Se puso de pie y echó a andar torpemente hacia la salida y luego, tambaleándose, por el centro de la calle, en dirección al pueblo.
Sentí lástima de él. No tenía que haberse ido de su casa de aquella forma, y yo no le disculpaba por eso, pero me produjo lástima.
—Por favor, Mr. Bigelow, no se apene por esto. —Mr. Kendall me tocó el brazo—. Simplemente se trastorna un poco cuando lleva dentro demasiado licor.
—Claro —dije—, lo comprendo. Mi padre fue un gran bebedor… Apaguemos esa luz, ¿eh?
Sacudí la cabeza de un lado a otro. Del bar habían salido unos cuantos palurdos y nos estaban mirando a través de la calle.
Apagué la luz y seguimos charlando en el porche algunos minutos. Kendall dijo que confiaba en que Ruthie no se hubiera alarmado. Volvió a sugerirme visitar la fábrica de pan y yo me negué.
Llenó su pipa de tabaco y se puso a chupar de ella con impaciencia.
—No sé cómo decirle cuánto admiro su autodominio, Mr. Bigelow. Yo que siempre me había creído ser frío y tranquilo, y resulta que…
—Y lo es —le dije—. Lo ha hecho usted muy bien. Lo que pasa es que no está acostumbrado a los borrachos.
—¿Dice usted… eee, que su padre…?
Era extraño que yo hubiera mencionado lo de mi padre. Bueno, no es que tuviera nada de malo el mencionarlo; pero eso ocurrió hacía mucho tiempo, más de treinta años antes.
—Naturalmente, no me acuerdo de nada —dije—. Eso fue en 1930 y yo no era más que un bebé por aquel entonces, pero mi madre… —Aquello era una mentira que tenía que asegurar: mi edad.
—¡Tsk, tsk! Pobre mujer. ¡Debió ser horrible para ella!
—Era un minero del carbón —dije—. Cerca de McAlester, Oklahoma. El sindicato servía de muy poco en aquellos tiempos, y no necesito decirle que hubo una depresión. El único trabajo que un hombre podía encontrar era en las prospecciones de petróleo, y sin ninguna inspección. Desmontando pilares…
Guardé una pausa, rememorando aquella espalda encorvada y aquellos ojos mirando fijamente enloquecidos de terror. Recordando los sonidos ahogados de la noche, los sollozos.
—Le entró la manía de que estábamos tratando de matarle —dije—. Si tirábamos un poco de comida, o nos desgarrábamos la ropa, o cosa por el estilo, nos pegaba sin piedad… Quiero decir, sin que lo viera nadie. Yo era entonces un bebé.
—¿Sí? Lo que no comprendo es por qué…
—Es muy sencillo —dije—. De alguna manera, para él era simple. Estaba convencido de que tratábamos de mantenerle dentro de la mina. Impidiéndole alejarse de ella. Haciendo lo posible para que continuase debajo de la tierra… hasta que quedara sepultado por ella.
Mr. Kendall volvió a pronunciar su «Tsk, tsk» y dijo:
—¡Pobre infeliz ofuscado! Como si usted hubiera podido hacer nada para…
—No podíamos evitarlo —asentí—, pero eso no le servía de ayuda. Él tenía que trabajar en las minas, y cuando un hombre tiene que hacer algo, lo hace. Pero eso no lo hace más fácil. Uno podría incluso decir que, de ese modo, resultaba el doble de difícil. Uno no es lo valiente, noble, altruista o cualquiera de esas cosas que el hombre piensa que es. Uno no es más que una rata acorralada, y empieza a comportarse como tal.
—Hummm. Mr. Bigelow, parece ser usted un joven singularmente introspectivo. ¿Dice que su padre murió de la bebida?
—No —repuse—. Murió sepultado en la mina. Tenía encima tantas rocas, que costó una semana desenterrarle.
Mr. Kendall, después de soltar unos cuantos más «tsks» y exclamaciones de horror, se fue a la fábrica y yo entré en la casa y luego me di un paseíto por la cocina.
