—¡Dios mío, querido! —Estaba arrodillada delante de mí. Lo que yo no me explicaba era por qué se molestaba en llevar aquel camisón, que no dejaba nada por enseñar—. Carl, ¿le pasa esto muy a menudo?
Yo sacudí la cabeza.
—Cielos, no sé qué pensar. Le veo peor que a Jake algunas veces.
Estaba sonriendo, preocupada por mí. Pero en sus ojos rojizos y oscuros había una mirada calculadora. ¿Era yo un tipo fuerte capaz de excitarla? ¿O sólo un pobre hombre enfermo, que únicamente le valía para proporcionarle quince miserables dólares a la semana y ningún placer?
Por lo que parecía, cambió de opinión. Se puso en pie y cerró sus brazos en torno a los míos, manteniendo la presa. Dijo:
—Hummm —y me besó con la boca abierta—. ¡Pequeño y duro bastardo! —susurró—. ¡Oh, pequeño y duro bastardo! Me dan ganas de…
Yo no quería aquello. Todavía. No estaba en condiciones de hacerlo. Así que inicié una pequeña trapatiesta y eso desató su malhumor.
—¡Desgraciado! —rió, apoyada en la pared del pasillo—. ¡No te atrevas, muchacho malo y revoltoso!
—Entonces, hazme señales para que me detenga. Sólo me detengo ante las señales con bandera roja.
La vi que estaba riendo, enseñando todo lo que podía enseñar. Y no paraba de decirme que no la mirase, que no me atreviera. Me quedé mirándola y escuchándola. Me observaba y me escuchaba a mí mismo, fuera de mí, como en un viaje astral. Era igual que si estuviese viendo una película que ya había visto mil veces. Y… y creo que no había nada de extraño acerca de aquello.
Me afeité y tomé el baño que me había perdido la noche anterior. Me vestí, un poco apresuradamente cuando ella me llamó desde el piso inferior, y bajé a la cocina.
Ella había preparado bacon, huevos y tostadas, algunas naranjas en rodajas y patatas muy fritas. Para hacerlo ensució media docena de sartenes y platos, pero todo estaba bien preparado. Tomó asiento frente a mí en la mesa de la cocina, y no dejó de bromear y reír conmigo, manteniendo mi taza llena de café. Aunque yo sabía cuáles eran sus propósitos, no por eso dejaba de gustarme.
Cuando terminamos de comer le pasé un cigarrillo.
—Carl…
—¿Sí? —dije.
—Respecto a lo que estábamos hablando anoche…
Se quedó a la espera. Yo no dije ni una palabra.
—Oh, qué diablos —dijo finalmente—. Bueno, supongo que tendré que ir al centro de la población y ver a Jake. Puede estar lejos de aquí todo el tiempo que él quiera, pero tiene que darme algún dinero.
—No es bueno que tú tengas que ir a buscarle —dije—. ¿No crees que vendrá a casa?
—Dios sabe lo que hará —se encogió de hombros, con enfado—. Probablemente estará alejado hasta que averigüe algo sobre ti.
—Lo siento —dije—. Aborrezco que se haya tenido que ir por mi culpa.
A través del humo, me echó una de aquellas miradas pensativas con los ojos entornados.
—Carl, todo saldrá bien, ¿no?
—¿Por qué no? —dije.
—¿Piensas ir a este colegio?
—Sería una gran estupidez no hacerlo —respondí—. ¿No crees?
—Oh, no sé. ¡Olvídalo! —Se echó a reír, malhumorada—. Esta mañana me siento como una boba.
—Es por culpa de este pueblo —dije—. El estar encerrada en un agujero como éste sin nada que hacer. Tú no has sido hecha para esto. Te mereces algo más. Lo supe desde el momento en que te vi.
—¿De veras, querido? —Me dio un golpecito en la mano.
—Pienso que podrías conseguir un trabajo de cantante —dije—. Algo que te proporcionará una vida mejor.
—Sí, tal vez. No estoy segura —dijo—. Si tuviera vestidos, dinero para buscar algo. Tal vez podría, pero no sé, Carl. Llevo mucho tiempo fuera del mundo. Ignoro que pueda volver a trabajar, incluso abandonar esto.
