Georgie se quitó los anillos, los ensartó en el candelabro y recorrió hábilmente con las manos el teclado del piano.
—
Poissons d’or
—dijo—. ¡Peces de colores!
—Sí.
Pesci d’oro
—dijo Lucía, explicándoselo a Pepino.
El rostro de Lucía cambió a medida que se ejecutaba aquella música incomprensible. La mirada perdida desapareció y se convirtió en desconcierto; la barbilla abandonó la mano, y la mano procedió a cubrir los ojos. Antes de que Georgie hubiera terminado, llegó la respuesta a la nota que había enviado, y Lucía se sentó con ella en la mano, la cual, liberada de la obligación de cubrir los ojos, intentó seguir el compás. Con la última nota se levantó, dejando escapar un pesaroso suspiro.
—¿Ha acabado ya? —preguntó—. En realidad, me siento inclinada a preguntar: «¿Cuándo va a empezar?». No me ha dicho nada; ni siquiera me ha dirigido la palabra. Sí, te advertí que sería absolutamente sincera. Y ese es mi veredicto. Lo siento. ¡La nena lo siente muchííísimo! Pero tú has tocado maravillosamente, estoy segura, Georgino; fuiste un
buono avvocato
: dijiste todo lo que podía decirse de tu cliente. ¿Puedo abrir esta nota antes de que lo discutamos más profundamente? ¡Dale a Georgie un cigarrillo, Pepino! Estoy segura de que se merece uno después de todas esas filigranas de tonalidades con que nos ha obsequiado.
Levantó las persianas de nuevo con el fin de poder leer la nota y, mientras la leía, su rostro se ensombreció.
—Ah… cuánto lamento esto —dijo—. Pepino, la princesa no sale por la noche: siempre celebran las sesiones de espiritismo a esa hora. Me atrevo a decir que Daisy pretende invitarnos alguna de estas noches. Reservaremos una o dos libres. Hace mucho tiempo que no veo a la querida Daisy; creo que me dejaré caer por su casa esta tarde.
L
a fiebre por el espiritismo, y por todo lo relacionado con él, se extendió por Riseholme como la vegetación de una selva tropical, germinando en el suelo más improbable y elevándose con ramificaciones fantásticas y enormes. En el centro de aquella maravillosa jungla había un templo, por así decirlo, y aquel templo era la casa de la señora Quantock…
La llegada de la médium se produjo gracias a una extraña disposición de la Divina Providencia. La señora Quantock, una semana antes, había tenido dolor de muelas y, dado que no militaba ya en las filas del Cristianismo Científico, le pareció que no era bueno autoconvencerse de que aquello era solamente un engaño de la mente. O puede que fuera un engaño, sí, pero tan vivido y real que se temió que estuviera engañándola por completo, así que se fue a Londres para que un dentista demostrara su falsedad. Desde el desastre del asunto del yoga, y la consiguiente huida del cocinero de curris, no se había vuelto a embarcar en ninguna otra aventura mística, y ansiaba afiliarse a una nueva moda. Así pues, cuando salió de su primera visita al dentista (la muela, al parecer, requería tres tratamientos consecutivos) y acudió a un restaurante vegetariano para ver si había algo instructivo que pudiera sacarse de aquella experiencia, le encantó descubrirse sentada a una mesa muy pequeña con una dama muy comunicativa que comía repollos en unas cantidades totalmente insólitas. Tenía una cara redonda y pálida, como la luna tras el velo de unas nubes finas, unas enormes cejas que casi se juntaban en lo alto de la nariz, una voz extraña y lenta, de un tono ronco, y una pronunciación tan extranjera como la del mismísimo
signor
Cortese. Llevaba en los dedos unos anillos muy curiosos, con grandes amatistas y turquesas engastadas, y, como en los primeros momentos de su conversación le había ofrecido voluntariamente la información de que el vegetarianismo era la única dieta posible para cualquiera que cultivara sus poderes psíquicos, la señora Quantock le preguntó si aquellos adornos de sus dedos tenían algún significado místico. Lo tenían: uno era gnóstico, otro era rosacruciano, el tercero era cabalístico… Es fácil imaginar el regocijo de la señora Quantock: había sido la casualidad la que la había puesto delante de aquellos labios sonrientes y esos ojos misteriosos. En el curso de una animada conversación que se alargó media hora, aquella dama explicó que si la señora Quantock era, como ella, una investigadora de los misterios psíquicos, y se tomaba la molestia de ir a su piso a las cuatro y media de aquella misma tarde, podría intentar ayudarla. Añadió, con cierta inseguridad, que la tarifa por una sesión de espiritismo era de una guinea, y, cuando se iba, sacó una tarjeta de una cajita con incrustaciones de refulgentes rubíes, y se la dio. La tarjeta decía que era la princesa Popoffski.