Allí estaba ella inclinada sobre el fregadero, con la muleta atrapada bajo su axila, fregando lo que parecía un millar de platos. Según las apariencias, Mrs. Winroy se los tenía reservados desde el día que se ausentó; no sólo los platos sino todos los demás trabajos penosos.
Colgué mi chaqueta sobre una silla y me recogí las mangas de la camisa. Cogí un cucharón y empecé a raspar sartenes.
No me había mirado desde que entré en la cocina, ni me miró ahora. Pero se puso a hablarme. Le salían las palabras atropelladamente igual que a un niño nervioso recitando un poema que necesita decirlo de prisa para no quedarse cortado.
—El c-cubo de la basura está al lado del porche…
—¿Quiere decir que no tienen gallinas? —le pregunté—. Cómo, deben tener gallinas a las que alimentar con esto.
—S-sí —repuso ella.
—Es una vergüenza tirar desperdicios como éstos. Con la gente hambrienta que hay en el mundo.
—A-sí lo creo yo también —dijo, como si le faltase el aliento.
Eso fue cuanto dijo hasta entonces. Enrojecida como una casa en llamas, hundió tanto la cabeza en el fregadero, que temí que se cayera dentro. Fui donde estaba el cubo de la basura y me puse a rasparlo lentamente.
Supe lo que ella sentía. ¿Por qué no iba a saber lo que se siente cuando eres un hazmerreír y tienes gente amable que te diga lo que estabas esperando escuchar? Nunca te acostumbras a ello, pero llegas hasta donde no esperas nada más.
Ella estaba todavía sofocada por el hecho de haber hablado conmigo, cuando volví a entrar en la cocina. Pero, aunque estuviera sofocada, no por eso dejaba de gustarle. Me dijo que yo no debería ayudarla a secar los platos, pero al mismo tiempo me señaló una bayeta. También dijo que por qué no me ponía un delantal; pero lo hizo ella por mí, temblándole los dedos pero sin apartarlos.
Nos pusimos los dos juntos a secar los platos, rozándose nuestros brazos de vez en cuando. Durante los primeros contactos, ella se apartaba de mí como si se hubiera rozado con un fogón caliente. Luego, muy pronto, dejaría de retirarse. Y en una ocasión que la toqué en el seno con mi codo, pareció recrearse en ello.
Observándola de reojo, vi que no me había equivocado respecto a su mano derecha. Tenía los dedos torcidos. No los ejercitaba plenamente y trataba de ocultarlos a mi vista. Pese a ello, no obstante, y a su pierna —lo que quiera que tuviese su pierna—, era muy eficiente.
Tan cierto como que Dios va a misa, que a fuerza de tanto trabajar y llenarse el pecho de aire se le habían desarrollado los senos. Y el andar de un lado para otro con aquella muleta no le había hecho ningún mal a su trasero. Fijándose bien en él, se le antojaba a uno que pertenecía a un pony de Shetland. Pero no quiero decir con ello que fuera grande. Era la forma en que lo tenía implantado, la manera en que se movía en contraste con su vientre plano y su estrecha cintura. Era como una compensación a cambio de las otras cosas que le faltaban.
Conseguí que continuase hablando, y riendo. Me puse en la cabeza otro trapo de cocina y empecé a hacer piruetas a su alrededor. Ella, apoyada en la pila del fregadero, se reía entre dientes, enrojecida, y protestaba.
—Déjelo ya, Carl. —Tenía los ojos brillantes. El sol había renacido en ellos y me estaba deslumbrando—. Déjelo ya…
—¿Dejar, qué? —dije, haciendo más payasadas—. ¿Qué quiere que deje, Ruth? ¿Dejo de hacer
esto
o
esto
?
Continué bromeando, sin dejar de estudiar su cuerpo detenidamente, y cambié de opinión respecto a un par de cosas. Pensé que no necesitaba darle consejos acerca de su vestuario, ni pagarle una polvera y una permanente. Porque realmente no necesitaba emperejilarse, y si necesitaba algo se lo prepararía ella misma.
