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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (12 page)

BOOK: Oveja mansa
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—En la Universidad de Oregón.

—¿Qué edad tenías cuando te doctoraste?

Volvíamos al tercer grado.

—Veintiséis.

—¿Qué edad tienes ahora?

—Treinta y uno —dije, y al parecer eso fue la respuesta adecuada porque la sonrisa regresó.

—¿Te criaste en Oregón?

—No. En Nebraska.

Esta respuesta no lo fue. Alicia desconectó la sonrisa.

—Tengo un montón de trabajo que hacer —dijo, y se marchó sin mirar atrás. Quisiera lo que quisiese, al parecer el desorden y la inteligencia no le bastaban.

Me quedé allí sentada mirando la pantalla y preguntándome de qué había ido todo aquello, y Flip entró ataviada con cinta adhesiva y un par de zuecos sin talón.

Tendría que haber empleado un poco de cinta adhesiva para los zuecos. Se le salían a cada paso, y tuvo que avanzar hasta mí casi arrastrando los pies. Los zuecos y la cinta adhesiva eran del mismo azul eléctrico bilioso que llevaba el otro día.

—¿Cómo se llama ese color? —pregunté.

—Azul Cerenkhov.

Por supuesto. Como la radiación azulina de los reactores nucleares. Qué apropiado. Pero, en justicia, tenía que admitir que no era la primera vez que a un color de moda se le daba un nombre espantoso.

En los días de Luis XVI, los nombres de los colores eran absolutamente nauseabundos. Alcantarilla, arsénico, viruela y español enfermo fueron nombres extendidos del amarillo verdoso.

Flip me tendió un papel.

—Tiene que firmar esto.

Era una petición para declarar el vestíbulo de personal zona de no fumadores.

—¿Dónde fumará la gente si no puede hacerlo en el vestíbulo? —pregunté.

—No debería fumar. Provoca cáncer —dijo ella firmemente—. Creo que a la gente que fuma no se le debería permitir tener trabajo. —Agitó su mechón de pelo—. Y tendrían que vivir en algún sitio donde su humo de segunda mano no pudiera hacernos daño a los demás.

—Desde luego,
Herr
Goebbels —dije, ignorando que la ignorancia es la moda mayor de todas, y le tendí de nuevo la petición.

—El humo de segunda mano es peligroso —rezongó ella.

—Y la mala uva —me volví hacia el ordenador.

—¿Cuánto cuesta una corona? —dijo ella.

Parecía el día de las preguntas absurdas.

—¿Una corona? —pregunté, asombrada—. ¿Quieres decir como una tiara?

—No-o-o. Una corona.

Traté de imaginar un corona sobre la cabeza de Flip, con el mechón colgando por un lado, y no lo conseguí. Pero fuera lo que fuese de lo que estaba hablando, sería mejor que le prestara atención porque probablemente sería la nueva moda. Flip podía ser incompetente, insubordinada, y generalmente insufrible, pero estaba justo en el meollo de la moda.

—Una corona —dije—. ¿Hecha de oro? —Hice la pantomima de ponerme una sobre la cabeza—. ¿Con puntas?

—¿Puntas? —dijo ella, furiosa—. Será mejor que no tenga puntas. Una corona.

—Lo siento, Flip. No sé...

—Usted es científica. Se supone que tiene que conocer los términos científicos.

Me pregunté si corona se había convertido en término científico igual que la cinta adhesiva se había convertido en un encargo personal.

—¡Una corona! —dijo ella, soltó un enorme suspiro y se marchó del laboratorio pasillo abajo.

Era mi día para los encuentros que consideraba sin pies ni cabeza, y mis datos sobre el pelo corto tampoco lo tenían. Lamentaba haber tenido la idea de incluir las otras modas de la época. Había demasiadas, y ninguna era lógica.

Los cacahuetes, por ejemplo, y las sentadas, y pintarse las rodillas de carmín. Los universitarios pintaban sus viejos Ford T con eslóganes como «Aceite de plátano» y «¡Oh, bromeas!»; las amas de casa de mediana edad se vestían como doncellas chinas y jugaban al mahjong; y las modas parecían surgir de la nada, sucediéndose unas a otras en cuestión de meses y a veces de semanas. Un baile, el
black bottom
, sustituyó el mah-jong, que a su vez había sustituido el Rey Tut, y todo era tan caótico que resultaba imposible de rastrear.

Los crucigramas eran la única moda que resultaba medio razonable, e incluso así era un rompecabezas. La moda había empezado en el otoño de 1924, poco después del pelo corto, pero los crucigramas existían desde el siglo XIX, y el
New York Herald
había publicado un crucigrama semanal desde 1913.

Y razonable, pensándolo bien, no era la palabra. Un sacerdote había repartido crucigramas durante la misa: una vez resueltos, revelaban la lección de las escrituras. Las mujeres llevaban vestidos decorados con cuadritos blancos y negros, y sombreros y medias a juego, y en Broadway se estrenó una revista titulada
Crucigramas de 1925
. La gente citaba los crucigramas como causa de su divorcio, las secretarias llevaban diccionarios de bolsillo en la muñeca como si fueran brazaletes, los médico advertían del peligro de vista cansada, y en Budapest un escritor dejó una nota de suicidio en forma de crucigrama; un crucigrama, por cierto, que la policía jamás resolvió, probablemente porque estaban muy ocupados con la siguiente moda: el charlestón.

