La cuestión aún se estaba debatiendo cuando pasaron al comedor. Durante los macarrones quedó decidida, y en sentido positivo, la cuestión de los cuadros dramáticos, y Lucía protestó que quizás querían obligarla a trabajar hasta la extenuación para poder librarse de ella. Ellos tenían pensado —ella y Pepino— pasar las fiestas en la Riviera, pero no importaba: las aplazarían hasta después de Navidad. Georgie tenía la boca llena con una rebanada de pan tostado, y sólo pudo lamentarlo con un movimiento de cabeza. Pero en cuanto pudo tragar la tostada, dio la contestación habitual con gran fervor.
Poco después, mientras regresaba caminando a casa, Georgie descubrió que no estaba en absoluto satisfecho con el resultado de la velada, y pensó cuán exageradamente amable había sido con Lucía. No podía sino sentir que aquella maravillosa paciencia era una especie de brote de muérdago que había prosperado en él, una cosa completamente extraña a su carácter. Lucía nunca antes había mostrado un talante tan gruñón y viperino; él jamás la habría creído capaz de aquello. Resultaba que la amable y benevolente reina había sido sustituida por una gruñona verdulera, pero luego, cuando Georgie había emprendido la pacífica misión de consolar a Lucía, tal y como Olga le había recomendado, ¡cómo se habían suavizado sus asperezas y cómo se habían apartado las culebras de su lengua! Si por un momento hubiera llegado a imaginarse a Lucía soltándole aquel tipo de lindezas, aquello no habría tenido más consecuencia que la de una absoluta ruptura de relaciones entre ellos. Pero en vez de romper lazos con Lucía, le había pedido su opinión y se había sometido servilmente a ella… servilmente: sí. Se había sometido servilmente, y estaba sorprendido consigo mismo por ello. ¿Por qué se había sometido tan servilmente a Lucía?
La preciosa boca y los dulces ojos de Olga le proporcionaron la respuesta. Desde luego, debía dejarse caer por su casa de inmediato y contarle con detalle el resultado de la misión. Quizá lo recompensaría llamándolo «querido» otra vez. Aquella noche se merecía que Olga le dijera algo agradable.
Aquel fue un día de sorpresas para Georgie. Encontró a Olga en casa, y se lo contó todo, sin omitir nada de lo sustancial, incluyendo los sarcasmos de Lucía y su asombroso tacto y su paciencia. No comentó la situación: simplemente narró los hechos vívidamente, tal y como era habitual en Riseholme, y aguardó su recompensa.
Pero Olga lo miró durante un instante en silencio.
—¡Oh, pobre señora Lucas! —dijo—. ¡Debe de haber sido espantoso para ella haberse comportado así! Lo siento mucho. Y ahora, ¿qué más puedes hacer tú, Georgie, para conseguir que se sienta mejor?
—Creo que ya he hecho todo lo que se me podía
exigir
… —contestó Georgie—. Mantuve la calma todo lo que me fue posible. Celebraré esa fiesta en Navidad porque te prometí que lo haría.
—¡Oh, pero si aún faltan diez días para Navidad! —dijo Olga—. ¿No puedes pintar su retrato y dárselo de regalo? Oh, claro que podrías hacerlo: píntala tocando la sonata
Claro de luna
.
Georgie se sintió terriblemente inclinado a mostrarse ofendido y a preguntarle a Olga si es que ya se había cansado de él; o a aparentar dignidad y decir que estaba inusualmente ocupado. Jamás había mostrado tanta paciencia hacia unas groserías tan manifiestas como las que Lucía le había dedicado; y aunque había hecho aquello sólo porque se lo había pedido Olga, ésta parecía no reservarle ni una mínima brizna de gratitud por ello, sino que continuaba apremiándolo con sus exigencias.
—Tienes que hacerle un pequeño retrato —repitió—. Le encantará: y píntala más joven y agraciada de lo que es. Piensa en ello un poco: a lo mejor se te ocurre algo mejor. Y ahora, ¿por qué no te vas y confirmas ya la asistencia de todos tus invitados para Navidad?
Georgie se volvió para abandonar la sala, pero justo cuando alcanzó la puerta, Olga volvió a hablar.
—Creo que eres un buen chico —dijo.