De repente dejó de reír y se puso a escuchar por encima de mi hombro.
Yo sospechaba lo que podía ser. Tuve barruntos de que se acercaba. Me volví parsimoniosamente, extremando el cuidado para separar mis manos de los costados.
No sabría decir si él había llamado a la puerta sin que le hubiéramos oído, o si entró sin llamar. Pero allí estaba: era un tipo alto y huesudo, de penetrantes y amigables ojos azules y mostacho gris teñido de café.
—Hola, muchachos. Conque pasándolo bien, ¿eh? —dijo—. Estupendo. Nada me gusta más que ver divertirse a la gente.
Ruth abrió la boca y volvió a cerrarla. Yo me quedé a la espera, sonriendo.
—Pensaba ir a ver a su gente, Miss Dorne —continuó—. Oí decir que han tenido allí un nuevo bebé… Joven, me parece que no nos conocemos. Soy Bill Summers; sheriff Summers.
—¿Cómo está usted, sheriff? —dije, y nos estrechamos la mano—. Me llamo Carl Bigelow.
—Espero no asustarles. Vengo a ver a un sujeto llamado… ¡Bigelow! ¿Dice usted que
es
Carl Bigelow?
—Sí, señor —contesté—. ¿Ocurre algo, sheriff?
Me miró despacio, frunciendo el entrecejo, fijándose en el mandil y la bayeta de mi cabeza. Parecía indeciso de ponerse a reír o a echar pestes.
—Creo que vamos a tener una conversación usted y yo, Bigelow… ¡De cualquier manera, maldito sea el pellejo de ese Jake Winroy!
Nos metimos en mi habitación. Mrs. Winroy, que se había presentado dos minutos más tarde que él, tenía los ojos tan abiertos, que optamos por subir arriba.
—No puedo entenderle —dije—. Mr. Winroy estaba enterado desde hacía varias semanas de que yo iba a venir. Si no me quería aquí, ¿por qué diablos no…?
—Bueno, pero entonces no le había visto. Pero al verle a usted y relacionar un nombre que suena como el suyo… Bueno, sospecho que esto le produjo un sobresalto. Un hombre que se encuentra en la situación de Jake Winroy…
—Si alguien tiene motivos para sobresaltarse, ése soy yo. Eso puedo asegurárselo, sheriff. De haber sabido que James C. Winroy era Jake Winroy, yo no estaría aquí ahora.
—Claro, claro. —Sacudió la cabeza con aire simpático—. Pero yo tenía mis dudas al respecto, hijo. De todos modos, ¿por qué vino usted aquí? ¿Por qué cruzó toda Arizona para venir a un lugar como Peardale?
—En cierto modo, por eso. —Me encogí de hombros—. Porque pensé que cuanto más lejos estuviera de Arizona para emprender una nueva vida, más fácil me sería romper limpiamente con el pasado. No resulta fácil vivir en un sitio donde la gente te está recordando que no has sido nadie.
—Ajá. ¿De veras?
—Ésa fue, naturalmente, una de las razones —dije—. Esto resultaba barato y la escuela me aceptaría como estudiante especial. No hay muchos colegios que lo hagan, ¿sabe? Si no tienes estudios medios, no tienes nada que hacer. —Reí brevemente, imprimiendo a mi risa un tono triste y descorazonado—. Ahora me parece una insensatez. Llevo años soñando con adquirir un poco de cultura, conseguir un buen empleo y…, y… Pero creo que debí habérmelo pensado mejor.
—Vamos, hijo —se aclaró la garganta, con aire preocupado—, no se lo tome de ese modo. Sé que esto no tiene sentido y no me gusta más que a usted. Pero no depende de mí el que Jake Winroy sea quien es. Ahora bien, si me ayuda usted, lo arreglaremos en poco tiempo.
—Le ayudaré en todo lo que pueda, sheriff Summers —dije.
—Estupendo. ¿Qué me dice de su gente?
