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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia ficción

Oveja mansa (8 page)

BOOK: Oveja mansa
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—Un regalo de cumpleaños para la hija de la doctora Damati.

Ya lo había sacado y lo examinaba con curiosidad.

—Es un libro —dije.

—¿No tenían el vídeo? —volvió a meterlo en la bolsa—. Yo le habría comprado una Barbie —agitó su mechón de pelo, y vi que llevaba una tira de cinta adhesiva en la frente, en cuyo centro había un círculo que parecía una letra
i
minúscula tatuada entre los ojos.

—¿Qué es ese tatuaje?

—No es un tatuaje —dijo ella, apartando el pelo para que pudiera verlo mejor. En efecto, era una
i
minúscula—. Nadie lleva ya tatuajes.

Empecé a llamar su atención sobre su búho blanco y advertí que también llevaba cinta adhesiva, un pequeño parche circular, allí donde había estado el tatuaje del búho.

—Los tatuajes son artificiales. Meterte todos esos productos químicos y cancerígenos bajo la piel... —dijo—. Es una marca.

—Una marca —comenté, deseando, como de costumbre, no haber empezado aquello.

—Las marcas son orgánicas. No te inyectas nada en el cuerpo. Sacas algo que ya está en tu cuerpo de forma natural. El fuego es uno de los cuatro elementos, ya sabe.

A Sara, de Química, le encantaría oír eso. —Nunca había visto ninguna. ¿Qué significa la
i}
Ella parecía confusa.

—¿Significar? No significa nada. Soy yo. Ya sabe, lo que soy. Una declaración personal.

Decidí no preguntarle por qué su marca estaba en minúsculas, * o si se le había ocurrido que cualquiera que la viera supondría de inmediato que significaba
incompetente
. —Soy «yo» —dijo—. Una persona que no necesita a nadie más, sobre todo a un
suarb
que se sienta a la mesa comunal y pide un Sumatra. Suspiró profundamente.

El camarero trajo nuestros cafés con leche en tazas tamaño Alicia-en-el-país-de-las-Maravillas, cosa que aunque quizás obedeciera a una moda, probablemente era más bien un recurso práctico.

Servir líquidos hirviendo en cristal fino podía tener resultados desastrosos.

Flip volvió a suspirar, un suspiro enorme, y lamió la espuma del dorso de su cucharilla.

—¿No se siente nunca completamente impaciente?

Como no tenía ni idea de lo que entendía por impaciente, lamí el dorso de mi propia cucharilla y esperé que la pregunta fuera retórica.

Lo era.

—Quiero decir, mire el día de hoy. Aquí está, el fin de semana, y estoy aquí con usted —puso los ojos en blanco y volvió a suspirar—. Los tíos apestan, ¿sabe?

Con eso supuse que se refería a Brine, el de las botas de caña y las anillas diversas.

—La vida apesta. Una se dice, ¿qué estoy haciendo en mi trabajo?

«No mucho», pensé.

—Así que todo apesta. Una no va a ninguna parte, no consigue nada. ¡Tengo veintidós años! —Tomó una cucharada de espuma—. ¿Por qué no puedo conocer a un tipo que no sea un suarb?

«Podría ser por la frente tatuada», pensé, y entonces recordé que yo no era mejor que Flip.

—Es como dicen los Groupthink —me miró expectante, y entonces expulsó tanto aire que pensé que iba a desinflarse—. ¿Cómo puede no conocer a los Groupthink? Son la mejor banda de Seattle. Es como dice su canción: «Acelerando por la pista, bufando impaciente y no sé qué.» Esto está fatal —dijo, mirándome como si fuera culpa mía—. Tengo que salir de aquí.

Cogió su cuenta y corrió a través de la multitud hacia nuestro camarero.

Un minuto después, él se acercó y me tendió la cuenta.

—Su amiga ha dicho que usted pagaría esto. Y que me diera el veinte por ciento de propina.

