Permaneció profundamente pensativo durante un instante, intentando recordar si alguien en Riseholme, salvo el coronel Boucher, compraba el
Daily Mirror
. Pero quedó íntimamente convencido de que nadie lo compraba, y, abandonando su estudio, y cerrando con llave de nuevo la puerta tras él, salió a la calle y comprobó de un vistazo que el coronel estaba ocupado dando vueltas a la señora Weston alrededor de la plaza. En vez de unirse a ellos, corrió hacia la casa del coronel y, como consideró que no había tiempo para medias tintas, miró a Atkinson fijamente a los ojos y le dijo que le gustaría dejarle una nota al coronel Boucher. Fue conducido hasta el salón, y allí, abierto sobre la mesa, vio el ejemplar del
Daily Mirror
. En el primer momento en que se vio solo, se lo embutió en el bolsillo, le dijo a Atkinson que había pensado que quizás era mejor hablar con el coronel en vez de dejarle una nota escrita, y se plantó en mitad de la trayectoria de la silla de ruedas. Estuvo a punto de ser atropellado, pero permaneció plantado en su sitio, y con una voz perfectamente firme le preguntó al coronel si había visto algo reseñable en los periódicos matutinos. Con la rotunda negativa del coronel resonando alegremente en sus oídos, Robert regresó a casa y se encerró con llave por segunda vez en su estudio.
Cuando algún terrible peligro consigue evitarse gracias a la diligencia y la fortaleza de ánimo, se encuentra una especie de placer supremo en revivir nuevamente el momento del peligro, y por eso Robert abrió el
Todd’s News
(pues era el que traía la información más abundante acerca del asunto) y leyó de nuevo la noticia que había encontrado esa misma mañana en la sección de policiales. Se titulaba «La falsa princesa rusa». Pero en esta ocasión se recreó especialmente en los renglones que más le habían hecho estremecerse la primera vez: Marie Lowenstein, residente en el número 15 de Gerald Street, en Charing Cross Road, quien se hacía llamar princesa Popoffski, había sido trasladada a la comisaría de policía de Bow Street acusada de fingirse capaz, mediante técnicas fraudulentas, de adivinar el futuro y conseguir materializar espíritus en sesiones espiritistas en su propio piso. Se añadían luego diversos detalles sórdidos: un detective que había estado allí había conseguido agarrar a una supuesta aparición italiana por el cuello, tras lo cual encendió la luz. Encontró que era la mismísima garganta de la propia Popoffski la que sujetaba, y su secretario, Hezekiah Schwarz, fue descubierto bajo la mesa, manipulando un motor eléctrico. Había sido impuesta una multa…
Un mínimo debate interior fue suficiente para que Robert se convenciera de que no se lo debía contar a su esposa. Era verdad que ella había traído a la Popoffski, pero luego él la había alabado y aplaudido por ello. Robert, no menos que su esposa Daisy, había quedado plenamente convencido de la integridad de Popoffski, de su elevado estatus y de sus maravillosos poderes psíquicos, y juntos se habían elevado a las cumbres de la fama en el universo de Riseholme. Además, la pobre Daisy se quedaría completamente chafada si supiera que la Popoffski no era de mucho mejor calaña que el gurú. Miró la pila de ejemplares de
Todd’s News
y luego la chimenea…
Había sido una mañana fría, clara y escarchada, y un buen fuego ardía en la rejilla. De cada ejemplar del
Todd’s News
fue arrancando la página en la que se habían impreso los sucesos policiales, y alimentó el fuego con ellas. Página tras página fue echándolas a las llamas: jamás tantísimo papel se había entregado a una rejilla en aquella casa. Chimenea arriba volaron las hojas convertidas en lenguas de fuego: en ocasiones se temió que la chimenea fuera a incendiarse, y entonces tenía que detenerse, protegiéndose el rostro abrasado, hasta que el hueco retumbar de la chimenea se aplacaba. Con las páginas de los dos ejemplares del
Daily Mirror
concluyó el holocausto, y sólo entonces volvió a abrir la puerta. Nadie en Riseholme lo sabía, salvo él, y nadie lo sabría jamás. Riseholme había sido electrizado por el espiritismo, aunque al menos las sesiones al final habían resultado ciertamente baratas.