Yo asentí. Di un paso más. Probablemente, era innecesario, pero no acarreaba ningún problema y podría servir de mucho.
—Además, tienes miedo de que las cosas pudieran ser un tanto adversas para la mujer de Jake Winroy, ¿verdad? —dije.
—¿Miedo? —Frunció el entrecejo, intrigada—. ¿Por qué habría de tenerlo…?
Al parecer, no se le había ocurrido nunca. Me di cuenta de que lo estaba comprendiendo ahora. El color desapareció de su rostro y le empezaron a temblar los labios.
—P-pero eso no fue culpa mía. ¡Carl, no me pueden culpar a mí! ¡P-por qué iban a c-culparme a mí, Carl!
—No deberían culparte —dije—. No creo que lo hicieran si supieran cómo te sientes.
—¡Carl! ¿Qué puedo yo…? Dios mío, cariño, no sé cómo no pude darme cuenta de que…
Reí suavemente. Ya era hora de dejarlo. Su imaginación le decía muchas más cosas de las que yo era capaz de decirle.
—Atiza —exclamé—, mira qué hora es. Son casi las once y continuamos tonteando con el desayuno.
—Pero, Carl, yo…
—Olvídalo —le hice un guiño—. ¿Qué iba yo a saber de estas cosas? Y ahora vete corriendo al pueblo.
Me levanté y empecé a recoger la mesa. Después de un buen rato ella se levantó también, pero no hizo el menor movimiento de ir hacia la puerta. La cogí por los hombros y la agité ligeramente.
—Es lo que yo te digo —añadí—. Este pueblo te está haciendo perder los nervios. Vete a la ciudad a pasar el fin de semana.
Esbozó una sonrisa, todavía pálidas sus mejillas.
—Eso está bien. Pero no podría hacerlo.
—¿Por qué no? —le pregunté—. ¿No tienes parientes en ella? ¿O a alguien a quien visitar?
—Bueno, tengo una hermana en el Bronx, pero…
—Ella te será muy útil. Te proporcionaría una coartada si Jake tratara de hacer averiguaciones.
—Bueno, no creo que… ¿Por qué habrían de culparme…? —Me miró ceñuda, parpadeando. Pensé que tal vez la hubiera juzgado mal, o la hubiera atosigado demasiado. Ella entonces rió ligeramente, con voz ronca—. ¡Chico! —exclamó—. ¿Te dije que él era un hombre maravilloso? Pero escucha, Carl, ¿no sería divertido si nosotros dos…?
—No podemos hacer eso —dije—. Déjame a mí resolverlo.
—Está bien, Carl —asintió rápidamente—. No pensarás… que soy una cualquiera, ¿verdad? Lo que pasa es que…
—No —dije—. Tú no eres eso.
—Yo voy con una persona todo el tiempo que puedo, pero cuando me hartan… Bueno, ya estoy harta. Ya no quiero nada más con ellos. ¿Entiendes, Carl?
—Entiendo —dije—. Y ahora lárgate, ¿quieres? Si no te vas tú lo haré yo. No podemos quedarnos aquí los dos solos.
—Está bien, querido. Me iré ahora mismo. Y…, ah, sí, no te molestes con los platos. Los lavará Ruth.
—¿Quieres marcharte? —la insté.
Se puso a reír, me dio un beso y se fue.
Limpié los platos y los retiré de allí. Encontré un viejo martillo herrumbroso y me fui con él al corral trasero. Había apoyada una caja de embalaje contra la valla del callejón. Saqué de ella algunos clavos, fui a la parte delantera y me puse a trabajar con la puerta de fuera.
En un principio no tenía nada desgobernado; con un par de clavos en sus bisagras quedaría bien ajustada. Pero habían ido dejando pasar el tiempo y tratando de cerrarla a fuerza de portazos, y eso acabó casi dejándola inservible.
Todavía estaba reparándola, cuando volvió Kendall a casa, procedente de la fábrica de pan, dispuesto a almorzar.
—Ah —dijo, con aire de aprobación—, ya veo que es usted como yo, Mr. Bigelow. Le gusta mantenerse ocupado.
—Sí —contesté—. Es una manera de matar el tiempo.