Azul Alicia
(1902-1904)

Color de moda inspirado por la preciosa y vivaracha hija quinceañera del presidente Teddy Roosevelt, el cual dijo en una ocasión: «Puedo ser presidente de Estados Unidos, o puedo controlar a Alicia. No puedo hacer las dos cosas.» Alicia Roosevelt fue una de las primeras «estrellas»; cada movimiento suyo, cada comentario y atuendo eran copiados por un público ansioso. Cuando se diseñó un traje para que hiciera juego con sus ojos azul-grisáceos, los periodistas lo llamaron azul Alicia, y el color se hizo instantáneamente popular. La comedia musical
Irene
incluía una canción llamada «El vestido azul de Alicia», las tiendas comercializaron telas, sombreros, y lazos de color azul-grisáceo, y cientos de niñas fueron bautizadas con el nombre de Alicia y vestidas, no de rosa, como era tradicional, sino de azul Alicia.

Cuando Flip se marchó regresé a los anuncios personales, pero parecían tristes y un poco desesperados. «Solitaria MBS busca alguien que realmente comprenda.»

Deambulé por el centro comercial mirando camisetas con hadas, almohadas con hadas, jabones con hadas, y una colonia en forma de flor llamada Damaduende. En la Muñeca de Papel había tarjetas de felicitación con hadas, calendarios con hadas, y papel de envolver con hadas. En el Peppercorn tenían una tetera de hada. En el Unicornio Encapuchado, combinando varías modas, ofrecían una taza de café con leche pintada con un hada vestida de violeta.

El sol había desaparecido, y el día se había vuelto gris y frío. Parecía como si fuera a empezar a nevar. Dejé atrás el Latte Lenya y me llegué al Frente de la Moda y entré para calentarme y ver en qué consistía el color rosa posmoderno. Los colores de moda suelen ser el resultado de un logro tecnológico. El malva y el turquesa, los colores de la década de 1870, se debieron a un descubrimiento científico en la fabricación de tintes. Igual que los colores fosforescentes de los sesenta. Y los nuevos tonos metalizados castaño y esmeralda de los coches.

Sin embargo, el hecho de que se obtengan nuevos colores muy de vez en cuando nunca ha detenido a los diseñadores de moda, que se limitan a cambiarle el nombre a un color ya existente (para muestra el rosa «chocante» de Schiparelli en 1920, y el «beige» de Chanel para lo que antes había sido un pardo indefinido), o a nombrar un color en honor a alguien (lo vistiera o no), como el azul Victoria, el verde Victoria, el rojo Victoria, y el siempre popular y mucho más lógico negro Victoria.

La empleada del Frente de la Moda estaba hablando por teléfono con su novio y examinando sus mechas.

—¿Tienen rosa posmoderno? —pregunté.

—Sí —dijo ella, beligerante, y se volvió al teléfono—. Tengo que atender a una mujer —dijo, colgó el auricular, y se perdió entre las perchas.

Es una moda, pensé, siguiéndola. Flip es una moda. Dejó atrás un mostrador lleno de camisetas de ángeles marcada con el setenta y cinco por ciento de descuento, y señaló el perchero.

—Y es rosa pomo —dijo, poniendo los ojos en blanco—. No posmoderno.

—Se supone que es el color de moda para el otoño.

—Como quiera —dijo ella, y volvió al teléfono mientras yo examinaba «el color más atrevido desde los sesenta».

No era nuevo. Lo habían llamado ceniza-de-rosas por primera vez hacia 1928 y rosa tórtola por segunda en 1954. En ambas ocasiones fue un rosa oscuro, grisáceo, que hacía palidecer la piel y el cabello, y no por ello había dejado de ser enormemente popular. Sin duda volvería a serlo en su actual encarnación como rosa pomo.

