La interferencia del cuerpo del negro pareció enfurecer a Numa. Sacudió perversamente aquella arcilla inanimada. Dedicó al muerto, a aquella cosa insensata, una serie de gruñidos y rugidos espeluznantes y luego lo dejó caer y alzó la cabeza como si tratase de localizar otra futura víctima que estuviese viva y sobre la que volcar su iracundia. Clavó las fulgurantes pupilas en la figura de la mujer, se le agitaron los bigotes al contraer el labio superior para enseñar los colmillos. Un feroz rugido brotó de su garganta y el gigantesco felino se agazapó, tensos los músculos, dispuesto a saltar sobre aquella nueva víctima indefensa.
Caída la noche, el silencio y la calma se enseñorearon pronto del campamento donde Tarzán y Werper yacían fuertemente atados. Dos nerviosos centinelas cubrían sus rondas, durante las cuales sus ojos dirigían frecuentes miradas temerosas hacia las sombras impenetrables de la lóbrega jungla. Los demás dormían o intentaban dormir… salvo el hombre-mono. Silenciosa y enérgicamente forcejeaba con las ligaduras que mantenían sujetas sus muñecas.
Resaltaban los músculos bajo la tersa y bronceada piel de sus brazos y hombros; a causa del esfuerzo, las venas pronunciaron su relieve sobre las sienes… Una cuerda se rompió, luego otra, y otra… De pronto, tuvo libre una mano. Llegó de la selva una voz gutural y el hombre-mono se convirtió en una estatua silenciosa y rígida, aguzado el oído y el olfato para explorar el negro vacío que sus ojos no podían atravesar para distinguir lo que se encontraba al otro lado.
Entre la vegetación que crecía más allá del campamento se repitió el extraño sonido. Un centinela se detuvo bruscamente y forzó la vista, clavados los ojos en las negruras. La ensortija pelambrera que cubría su cabeza se erizó. Preguntó a su compañero, en ronco susurro:
—¿,Oíste eso?
El otro se le acercó; temblaba como una hoja.
—¿Oír qué?
Se repitió una vez más aquel sonido, al que respondió casi inmediatamente otro similar, que se produjo en el mismo campamento. Los centinelas se arrimaron uno al otro y escudriñaron las tinieblas donde parecía tener su origen la voz.
Las ramas de unos árboles se extendían por encima de la
boma
en aquel punto, que estaba justamente en el lado del campamento contrario al que ocupaban los centinelas. No se atrevieron a acercarse allí. Su pánico les impidió incluso despertar a sus compañeros… Lo único que fueron capaces de hacer fue seguir allí, paralizados por el miedo, con los ojos casi fuera de las órbitas, a la espera de la espantosa aparición que de un momento a otro esperaban ver surgir de la selva.
No tuvieron que esperar mucho. Una figura voluminosa, de forma ambigua, descendió ágilmente de las ramas de un árbol y aterrizó en el campamento. Al verla, uno de los centinelas recuperó el dominio de la voz y de los músculos. Empezó a gritar a voz en cuello, para despertar al dormido campamento y, de inmediato, cogió una brazada de leña y la arrojó a la fogata para reavivar las vacilantes llamas.
El oficial blanco y los soldados negros salieron disparados de debajo de las mantas. Las llamas, revitalizadas, alcanzaron gran altura, iluminaron todo el campamento y los hombres recién desvelados retrocedieron presa de su terror supersticioso ante el cuadro que contemplaron sus atónitos ojos.
Una docena de formas colosales y peludas se erguían impresionantes bajo los árboles del fondo del recinto. El gigante blanco, que tenía libre una mano, se había puesto de rodillas y se dirigía a aquellos tremebundos visitantes nocturnos en una horrible mezcla de acentos guturales, ladridos y gruñidos.
Werper se las había arreglado para sentarse en el suelo. También vio los rostros feroces de los antropoides que se acercaban y no supo muy bien si debía sentirse aliviado o dejarse abrumar por el terror.
Sin dejar de gruñir, los grandes monos avanzaron a saltos hacia Tarzán y Werper. Los acaudillaba Chulk. El oficial belga ordenó a sus tropas que disparasen sobre los intrusos, pero los negros se echaban atrás invadidos por el pavor supersticioso que les inspiraban aquellos peludos hombres de los árboles y convencidos de que el gigante blanco que había convocado a aquellas fieras de la jungla para que acudiesen en su ayuda era una criatura sobrenatural, más que humana.
El oficial tiró de revólver, hizo fuego y Tarzán, temiendo que el estruendo de la detonación afectase a sus aliados, que eran realmente pusilánimes, les conminó a que se apresuraran a cumplir las órdenes que les daba.
Al oír el disparo, un par de simios dieron media vuelta y emprendieron la huida; pero Chulk y otros seis antropoides más se lanzaron rápidamente hacia adelante y, siguiendo las instrucciones del hombre-mono, levantaron en peso a Tarzán y a Werper e iniciaron la retirada hacia la jungla, cargados con ellos.