—Ya me he enterado de su… pequeña indisposición de anoche. Me satisface ver que sabe usted estar a la altura de las circunstancias. No… no quisiera parecer presuntuoso, pero siento un fuerte interés personal por usted, Mr. Bigelow. Me habría decepcionado mucho si usted hubiera echado a rodar sus planes por culpa de un borracho holgazán.
Le di la razón, las gracias o algo semejante.
—Bueno —dijo—, ¿y si entrásemos? Creo que el almuerzo ya está listo.
Le expliqué que yo acababa de desayunar.
—Me parece que será usted el único que se siente a la mesa, Mr. Kendall. Mrs. Winroy se ha ido al pueblo y no creo que Mr. Winroy esté aquí tampoco.
—Se lo diré a Ruthie —se apresuró a añadir—. La pobre muchacha es la que, sin culpa, carga con un montón de problemas.
Entró en la casa y yo reanudé mi trabajo. Al cabo de un rato volvió a salir.
—Ah, Mr. Bigelow, ¿sabe dónde podría estar Ruth?
—No le he visto el pelo —repuse—. Ignoro si la esperaban en casa al mediodía.
—¡Por supuesto que sí! Ciertamente. —Parecía algo enojado—. A las once ha terminado su última clase y siempre está aquí a las once y media para ir preparando el almuerzo.
—No sé —dije, y cogí otra vez mi martillo. Él se movía inquieto dentro del porche.
—No logro comprenderlo —decía ceñudo—. Si siempre está aquí a las once y media. Tiene que estar aquí para preparar el almuerzo y hacer las camas antes de volver al colegio.
—Sí —dije—. No acabo de entenderlo.
Terminé la reparación de la puerta. Encendí un cigarrillo y me senté a descansar en los escalones.
Ruth. Ruthie. Yo temía enfrentarme a ella después de lo de anoche. Me lo había pedido ella, viniendo a mí silenciosamente, sí, sí; lo había querido ella, y dijo que todo estaba bien. Pero un ser indefenso, alguien; un bebé…
Sin embargo, yo quería verla ahora. Necesitaba verla más que nada en el mundo. Era como si me faltara una parte de mí mismo.
Chupé del cigarrillo. Lo arrojé lejos y encendí otro. Pensé en ella —en mí— caminando apoyada en su muleta, cabizbaja, medrosa de mirar a la gente, temerosa de ver cómo la miraban. Haces todo lo que puedes y todavía no es bastante. Mantienes la cabeza baja, castigándote a ti mismo. Te vas escondiendo por los atajos…
Me puse de pie y empecé a rodear la casa. Iba casi corriendo… Kendall había dicho que ella estaba siempre aquí a las once y media. Tenía que realizar sus quehaceres. Y para ello tenía que darse prisa. Se veía obligada a coger todos los atajos.
Abrí de golpe la puerta de la calleja y extendí la vista a lo largo de la elevada verja de madera. Lo hice en el momento justo en que ella entraba por la callejuela, agarrándose a las tablas del cercado y usando la muleta a manera de bastón.
Por un momento me sentí más enfermo que al levantarme de la cama. Luego desaparecieron mis angustias y dieron paso a la cólera. Corrí hacia su encuentro, maldiciendo al mundo y a todas las personas que lo habitaban.
—¡Por amor de Dios, querida! —Le quité de la mano la muleta e hice que apoyara el brazo en mi hombro—. ¿Estás herida? Para un minuto y recupera el aliento…
—¡N-no! —respondió, jadeante—. Déjame sólo apoyarme en ti p-para…
Tenía la cara tiznada y el lado izquierdo de su vestido aparecía polvoriento y sucio. Daba la impresión de habérsele roto el extremo de la muleta y haber sufrido una caída grave.
—¿Dónde ha sido? —pregunté—. ¿Por qué no has pedido ayuda a alguien? Válgame Dios, chiquilla, no deberías…
—Date prisa —dijo sin aliento—. Por favor, C-Carl…
Apresuré el paso, permitiéndole que me usara como muleta de apoyo. Ya no le hice más preguntas tontas. ¿Qué importaba el lugar donde hubiera sufrido el percance, o si venía arrastrándose penosamente a lo largo de dos manzanas o de seis, de tres mil o seis mil kilómetros?
