Reina Lucía (30 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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Lucía lo saludó con su gesto más cordial, y con un soberbio descaro empezó a hablar en italiano, como de costumbre, aunque debería haber sospechado que Georgie estaba al corriente de todo lo que había sucedido la noche anterior.


Ben arrivato, amico mio!
—dijo—. Vaya, debe de hacer ya tres días que no nos veíamos.
Che ha fatto il signorino!
¿Y qué tienes ahí?

Georgie, tras haber escapado por poco de ser cazado en el asunto del italiano, se había hecho a la idea de no volver a hablarlo nunca más.

—Ah, esto… Son unas
cosillas
de Debussy —dijo—. Quiero tocarte una de sus piezas después. Acabo de echarles un vistazo.


Bene, molto bene!
—exclamó Lucía—. Entra a comer. Pero no puedo prometer que me guste, Georgino. ¿No es Debussy el hombre que siempre me hacer desear aullar como un perro cuando suena el gong que anuncia la comida, y siempre me siento inclinada a preguntarme cuándo va a empezar en realidad? ¿Dónde las has conseguido?

—Me las ha prestado Olga… —dijo Georgie sin darle mayor importancia. En realidad se dirigía a ella como Olga, a petición de la propia interesada.

Las cornetas de Lucía comenzaron a sonar.

—Sí, debería haber sospechado que la señorita Bracely admiraría ese tipo de música —dijo—. Supongo que estoy completamente pasada de moda, aunque no condenaré tus pequeñas piezas de Debussy antes de haberlas oído. ¡Pasada de moda! ¡Sí! Desde luego, estoy completamente pasada de moda para la música que nos ofreció anoche.
Dio mio!

—Oh, ¿no te gustó? —preguntó Georgie.

Lucía se sentó, sin esperar a Pepino.

—¡Pobre señorita Bracely! —dijo Lucía—. Fue muy amable por su parte al invitarme a su casa, y estoy segura de que lo hizo con la mejor intención, pero habría sido más amable aún haber invitado a la señora Antrobus, y haberle dicho de paso que no se llevara la trompetilla. Oír aquella voz encantadora… pues quiero hacerle justicia, y hay tonos encantadores en su voz,
encantadores
… Oír esa voz aullando y gritando, en lo que ella denominó
la escena culminante
, fue simplemente penoso. No había melodía ninguna, y, por encima de todo, no había estructura. Una composición musical es como un edificio, es como la arquitectura misma: debe erigirse y construirse. ¡Cuántas veces habré dicho esto! Tiene que estar dotada de colorido, y tiene que poseer un argumento, o de lo contrario no puedo concederle el derecho a decir que se trata de música.

Lucía se acabó el huevo en un periquete, y puso los codos sobre la mesa.

—Espero no ser excesivamente rígida y limitada —dijo—, y creo yo que tú, querido Georgie, me reconocerás que no lo soy. Incluso en lo que toca a la música más divina de todas, no soy ciega a los defectos, si es que hay defectos. La sonata
Claro de luna
, por poner un ejemplo. Tú mismo a menudo me has oído decir que los últimos dos movimientos no se aproximan al primero en cuanto a la perfección de su estructura. Y si me permito criticar a Beethoven, espero que se me permita sugerir que el señor Cortese no ha creado una ópera que vaya a dejar al mismísimo
Fidelio
[50]
en ridículo. Pero, en realidad, lo lamento sobre todo por la señorita Bracely. Yo habría pensado que, siempre que no le resultara imposible, le compensaría interpretar
Fidelio
, sin importar el tiempo y los sinsabores que le supusieran, en vez de buscar notoriedad contribuyendo a endilgarle al mundo una nueva colección de rugidos de motores y gruñidos.
Non è vero, Pepino?
Qué tarde llegas.