Sin embargo, a copia de amenazas, admoniciones y palabrotas, el oficial belga logró persuadir a sus temblorosos soldados para que disparasen una descarga sobre los simios que ya huían. Fue una andanada caótica y dispersa, pero al menos uno de los proyectiles encontró objetivo, porque cuando la jungla acogía a los peludos salvadores, Chulk, que llevaba a Werper en uno de sus amplios hombros, dio un traspié y fue a parar al suelo.
Se levantó al instante, pero el belga supuso, a juzgar por su paso inseguro, que el mono estaba herido de gravedad. Se quedó bastante rezagado y, cuando Tarzán dio a su comando la orden de detenerse, transcurrieron varios minutos antes de que Chulk llegara hasta ellos, a paso lento. Por último, Chulk se desplomó bajo el peso de su carga y el desfallecimiento provocado por la herida.
Al caer, soltó a Werper, el cual quedó tendido de bruces en el suelo, con el cuerpo del simio medio cruzado encima del suyo. En esa posición, el belga notó que algo descansaba sobre sus manos, que aún tenía atadas a la espalda… algo que no formaba parte integrante del peludo cuerpo del mono.
Con gesto maquinal, los dedos del hombre palparon el objeto que había caído en sus manos: era una bolsa de piel suave, llena de unos granos duros. Werper se quedó boquiabierto de asombro cuando el reconocimiento de lo que tenía en las manos se filtró a través de la incredulidad de su mente. Parecía imposible y, sin embargo, ¡era cierto!
Se afanó febrilmente en trasladar la bolsa, arrebatándosela al mono para tomar posesión de ella. La restringida capacidad de maniobra que le imponían las ligaduras era un impedimento casi insalvable, pero se las arregló para introducir la bolsa y su preciado contenido bajo la cinturilla de los pantalones.
Sentado a corta distancia, Tarzán estaba atareado entendiéndoselas con los últimos nudos de las cuerdas que le sujetaban. Por fin, desató el último, arrojó la cuerda a un lado y se puso en pie. Fue hasta donde se encontraba Werper y se arrodilló a su lado. Durante unos momentos examinó al mono.
—Completamente muerto —anunció—. Una verdadera lástima… se trataba de una criatura espléndida.
Se entregó a la tarea de liberar al belga. Primero le soltó las manos y luego la emprendió con los nudos que inmovilizaban los tobillos.
—Puedo acabar yo mismo —dijo el belga—. Llevo encima una navajita que se les pasó por alto cuando me cachearon.
Se libró así de la ayuda del hombre-mono y del peligro de que hubiese podido descubrir algo que no debía. Abrió la navaja y cortó la correílla de cuero que unía la bolsa al hombro de Chulk. Acto seguido transfirió la bolsa de la cintura de los pantalones al interior de la camisa, bajo la pechera. Luego se puso en pie y se acercó a Tarzán.
Una vez más, la codicia se impuso en su ánimo. Se olvidó de las buenas intenciones que había despertado en él la confianza que Jane Clayton depositara en su honor. Lo que había conseguido la mujer, lo destruyó en un momento aquella bolsita. Werper no tenía la más remota idea del modo en que la bolsita había llegado a poder del gran antropoide, a menos que éste hubiese presenciado la escaramuza que él, Werper, mantuvo con Ahmet Zek y se la hubiera quitado, pero de lo que sí estaba seguro era de que dicha bolsa contenía las joyas de Opar, lo cual le interesaba más que ningún otro detalle.
El hombre-mono le recordó:
—Ahora has de cumplir tu promesa. Llévame al punto donde viste a mi esposa por última vez.
Fue una labor lenta y laboriosa la de abrirse paso a través de la jungla en plena noche, tras el pesado andar del belga. El hombre-mono rezongaba de mal talante a causa de tanto retraso, pero el europeo no podía moverse entre los árboles y matorrales con la misma agilidad que sus musculosos compañeros, y el ritmo de marcha lo imprimía y limitaba el miembro de la expedición que iba más despacio.
Los simios siguieron a los dos hombres blancos durante unos cuantos kilómetros, pero luego su interés fue disminuyendo, hasta que los que marchaban en cabeza se detuvieron en un claro y los demás hicieron lo propio junto a ellos. Quietos allí, observaron desde debajo de sus hirsutas cejas cómo se alejaban las figuras de los dos hombres hasta que éstos desaparecieron entre la frondosa vegetación de la selva, más allá del calvero. Entonces, uno de los simios encontró un lecho cómodo, al pie de un árbol, y se tendió allí tranquilamente. Uno tras otro, los demás imitaron su ejemplo, así que Werper y Tarzán continuaron su trayecto solos. Al hombre-mono no le sorprendió ni le preocupó tal circunstancia.