No era un nombre tan bueno como ceniza-de-rosas, pero los nombres no tienen que ser atractivos para estar de moda. Vean si no el pulga, el color ganador de 1776. Y el exitazo de la corte de Luis fue, no bromeo, el pus. Y no sólo el pus a secas. Se hizo tan famoso que lo había en toda una gama de atractivas tonalidades: pus joven, pus viejo, pus de vientre y pus de muslo.

Compré un metro de lazo rosa pomo para llevármelo al laboratorio, lo que obligó a la empleada a soltar el teléfono otra vez.

—Esto es para el pelo largo —dijo, mirando con desaprobación mi pelo corto, y se equivocó al darme el cambio.

—¿Le gusta el rosa pomo? —le pregunté. Ella suspiró.

—Es el color rey para el otoño.

Por supuesto. Y ahí se encuentra el secreto de todas las modas: el instinto gregario. Cada cual quiere parecerse al resto. Por eso todos compraban guantes blancos y calentadores y bikinis. Pero alguien tenía que ser el primero en llevar zapatos de plataforma, en cortarse el pelo, y eso requería lo opuesto al instinto de manada.

Me metí el cambio equivocado y el lazo en la bandolera (muy pasada de moda) y salí de nuevo al paseo. Había empezado a nevar y los músicos callejeros tiritaban con sus camisetas Ecuador y sus bermudas. Me puse los guantes (completamente suarb) y me dirigí hacia la biblioteca, mirando las tiendas para
yuppies
y los puestos de bagatelas y sintiéndome más y más deprimida. No tenía ni idea de dónde venía ninguna de esas modas, ni siquiera el rosa pomo, que se le habría ocurrido a algún diseñador de ropa.

Pero el diseñador no podía conseguir que la gente comprara rosa pomo, no podía hacer que todos lo llevaran e hicieran chistes al respecto y escribieran editoriales con el tema de «¿Adonde va la moda?».

Los diseñadores conseguirían que el color fuera popular aquella temporada, sobre todo porque nadie encontraría otra cosa en las tiendas, pero no podían convertirlo en una moda. En 1971 trataron de introducir la maxifalda y fracasaron estrepitosamente, y llevan prediciendo la «vuelta del sombrero» desde hace años, sin resultado. Hace falta algo más que un mercado para crear una moda,
y
yo no tenía ni idea de qué era ese algo.

Y cuanto más repasaba los datos, más convencida estaba de que la respuesta no estaba en ellos, que la mayor independencia, los piojos y el ir en bici no eran más que excusas, razones pensadas después para explicar lo que nadie comprendía. Sobre todo yo.

Me pregunté si estaba siquiera en el campo adecuado. Me sentía tan insatisfecha, como si todo lo que hacía careciera de sentido, fuera un... prurito.

Flip, pensé. Por culpa de su charla sobre Brine y Groupthink me siento así. Es una especie de antiángel de la guarda; siempre siguiéndome a todas partes, retrasándome en vez de ayudarme y poniéndome de mal humor. Y no voy a dejar que me arruine el fin de semana. Ya tengo suficiente con que me arruine el resto de la semana.

Compré una porción de tarta de queso con chocolate y volví a la biblioteca y saqué
El rojo emblema del valor, Qué verde era mi valle y El color púrpura;
pero el mal humor persistió durante el resto de la tarde, durante todo el helado regreso a casa, lo que me impidió totalmente trabajar.

Probé con el libro de teoría del caos que había sacado, pero sólo conseguí deprimirme más. En los sistemas caóticos incidían tantas variables que ya habría sido casi imposible predecir su conducta aunque hubiese sido lógica, y no lo era.

Cada variable interactuaba con otra, colisionando y estableciendo relaciones insospechadas, bucles iterativos que alimentaban el sistema una y otra vez, entrecruzándose y conectando las variables de tantas formas que no era sorprendente que una mariposa tuviera un efecto devastador. O ninguno en absoluto.