La llevé a través del patio posterior y subimos las escalerillas, de prisa, de prisa, ambos como una sola persona. Y los golpes descomunales de su corazón, que parecía querer salirse de su pecho, eran los mismos golpes descomunales que los del mío.
La ayudé a entrar en la cocina y la senté en una silla. Ella pugnaba por levantarse, y yo la hice sentarse por la fuerza.
—¡Quédate ahí! —le dije—. ¡Maldita sea, quédate ahí! ¡Si no te quedas ahí quieta, te juro por Dios que me marcho!
—¡No p-puedo! Mrs. Winroy…
—¡Escúchame! —dije—. Ruth, ¿quieres escucharme? Todo se solucionará.
—¡N-nooo! —Se estaba agitando en su silla, llorando desconsoladamente—. No lo entiendes. Tú no sabes lo que pasa. Ella me despedirá y yo no puedo… Tengo que…
Le di dos bofetadas en la cara, dos bofetadas rápidas y enérgicas, con la palma y el dorso de la mano.
—¿Quieres escucharme? —Esgrimí la mano, lista para abofetearla de nuevo—. Dime exactamente lo que tienes que hacer. ¿Quieres escucharme, o tengo que arrancarte la cabeza de los hombros?
—T-te estoy… —Se estremeció, tragándose sus propios sollozos—. Te estoy e-escuchando, Carl.
Busqué la botella del whisky en el aparador y le preparé una buena dosis. Me puse delante de ella y esperé a que se bebiera hasta la última gota.
—¿Mejor, eh? —Le hice un guiño—. Ahora vas a comer algo y a acostarte un rato.
—¡No! Yo…
—¿Tienes que asistir al colegio esta tarde? No, ¿verdad? Seguro que no, y no vas a ir. Aquí no hay problemas. No ha aparecido nadie para comer, excepto Kendall, y él no va a decir nada. Hablaré con él y me encargaré de que no lo diga.
—¡T-tú no lo sabes! Mrs. Winroy…
—Se fue al pueblo a buscar dinero. Lo conseguirá aunque tenga que sacárselo del pellejo a Winroy, y, una vez en sus manos, tendrá que gastarlo. Tardará mucho en regresar a casa. Lo sé, ¿me entiendes? Sé exactamente lo que hará.
—P-pero —me miró, llena de curiosidad, con un ligero ceño en el rostro—, yo t-tengo que hacer…
—Hacer las camas. ¿Qué más?
—Bueno, a-arreglar un poco las habitaciones.
—¿A qué hora sueles salir del colegio?
—A las cuatro.
—Bien, mejor será que hoy te saltes una clase. ¿Entiendes lo que te digo? Por si se le ocurre volver a casa antes de lo que pienso. Vienes pronto y te pones a trabajar de prisa. ¿De acuerdo?
—Pero tengo que hacer…
—Lo haré yo mismo —dije—. Y no me digas que no puedo hacerlo. Soy muy mañoso haciendo camas y arreglando habitaciones. Ahora te prepararé algo de comer, te ayudaré a subir las escaleras y…
—¡No, Carl! Haz, haz sólo lo otro. Yo me prepararé mi comida. Te juro que lo haré. Haré lo que tú digas, pero por favor…
—¿Cómo te las vas a arreglar? ¿Qué me dices de tu muleta?
—La repararé. Ya lo he hecho otras veces. Le apretaré los tornillos con un cuchillo de cocina. Hay un poco de cinta y… ¡Por favor, Carl!
Ya no discutí más con ella. Prefería que hiciera alguna cosa a que se tornara otra vez histérica.
Le entregué la muleta, un cuchillo y un rollo de cinta.
Abajo había dos habitaciones, la de Ruth y otra desocupada; por supuesto, no tuve que molestarme arreglando ninguna de las dos. Arriba eran cuatro dormitorios en total, o mejor debiera decir que cuatro habitaciones con camas dentro. Pues no se podía llamar un dormitorio a la habitación donde dormía Jake. Era más bien un alargado y estrecho ropero, apenas lo bastante grande para meter una cama, una silla y una cómoda escorada. Sospecho que antes de que Fay Winroy dejara de dormir con él, había sido un cuarto ropero.