Reina Lucía (37 page)

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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

BOOK: Reina Lucía
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—¡No…! —exclamó Georgie.

—¡Sí! —dijo la señora Weston, apresurándose a acabar su champán, pues vio que Foljambe se acercaba—. Sí, Ahab Crow. Y ese también se casó, igual que va a hacer Atkinson. ¿No creen que se trata de una curiosa coincidencia? Lo que yo le digo al coronel, que si Ahab Crow no se hubiera casado, quizás estaría aún con él, y quién sabe si se habría enamorado también de Elizabeth. Y si no se hubiera enamorado, no creo que jamás el coronel y yo hubiéramos… bueno, lo dejaré ahí y así me evitaré sonrojos. Pero eso no es lo que estaba diciendo. ¿Con quién creen ustedes que se acabó casando el tal Ahab Crow? Pueden ustedes apostar por diez nombres cada uno, y jamás acertarían, porque no se trata de un nombre común. ¡Fue con la señorita Jackdaw! Crow… Jackdaw
[58]
. Jamás en mi vida había oído nada parecido, y si ustedes le preguntan al coronel al respecto, les confirmará cada palabra de lo que les he dicho. Boucher y Weston… Vaya, en comparación eso es bastante normal, y puedo decir que con eso me basta.

Lucía dejó escapar su risa argentina.

—Querida señora Weston —dijo—, tiene que decirme sin tardanza cuándo será el feliz día. Pepino y yo estamos pensando en irnos a la Riviera…

Georgie se interpuso.

—No vas a ir a ninguna parte —dijo—. ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Lucía, eres una nenita muy muy egoísta!

La conversación volvió a dividirse en dúos y tríos, y Lucía pudo por fin mantener una conversación privada con su anfitrión. Sólo media hora antes, así lo pensó Georgie, todos ellos habían estado dando vueltas unos alrededor de otros como perros, yendo de puntillas, con las colas muy tiesas y erizadas, y gruñéndose educadamente, conscientes de que un gesto imprevisto, o la violación de la más mínima norma de etiqueta, podría conducir a una disputa generalizada. Pero ahora todos ellos recibían la recompensa por su gélida educación de antes: ya no había hielo, salvo en las bandejas, y la educación ya no era una cuestión de etiqueta. En aquel momento podrían considerarse miembros de una civilizada república, pero ninguno sabía lo que iba a suceder después de cenar. Y no se había comentado ni una palabra acerca de los cuadros dramáticos.

Lucía bajó la voz mientras hablaba con Georgie, y empleó una buena cantidad de italiano por temor a que los demás pudieran oír lo que decía.

—¿
Non cognosce
nadie? —preguntó—.
I tablini
, me refiero. ¿Y vamos a estar todos en el
aula
, mientras se esté preparando el
salone
?


Si
—dijo Georgie—. La chimenea está preparada. Cuando salgáis, ocúpate de que se queden todos allí.
I domestichi
se ocuparán de preparar el
salone
.


Molto bene, molto bene
. Luego Pepino, tú y yo simplemente nos escabullimos.
La lampa
queda maravillosamente. Lo hemos ensayado varias veces.

—Todos están loquitos por verte, nena Lucía —dijo Georgie, cambiando de registro.

—¡La nenita está tan
nervosa
! —respondió Lucía—. Imagínate, haciendo de Brunilda delante de la propia Brunilda de la ópera. ¡La nena no podrá soportarlo!

Georgie sabía que Lucía se había mostrado emocionada y encantada al saber que Olga estaba deseando pasar por allí después de cenar y ver los cuadros dramáticos, y a él le resultó bastante fácil convencer a Lucía para que se armase de valor y se entregara a un suplicio tan apasionadamente anhelado. En realidad, él mismo estaba casi igual de nervioso ante la idea de ser el rey Cophetua…

En aquel momento, en el instante preciso en que se estaban repartiendo las sorpresas navideñas, el sonido de los villancicos se oyó desde el exterior, y Lucía hizo una mueca cuando el
Buen rey Wenceslao miró fuera
[59]
. Cuando el paje y el rey cantaban sus estrofas, las otras voces se tornaban más suaves, así que el efecto era de un solo acompañado. Cada vez que el paje cantaba, Lucía se estremecía.

—Es el mismo pequeñajo pelirrojo que me deja sorda en la iglesia —le susurró a Georgie—. ¿No te da la impresión de que se le va a romper la voz de un momento a otro?