Hizo que la criada se ocupara de los restos de todos aquellos periódicos y la limpieza pudo completarse apenas unos instantes antes de que su esposa volviera de la plaza.
—Parecía como si se hubiera incendiado una de las chimeneas, Robert —dijo—. Te habría gustado que fuera la chimenea de la cocina, como dijiste el otro día.
—Bobadas, tonterías, querida —dijo su marido—. Ya será la hora de comer, ¿no?
—Sí. Ah, aquí está el correo. Nada para mí, dos para ti.
La señora Quantock observó atentamente a su marido cuando cogió las cartas. Tal vez sus subconscientes (de acuerdo con la teoría de su querida amiga) estaban en comunicación, pero sólo un debilísimo e ininteligible murmullo de aquella comunicación alcanzaba la superficie.
—No he sabido nada de mi princesa desde que se fue —observó Daisy.
Robert se sobresaltó levemente: después de tanta ansiedad, había bajado un poco la guardia y no controlaba sus reacciones.
—¡Cierto! —dijo—. ¿Le has escrito?
Daba la impresión de que su esposa estaba intentando recordar.
—Bueno, la verdad es que creo que no lo he hecho —dijo—. Ha sido un descuido por mi parte. Uno de estos días tengo que enviarle un presupuesto para más adelante.
En esta ocasión fue el señor Quantock quien observó detenidamente a su esposa. ¿Tendría Daisy un secreto, se preguntó, igual que lo tenía él? ¿Qué podría ser…?
A Georgie no le resultaba nada fácil llevar a buen término su misión, y sólo el pensamiento de que estaba al
servicio del amor
, o algo muy parecido, le permitía perseverar. Incluso así, en los primeros momentos pensó que aquel servicio de amor iba a resultar imposible de llevar a cabo: Lucía era demasiado inteligente y ladina. Ya había cruzado la mitad del jardín de Shakespeare y la había visto mirando por la ventana del saloncito de música cuando se apartó de allí y, un instante después, los compases de un movimiento lento, ejecutados con notable violencia, ahogaron tan completamente el sonido del timbre de la sirena que Georgie se preguntó si había llegado a sonar de verdad. En realidad lo que había ocurrido es que, cuando Georgie entró por la cancela del jardín, Lucía y Pepino se encontraban en medio de una conversación muy seria. En algún momento, a lo largo de la Navidad, tenía lugar en The Hurst una fiesta que había devenido tan habitual e indispensable como las celebraciones navideñas mismas. En primer lugar, tocaba tomar decisiones: ¿a quién invitarían ese año? Desde luego, a la señora Weston, no, porque le había hablado en italiano a Lucía de un modo que no dejaba lugar a dudas. Además, probablemente —así lo afirmó Lucía con gran acritud— preferiría entretenerse con juegos infantiles con su
promesso
. Era igualmente imposible invitar a la señorita Bracely y a su marido, pues las relaciones estaban ya rotas desde hacía tiempo, a cuenta del incidente del Spanish Quartet y el
signor
Cortese; y respecto a los Quantock, ¿acaso Pepino esperaba que Lucía pudiera volver a invitar jamás a la señora Quantock a ninguna fiesta? Y luego estaba lo de Georgie, que se había tornado tan distinto, tan extraño, y… Bueno, entonces Georgie entró en el jardín. Lucía se apresuró a sentarse al piano y Pepino cerró los ojos para escuchar el movimiento lento.
Lucía ni se inmutó cuando se abrió la puerta. Pepino mantuvo los ojos cerrados. Así que Georgie se sentó en la silla que tenía más a mano, y esperó. Al final, Pepino suspiró, y él suspiró a su vez.