Bennett asomó la cabeza por la puerta.

—¿Tienes un minuto? Necesito hacerte una pregunta.

Entró. Había cambiado la camisa de cuadros por una lisa que no era de madras ni Ivy League, y traía un ejemplar del impreso simplificado de solicitud de fondos.

—¿Palabra de dos letras para un dios solar egipcio? —comenté—. Es Ra.

Él sonrió.

—No, me estaba preguntando si Flip te había traído una copia del memorándum que Dirección dijo que iban a repartir. El que explicaba el impreso simplificado.

—Sí y no. Tuve que pedirle uno a Gina. —Lo pesqué de entre un montón de libros de los años veinte.

—Magnífico. Iré a hacer una copia y te lo devuelvo.

—No importa. Puedes quedártelo.

—¿Has terminado de rellenar tu impreso?

—No. De leer el memorándum.

Lo miró.

—Página diecinueve, pregunta cuarenta y cuatro-C. Para encontrar la fórmula primaria extensional de subvención, multiplicar el análisis de necesidades departamentales por el cociente de base fiscal, a menos que el proyecto implique estructuración calibrada, en cuyo caso el cociente debe ser calculado según la Sección W-A de las instrucciones adjuntas. —Le dio la vuelta al papel—. ¿Dónde están las instrucciones adjuntas?

—Nadie lo sabe.

Me devolvió el memorándum.

—Tal vez no tenga que ir a Francia para estudiar el caos. Tal vez pueda estudiarlo aquí mismo —dijo, sacudiendo la cabeza—. Gracias —y se dispuso a marcharse.

—Por cierto —dije yo—, ¿cómo va tu proyecto de difusión de información?

—El laboratorio está preparado. Podré conseguir los macacos en cuanto termine con este estúpido impreso, cosa que deberá ser —sacó una calculadora de sus gastados pantalones y pulsó algunos números—, dentro de seis mil años.

Flip entró en la oficina y nos tendió a cada uno un fajo grapado de papeles.

—¿Qué es esto? —preguntó Bennett—. ¿Las instrucciones adjuntas?

—No-o-o —dijo Flip, sacudiendo la cabeza—. Es el informe del Ministerio de Salud sobre los riesgos del tabaco.

Maratón de baile
(1923-1933)

Popular prueba de resistencia que consistía en bailar tanto tiempo como fuese posible con el fin de ganar dinero. Los componentes de las parejas se daban pellizcos y patadas para permanecer despiertos, y cuando eso fallaba, se dormían por turnos sobre el hombro del compañero hasta llegar a aguantar ciento cincuenta días. Las maratones se convirtieron en un burdo deporte espectáculo; el público observaba a ver quién tenía alucinaciones provocadas por la privación del sueño, quién se desmayaba o, como el caso de Homer Moorhouse, se caía muerto, y la Sociedad Protectora de Animales de Nueva Jersey se quejó de que las maratones eran crueles con los animales (humanos). La moda se mantuvo durante los primeros años de la Depresión, simplemente porque la gente necesitaba dinero. La maratón salía a poco más de centavo por hora de beneficio. Si ganabas.

El martes conocí a la nueva ayudante de la contacto de comunicaciones interdepartamentales.

Había decidido que no podía esperar más las instrucciones adjuntas y estaba trabajando en el impreso de subvenciones cuando advertí que al final de la página 28 ponía «Liste todo», pero que la primera línea de la página siguiente ponía «al cociente de diversificación». Miré el número de página. Era la 42.

Fui a ver si Gina tenía las páginas que faltaban. Estaba sentada entre un montón de bolsas, papel de envolver y lazos.

—Vendrás a la fiesta de Brittany, ¿verdad? —dijo—. Tienes que hacerlo. Habrá seis niñas de cinco años y seis madres, y no sé qué es peor.

—Estaré allí —prometí, y le pregunté por las páginas perdidas.

—¿Hay páginas perdidas? Tengo mi impreso en casa. ¿Cuándo voy a poder rellenar las páginas que faltan? Todavía tengo que comprar platos y vasos y adornos y preparar los refrescos.

Escapé y volví al laboratorio. Una mujer de pelo canoso estaba sentada ante el ordenador, tecleando números rápidamente.

—Lo siento —dijo en cuanto entré por la puerta—. Flip dijo que podía utilizar su ordenador, pero no quiero molestaría. —Empezó a pulsar rápidamente teclas para salvar el archivo.

—¿Es usted la nueva ayudante de Flip? —pregunté, mirándola con curiosidad. Era delgada, de piel morena y curtida, como la que tendría Billy Ray al cabo de otros treinta años de galopar por las llanuras.