De algún modo, aquella señal de aprobación, tan poco expresiva, fue creciendo, cada vez más brillante, en el corazón de Georgie mientras caminaba hacia casa. Al parecer, Olga daba por supuesto que él se comportaría con la perfecta elegancia y el buen temperamento que efectivamente había demostrado a fin de cuentas. No le había sorprendido en absoluto: prácticamente había olvidado señalar que ella ya lo sabía. Y eso, cuando Georgie pensaba en ello, parecía con mucho un cumplido más sincero que si le hubiera dicho lo maravilloso que era. Había dado por supuesto, ni más ni menos, que él sería amable y agradable, sin importar lo que dijera Lucía. Había satisfecho todas sus expectativas…
L
os invitados navideños de Georgie habían acabado ya de tomar asiento en la mesa redonda sin mantel, pero Foljambe aún no había servido el champán. La espera de antes de la cena había sido larga, puesto que Lucía y Pepino habían llegado tarde, y la conversación había sido un poco vacilante. Lucía, como siempre, había entrado majestuosamente en la sala sin pronunciar siquiera una palabra de disculpa, entre otras cosas porque estaba acostumbrada a llegar la última cuando salía a cenar, y también que, a su llegada, siempre se anunciara la cena inmediatamente. Los pocos instantes que mediaron entonces los utilizó para dedicar apenas un par de palabras amables a la concurrencia. Aquella noche, de todos modos, sus palabras no fueron recibidas con la calidez acostumbrada: el aire estaba cargado de un aroma distinto, y era como si de repente no constituyera más que una octava parte de toda la fiesta… Pero ese nuevo ambiente jamás haría que Foljambe abandonara sus antiguas costumbres y se diera más prisa en servir. De hecho, estaba un poco malhumorada porque hubiera ocho personas a cenar, lo cual significaba dos comensales más de lo que ella consideraba adecuado.
Lucía estaba a la derecha de Georgie, mientras que la señora Coronel (como ella misma decidió llamarse) se colocó a su izquierda. Junto a ella estaba Pepino, luego la señora Quantock, luego el coronel, luego la señora Rumbold (cuyo aspecto recordaba al de una esquiva rata gris), y el círculo se completaba con el señor Quantock, a cuya izquierda estaba Lucía. Todo el mundo tenía un pequeño ramillete de violetas junto a su servilleta, pero el de Lucía era el más grande. Tenía también un escabel.
—Una sopa extraordinariamente buena, he de decir —observó el señor Quantock—. En casa nunca tomo una sopa como esta…
Se hizo un silencio sepulcral. Georgie se preguntó por qué nunca había tales silencios cuando Olga estaba presente. No era porque ella hablara demasiado: simplemente, de algún modo, Olga conseguía que la gente hablara a su alrededor.
—Finalmente Tommy Luton no tiene el sarampión —anunció la señora Weston—. Siempre dije que eso no era sarampión, aunque el virus anda rondando por ahí. Vino a trabajar como siempre esta mañana, y esta noche cantará villancicos.
Pero se detuvo de repente.
Georgie lanzó una mirada implorante a Foljambe, y señaló con los ojos las copas de champán. Foljambe no se dio cuenta. Lucía se volvió hacia Georgie. Había colocado un codo sobre la mesa entre ella y el señor Quantock.
—¿Que novedades puedes contarnos, Georgie? —dijo—. Pepino y yo hemos estado tan ocupados todo el día que no hemos visto a nadie. ¿Qué has estado haciendo? ¿Alguna
planchette
, acaso? —miró con intensa suspicacia a la señora Quantock—. Sí, querida Daisy, no necesito preguntarte qué has estado haciendo tú. Habrás celebrado una sesión de espiritismo, supongo. Ya sé lo interesada que estás en los asuntos psíquicos. Yo lo estaría también si pudiera estar segura de no estar tratando con gente fraudulenta.
Georgie se sintió inclinado a fingir un poco de tos y a meterse debajo de la mesa cuando estalló aquella espantosa polémica retórica. Para gran sorpresa suya, la señora Quantock contestó del modo más cordial.
—Estás absolutamente en lo cierto, querida Lucía —dijo—. ¿No sería terrible descubrir que una médium, alguna buena amiga tal vez, en quien una implícitamente confía, fuera acusada públicamente de ser fraudulenta? Ese tipo de acusaciones se ven constantemente en los periódicos. Yo sería ciertamente desgraciada si pensara que alguna vez me he sentado con una médium que no fuera honesta. Multan gravemente a los farsantes, si los cogen. Y bien merecido se lo tienen.
Georgie observó cómo el rostro de Robert se inundaba de una repentina palidez, y no pudo comprender absolutamente nada. En aquel momento parecía como si Robert estuviera muerto, pero maravillosamente disecado. Sin embargo, Georgie no dedicó más que un pensamiento fugaz a aquello, puesto que le empezó a carcomer la asombrosa suposición de que Lucía no había querido polemizar en absoluto, sino que, bien al contrario, estaba intentando enterrar el hacha de guerra. Aquello quedó inmediatamente confirmado, porque Lucía retiró el codo de la mesa y se giró hacia Robert.
—Tú y nuestra querida Daisy habéis tenido mucha suerte en vuestras experiencias espiritistas —dijo—. Por todas partes he oído lo encantadora que era vuestra médium. Fijaos que Georgie casi se enamoró de ella.
—Puedo jurarlo: era encantadora —dijo Robert—. Por supuesto, era una buena amiga de Daisy, pero hay que estar muy atento cuando se oyen esas terribles acusaciones que se dan a veces, como bien dice mi mujer. ¡Imaginaos si descubrierais que la médium en la que has puesto tanta confianza te estuviera engañando y guardara en un cajón metros y metros de muselina y una o dos narices falsas! Si descubriera algo así me pondría enfermo.