—¿Qué pasa? —dijo Lucía bruscamente—. Vaya, ¿eres tú, Georgie? ¡Qué raro! ¿No crees? ¿Alguna novedad?
Aquellas palabras se pronunciaron en el tono más gélido. Lucía raspó una mota de cera de la tecla del mi bemol mayor.
—Nada de particular —dijo Georgie, muy incómodo—. Sólo pasaba por aquí…
Lucía le lanzó a Pepino una mirada asesina. Si hubiera gritado con toda la potencia posible de su voz, no podría haber expresado más inequívocamente que era ella quien se haría cargo de la situación a partir de ese momento.
—¡Ah, qué agradable! —dijo—. Pepino y yo hemos estado tan ocupados últimamente que no hemos visto a nadie. Somos unos pobres paletos de pueblo. Ya veo que los ratones de ciudad tienen a bien dejarnos comer un poco de queso
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. ¿Cómo se encuentra nuestra querida señorita Bracely?
—Muy bien —dijo Georgie—. La he visto esta mañana.
Lucía dejó escapar un suspiro de alivio.
—¡Qué bien! —dijo—. Pepino, ¿has oído? La señorita Bracely está perfectamente bien. ¿No está muy cansada con los ensayos de esa nueva ópera?
Lucy Grecia
se titula, ¿no es así? ¡Oh, qué tonta soy…!
Lucrezia
: eso era, del extraordinario napolitano. Sí. ¿Y qué más? ¡Nuestra buena señora Weston, claro! ¿Aún está pensando en su encantador jovencito? Me imagino que estará haciendo guirnaldas de jazmines y eligiendo a sus damas de honor. ¡Ay, qué mala soy…! Sí. Y luego, ¿qué hay de nuestra querida Daisy? ¿Cómo está? ¿Todavía sigue acogiendo a princesas eslavas? Yo consulto todas las mañanas el
Noticiario Nobiliario
para ver si esa princesa Pop… Pop…
Popoff
… ¿no es así…?, si esa princesa Popoff se ha ido en tren, ya sabes,
pof-pof
a ver a su primo el zar. ¡Dios mío!
El derroche de malicia, envidia y casi total ausencia de compasión que Lucía utilizó para aderezar aquel discurso completamente improvisado fue verdaderamente portentoso. No lo había premeditado en absoluto: le salió con la furibunda espontaneidad de un rayo escupido por las nubes. Hasta ese momento Georgie no había imaginado ni la décima parte de todo lo que Olga había presentido con tanta certeza, y una doble emoción lo embargó. Estaba atónito ante Lucía, pues no se le había pasado siquiera por la cabeza cómo debía de haber sufrido antes de alcanzar cotas tan tremendas de amargura, y veneró la intuición de quien lo había adivinado, y sólo lo sintió por eso. La tormenta aún no había amainado por completo, aunque había signos de que Lucía se encontraba mejor.
—¿Y que me dices de ti, Georgie? —dijo Lucía—. Aunque creo que somos ya tan extraños que debería empezar a llamarte señor Pillson… ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? ¿Acompañando al piano a la señorita Bracely, y cosiendo vestiditos de novia todo el día, e invocando apariciones toda la noche? ¡Sí!
Lucía se había apropiado de aquel «sí» de lady Ambermere, que por otro lado siempre le había parecido especialmente odioso. Uno formulaba una proposición, o planteaba una pregunta, y luego la confirmaba por sí mismo.
—¿Y qué hay del señor Cortese? —añadió—. ¿Aún sigue farfullando su maravilloso inglés y su italiano? Sí. ¡Qué vida tan intensa tienes, Georgie! Supongo que ya no tendrás tiempo para pintar.