Comprendí que el doctor O'Reilly había querido estudiar un sistema con variables limitadas, ¿pero qué sistema era limitado? Según el libro, cualquier cosa, todo era una variable: la entropía, la gravedad, los efectos cuánticos de un electrón, o una estrella situada al otro lado del universo. Así que, aunque el doctor O'Reilly tuviera razón y no hubiera ningún factor X externo operando en el sistema, no había forma de calcular todas las variables, ni siquiera de decidir cuáles eran.

Aquello se parecía sospechosamente a las modas. Me pregunté qué variables estaba pasando por alto y, cuando Billy Ray llamó, me aferré a él como un ahogado.

—Me alegro tanto de que me hayas llamado —dije—. Mi investigación ha sido más rápida de lo que pensaba, así que al final estoy libre. ¿Dónde estás?

—Camino de Bozeman. Como dijiste que estabas ocupada, decidí saltarme el seminario y fui a recoger esas Targhees que estaba buscando. —Hizo una pausa y pude oír el zumbido de alerta de su teléfono móvil—. Volveré el lunes. ¿Qué tal si cenamos la semana que viene?

«Quisiera cenar esta noche», pensé descorazonada.

—Magnífico —dije—. Llámame cuando regreses. El zumbido iba en aumento.

—Lamento que nos perdiéramos otr... —dijo él, y se quedó sin cobertura.

Me asomé a la ventana y contemplé la escarcha y luego me metí en la cama y leí
Llevada por el destino
de cabo a rabo, cosa que no fue ninguna hazaña. Sólo tenía noventa y cuatro páginas, y estaba tan espantosamente escrito que se pondría sin duda muy de moda.

Se basaba en la idea de que todo estaba ordenado y organizado por los ángeles de la guarda, y la heroína tendía a decir cosas como «¡Todo pasa por una
razón
, Derek! Rompiste nuestro compromiso y te acostaste con Edwina y estuviste implicado en su muerte, y yo me volví hacia Paolo en busca de consuelo y me fui con él a Nepal para aprender el significado del sufrimiento y la desesperación, sin los cuales el amor carece de sentido. Todo (el choque del tren, el suicidio de Lilith, la drogadicción de Halvard, el hundimiento de la bolsa) fue para que pudiéramos estar juntos. Oh, Derek, hay una razón detrás de todo.»

Excepto, al parecer, detrás del pelo corto. Me desperté a las tres con Irene Castle y los clubs de golf rondándome la cabeza. Eso mismo le sucedió a Henri Poincaré. Llevaba días y días trabajando en funciones matemáticas, y una noche tomó demasiado café (que probablemente surtió el mismo efecto que la mala literatura) y no pudo dormir, y se le ocurrieron ideas matemáticas «a puñados».

Y Friedrich Kekulé. Cayó en trance en un autobús y vio cadenas de átomos de carbono bailando salvajemente a su alrededor. Una de las cadenas se mordió de pronto la cola y formó un anillo, y Kekulé terminó descubriendo el anillo de benceno y revolucionando la química orgánica.

Todo lo que Irene Castle hizo con los clubs de golf fue bailar el
maxixe
, así que, pasado un rato, encendí la luz y abrí el libro de Browning.

Al final resultó que había conocido a Flip. Había escrito un poema,
Soliloquio del monasterio español
, sobre ella. «G-r-r, maldita», había escrito, obviamente después de que le arrugara todos sus poemas, y también «Ahí tienes, la repulsa de mi corazón». Decidí decírselo a Flip la próxima vez que me largara la cuenta.

Shorts
(1971)

Prenda de moda que llevaban todas pero que sólo sentaba bien a las jóvenes y esbeltas. Sucesores de la minifalda de los sesenta, los shorts fueron una reacción a los intentos de los diseñadores por introducir la falda a media rodilla. Estaban confeccionados de satén o terciopelo, a menudo con tirantes, y se llevaban con botas altas de cuero. Las mujeres se los ponían para ir a la oficina, e incluso los permitieron en el concurso de Miss América.

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