—No quisiera proporcionarle molestias —dije.
—No son molestias. Al fin y al cabo, estamos todos viviendo aquí juntos y… Oh, esto tiene un buen aspecto, Mrs. Winroy.
—Gracias —repuso ella haciendo un mohín, al tiempo que se apartaba un rizo de delante de los ojos—. Ya veremos qué tal gusto tiene. Sólo Dios sabe cuándo vendrá Jake.
Nos sentamos todos a la mesa. Mr. Kendall se encargaría casi por completo de ir pasando las cosas, mientras que ella se quedó hundida en su asiento abanicándose el rostro con la mano. No bromeaba cuando me dijo que tenía que preparar rápidamente algo de comer. Por lo que parecía, se había ido corriendo a la tienda a por un brazado de alimentos en lata.
No eran malos, ¿comprenden? Los había comprado en abundancia y todos eran de la mejor calidad. Pero podía haber hecho el doble con la mitad de dinero y un poco más de esfuerzo.
Mr. Kendall cató sus espárragos y dijo que eran muy buenos. Cató las anchoas, las sardinas importadas y la lengua en conserva y dijo lo mismo. Cuando se tocó delicadamente los labios con su servilleta, yo estaba esperando que también repitiera sus alabanzas respecto a ésta. O tal vez que otorgara a Mrs. Winroy un fino y sustancioso elogio de su abrelatas. En vez de ello, se volvió y miró hacia la puerta, ladeando un poco la cabeza.
—Debe ser Ruth —dijo, al cabo de un instante—. ¿No cree, Mrs. Winroy?
Mrs. Winroy se quedó a la escucha y dijo, asintiendo:
—Gracias a Dios. —Dio un suspiro y se le alegró el semblante—. Temía que estuviera sin venir un día más.
—Ruth es la joven que trabaja aquí —me explicó Mr. Kendall—. Además estudia en el colegio. Es una excelente muchacha, muy meritoria.
—¿De veras? —dije—. Tal vez no debería decir esto, pero suena como si tuviera roto un pistón.
Mr. Kendall me miró sin comprender. Mrs. Winroy volvió a soltar otra carcajada.
—¡Tonto! —dijo—. Es el coche de su padre; de su «pa», como ella le llama. Él la trae y la lleva con el coche de su granja cuando ella va de visita a casa.
En su voz había un ligero acento mímico, un tono no tanto de obscenidad como de burla y desprecio.
El coche se detuvo delante de la casa. Se abrió una puerta y volvió a cerrarse —de un portazo— y alguien dijo: «Ahora cuídate, Ruth.» Empezó a chacolotear el pistón roto y el coche se alejó de allí.
Crujió la puerta del exterior. Sonó una pisada en el paseo de la entrada —sólo una pisada—, y un golpecito, un suave tic-tap. El golpecito —ella— siguió acercándose por el paseo, y subió los escalones —tic-tap, tic-tap—, cruzando el porche.
Mr. Kendall me miró sacudiendo tristemente la cabeza.
—Pobre chica —dijo, bajando la voz.
Mrs. Winroy se excusó y se puso en pie.
Salió a la puerta al encuentro de Ruth y se la llevó con muchas prisas, a través del recibidor, a la cocina. De ahí que yo no tuviera tiempo de verla muy bien; aunque tal vez debiera decir que me bastó con lo que vi de ella. Lo que vi me interesó. Quizá no les interese a ustedes, pero a mí sí me interesó.
Llevaba un abrigo de un fuerte color boñiga —de los que tanta publicidad hacía «Sears Roebuck»— y una especie de falda de lana tosca. Sus gafas eran como las que quizás usara la abuelita, de cristales diminutos y montura de acero, puesta sobre el caballete de la nariz, que conferían a sus ojos la apariencia de dos nueces en un plato de dulce de crema. Su cabello era negro, recio y brillante, ¡pero su peinado era un crimen!
Sólo tenía una pierna, la derecha. Los dedos de su mano izquierda, asidos al travesaño de su muleta, aparecían un poco torcidos.