Aquello no era un dardo lanzado al azar, pues debía de haber visto a Georgie salir de Old Place con su caja de acuarelas y su caballete, pero aquel ataque directo contra él no rebajó la fuerza de «dulce condescendencia» con que había sido lanzado. Él rechazó el golpe para reunir todo el buen humor del que era capaz.
—No, precisamente he estado pintando estos últimos días —dijo—; al menos, he estado intentándolo. Estoy haciendo un pequeño esbozo de la señorita Bracely sentada al piano; quiero regalárselo el día de Navidad. Pero es dificilísimo. Ojalá lo hubiera traído para pedirte consejo, pero sólo habrías gritado de risa al verlo. Me temo que se trata de un fracaso espantoso: mucho peor que aquellos que te solía ofrecer por tus cumpleaños. Imagínate, y los conservas aún en tu encantadora salita de música. Haz que se los lleven a la despensa y yo te haré algo mejor para tu próximo cumpleaños.
Lucía, por más que lo intentó, no pudo evitar sentirse un poco conmovida por aquella respuesta de Georgie. Allí estaban todos, en efecto: «Otoño dorado en los bosques», «Diciembre desolado», «Narcisos amarillos» y «Rosas de estío»…
—O podemos decirle al limpiabotas que les ponga betún —dijo—. Bájalos, Georgie, y que se los den al muchacho para que les ponga un poco de betún.
Aquello ya estaba mucho mejor: se advertía cierta sorna tras aquellos sarcasmos. Él continuó con la broma.
—Lo haremos dentro de un rato —dijo—. Ahora quería invitaros a Pepino y a ti a cenar conmigo el día de Navidad. No seas desagradable y di que vendrás. Aunque uno nunca sabe a qué atenerse contigo…
—¿Una fiesta? —preguntó Lucía con suspicacia.
—Bueno, pensé que simplemente podríamos volver a celebrar una de nuestras viejas veladas —dijo Georgie, sintiéndose increíblemente astuto—. Contaremos con los Quantock, ¿no te parece?, y con el coronel y la señora coronela. Y luego estaréis Pepino y tú, y yo, y la señora Rumbold. Seremos ocho en total: seremos más de los que Foljambe desearía, pero tendrá que aguantarse. El señor Rumbold siempre pasa la noche de Navidad cantando villancicos con el coro, así que su señora vendrá sola.
—Ah, ¡esos villancicos…! —dijo Lucía, haciendo una mueca.
—Ya lo sé: te proporcionaré algunos taponcillos de algodón. Venid: celebraremos una fiesta para ocho personas. No he invitado a nadie todavía: a lo mejor no quiere venir nadie. Quiero que tú y Pepino, y el resto me confirméis vuestra asistencia. Si no, lo dejaremos. Dime que sí.
Lucía no podía rendirse a la primera. Era imprescindible adoptar una postura pensativa, y se tocó la frente con el dedo.
—Es muy amable por tu parte, Georgie —dijo—, pero tengo que pensarlo. ¿Tenemos algo previsto para la noche de Navidad,
carissimo
? ¿Dónde está tu agenda de compromisos? Ve y consúltala.
Aquello fue una maniobra perfecta, pues apenas había abandonado Pepino la sala cuando Lucía se levantó con un leve gritito y corrió tras él.
—¡Ay, qué tonta soy! —exclamó—. La puse yo misma en el salón de fumar, y el pobre
caro mio
la estará buscando toda la vida. Vuelvo en un minuto, Georgino.
Naturalmente, aquello era totalmente evidente para Georgie. Lucía quería mantener una pequeña conversación privada con Pepino, y esperó con bastante optimismo a que ambos regresaran. Pepino —Georgie estaba seguro de ello— estaría aburrido de aquella actitud aquilea
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de su mujer de quedarse esperando enfurruñada en el campamento. Regresaron envueltos en sonrisas, e inmediatamente se embarcaron en la cuestión de qué hacer tras la cena. Nada de burdos jolgorios: por supuesto que no, pero… ¿por qué no volver a hacer los cuadros dramáticos?