—Sheriff, ¿llevará mucho tiempo todo esto? Me dan ganas de no inscribirme en el colegio hasta que se haya solucionado.
—Por supuesto que no —asintió con simpatía—. Todo estará aclarado para que pueda ir al colegio el lunes próximo.
—Antes quisiera ir a Nueva York —dije—. Pero, naturalmente, no lo haré hasta que me diga usted que está solucionado. Lo que pasa es que me compré un traje nuevo mientras estuve allí, y se supone que los arreglos estarían hechos para este sábado.
Cuando le acompañé a la puerta del dormitorio, me pareció oír un leve crujido al otro lado de la puerta del pasillo.
—En un trabajo como el mío hay que estar a bien con la gente, así que preferiría que no repitiera nada de lo que hemos dicho. Pero estos Winroy… Bueno, por barato que sea, no resulta económico vivir con ellos. Acepte mi consejo y…
—¿Sí?
—No —lanzó un suspiro y meneó la cabeza—, no creo que le sea muy fácil hacerlo. Cuando Jake forme un alboroto de los suyos, váyase de aquí. Esto tiene mal aspecto, digamos lo que digamos. Haga ver que no tenía más remedio que marcharse, tal vez que se debe a sus arrebatos de locura.
—Sí, señor —dije—. Ojalá hubiese yo sabido quién era antes de venir aquí.
Me despedí de él y cerré otra vez la puerta. Me tendí sobre la cama con un cigarrillo en la boca, entorné los ojos y empecé a lanzar bocanadas de humo hacia el techo. Me sentía sin fuerzas. Por muy bien preparado que se esté para una situación como ésta, te quedas extenuado. Quería descansar, quedarme a solas durante un tiempo. Y entonces se abrió la puerta y entró Mrs. Winroy.
—Carl —dijo sentándose al borde de la cama—. Lo siento, querido. ¡Voy a asesinar a ese Jake en cuanto le ponga las manos encima!
—Olvídelo —le dije—. ¿Dónde está ahora?
—Probablemente en su barbería. Puede que pase allí la noche. ¡Más le valiera quedarse, si supiera lo que es bueno para él!
Fui subiendo mis dedos por su muslo arriba y los dejé vagar un rato por allí. Al cabo de un instante, ella cerró las piernas distraídamente y devolvió mi mano a la cama.
—Carl… ¿No está enfadado?
—No me gusta eso —dije—, pero no estoy enfadado. A decir verdad, siento bastante lástima de Jake.
—Se está trastornando. ¡Verá, ellos no se atreverían a matarlo! Eso les causaría el doble de daño que si él testificara.
—¿De veras? —dije—. Me parece que yo no entiendo mucho de esas cosas, Mrs. Winroy.
—Ellos… ¿Por qué no me llama Fay, cariño, cuando estamos solos como ahora?
—Fay, cariño —dije.
—No se atreverían, ¿no crees, Carl? ¿Aquí, en su pueblo de residencia, donde le conoce todo el mundo y él los conoce a todos? ¿Por qué, por qué? —Rió con exasperación—. ¡Dios mío! Éste es el lugar del mundo donde está más seguro. Ningún extraño puede acercarse a él…, nadie a quien él no conozca, y…
—Yo me he acercado a él —dije.
—Oh, bueno. —Se encogió de hombros—. Yo no me refería a usted. Él sabe que quien venga de parte del colegio será de confianza.
—¿En serio? Pues no me lo ha demostrado.
—¡Porque está alcoholizado! ¡Porque está empezando a ver visiones!
—Bueno —dije—, de lo que haga no le puede echar muchas culpas.
—Conque no, ¿eh?
—No creo que deba hacerlo —dije.
Me incorporé, apoyándome en un codo, y apagué el cigarrillo.