—Shirl Creets —dijo ella, estrechando mi mano. Apretaba como Billy Ray, y sus dedos estaban manchados de un marrón amarillento, lo que explicaba cómo Sara y Elaine supieron que era fumadora «nada más verla».

—Flip estaba utilizando el ordenador de la doctora Turnbull —dijo; su voz era ronca—, y me dijo que viniera aquí y usara el suyo, porque a usted no le importaría. Me marcharé en cuanto salve el archivo. No he fumado —añadió. —Puede fumar si quiere. Y puede usar el ordenador. Tengo que ir a Personal y recoger un impreso nuevo de solicitud de fondos. A éste le faltan páginas.

—Yo se lo traeré —dijo Shirl, levantándose de inmediato y quitándome el impreso—. ¿Qué páginas faltan?

—De la veintiocho a la cuarenta y uno, y tal vez algunas al final, no lo sé. El mío sólo llega hasta la página sesenta y ocho. Pero no tiene usted que...

—¿Para qué están las ayudantes? ¿Quiere que saque una copia extra para así poder hacer primero un borrador?

—Eso estaría muy bien, gracias —dije, sorprendida, y me senté ante el ordenador.

Había sido amable con Flip, y mira lo que me había conseguido. Me reafirmé en la idea de que Browning sabía algo de modas, con flautista de Hamelín o sin él.

Los datos que Shirl había estado tecleando seguían allí. Era una especie de tabla. «Carbanks-48, Twofeathers-34, —decía—. Holyrood-61, Chin-39.» Me pregunté en qué proyecto estaría trabajando Alicia.

Shirl volvió pasados apenas cinco minutos, con un fajo de folios bien grapados y ordenados.

—He añadido copia de las páginas que faltaban en su original, y he hecho dos copias de más por si acaso. —Las colocó con cuidado sobre la mesa del laboratorio y me tendió otro grueso fajo—. Mientras estaba en la copiadora, encontré estos recortes. Flip no sabía a quién pertenecían. He pensado que podrían ser suyos.

Me tendió un fajo de recortes sobre las maratones de baile, cogidos con clips a un juego de fotocopias.

—Supuse que querría copias —dijo.

—Gracias —contesté, anonadada—. Supongo que no podré convencer a Flip para que me la asignen.

—Lo dudo. Parece apreciarla. —Depositó los recortes sobre la mesa y empezó a ordenarlos.

Sacó el libro sobre teoría del caos del montón.

—Diagramas de Mandelbrot —dijo, interesada—. ¿Es eso lo que investiga?

—No. Los orígenes de las modas. Leía eso por curiosidad. Pero están conectados. Las modas son una faceta del sistema caótico de la sociedad: un montón de variables contribuye a ellas.

Colocó
Un mundo feliz
y
Bien está lo que bien acaba
encima del libro sobre teoría del caos sin hacer más comentarios y cogió
Flappers, activistas y sentadas
.

—¿Qué le hizo escoger las modas? —dijo con desaprobación.

—¿No le gustan?

—Creo que hay formas más directas de influir en la sociedad que empezando una moda. Tuve un maestro de física que solía decir: «No presten ninguna atención a lo que hacen los demás. Hagan lo que quieran ustedes, y podrán cambiar el mundo.»

—Oh, no quiero descubrir cómo iniciarlas —dije—. Supongo que HiTek sí, y por eso financian el proyecto, aunque si el mecanismo es tan complejo como empieza a parecerme, nunca podré aislar la variable crítica, y en ese punto probablemente dejarán de subvencionarme. —Miré las notas sobre las maratones de baile—. Lo que quiero es comprender qué las causa.

—¿Por qué? —dijo ella, con curiosidad.

—Porque quiero comprender. ¿Por qué actúa la gente de la forma en que lo hace? ¿Por qué de repente deciden jugar al mismo juego o llevar la misma ropa o creer en la misma cosa? En los años veinte fumar estaba de moda. Ahora lo está no fumar. ¿Por qué? ¿Se trata de una conducta instintiva o de influencias sociales? ¿O es que hay algo en el aire? Los juicios a las brujas de Salem se debieron al miedo y la avaricia, pero eso siempre está presente, y no seguimos quemando brujas, así que debe de haber algo más en danza.

»No comprendo qué es. Y no creo que lo descubra pronto. Me parece que no voy a ninguna parte. No sabrá usted por casualidad qué originó la moda del pelo corto, ¿verdad?

—¿Va despacio?

—Despacio no es la palabra —dije. Hice un gesto con las fotocopias de las maratones de baile—. Me siento como si estuviera en uno de estas maratones. La mayor parte del tiempo no es bailar ni nada, sólo es poner un pie delante del otro, tratar de aguantar y permanecer despierto. Tratar de recordar por qué te dio por inscribirte.

—Mi profesor de física solía decir que la ciencia era un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración.

—Y un cincuenta por ciento de rellenar impresos de financiación no simplificados —dije. Cogí una de las copias suplementarias—. Será mejor que le lleve esto a Gina.

—Ya le he llevado una a la doctora Damati —contestó ella—. Oh, y tengo que volver allí. Le prometí que le envolvería los regalos de Brittany.

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