Lucía no había formalizado aquella declaración de guerra sin someterla a angustiosas consideraciones. Pero para ella era bastante obvio que el enemigo estaba ganando poder día a día y, por tanto, cuanto antes rompiera las hostilidades, mejor, puesto que a su juicio era igualmente obvio que Olga era una pretendiente al trono que ella había ocupado durante tanto tiempo. Era ya hora de la movilización, y lo primero era declarar sus condiciones y su plan de campaña a su jefe de gabinete.

—No, de verdad te digo que no nos gustó en absoluto la velada, ni a Pepino ni a mí, ¿verdad,
caro?
—añadió—. ¡Y ese señor Cortese! ¡Qué pinta! ¡Es como un peluquero enorme! Su manera de tocar el piano: si puedes imaginarte un búfalo salvaje aporreando las teclas, te harás una idea aproximada de cómo es. Y, sobre todo, ¡su italiano! Por lo que entendí era napolitano, y todos sabemos a qué se parece el dialecto napolitano. Los toscanos y romanos, que conviven con ellos (
lingua toscana in bocca romana
, recuerda) y, creo yo, saben hablar su propia lengua, piensan que la jerga de los napolitanos es absolutamente ininteligible. Por lo que a mí respecta, y hablo también por
il mio sposo
, no quiero comprender lo que ni los romanos comprenden.
La bella lingua
es suficiente para mí.

—Pues tengo entendido que Olga era capaz de comprenderlo bastante bien —dijo Georgie, desvelando su pormenorizado conocimiento de todo lo que había ocurrido.

—Puede ser —dijo Lucía—. Espero que entendiera su inglés también, y su música. No acertó con la pronunciación de ningún verbo cuando habló en inglés, y yo no tengo la más mínima duda, estoy convencida, de que su italiano era igual de analfabeto. No importa: no veo qué pueden importarnos a nosotros las habilidades lingüísticas del señor Cortese. Pero sí que me importa su música, siempre que la pobre señorita Bracely, con sus encantadores matices vocales, vaya a trabajar con ella y a representar a Lucrecia. Lo siento si es así. ¿Alguna novedad?

Realmente aquello resultaba bastante benevolente por su parte, pero también tenía un cierto tufillo bélico: de eso no podía caber la menor duda. Para entonces todo Riseholme sabía ya que Lucía y Pepino no habían sido capaces de entender ni una sola palabra de lo que había dicho Cortese, y ahí estaba la respuesta a la cizañera murmuración, vívidamente avanzada por la señora Weston en la plaza aquella misma mañana, de que la explicación era que Lucía y Pepino sencillamente
no sabían ni una palabra de italiano
. Nadie con sentido común podía esperar que conocieran el dialecto napolitano: la lengua de Dante bastaba para satisfacer sus humildes necesidades. También tuvieron dificultades para entender a Cortese cuando éste hablaba en inglés, pero eso no implicaba que no supieran inglés. Con la lengua de Dante y la lengua de Shakespeare les bastaba…

—¿Y qué tal estaba la letra del libreto? —preguntó Georgie—. De la pieza que cantó Olga, digo.

Lucía clavó su mirada penetrante en Georgie, deseosa y dispuesta a demostrar cuán encantada estaba de otorgar su aprobación siempre que la ocasión lo mereciera.

—Maravillosa —dijo—. Me pareció, y lo mismo a Pepino, que tanto la letra como la voz de la pobre señorita Bracely se desperdiciaban por completo con esa música tan desestructurada. ¿Cómo decía, Pepino? Déjame que recuerde…

Lucía levantó la cabeza de nuevo, con la mirada perdida en la lejanía.


Amore misterio!
—entonó—.
Amore profondo! Amore profondo del vasto mar
. Ah, ahí estaba de nuevo nuestra pobre
bella lingua
. Me pregunto quién será el autor del libreto.

—El mismo señor Cortese —dijo Georgie—. O al menos eso me dijo Olga.

Lucía no titubeó ni un instante, sino que dejó escapar de nuevo su risa argentina.