—Así lo vería yo, Fay —añadí—, si estuviera en el pellejo de Jake. Prácticamente, lo único que sé sobre crímenes es lo que leo en los periódicos. Pero tengo mucha facilidad para ponerme en el lugar de otro, y eso es lo que creo que sentiría si yo fuera Jake. Me imagino que si ellos se propusieran matarme, poco podría yo hacer para detenerlos. Aunque me escondiera debajo de la tierra. Yo…
—Pero, Carl…
—Si no me encontrasen en un sitio, darían conmigo en otro. De un modo u otro me encontrarían, por difícil que fuera. Yo sabría que estaba en sus manos, Fay.
—¡Pero no lo harán! ¡Aunque quieran, no pueden permitirse el lujo de hacerlo!
—Claro que sí —dije.
—El caso no será llevado a juicio nunca. ¡Lo dicen todos!
—Bueno, probablemente ellos lo sepan —agregué—. Pero yo me estaba refiriendo a cómo se sentiría Jake si pensara que estaban decididos a matarlo.
—Sí, pero usted ha dicho…, quiero decir, cuando él sepa que no lo pueden hacer, ¿por qué…?
—Él lo sabe, seguro, ¿pero lo saben ellos? ¿Me comprende? Él sabe que ellos tienen cerebro y mucho dinero. Sabe que ellos encontrarán la manera de liquidarle si de veras necesitan hacerlo.
—Pero ellos…
—Ellos no lo harán —dije—. ¿Pero y si no fuera así? Entonces no habría nadie de quien Jake pudiera fiarse. Cómo, hasta tratarían de hacerse con él a través del viejo Kendall.
—¡Oh, Carl! ¡Eso es ridículo!
—Claro que lo es —dije—, pero usted entiende la idea. Algún tipo del que no se sospeche nunca.
—Carl…
Ella miraba con sus ojos reducidos de tamaño, llena de interés y cautela.
—¿Sí, Fay? —la insté.
—Usted… ¿Y si… si…?
—¿Y si qué? —insistí.
Siguió mirándome fijamente, de un modo perplejo y cauteloso. Luego se puso a reír de golpe y se levantó de un salto.
—Oh, Dios —dijo—. ¡Hablando sobre que Jake está perdiendo la razón! Escuche, Carl, esta semana no va al colegio, ¿verdad?
Negué con la cabeza. Ni me molesté en bromear con ella respecto a hacer un fisgoneo.
—Bien, Ruth tiene una clase a las nueve, de manera que, si quiere que ella le haga el desayuno, tendrá que estar abajo a las ocho. A no ser que se prepare usted mismo el café, las tostadas u otra cosa cuando se levante. Es lo que suelo hacer yo.
—Gracias —dije—. Veré cómo me siento por la mañana.
Entonces se marchó. Abrí una ventana y volví a estirarme sobre la cama. Necesitaba un baño, pero todavía no me encontraba dispuesto a ello. Me molestaba realizar tales pequeñeces como, por ejemplo, desvestirme y bajar unos cuantos peldaños hasta el cuarto de baño.
Me quedé tumbado e inmóvil, forzándome a seguir así, pero de golpe sentí un impulso de saltar de la cama y mirarme al espejo. Hay que tomarlo con tranquilidad. No se puede participar en una gran carrera con arena dentro de las zapatillas. Cerré los ojos, mirándome con los ojos de la mente.
Eso me produjo un sobresalto. Era como mirar a otra persona.
Me había visto a mí mismo diez mil veces y cada vez era para mí como una nueva experiencia. Yo veía lo que otras personas parecían ver, y me encontré pensando: «Caramba, qué tipejo tan estupendo. No necesitas que te diga nadie que
él está
muy bien…»
Eso lo pensé, ahora, y, de alguna manera, me hizo estremecer. Empecé a pensar en los dientes y en otros cambios, y supe que, realmente eso no importaba. Pero me obligué a pensar en ellos.
De alguna forma, me sentí más seguro achacándolo a esas cosas en lugar de… ¿En lugar de qué?