Oía a Mrs. Winroy darle órdenes en la cocina; no la trataba mal, pero sí con firmeza y exigencia. Oí correr el agua del grifo en el fregadero y el repiqueteo de los platos, y el
tic-tap, tic-tap, tic-tap
, moviéndose cada vez más aprisa, humildemente, como pidiendo perdón, con inquietud. Casi podía oír los latidos de su corazón al mismo compás.
Mr. Kendall me pasó el azúcar y luego se puso un poco con la cuchara en su propio café.
—Tsk, tsk —exclamó. Yo había oído a la gente decir esto en los libros durante años, pero él era el primero a quien se lo escuchaba de viva voz—. Qué cosa más triste para una chica tan buena.
—Sí —dije—, ¿verdad?
—Y, al parecer, no hay nada que pueda remediarlo. Tendrá que verse así toda su vida.
—¿Quiere usted decir que no puede juntar pasta para una pierna ortopédica? —agregué—. Hay modos de solucionarlo.
—Bueno —miró incómodo a su plato—, por descontado que la familia es muy pobre. Pero…, bueno, no es cuestión de dinero.
De hecho, se estaba sonrojando.
—Verá, eee… —De hecho, se estaba sonrojando—. Yo no conozco… su situación, pero tengo entendido que… padece una peculiar malformación de su…
—Continúe —le insté.
—… ¡de su miembro izquierdo! —concluyó.
Dijo aquello último como si fuese algo obsceno. Yo me sonreí para mis adentros y le estimulé otra vez para que continuara. Pero ya no quiso seguir hablando sobre el… miembro de Ruth y yo no quise seguir presionándole. Resultaba más interesante no saberlo.
Me propuse averiguarlo por mí mismo.
Llenó de tabaco su pipa y la encendió. Me preguntó si me había percatado de que muchas personas merecedoras —personas que hacían lo posible para ser decentes— obtenían muy poco de la vida.
—Sí —le dije.
—Bueno —añadió—, supongo que cada cosa tiene su lado bonito. Ruthie no podía conseguir trabajo en ninguna casa familiar, y Mrs. Winroy no podía… eee… Mrs. Winroy estaba teniendo ciertas dificultades para encontrar a alguien. Así que todo marcha bien. Mrs. Winroy cuenta con una sirvienta agradecida y mañosa, y Ruth dispone de comida, alojamiento y dinero para gastar. Creo que ahora son cinco dólares semanales.
—¡Bromea usted! —exclamé—. ¡Cinco dólares a la semana! Eso es un tremendo esfuerzo para Mrs. Winroy.
—Supongo que sí —afirmó seriamente—. Las cosas son como son. Pero Ruth es una trabajadora excepcionalmente buena.
—Yo diría que ya puede serlo por esa cantidad de dinero.
Se quitó la pipa de la boca e inspeccionó su cazoleta. Levantó la vista hacia mí y se puso a reír entre dientes.
—Yo no soy quién para referir historias personales, Mr. Bigelow, per…, bueno, he sido profesor durante muchos años. Literatura inglesa. Sí, enseñé aquí en el colegio durante un tiempo. Entonces todavía vivían mis padres, y mi salario alcanzaba para las necesidades de nosotros tres. Por eso tuve que adoptar un trabajo mejor remunerado. Pero no he perdido jamás mi interés por la literatura, particularmente por la satírica…
—Comprendo —dije, y entonces me tocó a mí ruborizarme un poco.
—Siempre me ha parecido que la sátira no puede existir al margen de la enrarecida atmósfera de la pureza. O es pureza o no es nada… Mr. Bigelow, me gustaría mucho prestarle mis
Viajes de Gulliver
. Y la colección de obras de Lucilio, Juvenal, Butler…
—Con eso basta. Con eso es más que suficiente. —Levanté la mano, sonriendo—. Lo siento, Mr. Kendall.
—Está bien —asintió con placidez—. Usted, naturalmente, no ha tenido forma de saberlo, pero una estudiante que gana cinco dólares a la semana además de su sustento y cama en una población de colegio… al menos en
ésta
, sale muy beneficiada.
—Claro —dije—. No me cabe la menor duda.
