—¡Vaya! Qué agradable por tu parte recordar tiempos tan lejanos —dijo—. Diría que tienes una memoria prodigiosa, querida, ¡y la conservas tan maravillosamente!
Olga intervino.
—Qué amable habéis sido el señor Lucas y tú, accediendo a venir con una invitación tan precipitada —dijo—. El
signor
Cortese odia hablar inglés, así que lo pondré entre nosotras dos, y tú le hablarás todo el rato en italiano, ¿de acuerdo? Y, por favor, no te rías de mí, ¿vale?, cuando diga algo incorrecto. Mi italiano es espantoso. Y yo, por el otro lado, me serviré de tu marido, que siempre puede hablarle a Cortese un poco más alto, por encima de mí.
Era urgente que Lucía dijera algo. Estaba a punto de volver a quedar en ridículo, de hecho, parecía absolutamente inevitable. Era inútil que Pepino y ella recordaran en ese momento que tenían un compromiso previo…
—Oh, pero si mi italiano está terriblemente oxidado —dijo, sabiendo que la señora Weston estaba mirándola… ¿Por qué no le habría enviado a la señora Weston un bonito regalo de boda aquella mañana?
—¿Oxidado? Le preguntaremos eso a Cortese cuando haya tenido usted una buena conversación con él. ¡Oh, aquí está…!
Cortese entró en la sala, florido y locuaz, derramando ante Olga una catarata de disculpas por su tardanza, ninguna de las cuales resultó en absoluto inteligible para Lucía. Simplemente se imaginaba, por el contexto, lo que estaba diciendo, y un instante después, Olga, que aparentemente lo había comprendido todo perfectamente, y que le estaba diciendo con envidiable fluidez que no llegaba tarde en absoluto, ya se lo estaba presentando a Lucía, y explicándole que
la signora
(esa palabra sí que la entendió Lucía) y su marido hablaban un italiano perfecto. Lucía no necesitó responder al torrente de palabras que le dirigió el compositor, porque en menos que canta un gallo se lo llevaron a rastras para presentarle a la señora Weston y al coronel. Pero el italiano inmediatamente se giró en redondo hacia Lucía de nuevo y le preguntó algo. Como no tenía ni la menor idea de lo que le había preguntado, Lucía contestó.
—
Si, tante grazie.
El hombre pareció un tanto confuso durante un instante, y luego repitió la pregunta en inglés.
—¿Por en qué districto de Italia está viajado usted mayormente?
Aquello sí que lo entendió… y la señora Weston también. Lucía se tranquilizó.
—
In Roma!
—dijo—.
Che bella città! Adoro Roma, ed il mio marito. Non è vero, Pepino?
Pepino asintió cordialmente: el timbre familiar de aquel firme y comprensible italiano restauró su confianza. Entonces le preguntó a Cortese si no estaba enamorado de la música…
A Lucía la cena le pareció realmente interminable. Mantenía un ojo vigilante en Cortese, y si veía que hacía ademán de empezar a hablar con ella, se volvía apresuradamente hacia el coronel Boucher, que estaba sentado en el otro lado y le preguntaba algo acerca de sus
cari cani
, y se lo traducía. Mientras él contestaba, ella preparaba otra frase en italiano acerca de los cielos azules, o sobre Venecia, o sobre lo que fuera, y muy maliciosamente decía que su marido había estado allí, esperando dirigir el torrente de la elocuencia del italiano hacia él. Pero sabía que, como hablantes del italiano, ni a ella ni a Pepino les quedaba un ápice de reputación, y lamentó amargamente no haber escogido el francés —del cual ambos sabían poco más o menos lo mismo—, en vez del italiano, como vehículo de distinción lingüística.
Olga, mientras tanto, continuaba comprendiendo todo lo que decía Cortese, y le contestaba con una fluidez odiosa, y al final, Cortese, habiéndole dicho algo que la hizo reír, se volvió a Lucía.
—Ha dicho yo a la siñora Shottlewort… —y procedió a explicarle el chiste en inglés.
—
Molto bene!
—dijo Lucía, con un desmayado parpadeo—.
Molto divertente. Non è vero, Pepino.
—
Si, si…
—dijo Pepino con amargura.
Y entonces se produjo la catástrofe final, aunque en cierto modo fue un alivio que sucediera. Cortese, que estaba de un humor excelente tras la cena y el vino, y con la perspectiva de que Olga interpretara el papel de Lucrecia, se volvió sonriente hacia Lucía de nuevo.
—Ahora todos habla inglés,
bene?
—dijo—. Ésta es una agradable muy velada. Lo disfrutando mucho yo.
Ecco!
Una vez más, Lucía se puso colorada como un tomate.
—
Parlate inglese molto bene!
—dijo, y excepto cuando Cortese le hablaba a Olga, no hubo más italiano aquella noche.