—Oh, Dios mío, ¡no…! —exclamó—. Si le hubieras oído hablar, sabrías que ese hombre no puede ser el autor. Bueno, ¿no hemos tenido ya suficiente del señor Cortese y sus obras? ¿Alguna novedad? ¿Qué hiciste ayer por la noche mientras Pepino y yo estábamos en nuestro
purgatorio
particular?

Georgie casi estaba igual de contento que ellos de abandonar el tema del italiano. Cuanto menos se dijera en italiano o del italiano, mejor. ¿Quién quería escándalos en Riseholme?

—Estuve cenando con la señora Quantock —dijo—. Tenía a una rusa muy interesante alojada en su casa, la princesa Popoffski.

Lucía volvió a reír.

—¡Qué encanto, esta Daisy! —dijo—. Dime cosas de la princesa rusa. ¿Era también ella misma una gurú? Ay, Dios mío, ¡con qué facilidad se engaña a alguna gente…! ¡El gurú! Bueno, en ese caso estábamos todos en el mismo barco. Aceptamos al gurú por la valoración que de él hizo la pobre Daisy, y yo aún creo que tenía dones muy notables, lo mismo me da que al final fuera un cocinero de curris. Pero esta princesa Popoffski…

—Hicimos una sesión de espiritismo —dijo Georgie.

—¡No me digas! ¿Y la princesa Popoffski era la médium?

Georgie se puso un poco digno.

—Es inútil adoptar ese tonillo,
cara
—dijo, recayendo en el vicio del italiano—. No estuviste allí: estabas sufriendo tu propio
purgatorio
en casa de Olga. Y el señor Cortese escribió el libreto. Fue verdaderamente extraordinario. Nos cogimos de la mano alrededor de la mesa: no había posibilidad de fraude.

Las opiniones de Lucía respecto a los fenómenos psíquicos eran bien conocidas en Riseholme: los que los producían eran unos farsantes, y los que se dejaban engañar por ellos unos inocentones. En consecuencia, hubo cierta ironía en su contestación infantil.

—¡Amiguito mío…! —dijo—. Mi muy mejor amiguito, te escucho atentamente. ¡Díceselo a Lucía!

Georgie relató sus experiencias. La mesa se había balanceado y se habían comunicado nombres. La mesa había girado sobre sí misma, aunque era una mesa tremendamente pesada. A Georgie se le dijo que tenía dos hermanas, una de las cuales tenía un nombre que, si se traducía al latín, significaba ‘osa’.

—Dime, ¿cómo pudo saber la mesa eso? —se preguntó Georgie—.
Ursa
… ‘osa’, ya sabes, y Úrsula, ‘osita’. Y luego, mientras estábamos sentados allí, la princesa entró en trance. Dijo que había un espíritu bueno en la sala que nos bendecía a todos. Llamó Margherita a la señora Quantock: como sabrás, es la traducción italiana del nombre Daisy…

Lucía sonrió.

—Gracias por la explicación, Georgino —dijo.

No había posibilidad de error en la ironía que teñía sus palabras, y Georgie pensó que él también debería ser irónico.

—No sabía si lo sabías —dijo—. Pensé que quizás podía ser dialecto napolitano.

—Por favor, continúa —dijo Lucía, resoplando por la nariz.

—Y dijo que yo era Georgino —dijo Georgie—, pero que había otro Georgino no muy lejos. Eso sí que fue raro, porque la casa de Olga, donde vive el señor Shuttleworth, está muy cerca… Y luego la princesa entró en un trance profundísimo, y el espíritu que estaba allí tomó posesión de ella.

—¿Y quién era? —preguntó Lucía.

—El espíritu se llamaba Amadeo. Y la médium habló con la voz de Amadeo… de hecho, era
Amadeo
el que estaba hablando. Era un florentino, y parece que conoció a Dante en persona. Se materializó allí mismo: yo lo vi.

