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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Presa (20 page)

BOOK: Presa
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—¿Y cuáles eran los contaminantes?

—Un poco de todo. No sabemos exactamente qué.

—¿Así que dejasteis escapar
E. coli
, ensambladores, moléculas acabadas, todo?

—Exacto. Pero no sabemos en qué proporciones.

—¿Tienen mucha importancia las proporciones?

—Podrían tenerla, sí.

Ricky estaba cada vez más nervioso a medida que me contaba todo aquello, mordiéndose el labio, rascándose la cabeza, eludiendo mi mirada. No lo entendía. En los anales de la contaminación industrial, veinticinco kilos eran una insignificancia. Veinticinco kilos de materia cabían holgadamente en una bolsa de gimnasia. A menos que se tratara de sustancias muy tóxicas o radiactivas —y no era el caso—, una cantidad tan pequeña carecía de importancia.

—¿Y qué, Ricky? —dije—. El viento dispersa esas partículas a lo ancho de cientos de kilómetros de desierto. Se deteriorarán con la luz del sol y la radiación cósmica. Se desintegrarán, se descompondrán. En cuestión de horas o días, desaparecerán. ¿No?

Ricky se encogió de hombros.

—En realidad, Jack, no es eso lo que…

En ese momento se activó la alarma.

Era una alarma silenciosa, nada más que un tintineo suave e insistente, pero Ricky se sobresaltó. Corrió por la pasarela hacia un terminal montado en la pared, sus pasos resonando contra el metal. En el ángulo del monitor, había una ventana de situación. En rojo, parpadeaba el rótulo: ENTRADA PV-90.

—¿Qué quiere decir eso? —pregunté.

—Algo ha disparado las alarmas del perímetro. —Se desprendió la radio del cinturón y dijo—: Vince, cierra herméticamente.

La radio crepitó.

—Ya está cerrado, Ricky.

—Aumenta la presión positiva.

—Está a treinta y cinco kilopascales sobre la línea base. ¿Quieres más?

—No. Déjala así. ¿Tenemos visualización?

—Todavía no.

—Mierda.

Ricky volvió a prenderse la radio en el cinturón y empezó a teclear rápidamente. La pantalla del terminal se dividió en media docena de pequeñas imágenes procedentes de las cámaras de seguridad instaladas en torno a la fábrica. Algunas mostraban el desierto desde posiciones elevadas, desde los tejados. Otras eran vistas a ras de tierra. Las cámaras giraban lentamente.

No vi nada, solo matas del desierto y algún que otro grupo de cactus.

—¿Falsa alarma? —pregunté.

Ricky negó con la cabeza.

—Ojalá.

—No veo nada —dije.

—Tardaremos un momento en localizarlo.

—Localizar ¿qué?

—Eso.

Señaló el monitor y se mordió el labio.

Vi lo que parecía una nube pequeña y arremolinada de oscuras partículas. Semejaba una tolvanera de polvo, una de esas diminutas agrupaciones semejantes a un tornado que se desplazan a escasa altura, girando por efecto de las corrientes de convección que se elevan del suelo caliente del desierto. Salvo que esta nube era negra y poseía cierta definición; parecía algo más ancha en el centro, lo cual le daba el aspecto de una botella de Coca-Cola. Pero no conservaba esa forma de manera permanente. La apariencia cambiaba sin cesar.

—Ricky —dije—. ¿Qué estamos viendo?

—Esperaba que tú me lo dijeras.

—Parece un enjambre de agentes. ¿Es ese vuestro enjambre cámara?

—No. Es otra cosa.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no podemos controlarlo. No responde a nuestras señales de radio.

—¿Lo habéis intentado?

—Sí. Llevamos casi dos semanas intentando establecer contacto con eso —explicó—. Genera un campo eléctrico que podemos medir, pero con el que por alguna razón no podemos interactuar.

—Así que tenéis un enjambre fuera de control.

—Sí.

—Actuando autónomamente.

—Sí.

—Y esto ocurre desde hace…

—Días. Unos diez días.

—¿Diez días? —Fruncí el entrecejo—. ¿Cómo es posible, Ricky? Ese enjambre es un conjunto de máquinas microrrobóticas. ¿Por qué no se han deteriorado o se han quedado sin energía? ¿Y por qué exactamente no podéis controlarlas? Porque si tienen la capacidad de formar un enjambre, quiere decir que existe entre ellas alguna interacción eléctrica. Así que deberíais poder controlar el enjambre… o como mínimo disgregarlo.

—Todo eso es cierto —admitió Ricky—. Solo que no podemos. Ya hemos probado todo lo que se nos ha ocurrido. —Mantenía la mirada fija en la pantalla, observando con atención—. Esa nube es independiente de nosotros. Punto.

—Y me has traído aquí…

—Para ayudarnos a traer aquí esa mierda —dijo Ricky.

