Entonces, como si todo aquello no fuera suficiente, se produjo una nueva racha añadida de mala suerte. Lucía no se había alejado más de cien yardas de la casa de Georgie cuando éste salió a la calle con tremenda precipitación. Rápidamente midió la distancia entre él y Lucía, y entre él y la señora Quantock, y zigzagueó en dirección a la señora Quantock, que era la que estaba más cerca. Olga acababa de llamarlo por teléfono…
—¡Buenos días! —dijo sin aliento, decidido a impedir que Daisy pudiera abrir la boca—. ¿Alguna novedad?
—Sí, desde luego —dijo ella—. ¿No lo has oído?
Georgie tuvo un leve ataque al corazón.
—¿Qué?
—Atkinson y Eliz… —comenzó la señora Quantock.
—¡Ah, eso! —dijo él—. Y, hablando de ellos, naturalmente se habrá enterado del resto… ¿no? Bueno, pues la señora Weston y el coronel Boucher van a seguir su ejemplo, a menos que se establezcan y se casen incluso antes que sus criados.
—¡No! —exclamó la señora Quantock con el grito de sorpresa más audible dentro de los estrictos límites establecidos en Riseholme.
—¡Oh, sí! Me enteré ayer por la noche. Estuve cenando en Old Place y allí estaban los dos. Tanto Olga como yo llegamos a la conclusión de que se sabría algo esta mañana. ¿Damos un paseo por la plaza un ratito, a ver si nos enteramos de algo?
Georgie se lo pasó maravillosamente. Corrió de un grupo a otro, dejando que la señora Quantock recogiera las migajas. Todo el mundo estaba allí. Todos menos Lucía, que habría sido la primera en saberlo de no haber sido por la simple casualidad de que estaba un poco más lejos que la señora Quantock.
Cuando aquello acabó, Georgie se sentó para disfrutar de la agradable aureola de envidia que lo rodeaba. Por aquellos días el lugar de encuentro en la plaza se había trasladado ostensiblemente hasta colocarse justo enfrente de Old Place, pues era extremadamente interesante oír ensayar a Olga, como hacía siempre, todas las mañanas. Pero a pesar de resultar muy interesante, Riseholme se había sentido un poco decepcionado al principio, pues todo el mundo creyó que cantaría el papel de Brunilda o de Salomé cada día, o alguna cosita parecida. Pero en vez de cantar las arias de Brunilda o de Salomé, se dedicaba invariablemente a ejecutar escalas ascendentes en un
crescendo
gradual, y con la nota más alta y más brillante entonaba a voz en grito: «¡Yeguas de York!». Luego, comenzando suavemente otra vez, descendía
in crescendo
hasta una nota grave y soberbia, y decía: «Solaz de lilas solas». Luego, después de una docena de repeticiones más, comenzaba a cantar sin hacer falsete, y sólo susurraba que en York había yeguas, y hacía lo mismo con el solaz de las lilas solas. Pero uno nunca podía estar seguro de lo que iba a hacer cada día: algunas mañanas ejecutaba largos gorgoritos y solfeos hasta las notas más altas, o largas notas y solfeos hasta acabar en gorgoritos, y muy de vez en cuando, cantaba una canción de verdad. Por eso valía la pena esperar, y Georgie no dudó en dejar caer que Olga había cantado cuatro canciones la noche anterior a sus invitados. Y apenas había repetido aquello por tercera vez cuando la propia Olga apareció en la ventana y, ante todo Riseholme, lo llamó con un gorgorito final, como de pajarillos que sacuden sus alas: «
¡Georgieeeeee!