Una idea deslumbrante y gloriosa brilló como un destello en Lucía. La clase de Dante sin duda sería un éxito (incluso aunque todo el mundo quedara convencido de que Cortese hablaba un ininteligible dialecto napolitano), aun cuando el único atractivo fuera que ella enseñara a Dante; pero si la princesa Popoffski, controlada por Amadeo, amigo de Dante, estaba presente en las clases, entonces la propuesta sería absolutamente irresistible. Podían leer el canto primero y luego celebrar una sesión de espiritismo en la cual Amadeo —
via
princesa Popoffski— haría las correcciones oportunas. Mientras todo aquello se estaba cocinando a fuego lento en la mente de Lucía, decidió que era imprescindible abandonar cualquier ironía y ser extremadamente comprensiva con los fenómenos psíquicos.

—¡Georgino! ¡Qué maravilla! —exclamó—. Como sabes, yo soy escéptica por naturaleza, y necesito que todas las pruebas sean cuidadosamente examinadas. Me atrevo a decir que soy demasiado crítica incluso, y que eso es un error. Pepino es también muy crítico; se me ha pegado de él. Pero, imagínate, ¡poder estar en contacto con un amigo personal de Dante…! ¿Qué no daría una por tener esa oportunidad? Dime: ¿cómo es la princesa? ¿Es la clase de persona a la que una podría invitar a cenar?

Georgie estaba todavía dolido por la ironía con la que había sido fustigado. Además, contaba con el firme respaldo de Daisy Quantock (alias Margherita), que había declarado que bajo ninguna circunstancia permitiría que Lucía se apropiara de su princesa. Había perdonado ya a Lucía por apropiarse del gurú (aunque considerando que sólo se había apropiado de un vulgar cocinero de curris, tampoco fue tan difícil), pero estaba absolutamente decidida a dirigir a su princesa conforme a sus propios criterios.

—Sí, podrías invitarla —dijo Georgie. Si se trataba de ser irónicos, no había ninguna razón por la que él no pudiera participar del juego.

Lucía se levantó alegremente de su silla como si hubiera estado sentada en un cojín de muelles.

—Celebraremos una pequeña fiesta entonces —dijo—. Nosotros tres, y nuestra querida Daisy y su marido, y la princesa. Creo que será suficiente: los fenómenos psíquicos rehuyen las multitudes, porque eso perturba las energías. No estoy diciendo yo que crea en su poder, todavía, pero tengo una mentalidad abierta; me gustaría que me convencieran. ¡Ese es mi carácter! ¡Déjame ver…! No vamos a hacer nada mañana. Celebremos nuestra pequeña cena entonces. Le enviaré un par de renglones a nuestra querida Daisy inmediatamente, y le diré cuantísimo me ha interesado tu relato de la sesión de espiritismo. Me gustaría compensar de algún modo a nuestra querida Daisy para consolarla por aquel terrible fiasco con el gurú. Y luego,
Giorgino mio
, escucharemos a tu Debussy. No espero nada del otro mundo: si me parece desestructurado, te lo diré. Pero si me parece prometedor, seré igualmente franca. A lo mejor es excelente: no puedo decirte nada hasta que no lo haya oído. Pero déjame escribir la nota primero.

No tardó en hacerlo y, habiéndola enviado para que fuera entregada en mano, Lucía entró en la salita de música y bajó las persianas de las ventanas, a través de las cuales el sol de noviembre estaba entrando a raudales. Muy poco arte, como había dicho en cierta ocasión, «soportaba» la luz diurna: sólo Shakespeare y Dante y Beethoven, y quizá Bach, podían competir con el sol.

A Georgie, por su parte, le habría gustado contar con un poco más de luz; pero, al fin y al cabo, Debussy escribió unos acordes y secuencias tan extraños que no tenía necesidad de ponerse las gafas siquiera para leerlos. Lucía se sentó en un taburete alto cerca del piano, con la barbilla apoyada en una mano, extraordinariamente atenta.

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