Ni siquiera la excepcional emoción de escuchar a Olga «ensayar» la gran escena del último acto de
Lucrezia
pudo acaparar totalmente la atención de Lucía tras aquel espantoso descalabro, y aunque se sentó con la cabeza adelantada y apoyando la barbilla en la mano, y con la mirada perdida en la lejanía, su mente estaba furiosamente ocupada en intentar explicar de alguna manera su penosa actuación. Todos los presentes supieron que su italiano, como vehículo de conversación, había terminado siendo un completo fracaso, y ya no serviría para nada en el futuro: cuando Olga no cogió el ritmo de un pasaje, Lucía murmuró «
Uno, due, tre
» inconscientemente para sí, pero podría del mismo modo haber dicho: «Tres, dos, uno, ¡fuego!», porque su italiano ya no causaba ningún efecto en la señora Weston. A partir del día siguiente la historia correría por todo Riseholme como la pólvora, y Lucía estaba segura de que la señora Weston, en su papel de excelente observadora y soberbia reportera, no se había perdido ni un detalle, y no se equivocaría al dar fe de todo lo sucedido. Habían asestado un golpe tras otro contra la puerta de su palacio: no era de extrañar que todo el edificio estuviera tambaleándose ante sus ojos. Había pensado incluso en comenzar a impartir clases sobre Dante aquel invierno, pues el italiano escrito, si uno tenía un diccionario y una traducción al lado con el fin de preparar la clase, podía comprenderse fácilmente: había sido el italiano hablado —el que uno tenía que entender sin ninguna ayuda en absoluto, y sin tener la más mínima idea de lo que se iba a decir a continuación— el que había presentado aquellas dificultades insuperables. Así pues, cuando la historia de aquella noche se conociera, ¿quién iba a querer recibir clases de semejante maestra? ¿Acudiría la señora Weston, quizás, a su clase sobre Dante? ¿Lo haría? ¿Lo haría, eh? ¡Pues no, no lo haría! Por razones obvias.
Lucía permaneció despierta durante mucho tiempo aquella noche, revolviéndose y dando vueltas en su particular
Pesadilla de una noche de verano
, y reviviendo toda la retahíla de desafortunados acontecimientos que habían ocurrido por la tarde. Mientras los visualizaba, como sombras negras recortadas contra el resplandor de su chimenea, se le ocurrió que una sola y única influencia malévola los inspiraba todos. Porque… ¿qué había provocado el fracaso y la vulgaridad de sus cuadros dramáticos (aparte del desafortunado incidente con la lámpara) sino
la ausencia de Olga
? ¿Quién fue la que había provocado su desafortunadísimo comentario a propósito del Spanish Quartet sino
Olga
, cuya obligación evidente hubiera sido, cuando le envió la invitación para la velada musical, dejar bien claro (así no se habría producido error alguno al respecto) que eran precisamente aquellos eminentes instrumentistas quienes iban a embelesarlos? ¿Quién podría haber imaginado que iría a desembolsar esa asombrosa cantidad de dinero necesaria para traerlos desde Londres? El Brinton Quartet era todo lo más que cualquier imaginación normal podría haber dado por supuesto, y la imaginación extremadamente normal de Lucía había dado por supuesto justamente eso, y con una nitidez tan evidente que jamás se le habría ocurrido que pudieran haber sido cualesquiera otros. Ciertamente, Olga debería haber escrito «Spanish Quartet» en la esquina inferior izquierda de su invitación, en vez de la palabra «Música», y así Lucía lo habría sabido todo desde el principio, y se habría quedado sin habla de la emoción cuando los músicos hubieran terminado la pieza de Beethoven, y se le habrían humedecido los ojos, y se habría recobrado después ante la mirada todo el mundo. Realmente parecía como si Olga le hubiera tendido una trampa… Y los espantosos acontecimientos de aquella noche podían calificarse incluso más que de trampa. La palabra ‘trampa’ no era en absoluto suficientemente fuerte para definir lo que había pasado. Invitarla a su casa, y luego salirle con que esperaba que hablara italiano… ¿era aquel un proceder franco y honrado? ¿Y qué, si Lucía le había dicho a Olga (le pareció recordar que algo así había ocurrido) que ella y Pepino hablaban a menudo en italiano en casa? Esa no era razón suficiente para que nadie esperara, tan a la ligera, que hablara italiano en cualquier otra parte. Le deberían haber dicho lo que se esperaba de ella, para haberle podido dar la posibilidad de tener un compromiso previo. Lucía odiaba los métodos turbios, y estos le resultaban particularmente odiosos en una persona a quien ella había estado educando y refinando hasta los más elevados niveles, allí en Riseholme. De hecho, parecía como si la naturaleza de Olga le impidiera recibir ningún tipo de educación cultural. Se comportaba conforme a sus propias y vulgares reglas, montando una francachela una noche, y no acudiendo a ver los cuadros dramáticos de Lucía la siguiente, y contratando al Spanish Quartet sin consultar con nadie, y saliendo al final, y para colmo, con aquella horrorosa fiesta de Pentecostés
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. Olga evidentemente pretendía hacer daño: sin duda ambicionaba constituirse en líder del arte y la cultura en Riseholme. Su conducta no admitía ninguna otra explicación.