». ¡Delante de todo Riseholme, nada menos! Así que Georgie acudió a su llamada. Si Lucía hubiera tenido conocimiento de ese episodio, se habría quedado absolutamente en nada el brillo de la negativa a recibir a lady Ambermere. En realidad el brillo se quedó en nada cuando, alrededor de una hora después, Georgie fue a comer y se lo comentó. Y si había quedado algún brillo en alguna parte, se habría desvanecido también cuando, en respuesta a cierta observación bastante maliciosa que hizo Lucía acerca del interés de la pobre Daisy en los asuntos amorosos de los criados de otra gente, supo que eran los asuntos amorosos de sus amos de lo que todo Riseholme había estado hablando durante al menos la última hora.
Por otro lado, los
tableaux
del sábado fueron un desastre, puesto que en la escena de Brunilda, Pepino, con los nervios, terminó apagando totalmente la luz que tendría que haber sido el amanecer, y Brunilda tuvo que conformarse con saludar a la medianoche, o, como mucho, a un atardecer muy oscuro. Georgie, es verdad, con una maravillosa presencia de ánimo, encendió una bombilla cuando acabó de tocar, pero aquello fue más bien como el destello de un relámpago. Los cuadros dramáticos concluyeron bastante antes de las 10:45, y aunque Lucía, en respuesta a las habituales insistencias, dijo que ya miraría «a ver» si los volvían a repetir, se percató de que la señora Weston y el coronel Boucher, que hicieron su primera aparición pública como feliz pareja, atrajeron más la atención de la concurrencia de lo que podía considerarse apropiado. El único consuelo fue que la fiesta que tuvo lugar después en casa de Daisy constituyó un completo fiasco. Fue inútil, además, que durante la cena la señora Quantock fuera de mesa en mesa, y sirviera a la gente ensalada de langosta y champán, y no tuviera suficientes sillas, y, en general, imitara todo lo que aparentemente había hecho de la fiesta de Olga un éxito sin precedentes. Pues en esta ocasión se sirvió la receta para elaborar el plato y no el plato en sí mismo, y la persecución de «la zapatilla por detrás» no produjo ninguna alegre exaltación…
Pero no tardaron en sucederse acontecimientos mucho más subversivos. Olga regresó a la semana siguiente, e inmediatamente después Lucía recibió una tarjeta para pasar una tarde «en casa», con la palabra «Música» escrita en la esquina inferior izquierda. Dio la casualidad de que era una tarde lluviosa, y al ver el coche cerrado de Olga viniendo desde la estación con cuatro hombres en su interior, Lucía llegó a la conclusión de que aquellos eran los músicos para la famosa «Música». Llegó luego un segundo coche con el equipaje, y Lucía distinguió muy claramente el inconfundible perfil de un
’cello
recortado contra la ventana. Después de aquello no fue necesario hacer más suposiciones, pues era evidente que la pobre Olga había contratado el espantoso cuarteto de cuerda de Brinton que solía tocar en el salón del Royal Hotel después de cenar. ¡El cuarteto de cuerda de Brinton! ¡Los había oído una vez, así a lo lejos, y aquello fue más que suficiente! Lucía sintió un escalofrío cuando pensó en aquellos tristes violinistas. Era verdaderamente extraño que Olga, con todas las posibilidades que habría tenido para contratar buenos músicos, se decantara por el cuarteto de cuerda de Brinton, pero, al fin y al cabo, aquello cuadraba perfectamente con sus opiniones acerca del gramófono. A lo mejor el gramófono tenía incluso su protagonismo en aquella velada musical. Pero había dicho que iría: hacerle un desprecio así a Olga habría sido muy descortés, porque a esas alturas Olga debía saber de su pasión por la música, así que finalmente acudió. Sinceramente, esperaba que no la situaran en un lugar de honor y, en consecuencia, tuviera que dirigir algunas palabras de ánimo al cuarteto de cuerda. Una vez más, llegó bastante tarde, y cuando lo hizo, la música ya había comenzado. Acababa de empezar, porque reconoció —¿quién lo habría reconocido, sino ella?— los primeros compases de un cuarteto de Beethoven. Puso la mano en el brazo de Pepino.
—Brinton… Beethoven… —dijo desmayadamente.
