, dejándose la puerta entreabierta. La oí que le decía:

—Y ahora, Jake, harás muy bien en no decepcionarme. Ya he tenido bastante con…

Kendall se levantó de su asiento y dijo:

—Bien, Mr. Bigelow, parece usted estar cansado, si me permite decírselo.

—Lo estoy —respondí—. Creo que me iré a la cama.

—Excelente. Estaba a punto de sugerírselo. A estas alturas no puede caer enfermo, ¿verdad?

—¿A estas alturas? —repetí—. ¿Qué quiere decir?

—Cómo —arqueó levemente las cejas—, precisamente cuando está usted en el umbral de una nueva vida. Su asistencia al colegio y lo demás. Presiento que le están reservadas grandes cosas, si es capaz de mantenerse aferrado a su objetivo original, de avanzar impasible hacia él, pese a lo impresionante que le parezca y…, eh…, a engañosas diversiones del momento.

—Ahí está el secreto de su éxito, ¿eh? —dije.

Se ruborizó un poco, pero me dirigió una sonrisa, titilándole los ojos.

—Eso es, creo yo, lo que podría denominarse la total apertura del propio yo. La réplica evidente —si se me permite descender hasta ese extremo— sería indagar acerca del secreto de
su éxito
.

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