Día 6
09.32

Era, pensé, un problema que nadie había imaginado. Durante los años que había dedicado a la programación de agentes, el propósito había sido conseguir que interactuaran de un modo que produjera resultados útiles. Nunca se nos ocurrió que pudiera surgir un problema mayor de control o de independencia, sencillamente porque no podía ocurrir. Los agentes individuales eran demasiado pequeños para autoalimentarse; debían recibir energía de una fuente externa, por ejemplo un campo eléctrico o de microondas. Bastaba con desactivar el campo y los agentes se extinguían. El enjambre no era más difícil de controlar que una licuadora o cualquier otro electrodoméstico. Se cortaba la corriente y se apagaba.

Pero Ricky me decía que aquella nube llevaba días autoabasteciéndose, y eso no tenía sentido.

—¿De dónde saca la energía?

Dejó escapar un suspiro.

—Construimos las unidades con una lámina piezoeléctrica para generar corriente a partir de fotones. Es solo complementaria, la añadimos en el último momento; pero, por lo visto, se las arreglan con eso.

—Así que las unidades funcionan con energía solar —comenté.

—Exacto.

—¿De quién fue la idea?

—Lo exigió el Pentágono.

—¿Y tienen capacitancia?

—Sí. Pueden almacenar carga para tres horas.

—De acuerdo, muy bien —dije. Ya llegábamos a alguna parte—. Así que tienen energía suficiente para tres horas. ¿Y qué pasa por la noche?

—De noche, suponemos, pierden la energía al cabo de tres horas de oscuridad.

—¿Y la nube se dispersa?

—Sí.

—¿Y las unidades caen a tierra?

—Supuestamente sí.

—¿Y no podéis controlarlas entonces?

—Podríamos si las encontráramos —contesto Ricky—. Salimos a buscarlas todas las noches, pero nunca las encontramos.

—¿Habéis incorporado localizadores?

—Sí, claro. Cada unidad lleva un módulo fluorescente en el armazón. Bajo una luz ultravioleta se ven de color verde azulado.

—Así pues, salís todas las noches a buscar un trozo de desierto con un brillo verde azulado.

—Exacto. Y hasta el momento no lo hemos encontrado.

En realidad, no me sorprendió. Si la nube se venía abajo sin disgregarse, debía de formar una masa compacta de unos quince centímetros de diámetro en el desierto. Y era un desierto muy extenso. Podía pasarles inadvertido una noche tras otra.

Pero pensando en ello, descubrí otro aspecto que no tenía sentido. Una vez que la nube caía a tierra —una vez que se agotaba la energía de las unidades individuales—, la nube carecía de organización. Podía dispersarla el viento, como a las partículas de polvo, y no reagruparse. Pero obviamente eso no ocurría. Las unidades no se dispersaban, y la nube volvía día tras día. ¿Por qué?

—Pensamos que de noche quizá se esconda —aventuró Ricky.

—¿Esconderse?

—Sí. Pensamos que va a algún lugar protegido, tal vez un saliente o un agujero en la tierra, algo así.

Señalé la nube mientras giraba en dirección a nosotros.

—¿Crees que ese enjambre es capaz de
esconderse
?

—Creo que es capaz de adaptarse. De hecho, me consta que así es. —Dejó escapar un suspiro—. Además, no hay un solo enjambre, Jack.

—¿Hay más de uno?

—Al menos tres. A estas alturas quizá más.

Me asaltó un momentáneo desconcierto, una especie de soñolienta confusión. De pronto me sentí incapaz de pensar, incapaz de comprenderlo.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que se reproduce, Jack —respondió—. Ese jodido enjambre se reproduce.

La cámara mostraba en ese momento una imagen a ras del suelo del remolino de polvo dirigiéndose hacia nosotros. Pero observándolo advertí que no giraba como una tolvanera. Las partículas se deslizaban a uno y otro lado en una especie de movimiento sinuoso.

Sin duda estaban enjambrando.

«Enjambrar» era un término que describía el comportamiento de ciertos insectos sociales como las hormigas y las abejas, que enjambraban siempre que la colmena se trasladaba. Una nube de abejas vuela alternativamente en una y otra dirección, formando un río oscuro en el aire. El enjambre podía parar y adherirse a un árbol durante quizá una hora, quizá una noche entera, antes de reanudar su camino. Al final, las abejas establecían la colmena en una nueva ubicación y dejaban de enjambrar.

En los últimos años los programadores habían escrito programas tomando como modelo el comportamiento de los insectos. Los algoritmos de inteligencia en enjambre se habían convertido en una importante herramienta de programación. Para los programadores, un enjambre equivalía a una población de agentes que actuaban de manera conjunta para resolver un problema mediante inteligencia distribuida. El proceso de enjambrar pasó a ser una forma habitual de organizar agentes para trabajar en cooperación. Existían organizaciones profesionales y congresos dedicados por completo a los programas de inteligencia en enjambre. Recientemente era ya una especie de solución por defecto: si uno no conseguía codificar algo más ingenioso, enjambraba a sus agentes.