Ahora bien, en todo esto había un elemento curioso. Durante las últimas noches en Riseholme, la señora Quantock había estado experimentando con una mesa, y había descubierto que crujía, se inclinaba y traqueteaba del modo más sugerente cuando ella y Robert colocaban sus manos sobre ella, y
algo
—lo que quiera que fuese que moviera la mesa— había indicado mediante golpes que su nombre era Daisy y el de su marido, Robert, aparte de proporcionarles también otros datos que no podían verificarse fácilmente. Robert estaba completamente emocionado con aquel fenómeno, y se había irritado sobremanera al tener que interrumpir sus sesiones de espiritismo por el inoportuno viaje de su mujer a Londres. Pero mira por dónde, fue allí donde se produjo el acontecimiento providencial. Daisy había ido a caer directamente de las manos del dentista a los brazos de la princesa Popoffski.
Apenas eran las cuatro y media cuando la señora Quantock llegó al piso de la princesa, situado en una calle apartada y tranquila cerca de Charing Cross Road. Un hombrecillo bajito y pulcro le abrió la puerta, le explicó que era el secretario de la princesa y la condujo a través de varias salitas pequeñas hasta la presencia de la sibila. Aquellas habitaciones, así pudo percibirlo la señora Quantock con enorme emoción, estaban levemente iluminadas con lámparas de aceite colocadas frente a hornacinas que albergaban imágenes de los grandes guías espirituales, desde Moisés a Madame Blavatsky
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. Un aroma de incienso flotaba en el ambiente; había jarrones de flores en las mesas, y extraños cofrecillos decorados con piedras brillantes. En la última de aquellas salas estaba sentada la princesa y, en aquel momento, la señora Quantock apenas pudo reconocerla, pues llevaba puesta una túnica azul que dejaba al aire sus enormes brazos, cubiertos por unos brazaletes con forma de serpientes retorcidas en numerosas espirales. La princesa clavó la mirada en la señora Quantock, como si no la hubiera visto jamás, y no mostró ningún indicio de reconocerla.
—La princesa ha estado meditando —dijo el secretario en un ronco susurro—. Volverá en sí inmediatamente.
Por unos momentos, la meditación le recordó a la señora Quantock la desagradable experiencia del gurú, pero no podía haber nada en el mundo menos parecido a aquel maldito cocinero de curris que la majestuosa criatura que tenía ante sí. En un momento dado, la princesa Popoffski dejó escapar un gran suspiro y súbitamente salió de su meditación.
—Ah, aquí está mi amiga… —dijo—. ¿Sabes que tienes una aureola púrpura sobre la cabeza?
Aquello resultaba de lo más agradable, especialmente cuando se le explicó que sólo los elegidos tenían aureolas púrpuras sobre la cabeza. Poco después le dijo que los otros elegidos no tardarían en llegar para la sesión de espiritismo. En el centro de la mesa había una caja de música y un violín, y apenas se hubo formado el círculo, y se hubieron apagado las luces, comenzaron a suceder las cosas más extraordinarias. Una tremenda barahúnda de golpes emergió de la mesa, que se balanceaba y se meneaba, y de repente se escucharon carcajadas infantiles, y aquellos de los presentes que habían estado antes en esas sesiones dijeron que era Pocky. Se trataba de un pequeño niño travieso, o al menos eso le explicó a la señora Quantock la persona que estaba a su lado; un niño húngaro muy alegre que, cuando estuvo en este mundo, fue violinista. Aún invisible, les deseó a todos muchas risas y alegrías, y entonces de repente dijo: «¡Hola! ¡Hola! Pero si tenemos una nueva amiga. Me gusta». Y el vecino de la señora Quantock, con un dejo de envidia en su voz, le dijo que Pocky evidentemente se refería a ella. Entonces Pocky añadió que aquel día habían estado tocando música celestial en el Otro Lado, y que si la nueva amiga lo pedía «por favor», él podría tocarles algo.
Así que la señora Quantock, temblando de emoción, dijo: «Por favor, Pocky», y al instante él comenzó a tocar con el violín la tonadilla espiritual que al parecer habían estado tocando precisamente en el Otro Lado. Después de aquello, el violín se desplomó estrepitosamente de nuevo en medio de la mesa, y Pocky, enviando una cascada de besos a todos ellos, se difuminó en medio de una barahúnda de felices carcajadas.
Volvió a hacerse el silencio, y luego una voz profunda y grave dijo: «¡Ya estoy aquí, soy Amadeo!», y en medio de la mesa apareció una leve luminosidad. Aumentó poco a poco y comenzó a tomar forma. Bandas de blanca muselina adquirieron volumen en la penumbra, y luego apareció un rostro blanco en los pliegues superiores de la muselina, con una nariz romana y una expresión melancólica. Aquel nuevo espíritu no era alegre como Pocky, pero resultaba verdaderamente impresionante, y declamó algunos versos en italiano cuando se le pidió que repitiera un fragmento de Dante. La señora Quantock sabía que aquellos versos eran italianos, porque reconoció
notte
y
uno
y
caro
, que eran palabras muy habituales en boca de Lucía.
Entonces la sesión de espiritismo finalizó, y la señora Quantock, tras haber depositado una guinea con la mayor presteza en una especie de cepillo de ofertorio que el secretario de la princesa colocó displicente pero ostensiblemente en una de las otras salitas, esperó para confirmar su asistencia a otra sesión. Pero, desafortunadamente, la princesa dejaba la ciudad al día siguiente para ir a disfrutar de unas bien merecidas vacaciones, pues había estado celebrando tres sesiones al día durante los últimos dos meses y necesitaba descanso.