—Mi padre está muerto. De mi madre y del resto de la familia…, no sé nada de ellos. Empezamos a dividirnos a la muerte de papá. Hace tanto tiempo que no los veo, que ni me acuerdo de cómo son.
—¿Ah, sí? —dijo—. ¿De veras?
Comencé a hablar. Nada de lo que yo le contaba podía comprobarse, pero vi que me estaba creyendo; hubiera sido extraño que no se lo creyese. Verán, la historia era bastante cierta. Exceptuando las fechas, era el puro Evangelio. A principio de los años veinte hubo en los campos carboníferos de Oklahoma una depresión terrible. Estallaron huelgas y llamaron a la milicia, y nadie tenía dinero suficiente para matar el hambre y mucho menos para médicos y funerarias. Había mucho en qué pensar aparte de certificados de nacimiento y defunción.
Le conté que habíamos estado en Arkansas recogiendo algodón, luego en el valle del Río Grande recolectando fruta y después en las cosechas del valle Imperial… Al principio íbamos juntos, pero luego comenzamos a separarnos un día o dos siguiendo el trabajo. Nos distanciamos y ya no volvimos a unirnos.
Yo había vendido periódicos en Houston. Había trabajado de caddie en Dallas, vendido programas y gaseosas en el Fat Stock Show de Fort Worth; y clavé clavos en Kansas City. Y en Denver, delante del «Brown Palace Hotel», me acerqué a pedir limosna para café a un tipo grande y de aspecto ostentoso, el cual dijo: «Jesús, Charlie, ¿no te acuerdas de mí? Soy tu hermano Luke…»
Pero, naturalmente, esto no se lo dije.
—Ajá… —me cortó, y me convencí de que se estaba cansando—. ¿Cuándo estuvo usted en Arizona?
—En diciembre del 44. Jamás estuve bien seguro de la fecha de mi nacimiento, pero me imagino que acababa de cumplir los dieciséis. De todas formas —puse cara de forzar mi memoria para precisarle mejor—, no creo que pudiera tener entonces más de diecisiete.
—Claro —asintió, frunciendo un poco el ceño—. Se comprende. Quizá no tuviera ni dieciséis.
—Bueno, aún estábamos en guerra y era difícil encontrar trabajo. El matrimonio Fields…, una estupenda pareja de viejos, me dio empleo en su gasolinera. No pagaban gran cosa, porque se vendía poco, pero me gustaba. Viví con ellos como si fuera un hijo y ahorraba todo lo que ganaba. Y al cabo de dos años, cuando papi…, quiero decir cuando murió Mr. Fields, se lo compré a ella… Creo —dudé—, creo que ésa fue una de las razones que me impulsaron a alejarme de Tucson. Con Papi Fields muerto y Mami que se fue a Iowa, aquello dejó de parecerme un hogar.
El sheriff tosió y se sonó la nariz.
—Maldito Jake —refunfuñó—. Así que usted vendió aquello y se vino aquí, ¿no?
—Sí, señor —dije—. ¿Le gustaría ver una copia de la escritura de venta?
Se la enseñé. También le enseñé algunas cartas que me había escrito Mrs. Fields desde Iowa antes de su muerte. Prestó más atención a las cartas que a la escritura de venta, y cuando hubo terminado de leerlas volvió a sonarse la nariz.
—Maldita sea, Carl, lamento mucho haberle molestado tanto, pero me temo que todavía no he terminado. ¿No le importará si pongo un pequeño telegrama a Tucson, verdad? No hay más remedio, ya sabe. De lo contrario, Jake armará más escándalo que un gallo sin cabeza.
—¿Piensa… —me detuve—, tiene que ponerse en contacto con el jefe de Policía de Tucson?
—¿No le importará que lo haga, verdad?
—No —contesté—. Nunca le conocí tan bien como conocí a los demás. ¿Le importaría enviar también un cable al sheriff y al juez del condado McCafferty? Yo solía cuidar de sus coches.
—¡Maldita sea! —exclamó, y se puso en pie.
Yo me levanté también.