Pero mientras observaba, noté que aquella nube no enjambraba de un modo corriente. Aparentemente el sinuoso vaivén solo formaba parte de su movimiento. Se apreciaba también una expansión y contracción rítmicas, una palpitación, casi como si respirase. Y de manera intermitente la nube parecía hacerse menos densa y elevarse, para luego bajar otra vez y concentrarse. Estas alteraciones se producían continuamente, pero con un ritmo repetitivo, o más bien en una serie de ritmos superpuestos.

—¡Mierda! —exclamó Ricky—. No veo los otros. Y sé que no está solo. —Volvió a pulsar el botón de la radio—. ¿Vince? ¿Ves algún otro?

—No, Ricky.

—¿Dónde están los otros? ¿Chicos? Hablad.

Las radios crepitaron desde distintos puntos de la fábrica.

—Ricky, está solo —dijo Bobby Lembeck.

—No puede estar solo.

—Ricky, ahí fuera no se detecta nada más —confirmó Mae Chang.

—Hay un solo enjambre —dijo David Brooks.

—¡No puede estar solo! —Ricky apretaba la radio con tal fuerza que sus dedos perdieron el color. Pulsó el botón—. ¿Vince? Aumenta a cuarenta y ocho la PPI.

—¿Estás seguro?

—Hazlo.

—Bueno, de acuerdo, si realmente crees…

—¡Ahórrate los comentarios y hazlo!

Ricky le había pedido que aumentara la presión positiva en el interior del edificio a cuarenta y ocho kilopascales. Todas las instalaciones donde se requerían un alto grado de asepsia mantenían cierta presión positiva para evitar la entrada de partículas de polvo; estas eran arrastradas hacia fuera por el aire expulsado a causa de la diferencia de presiones interior y exterior. Pero para ello bastaba con diez o quince kilopascales. Cuarenta y ocho kilopascales eran excesivos. No hacía falta tanta presión positiva para impedir el paso de partículas pasivas.

Pero naturalmente aquellas no eran partículas pasivas.

Observando la nube arremolinarse y ondular mientras se aproximaba, vi que de vez en cuando el sol se reflejaba en algunos puntos de modo que adquiría un color plateado iridiscente. Al cabo de un momento el color se desvanecía, y el enjambre volvía a ser negro. Debía de ser el reflejo de la luz en las láminas piezoeléctricas. En todo caso, demostraba que las microunidades, por separado, tenían una gran movilidad, puesto que nunca se volvía plateada toda la nube al mismo tiempo, sino solo porciones o franjas.

—¿No decías que el Pentágono os había retirado el proyecto porque no podíais controlar este enjambre con viento?

—Así es. No podíamos.

—Pero en los últimos días debe de haber soplado el viento con fuerza en algún momento.

—Claro. Normalmente el viento se levanta al atardecer. Ayer alcanzó los diez nudos.

—¿Por qué no se disgregó el enjambre?

—Porque ha aprendido a protegerse —contestó Ricky sombríamente—. Se ha adaptado al viento.

—¿Cómo?

—Obsérvalo con atención y probablemente lo verás. A cada racha de viento, el enjambre desciende, flota cerca del suelo. Cuando el viento amaina, vuelve a elevarse.

—¿Es comportamiento emergente?

—Sí. Nadie lo programó. —Se mordió el labio. ¿Mentía otra vez?

—Estás diciéndome, pues, que ha aprendido…

—Sí, sí.

—¿Cómo aprende? Los agentes no tienen memoria.

—Esto… bueno, es largo de contar —dijo Ricky.

—¿Tienen memoria?

—Sí, tienen memoria. Limitada. La incorporamos. —Ricky apretó el botón de la radio—. ¿Se oye algo?

El aparato volvió a crepitar, y se oyeron las respuestas:

—Todavía no.

—Nada.

—¿Ningún ruido?

—Aún no.

—¿Hace ruido? —pregunté a Ricky.

—No estamos seguros. A veces da esa impresión. Hemos intentado grabarlo. —Tecleó en el terminal, variando rápidamente las imágenes del monitor, agrandándolas una tras otra. Movió la cabeza en un gesto de negación—. Esto no me gusta. Ese enjambre no puede estar solo. Quiero saber dónde están los otros.

—¿Cómo sabes que hay otros?

—Porque siempre los hay. —Tenso, siguió mordisqueándose el labio con la vista fija en el monitor—. Me pregunto qué se propondrá ahora…

No tuvimos que esperar mucho. En cuestión de segundos el enjambre negro se había acercado a unos metros del edificio. De pronto, se dividió en dos y luego volvió a dividirse. Ya había tres enjambres, girando uno al lado del otro.

—Hijo de puta —dijo Ricky—. Escondía en su interior a los otros. —Volvió a apretar el botón—. Chicos, ahí tenemos a los tres. Y están cerca.

De hecho, se hallaban tan cerca que no era posible verlos a través de la cámara a ras de suelo. Ricky cambió a la vista de las cámaras superiores. Vi tres nubes negras, todas desplazándose lateralmente junto al edificio. El comportamiento parecía tener un objetivo claro.

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