El benevolente plan de Lucía en lo que se refería a la educación y refinamiento de Olga se desvaneció como la neblina matinal, y a través de sus párpados, que se iban cerrando poco a poco, el fuego de la chimenea parecía extrañamente rojo. Había sido demasiado amable, demasiado permisiva: ahora debía reunir a todas sus tropas en torno a ella, y ser implacable. Mientras se quedaba dormida, se recordó que debía invitar a Georgie a comer al día siguiente. Él y Pepino y ella debían mantener una conversación muy seria. Había visto a Georgie relativamente poco últimamente, y se preguntó soñolienta y con inquietud cuál sería la razón.
Por aquel entonces Georgie ya había superado totalmente la desolación de aquel día en que, estando en la calle frente a la morera de la señora Quantock, se había desahogado con aquel amargo lamento de «¡Cuánta desgracia! ¡Cuánta desdicha!». Sus nervios, en aquella ocasión, estaban tensos como las cuerdas de un violín con todo el barullo y el fiasco de la organización de los cuadros dramáticos, y aquello de suponerse enamorado había sido el colmo. Pero el hecho de que hubiera sido el confidente elegido de Olga en su prodigioso plan para conseguir que la señora Weston y el coronel se comprometieran, y la distinción de que Olga lo eligiera también para convertirlo en un amigo íntimo, habían resultado ser finalmente un magnífico tónico revitalizante. Era bastante evidente que la existencia del señor Shuttleworth constituía una barrera infranqueable para el disfrute completo de su pasión y, si era absolutamente honesto consigo mismo, era consciente de que no odiaba realmente al señor Shuttleworth por haberse interpuesto en su camino. Georgie era cortés en todos sus comportamientos, y su modo de enamorarse era muy cortés también. Admiraba a Olga extraordinariamente, la encontraba estimulante y divertida, y como quedaba fuera de cualquier planteamiento convertirse en su amante, pensó que le gustaría ser lo más cercano a un hermano, y así, aquellas pequeñas punzadas de celos que podría experimentar de tanto en tanto se parecerían más bien a pequeñas descargas eléctricas que uno recibe voluntariamente. Adoraba a Olga con una vehemencia que su supuesta devoción por Lucía nunca había logrado suscitar; llegó incluso a soñar con ella de un modo perturbador, aunque respetuoso. Siendo perfectamente consciente de los límites de sus sentimientos, en realidad deseaba disfrazarse de amante más que serlo, pues en aquel momento no podía imaginarse en absoluto que pudiera desear estar absorto en nadie más que en ella. Tal y como estaban las cosas, su vida estaba llena: realmente no había sitio para nada más, especialmente si ese algo más debía ser del tipo que hacía palidecer todo lo restante. Aquel estado de ánimo, aquella singular emoción era completamente agradable y francamente excitante, y en vez de gritar: «¡Cuánta desgracia! ¡Cuánta desdicha!», ahora Georgie bien podía decirse, mientras paseaba junto a la morera: «¡Cuánto placer! ¡Cuánta felicidad!».
Sin embargo, mientras bajaba a toda prisa por la calle para comer con Lucía, era consciente de que ésta iba a interponerse, como un ángel quizá, pero ciertamente como un ángel armado con una espada flamígera, entre él y todos los atractivos de la nueva vida que indudablemente estaba comenzando a bullir en Riseholme, y cuyo tonificante elixir Georgie encontraba tan agradable. Y si Lucía finalmente insistía en comportarse de este modo, censurando su comportamiento, hay que decir que él también venía pertrechado para el combate con armamento revolucionario, consistente en una nueva partitura enrollada de algunas piezas para piano de Debussy. Olga se la había prestado algunos días antes, y había estado muy ocupado ensayando los
Poissons d’or
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. Además, iba armado con el conocimiento pormenorizado de la
débâcle
italiana de la noche anterior, lo cual, conociendo como conocía a Lucía, en opinión de Georgie acabaría desatando una crisis. Algo iba a ocurrir… En varias ocasiones, últimamente, Olga había cruzado lanzas con Lucía, por así decirlo, y había pasado junto a la vigente reina indemne, dejando a una figura pasmada a su espalda. Y en ninguno de los casos, o así lo percibía Georgie claramente, Olga había pretendido enfrentarse a nadie ni dejar pasmado a nadie. En cada ocasión había dejado aturdida a Lucía simplemente por casualidad, pero si aquellas casualidades acontecían con una frecuencia tan espantosa, era de esperar que Lucía encontrara otra palabra para designarlas: tales casualidades habrían de ser rebautizadas de algún modo. Con todo su apetito riseholmense por los enredos y los acontecimientos, Georgie previó que muy probablemente no saldría de vacío de aquella comida. Además, había otros asuntos de extraordinario interés que requerían de su atención, porque lo cierto es que se habían producido extrañísimos sucesos en casa de la señora Quantock la noche anterior, cuando la
débâcle
italiana se estaba produciendo sólo un poco más arriba, en la misma calle. Pero él no los iba a sacar a relucir en absoluto.