Se adelantó con disimulo hasta la silla que había libre junto a Daisy Quantock, y se sentó en su bien conocida postura cuando escuchaba música, con la cabeza hacia delante, la barbilla apoyada en una mano y la mirada perdida. Nada, por supuesto, podría arruinar por completo el esplendor de aquella gloriosa composición, y se alegró de que no hubiera aplausos entre los distintos movimientos, porque —desde luego— no le habría extrañado que Olga aplaudiera e interrumpiera la unidad del todo. De tanto en tanto, también, se vio agradablemente sorprendida por el propio cuarteto de cuerda de Brinton: parecía que tenían algún talento, aunque no demasiado. En una ocasión, Lucía hizo una mueca ostensible cuando se rompió una cuerda.
Olga (era una anfitriona infatigable, eso no se podía negar) se acercó a ella cuando la pieza llegó a su término.
—¡Qué bien que hayas venido! —dijo—. ¿No son divinos?
Lucía mostró su sonrisa más indulgente.
—¡Una música perfecta! ¡Maravillosa! —dijo—. Y verdaderamente han tocado de un modo muy loable. Pero estoy un poco decepcionada, ya sabe, porque la última vez que lo escuché fue interpretado por el Spanish Quartet. Ya sé que una no debería andar comparando, pero… ¿ha oído usted alguna vez al Spanish Quartet, señorita Bracely?
Olga la miró sorprendida.
—Pero… ¡es que son el Spanish Quartet! —dijo, señalando a los músicos.
Lucía había elevado su voz bastante a medida que hablaba, porque cuando hablaba de música lo hacía casi a gritos, para que todo el mundo la escuchara. Y entre el gran número de personas que indudablemente la escucharon estaba, desde luego, Daisy Quantock. Dejó escapar una risa aguda, como un arañazo en una pizarra, y desde aquel momento concedió una absolución plena a la
pobrecita
Lucía por todas sus avaricias y codicias respecto al gurú.
Pero inmediatamente se despertó el buen humor de Olga: inconscientemente (pues su observación de que aquel era el Spanish Quartet había sido una simple exclamación de sorpresa) había puesto en una situación incómoda a una invitada, y debía hacer cualquier cosa para remediarlo de inmediato.
—Esta sala es espantosa, ya sabes, por los ecos —dijo—. Venid y colocaos un poco más cerca, y así podrás oír mucho mejor cómo tocan. Aquí os perdéis todos los matices, toda la delicadeza. Me he acercado con la intención de pedirte que vengas, señora Lucas; allí, al lado del estrado, hay media docena de sillas vacías.
Fue una amable intención la que inspiró aquel discurso, pero, en todos los sentidos, absolutamente inútil, pues demasiada gente había oído las observaciones de Lucía, y además Pepino ya había aludido al cuarteto de Brinton. Fue en aquel terrible momento cuando los bolcheviques arrebataron con sus huesudos dedos el cetro de su tiranía musical.
Anonadada ante tantas bofetadas, Lucía tuvo que experimentar aún un golpe incluso más hiriente. Por un lado, y muy tristemente, el Ministerio de Inteligencia había conocido las novedades de Riseholme de segunda mano, y, por si fuera poco, su fiesta de cuadros dramáticos había sido cualquier cosa menos un éxito. Aquella pequeña observación en casa de Olga la había derrocado también musicalmente, pero, en todo caso, hasta aquel momento se había mostrado como señora de la lengua italiana, aunque, para perfeccionarla, estaba siendo muy diligente con su diccionario, la gramática y el
Paraíso
de Dante. Entonces, como un rayo que cayera de un cielo sin nubes, aquel templo quedó igualmente demolido del modo más dramático.