De repente concebí una loca idea respecto a él, una clase de idea que me agitó el sistema nervioso. Porque puede que todo el mundo no tenga un precio, pero ¿y si lo tuviera este viejo, aburrido y circunspecto…? Bueno, valdría la pena seguirle la corriente en casi todo y conservarle como un as en la manga. Él podría servirme de ayuda en caso necesario: respaldarme en cualquier historia o, si no había otra salida, echarme una mano. Por otra parte, me tendría bajo su mirada, procuraría que yo no intentara una deserción…
Pero eso era una locura. Ya lo he dicho. El Jefe sabía que yo no podía desertar. Sabía que yo no cometería ese error. Rechacé aquella idea de mi mente, rechacé con todas mis fuerzas aquella condenada idea. No se pueden alimentar nociones así.
Vino Mrs. Winroy de la cocina, recogió su bolso del aparador y se detuvo ante la mesa.
—Caballeros, no quiero meterles prisas, pero creo que a Ruth le gustaría recoger la mesa cuando hayan terminado.
—Cierto, cierto. —Mr. Kendall empujó hacia atrás su silla—. Mr. Bigelow, ¿tomamos el café en el salón?
—¿Por qué no lleva usted mismo la taza de Carl? —dijo ella—. Quisiera hablar con él un momento.
—Ciertamente. Por supuesto —repuso él.
Mr. Kendall cogió ambas tazas y se alejó por el pasillo hacia el salón. Yo la seguí a ella hasta el porche.
Allí estaba oscuro. Ella se puso muy cerca de mí.
—Escucha, grandísimo pillo —dijo ella, acusadora, casi riendo—. He oído cómo le estabas tomando el pelo. No te imaginas la tensión por la que me has hecho pasar.
—Demonios —dije—, no pensarás que voy a dejar escapar una oportunidad así, ¿verdad? En realidad, cuando se presenta una buena ocasión, yo…
Ella me cortó la palabra:
—Pero escucha, Carl, querido…
—Dime —añadí, y la agarré por las caderas.
—Tengo que ausentarme durante un rato, querido. Regresaré en cuanto pueda, pero si aparece Jake antes, no…, bueno, no le hagas caso.
—Eso podría ser muy difícil —dije.
—Quiero decir que casi seguro que vendrá borracho. Siempre lo está cuando vuelve tarde. Pero lo echa todo por la boca; no tiene verdaderas agallas. No hagas caso de lo que diga, y todo marchará bien.
Respondí que haría cuanto pudiera. ¿Qué otra cosa podía decir? Me dio un beso fugaz. Luego me limpió la boca con su pañuelo y echó a andar escaleras abajo.
—Recuerda, Carl. No le hagas caso.
—No lo olvidaré —dije.
Entré en la casa y me dirigí al salón.
Mr. Kendall me estaba esperando, sufriendo porque se enfriaba mi café. Le dije que estaba bien, justo como a mí me gustaba, y se echó hacia atrás, relajándose. Empezó a hablar sobre encontrar algún trabajo para mí; daba por sentado que yo necesitaba un trabajo. Desde el tema de mi trabajo se fue a parar al suyo. Según pude entender, era gerente de algún sitio, esa clase de gerente que no precisa título alguno y trabaja a todas horas por unos cuantos pavos más que los empleados regulares.
Creo que estaba resuelto a dejarme sin dormir aquella noche a fin de darme una cumplida y completa referencia sobre la industria panificadora. Sin embargo, cuando su relato llevaba fluyendo diez o quince minutos, llegó Jake Winroy.
Por descontado que todos ustedes habrán visto la fotografía de Jake, el púgil; cualquiera que lea los periódicos lo habrá visto. Pero esa foto que ustedes han visto se refiere probablemente al Jake de cuando estaba haciendo puños. En cambio, el Jake que yo tenía delante de mí era otra persona diferente.