Dijo aquello muy discretamente, sobre todo para no herir los sentimientos de la señora Rumbold, porque ella era la que dirigía el coro. Todo el mundo sabía que era el señor Rumbold quien hacía de rey, y dijo «encantador» a todos los demás después de que hubiera cantado.

—Pues a mí me gusta la voz de ese muchacho, también —dijo la señora Weston—. Henry Luton tenía una voz encantadora, pero me parece a mí que esta voz está más educada incluso que la de Henry Luton. Enhorabuena por su labor, señora Rumbold.

La rata gris y esquiva de repente lanzó una aguda risa socarrona, absolutamente inexplicable. Entonces Georgie se imaginó lo que estaba pasando.

Lo supo.

—Ahora que nadie se mueva —dijo—, porque no hemos brindado por los amigos ausentes todavía. Voy a salir un momento para asegurarme de que los muchachos del coro toman un poco de sopa en la cocina antes de irse…

Sus piernas temblorosas apenas pudieron trasladarlo hasta la puerta, y salió corriendo. Había allí media docena de muchachos del coro, cuatro hombres y una sola mujer, alta, y embozada en una capa…

—¡Divino! —le dijo a Olga—. La tía Jane pensaba que tu voz estaba muy bien educada. Entra, ¿quieres?

—¡Sí! ¿Todo va bien?

—Lo vamos llevando —dijo Georgie—. A Lucía le parecía que tu voz se iba a romper de un momento a otro. Pero por lo demás todo está saliendo a pedir de boca.

Les ofreció comida en la cocina y regresó apresuradamente con sus invitados. Aún quedaba el rompecabezas de los Quantock por resolver; la ejecución de los cuadros dramáticos era inminente; y de un momento a otro el chico pelirrojo haría su entrada triunfal. ¡Vaya noche de Navidad!

Poco después el vestíbulo de Georgie comenzó a llenarse de invitados. Nadie había dicho aún ni una palabra de los cuadros dramáticos. La casa estaba tan llena que nadie podría haber asegurado a ciencia cierta si Lucía, Pepino y él estaban allí o no. Olga, desde luego, sí que estaba; no había posibilidad de equivocarse en ese aspecto. Y entonces Foljambe abrió la puerta del salón y sonó un gong…

La lámpara se comportó perfectamente, y una hora después una de las dos Brunildas estaba siendo extremadamente amable con la otra cuando ambas se sentaron juntas.

—Si usted quiere saber realmente mi opinión, querida señorita Bracely —dijo Lucía—, es esta: usted
debe ser
Brunilda, al menos de momento. Cantar, por supuesto, como usted dice, ayuda bastante: una puede expresar mucho más cuando canta. Es muy afortunada en ese aspecto. Me veo obligada a decir que tuve dudas cuando Pepino… ¿o fue Georgie?, bueno, cuando uno de los dos sugirió que deberíamos hacer la escena de Brunilda y Sigfrido. Yo dije que eso resultaría terriblemente difícil. Lento: tiene que ser lento, y mantener los gestos lentos cuando una no puede convertirlos en mera ilustración de lo que se dice… Bueno, debo decir que es muy amable por su parte alabarlo como lo ha hecho; pero es muy difícil hacerlo.

—¿Y te inventaste todos los gestos tú misma? —exclamó Olga—. ¡Qué maravilla!

—Ah, si alguna vez la hubiera visto a usted hacerlo —dijo Lucía—, ¡estoy segura de que se me habría ocurrido alguna idea! ¡Y el rey Cophetua! ¿No me va a decir nada de nuestro querido rey Cophetua? Tras la exigente prueba de Brunilda, me alegré de darle la espalda al auditorio. Hasta en ese papel existe la dificultad a la hora de mantenerse lo suficientemente quieta, pero estoy segura de que usted sabe eso mejor que yo, porque ha hecho también de Brunilda. Georgie siempre ha alabado mucho su actuación de Brunilda. ¡Y luego, la reina María de Escocia! ¡La vacilación de la carne! ¡La resignación del espíritu! Eso es lo que he tratado de expresar. Tiene que venir y ayudarme la próxima vez que vuelva a hacer una cosa de estas. No será muy pronto, me temo, porque Pepino y yo estamos pensando en ir a pasar unas pequeñas vacaciones a la Riviera.

—¡Oh, pero qué egoístas…! —dijo Olga—. ¡No os permitiré que hagáis eso!

Lucía lanzó su risa argentina.