…La dentadura y las lentillas de contacto. La cara bronceada de aspecto saludable. El peso extra. La estatura adicional, que sólo se debía en parte a los zapatos de tacones altos que había venido usando desde 1943. No me sentí seguro hasta después de haberme transformado. ¿Pero me había transformado? ¿Qué ocurriría si me pusiera enfermo ahora, tan enfermo que no pudiera ocultarlo? El Jefe estaría dolido. ¿Y el nombre? ¿
Charles Bigger
, Carl Bigelow? Bien, éste era tan bueno como cualquier otro. No hubiera sido mejor que me llamara Chester Bellows o Chauncey Billingsley; y tenía que ser algo así. Ya saben, un hombre no puede alejarse demasiado de su verdadero nombre. Podrá intentarlo, pero se buscará problemas. Existen iniciales de lavandería. Tienes tendencia a responder cuando te nombran. Por lo tanto…
Por lo tanto no cometí ningún error. En cambio… me había localizado el Jefe. Tampoco él me había visto nunca antes, pero había sabido dónde enviar a buscarme. Y si el Jefe pudo hacerlo…
Encendí un cigarrillo, lo apagué inmediatamente y volví a arrojarme contra los almohadones.
El Jefe… Pero no tenía que preocuparme del Jefe. Yo no había cometido errores, ni los cometería. Yo había marcado el tanto y hecho lo que venía detrás, la parte más difícil. Pero aun sin importar lo bien que hubiera sido hecho, era inevitable que se calentaran las cosas. Y la forma más segura de cocinarlo era intentando huir de ello. Había que volver loco al Jefe. Si ellos no me liquidaban, lo haría él.
Así, pues… Me estaba durmiendo.
Nada de errores. No debía desfallecer ni un segundo. Ni ponerme enfermo. Y valerme de todos; de Mrs. Winroy directamente, de los otros indirectamente. Tenían que estar a mi lado. Tenían que estar convencidos de que yo no era capaz de hacer lo que tenía que hacer. El Jefe no necesitaría vigilarme; lo harían ellos. Todos estaban pendientes de ver que yo lo hacía bien. Me estarían vigilando, siempre vigilando…, y yo…
…Ellos abarrotaban las aceras de aquella calle estrecha, de aquella calle estrecha y solitaria. Y todos iban a sus quehaceres, riendo, charlando y disfrutando de la vida pero continuaban vigilándome. Detrás de mí venían vigilándome Jake y el Jefe. Yo estaba sudoroso y sin aliento, porque llevaba mucho tiempo en la calle. Y ellos se ponían delante de mi camino, entre Jake y yo, pero nunca se ponían en el camino del Jefe. Tenían que volverme loco a mí, a Mí. Y… y yo podía notar en mi boca el gusto de la negra mofeta de la mina, y oír el crujido de los pilares que se derrumbaban, y la lámpara de mi cabeza que comenzaba a oscilar, y… Me agarré a uno de aquellos bastardos. Me agarré a él-ella, y tiré con fuerza, y rodé, y…
La tenía conmigo en la cama. Estaba debajo de mí y yo tenía la muleta sobre su garganta, sujeta con mis brazos.
Parpadeé, mirándola fijamente, esforzándome por salir de mi sueño. Dije: «Jesús, muchacho. Tú no quieres que alguna vez…»
Aparté a un lado la muleta y ella comenzó a respirar de nuevo, pero seguía sin poder hablar. Estaba demasiado asustada. Miré a aquellos ojos aterrados —
que me estaban vigilando
—, pues era lo único que podía hacer para no golpearla.
—Suéltalo —le dije—. Vomítalo. ¿Qué estabas haciendo aquí?
—Yo… yo…
Hundí la mano en su costado y retorcí su carne. Y ella boqueó.
—Suéltalo.
—Yo, yo temía por ti. Yo…, estaba preocupada por… ¡
Carl
! No…
Empezó a resistirse, y entonces yo caí plano sobre ella. La sujeté, retorciéndola, y ella boqueaba y temía. Trataba de retirar mi mano, y yo retorcía con más fuerza.
—¡No…! Yo nunca…, Carl, yo nunca…, no está bien, y ¡
Carl
! ¡
Carl
! Tienes que… Voy a tener un hijo y…
…Dejó de suplicar.
No le quedaba nada por suplicar.