Era un tipo alto, creo que alrededor de uno ochenta, y su peso normal rondaría los noventa kilos. Pero éste no pesaría más de sesenta y tres. La piel de su rostro pendía en dobleces, como si tirasen hacia abajo de ella; igual sucedía con las bolsas de sus ojos. Hasta la nariz la tenía caída, sobresaliéndole de la cara igual que una vela que se estuviera derritiendo en una sartén de sebo mugriento. Era cargado de espalda y hombros hundidos. Su nariz casi le tocaba el cuello y éste parecía doblado y vacilante por el peso de su cabeza.
Por supuesto que venía muy embriagado. Y tenía todos los motivos para estarlo. Porque estaba muerto, o como si lo estuviera. Y él lo sabía.
Se le engancharon las ropas en la puerta exterior —yo sabía muy bien que alguien podía engancharse en aquella maldita puerta— y cuando se soltó de un tirón seguiría tambaleándose y dando trompicones casi hasta el porche. Empezó a subir los escalones; sonaba como si retrocediera dos por cada uno que subía. Cruzó el porche, en una especie de carrerilla tambaleante, y tambaleándose entró al vestíbulo. Permaneció allí un momento, dando traspiés y haciendo eses, al tiempo que parpadeaba y trataba de controlarse.
—¡Mr. Winroy! —Mr. Kendall se acercó a él, inquieto—. ¿Le importaría…, me permite llevarle a la cama, Mr. Winroy?
—¿C-cama? —hipó Jake—. ¿Q-ui-én es us-ted?
—Vamos, señor, sabe usted muy bien quién soy.
—C-claro que l-lo sé, pero ¿u-u-usted? M-mejor n-no me lo d-diga, ¿q-quiere?
La boca de Mr. Kendall se quedó tensa.
—Mr. Bigelow, ¿le gustaría acompañarme durante un rato a la fábrica de pan?
—Creo que me subiré a mi habitación —dije—. Yo…
Y Jake, al oír mi voz, saltó como si le hubieran dado un tiro. Se quedó mirándome con los ojos salvajemente abiertos y sus grandes y venosas manos apuntando hacia mí.
—¿Q-quién es u-usted?
—Es Mr. Bigelow —dijo Mr. Kendall—. Su nuevo huésped.
—¿Ah, sí? ¡Sí! —Dio un paso atrás, clavando sus ojos en mí—. H-huésped, ¿eh? ¿Así, q-que es el nuevo h-huésped, eh? ¿Ah, sí?
—¡Por supuesto que es el nuevo huésped! —espetó Kendall—. ¡Es un joven excelentemente bueno, y usted está haciendo todo lo posible para que se sienta incómodo! Vamos, ¿por qué…?
—¿Ah, s-sí? ¡Sí! —Se fue acercando poco a poco a la puerta, retrocediendo hasta quedar casi en cuclillas. Sus ojos me atisbaban feroces por entre las desordenadas melenas de su grasiento pelo negro—. N-nuevo h-huésped. Haciendo q-que se s-sienta in-cómodoo. ¡C-con-que in-incómodo! ¿Ah, s-sí?
Parecía un disco roto con una aguja gastada y chirriante. Me recordaba a un animal salvaje, atrapado en un rincón.
—¿Ah, s-sí? ¡Sí! —Parecía incapaz de dejar de repetirlo. Entretanto, continuaba retrocediendo incesantemente…
—¡Esto es deplorable, señor! Sabe usted muy bien que esperaba la llegada de Mr. Bigelow. Yo estaba delante cuando usted habló de ello con Mrs. Winroy.
—¿Ah, s-sí? ¿Es-perando a Mr. Bigelow, eh? Esperando a Mr. B-Bigelow…
Se dio de espaldas contra la puerta exterior, y, al tropezar en el umbral se fue a caer en el porche y rodó escaleras abajo, dando una vuelta completa de campana.
—¡Oh, Dios mío! —Mr. Kendall encendió la luz del porche—. ¡Oh, Dios mío! ¡Probablemente se ha matado!
Retorciéndose las manos, cruzó apresuradamente el porche y bajó las escaleras, y yo seguí tras él. Pero Jake Winroy no estaba muerto, ni aceptaba mi ayuda.
—¡Nnnn-NO! —gritó—. ¡NNN-NO…!