—Son todos ustedes muy pesados respecto a mi viaje a la Riviera —dijo—. Pero no prometo que vaya a renunciar a ese viaje todavía. ¡Ya veremos! ¡Dios bendito! ¡Qué tarde es! Debemos de haber estado mucho tiempo de sobremesa
después de cenar
. ¿Por qué no estaba usted invitada a cenar?, me pregunto. ¡Reñiré a Georgie por no haberla invitado! Ah, ahí está nuestra querida señora Weston, que ya se va. Tengo que darle las buenas noches. Le parecería muy extraño si no lo hiciera. ¡Y al coronel Boucher también! Ah, vienen ellos hacia aquí. Así nos ahorrarán la molestia de movernos.

Un movimiento general efectivamente estaba teniendo lugar, pero no en dirección a la puerta, sino hacia donde Olga y Lucía estaban sentadas.

—¡Está nevando! —le dijo Piggy a Olga muy nerviosa—. ¿Quiere que le vaya marcando las huellas, paje mío?

—Piggy, tú… tú, Goosie —dijo Olga apresuradamente—. Goosie, ¿no te parecieron encantadores los
tableaux
?

—Y los villancicos —dijo Goosie—. Yo adoro los villancicos. Yo lo adiviné. ¿Lo adivinó usted, señora Lucas?

Olga recurrió al viejo truco de pisarle el pie a Goosie y disculparse. Fue inútil, pues era seguro que aquello acabaría saliendo a la luz alguna vez. Y Goosie de nuevo se metió en arenas movedizas diciendo que si el paje caminaba así, no había ninguna necesidad de que el rey marcara las huellas.

Fuera nevaba con fuerza y las ruedas de la señora Weston dejaron unos profundos surcos, pero a pesar de ello Daisy y Robert no habían avanzado más de cincuenta yardas desde la puerta cuando se detuvieron en seco.

—Bueno, a ver, ¿qué pasa? —dijo Daisy—. Suéltalo. ¿Por qué hablaste de descubrir muselinas?

—Yo sólo dije que habíamos tenido suerte con nuestra médium, a quien, después de todo, resulta que tú conociste en un restaurante vegetariano —dijo Robert Quantock—. Supongo que puedo permitirme participar en una conversación normal. Y si vamos a eso, ¿por qué hablaste tú de las denuncias en los periódicos?

—Una conversación normal —dijo la señora Quantock, con rapidez—. Entonces, ¿eso es todo?

—Sí —dijo Robert—. Aunque seguro que sabes algo…

—No me eches todas las culpas a mí —dijo Daisy—. Si quieres saber lo que creo, es que tú también tienes algún secreto.

—Y si tú quieres saber lo que creo yo —replicó él—, entonces es que tú también me ocultas algo.

Daisy dudó unos instantes. La nieve había formado montoncillos blancos en sus hombros, y se sacudió la capa.

—Odio los secretos —dijo—. Bien, lo diré. ¡El mismo día en que se fue, encontré metros y metros de muselina, y un par de cejas de Amadeo en el dormitorio de esa mujer!

—Y el pasado jueves la multaron por celebrar una sesión de espiritismo. Había un detective presente —dijo Robert—. En el número 15 de Gerald Street. El policía agarró a Amadeo o al cardenal Newman por la garganta, y resultó ser la mujer.

Daisy miró abrumada a su alrededor.

—Cuando pensaste que la chimenea se había incendiado, era yo quemando la muselina —dijo.

—Cuando tú pensaste que la chimenea se había incendiado, era yo quemando todos los ejemplares del
Todd’s News
—dijo él—. Y también un ejemplar del
Daily Mirror
que traía la noticia. Era del coronel. Se lo robé.

Daisy lo cogió del brazo.

—Vámonos a casa —dijo—. Tenemos que hablarlo. Nadie sabe ni una palabra, excepto tú y yo, ¿no es así?

—¡Nadie, querida mía! —dijo Robert, cariñosamente—. Pero hay sospechas. Georgie sospecha, por ejemplo. Me vio comprar todos los ejemplares del
Todd’s News
; al menos andaba rondando por allí. Esta noche estaba obviamente tras la pista de algo, aunque he de decir que nos ha ofrecido una cena muy aceptable.

Entraron los dos en el estudio de Robert: hacía frío, pero ninguno lo notó, pues ambos estaban ardiendo por el nerviosismo y por el reto que se abría ante ellos.

—Fue un golpe maestro por tu parte, Robert —dijo su esposa—. Fue genial: salvó por la situación. El
Daily Mirror
también; qué bien que fueras a robarlo. Un periódico demasiado meticón, siempre lo he pensado. Y sí, Georgie sospecha algo, pero afortunadamente no sabe siquiera lo que sospecha.