Unos días después de la velada con el Spanish (Brinton) Quartet, Olga recibió una carta del
signor
Cortese, el gran compositor italiano, en la que le anunciaba que había concluido su ópera
Lucrezia
. ¿Sería posible tal vez ir a Riseholme durante un par de noches y —metafóricamente— poner la obra a sus pies, con el deseo de que ella la levantara y la presentara al mundo? Durante todo el tiempo que había estado escribiéndola, como Olga sabía, había pensado en ella para el papel protagonista, y bajaría al pueblo hoy mismo, mañana si se terciaba, en cualquier momento del día o de la noche para presentársela humildemente. Olga estaba encantada y le envió un efusivo telegrama de varias cuartillas al
signor
Cortese, llenas de felicitaciones y agasajos, porque deseaba por encima de cualquier cosa «crear» el personaje. Así pues, ¿podría venir al pueblo el
signor
Cortese aquel mismísimo día?
Corrió escaleras arriba con la noticia para decírselo a su marido.
—Querido,
Lucrezia
está terminada —dijo—, y ese ángel me la ofrece a mí. Y ahora, ¿qué vamos a hacer con la cena de esta noche? Jacob y Jane van a venir, y ni tú ni ellos, supongo, habláis ni una palabra de italiano, y tú sabes que el mío es sobrio y comprensible y operístico, pero no vale para una conversación. ¿Qué podemos hacer? Y él odia hablar en inglés… ¡Ah, ya lo tengo…! Si pudiera contar con la señora Lucas… Ellos siempre hablan en italiano, creo, en casa. Me pregunto si podrá venir. También tiene dotes musicales, y aprovecharé para invitar también a su marido. Creo que habrá un hombre de más, cierto, pero así tendremos a otro
italiano
en la mesa.
Olga escribió inmediatamente a Lucía, mencionando que Cortese iba a visitarlos, pero, naturalmente, no se permitió decir nada de lo útiles que resultarían Pepino y ella a la hora de departir con el músico en su propia lengua. Aquello lo dio por supuesto. La respuesta fue una entusiasta confirmación (será un gran placer) por parte de Lucía. Durante el resto del día, el matrimonio preparó breves y pulcras frasecillas para soltárselas a la menor ocasión a un deslumbrado Cortese. Así demostrarían que podrían haber estado hablando italiano todo el rato si se hubiera dado ocasión para ello.
La señora Weston y el coronel Boucher ya habían llegado cuando Lucía y su marido hicieron su entrada, y Lucía se quedó bastante sorprendida al comprobar hasta qué punto tenían una amistad íntima con la anfitriona. Entre ellos se llamaban Olga, y Jacob, y Jane, lo cual resultaba de lo más sorprendente, aunque en cierto modo rozaba lo desagradable. Lucía (tal vez porque no lo había sabido lo suficientemente pronto) se había mostrado un poco sarcástica respecto al recién anunciado compromiso, casi como si fuera un desaire hacia ella que Jacob no se hubiera conformado con su celibato y Jane con su amistad; pero podía decir con sinceridad que no les deseaba a ambos «nada salvo todos los parabienes». De hecho, en el momento en que se vio sorprendida al comprobar que eran tan amigos de Olga, nadie podría haber sido tan cordial como ella.
—Ahora vemos muy poquito a nuestros viejos amigos —le dijo maliciosamente a Olga—, pero debemos excusar su deseo de soledad en estos primeros atisbos de su nueva felicidad. Pepino y yo recordamos esa dulce época, oh, hace ya tanto tiempo…
Esto podría haber sido una muestra de diplomacia, o también de malicia. Que Pepino y ella recordaran con cariño su época de noviazgo era diplomacia; que pusiera de manifiesto que hacía mucho tiempo de aquello era malicia. En fin, aquello podría describirse como una malicia de tipo diplomático. Había, también, un leve aire de paternalismo en todo aquello, y si había una cosa que la señora Weston no podía, no quería o no tenía intención de soportar era el paternalismo. Además, había llegado a sus oídos que la señora Lucas había dicho algo a propósito de que no habría excesiva dificultad a la hora de encontrar damas de honor más jóvenes que la novia.