Miré hacia abajo, con mi cabeza pegada a la suya para que no viera que estaba mirando. Miré y cerré rápidamente los ojos. Pero no podía mantenerlos cerrados.
Era el pie de un bebé. Un piececito y un tobillo. Comenzaba justamente en la articulación de la rodilla —de haber habido articulación de la rodilla—, un tobillito no más grande que el diámetro de un dedo pulgar; un tobillo-bebé y un pie-bebé.
Sus dedos se cerraban y abrían, moviéndose al ritmo del cuerpo de ella…
—C-Carl… ¡Oh,
C-Carl
! —boqueaba.
Al cabo de un rato, lo que me pareció un largo rato, la oí que decía:
—No, por favor, Carl. Todo va bien. Así que… por favor, Carl… Por favor, no sigas gritando…
Me costó un buen rato quedarme dormido, y a los treinta minutos volví a despertarme. Me desperté exhausto, pero con la sensación de haber estado horas durmiendo. ¿Saben?, y así seguí toda la noche.
La última vez que me desperté eran las diez menos diez y el sol entraba a raudales en la habitación. Incidía de lleno sobre mis almohadones y mi rostro estaba caliente y húmedo. Me incorporé en el acto, llevándome las manos al estómago. La luz, al herirme repentinamente los ojos, me hizo sentirme mal. Cerré los párpados herméticamente para impedir el paso de la luz, pero ésta seguía penetrando. Parecía como si se hubiera quedado dentro de los ojos, encerrada detrás de los párpados, y en medio de su brillo danzaba un millar de diminutas imágenes. Eran cosas pequeñas y blancas en forma de siete, que danzaban, se retorcían y se revolvían.
Me senté en el borde de la cama, abrazándome a mí mismo y moviéndome hacia atrás y adelante. Podía notar el regusto de la sangre en mi boca, salobre y acida, y pensé qué aspecto tendría vista a la luz del sol, amarillenta, algo purpúrea, y…
De un modo u otro me acerqué al armario y me puse las lentes de contacto y la dentadura. Tambaleándome por el pasillo, entré en el cuarto de aseo, cerré la puerta con el pie una vez dentro y me arrodillé ante la taza del inodoro. Me abracé a ella, como si me abrazara a mí mismo, y bajé la vista hacia el agua corriente que había en la porcelana, un tanto manchada de color marrón. Y entonces se agitó todo mi cuerpo, sacudido por las náuseas.
La peor de todas fue la primera de las arcadas. Parecía que me iba a partir en dos, obligando al contenido de mi estómago a salir y a volver atrás al mismo tiempo. Después de esto ya resultó más fácil; lo peor era recuperar mi respiración, impedir que me ahogara. Mi corazón aporreaba cada vez más fuerte. Me chorreaba por la cara un sudor débil, mezclándose con la sangre y el vómito. Yo sabía que estaba formando un jaleo de mil demonios, pero no me importaba.
Sonó un golpecito en la puerta y oí a Fay Winroy que decía:
—Carl. ¿Pasa algo, Carl?
No respondí. No podía hacerlo. Y la puerta se abrió.
—¡Carl! ¿Qué demonios pasa, querido…?
Hice un gesto con la mano, sin volver la cabeza. Era un gesto indicando que me encontraba bien y que sentía mucho formar aquel alboroto.
—En seguida vuelvo, querido —dijo, y oí que se alejaba de prisa por el pasillo y bajaba las escaleras.
Hice correr el agua del inodoro, sin abrir siquiera los ojos.
Cuando ella regresó ya me había remojado la cara Con agua fresca y me encontraba sentado en el taburete del cuarto de aseo. Me sentía muy débil, pero las náuseas habían desaparecido.
—Tómese esto, nene —dijo, y yo me lo tomé. Era medio vaso de whisky puro.
Di una boqueada y me estremecí. Ella dijo:
—Tenga. Dé una buena chupada.
Cogí el cigarrillo que me ofrecía y chupe de él con fuerza.
El whisky descendía por mi esófago y me iba calentando y enfriando por todas las partes donde yo necesitaba calor y frío.