—Eso es porque los dos dijimos que habíamos sabido algo de esa mujer —dijo Robert.

—Por supuesto. ¿No te queda ningún ejemplar del
Todd’s News
?

—No; y además quemé todas las páginas de las noticias policiales —dijo—. Era lo más seguro.

—Mejor así. Yo no puedo enseñarte las cejas de Amadeo por la misma razón. Ni la muselina. Una muselina preciosa, querido: metros y metros de tela… Pero ahora te diré lo que vamos a hacer: debemos continuar interesados en los asuntos psíquicos; no debemos abandonarlos, ni que parezca que los menospreciamos de repente. Ojalá te lo hubiera confiado todo en su momento y te hubiera contado lo de las cejas de Amadeo…

—Querida mía, hiciste lo que creíste mejor —dijo Robert—. Y lo mismo hice yo cuando no te conté lo del
Todd's News
. Mantener el secreto, incluso del uno para con el otro, ha sido lo más prudente. Simplemente se ha hecho imposible mantenerlo durante más tiempo. Y yo creo que deberíamos ser inteligentes y dar a entender que de tanto en tanto recibimos noticias de la princesa. Quizá dentro de unos meses podría incluso visitarnos de nuevo. Sería… sería muy divertido estar entre bambalinas, por así decirlo, y observar la credulidad de los demás.

La cara de Daisy se adornó con una sonrisa burlona.

—Desde luego, e invitaré a nuestra querida Lucía a una sesión de espiritismo si lo hacemos —dijo—, ¡Dios mío…! Qué tarde es: hubo que esperar mucho entre un cuadro y otro. Pero debemos vigilar a Georgie, y tener cuidado al responder a sus impertinentes preguntas. Seguro que preguntará algo. Y respecto a volver a invitar a esa mujer, Robert… sería una temeridad; hemos conseguido escapar una vez, y no deberíamos volver a aventurarnos a meter el cuello en la misma horca. Por otra parte, desarmaríamos cualquier sospecha para siempre si, tras unos meses, le pidiéramos a la princesa que pasara algunos días de vacaciones aquí. Dijiste que sólo había sido una multa, ¿no la encarcelaron?

Fue una semana muy ajetreada; Georgie, en particular, no pudo disfrutar ni de un instante para sí mismo. The Hurst, que últimamente había estado tan desierta, de repente comenzó a regocijarse con alegrías y canciones, y estalló en mil formas de edificantes distracciones. Lucía, reina caprichosa, prácticamente olvidó todas las acusaciones vitriólicas que le había lanzado a Georgie, y le dio a entender que gozaba del mismo favor que antaño, y lo mantuvo igual de atareado con sus obligaciones de siempre. ¿Habría recobrado su antiguo empleo tan fácilmente si hubiera sido una persona libre? Bueno, esa era una cuestión que no se planteó, pues aunque era Lucía quien le daba trabajo, fue Olga quien lo condujo hasta allí. Pero procuraba hallar consuelo en la situación, pues la noble benevolencia de Lucía, perdonando todas las deslealtades que se habían cometido contra ella, incluía las de Olga también, y de todas las cenas, fiestas musicales y recitales del nuevo libro de poemas en prosa de Pepino, que aún estaba en pruebas y fue leído a selectas audiencias de cabo a rabo, no hubo ninguna a la cual Olga no fuera invitada, y ninguna a la que ella dejara de acudir. Lucía incluso pasó por alto el hecho de que Olga hubiera cantado villancicos la noche de Navidad, aunque había sido ella precisamente la que había declarado que era la voz del chico pelirrojo la que le resultaba tan especialmente desagradable. El cuadro que Georgie le había pintado (nunca supo que había sido Olga la que realmente se lo había ordenado) colgaba al lado del piano en la salita de música, donde antes había estado el grabado de Beethoven, y le proporcionaba a Lucía la más profunda de las satisfacciones. La representaba sentada, con la mirada baja sobre el piano, y en realidad era, en buena parte, el mismo modelo que el cuadro inacabado de Olga, que se había pospuesto en favor de este nuevo. Pero Georgie no tuvo tiempo de pensar en otra posición, y su mano ya estaba «acostumbrada» en relación con la perspectiva de los pianos. Así que allí estaba colgado, con su título: «La sonata
Claro de luna
», impreso en letras doradas sobre el marco, y Lucía, aunque insistió en decir que la había pintado demasiado, demasiado joven, no pudo sino considerar que había captado perfectamente su expresión.

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