—Sí, nos vamos mañana, la princesa y yo —dijo el secretario—; estaremos una semana en el Royal Hotel de Brinton. Ese aire agradable y vigorizante siempre le sienta bien a uno. Pero después tendrá que volver a la ciudad. ¿Conoce usted esa parte del país?
Daisy apenas podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Brinton? —dijo—. ¡Pero si yo vivo al lado de Brinton!
Un plan, en toda su perfección, centelleó en su mente, exactamente igual que Atenea nació del cerebro de Zeus.
—¿Cree usted que podría convencerla para que pasara unos cuantos días conmigo en mi casa de Riseholme? —preguntó—. Mi marido y yo estamos muy interesados en los asuntos psíquicos. Usted también sería nuestro invitado, espero. ¿Y si descansa primero unos cuantos días en Brinton? ¿Y qué tal si viene a vernos después? Y entonces, si estuviera completamente descansada, tal vez podría ofrecernos una sesión de espiritismo… o dos. No sé…
La señora Quantock titubeó notablemente a la hora de hablar de guineas en la misma frase en la que pronunciaba el nombre de la princesa, y tuvo que empezar de nuevo.
—Si estuviera completamente descansada —dijo—, tal vez un pequeño círculo de personas, quizá unas cuatro, al precio habitual, el asunto podría compensarle. Justo después de cenar, ya sabe, y luego no tendría nada más que hacer durante el resto del día, salvo descansar. Hay unos paseos preciosos, y un aire estupendo. Todo es muy tranquilo, y creo que puedo afirmar que más agradable que el hotel. Sería un enorme placer.
La señora Quantock oyó el tintineo de los brazaletes en la sala donde la princesa aún estaba descansando, y luego apareció en la puerta, con una apariencia indeciblemente majestuosa, pero muy gentil. Así que la señora Quantock le planteó su propuesta, al tiempo que el secretario se ocupaba de recordar el asunto de las tarifas habituales, y cuando, dos días después, regresó a Riseholme, fue necesario disponer la habitación de invitados y la sala aneja de Robert para aquellos increíbles personajes, a cuya primera sesión de espiritismo Georgie y la señorita Piggy habían asistido la misma noche de la
débâcle
italiana…
Los Quantock habían tomado una decisión soberana y espléndida respecto a las «tarifas habituales» aplicadas a las sesiones de espiritismo; una decisión muy cara, ciertamente, pero en los últimos tiempos los petróleos rumanos se habían revelado como extremadamente productivos. No se hizo mención alguna de estas tarifas a sus invitados riseholmenses, ni se colocó ningún cepillo de ofertorio en ningún lugar visible del vestíbulo. No hubo peticiones de cambio ni discretas entregas de monedas en la mano del secretario; se decidió que todo el coste correría a cargo de los petróleos rumanos. La princesa y la señora Quantock, aparentemente, eran ya viejas amigas; se trataban a la hora de la cena utilizando expresiones como «querida amiga», y la princesa declaró del modo más amable que ambas habían sido muy amigas en una encarnación anterior, sin aludir en ningún momento al hecho de que en
esta
encarnación su primer encuentro se había producido en un vulgar restaurante vegetariano. Era tan amable —así se dejó entrever—, que la princesa celebraría pequeñas sesiones de espiritismo para todos después de cenar en casa de su «querida amiga».
Así que la princesa se quedaría tres noches, y, en consecuencia, en cuanto la señora Quantock estuvo segura de ello, procedió a organizar todas las sesiones sin invitar a Lucía a ninguna de ellas. No era que no la hubiera perdonado totalmente por aquella desagradable apropiación del gurú, pues ya lo había hecho la noche del Spanish Quartet; era más bien que pretendía asegurarse de que no habría nada, de ningún modo, que tuviera que perdonarle a Lucía en lo relativo a su conducta para con la princesa. Si no tenía la posibilidad de estar cerca de la princesa, no podría apropiarse de ella (y, por tanto, tampoco podría estimular la capacidad de perdonar de Daisy), así que decidió tomar todas las precauciones para que no pudiera acercarse a ella. Por consiguiente, Georgie y la señorita Piggy fueron invitados a la primera sesión de espiritismo (si la cosa no iba bien, no importaría excesivamente que fuera con ellos); a Olga y al señor Shuttleworth se les ofreció participar en la segunda, y lady Ambermere, con Georgie de nuevo, fue la elegida para la tercera. Dejando aparte el inmenso interés que había en la casa por los fenómenos psíquicos, aquello fue muy traumático, y sería de lo más amargo para Lucía saber —como indudablemente acabaría sabiendo— que lady Ambermere, que la había herido de modo tan certero, iba a cenar y luego a asistir a una sesión de espiritismo, y que Georgie cenaría dos veces y luego asistiría a dos sesiones. Daisy, esto debe reiterarse de nuevo, había perdonado absolutamente a Lucía lo del gurú, pero también es cierto que Lucía debía asumir las consecuencias de lo que había hecho…