Una pequeña aunque violenta explosión anunció que Foljambe había decidido finalmente concederles a cada uno su ración de champán, pero Georgie apenas reparó en ello, porque estaba mirando de reojo a Daisy Quantock, cuya cara se había demudado y había adoptado la misma expresión mortecina y disecada que hacía un momento había observado en el rostro de su marido. Entonces ambos se miraron con un gesto tan enigmático que hicieron que la curiosidad empezara a reconcomerle. Aquella era una mirada inspirada por una duda agónica, por una implorante petición de silencio: era como si cada uno de ellos hubiera dado sin querer un
faux pas
irremediable. Entonces, inmediatamente, volvieron a apartar la mirada el uno del otro; dio la impresión de que ambos cuellos crujieron por la rapidez con la que se volvieron a derecha e izquierda, hasta estallar en torrentes de palabrería hacia la esquiva rata gris y hacia el coronel respectivamente.
Georgie estaba completamente desconcertado: su instinto riseholmense le decía que había algo detrás de todo aquello, pero ese mismo instinto no le pudo aportar ni el más leve indicio respecto a lo que esa misteriosa mirada pudiera ocultar. Era indudable que ambos sabían algo relativo a la princesa, pero, seguramente, si Daisy hubiera leído en el periódico que la princesa había sido desenmascarada y multada, no se le habría ocurrido tocar un asunto tan peligroso en público. Entonces a Georgie le vino a la cabeza el curioso incidente del
Todd’s News
, pero aquello no explicaba el caso, puesto que fue Robert, y no Daisy, quien había comprado aquella insólita cantidad de prensa amarilla. Y luego Robert se había referido directamente al descubrimiento de metros y metros de muselina y a una falsa nariz. ¿Por qué iba a hacer aquello, a menos que lo hubiera descubierto, o a menos que…? (los ojos de Georgie se pusieron como platos con la emoción de la indagación)… a menos que Robert tuviera alguna razón para sospechar de la integridad de la querida amiga de su esposa, y hubiera dicho aquello por pura casualidad. En ese caso, ¿cuál era la base de las sospechas de Robert? ¿Acaso había sido él, y no Daisy, el que había leído en el periódico alguna revelación peligrosa, y Daisy había aludido (teniendo también razones para la sospecha) a las peligrosas revelaciones del periódico también por pura casualidad? En cualquier caso, ambos se habían convertido en dos cadáveres vivientes cuando el otro había aludido a los supuestos fraudes, y ambos habían declarado lo afortunadas que habían sido sus experiencias. ¡Oh! —Georgie casi lo gritó—. ¿Y si Robert había tenido acceso a una peligrosa revelación en
Todd’s News
y por eso había comprado todos los ejemplares que había podido? Entonces, desde luego, tendría sus buenas razones para empalidecer como lo hizo cuando Daisy aludió a las revelaciones en la prensa. ¿Acaso se le había escapado un ejemplar extraviado, y Daisy lo sabía todo? ¿Qué sabía Robert? ¿Qué clase de jugosos secretos se ocultaban el uno al otro?
La señora Weston estaba hablando con Lucía por encima de Georgie, logrando atraer a su vez la atención de Pepino. Pero en aquel preciso instante el curso del torrente conversacional de la señora Quantock hacia el coronel se secó de repente, y Robert no encontró nada que decirle a la rata gris. Georgie, sumergido en aquel remanso de sus propios pensamientos, fue arrastrado por la corriente de nuevo. Pero, antes de hundirse, captó la mirada de la señora Quantock y entonces se le ocurrió que no tenía más remedio que plantearle la pregunta.
—Y dígame, ¿han sabido algo de la princesa últimamente? —preguntó.
La cabeza de Robert se giró con la misma velocidad de antes, pero justo en la dirección opuesta.
—Oh, sí… —dijo Daisy—. Fue hace un par de días, ¿no es así, Robert?
—Yo supe de ella ayer, de hecho —contestó Robert.
La señora Quantock miró a su marido con una alentadora y entusiasta seriedad.
—¡Vaya…! Así que ayer… —dijo—. Vas a conseguir que me ponga celosa. ¿Algo interesante, querido?
—Sí, querida… Ja, ja… —dijo Robert, y de nuevo sus miradas chocaron.
En esta ocasión, Georgie no tuvo ninguna duda en absoluto. Ambos estaban en el mismo barco: vio cómo se lanzaban sonrisitas de complicidad. Antes no lo estaban. En cambio, ahora parecían reconocer en el otro una suerte de compañero en la conspiración… Pero Georgie era el anfitrión: su tarea, de momento, era conseguir que sus invitados estuvieran cómodos, no fisgonear en sus más profundas intimidades. Así que antes de que la señora Weston se diera cuenta de que toda la mesa estaba pendiente de la señora Quantock, Georgie dijo:
—Yo se lo sacaré todo después de cenar. Y se lo contaré a usted, señora Quantock.
—Antes de que Atkinson estuviera con el coronel —dijo la señora Weston—… y eso fue cinco años antes de que Elizabeth se viniera conmigo… déjame ver, ¿fue cinco años o cuatro años y medio…? Pongamos cuatro años y medio… el coronel tenía otro criado que se llamaba Ahab Crow.