Habían cubierto una corta distancia; tras dejar a su espalda el claro donde los monos los habían abandonado, cuando llegó a sus oídos un distante rugir de leones. Tarzán no prestó interés a aquellos sonidos que le resultaban tan familiares hasta que oyó un disparo de fusil, debilitado por la lejanía y procedente de aquella dirección. Cuando siguió a la detonación el agudo relinchar de caballos y un fuego graneado se mezcló con el creciente y feroz estruendo que una nutrida manada de leones armaba con sus rugidos, el hombre-mono se mostró automáticamente preocupado.
—Alguien está en dificultades por allí —se dirigió a Werper—. Tendré que ir a echar un vistazo… Puede que sean amigos.
—Tal vez su esposa se encuentre entre ellos —apuntó el belga, que desde que tenía la bolsa en su poder recelaba y temía más al hombre-mono. En la cabeza del belga no cesaban de agitarse constantemente planes y planes para desembarazarse del gigante inglés, que era al mismo tiempo su salvador y su guardián.
La sugerencia hizo dar un respingo a Tarzán, como si acabara de recibir un latigazo.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Puede que esté allí y que los leones se hayan lanzado al ataque… Sin duda se trata de un campamento. Los relinchos de los caballos así lo indican… Ahora se oyen los gritos de un hombre agonizante. Quédate aquí… Volveré a buscarte. Pero antes he de acudir en ayuda de esas personas…
Saltó a las ramas de un árbol y su ágil figura desapareció en la noche tan silenciosa y rápidamente como si se tratara de un espíritu.
Werper permaneció inmóvil donde lo había dejado el hombre-mono. Luego, sus labios dibujaron una sonrisa taimada. «¿Quedarme aquí? —se preguntó interiormente—. ¿Quedarme aquí hasta que vuelvas y me quites las joyas? ¡No, amigo mío, de eso, nada!».
Y Albert Werper dio media vuelta para dirigirse hacia el este, atravesó la intrincada malla que formaban los colgantes tallos de unas enredaderas y se perdió de vista… para siempre.
A CASA
A
MEDIDA que Tarzán de los Monos avanzaba como una centella a través de los árboles, el discordante fragor de la batalla entablada entre los abisinios y los leones llegaba cada vez con más claridad a sus sensibles oídos, lo que reafirmaba su convencimiento de que la situación de los seres humanos en aquel combate era realmente desesperada.
Por fin, el resplandor de la hoguera del campamento se hizo visible entre las copas de los árboles e, instantes después, la gigantesca figura del hombre-mono se detuvo encima de una rama que dominaba el terreno y desde la que pudo contemplar el sangriento espectáculo de la carnicería que se desarrollaba a sus pies.
Abarcó con una rápida ojeada toda la escena y sus pupilas se detuvieron en la figura de una mujer erguida frente a un enorme león que la observaba desde el otro lado del cadáver de un caballo.
Encogido el cuerpo, tensos los músculos, el carnívoro se disponía a saltar en el momento en que Tarzán descubrió aquel cuadro trágico. Numa se encontraba prácticamente debajo de la rama en la que permanecía el hombre-mono, desnudo y sin armas. Pero Tarzán no vaciló ni una fracción de segundo… Fue como si ni siquiera hubiese interrumpido su celérico desplazamiento a través de las enramadas… Tan relampagueante fue su comprensión de la escena que tenía debajo, tan automática su consecuente acción inmediata.
A Jane Clayton le parecía su situación tan desesperada que, incapaz de reaccionar, permanecía inmóvil, sumida en un apático letargo, a la espera del impacto de aquel cuerpo enorme que la derribaría contra el suelo…, a la espera de la agonía que de un momento a otro iba a sufrir bajo las garras crueles y los feroces colmillos que pondrían el fin misericordioso de la muerte a su dolor y a sus sufrimientos.
¿Qué iba a conseguir intentando la huida? Tanto daba afrontar cara a cara aquel destino espantoso que morir atacada por la espalda mientras trataba inútilmente de huir. Ni siquiera bajó los párpados para evitarse el aterrador espectáculo de aquella cara de fauces entreabiertas. En consecuencia, no sólo vio al felino prepararse para dar el salto definitivo, sino también la atezada y formidable figura que saltó de la rama del árbol extendida sobre él en el preciso instante en que Numa se disponía a abalanzarse hacia la mujer.
Desorbitados los ojos por el asombro y la incredulidad, Jane Clayton contempló aquella aparición que se materializaba como surgida del más allá. La mujer se olvidó del león, se olvidó del peligro en que se encontraba, se olvidó de todo, salvo de la maravilla que representaba aquella extraña regeneración. Con los labios entreabiertos y las palmas de las manos apoyadas con fuerza en el pecho palpitante, la mujer se inclinó al frente, hechizada por la visión de su compañero difunto.
Vio arrojarse la musculosa humanidad encima del león, sobre cuyo lomo cayó como un imponente ariete dotado de vida. Vio al carnívoro desviarse lateralmente cuando estaba a punto de llegar a ella y comprendió al instante que aquella forma que acababa de aparecer como por ensalmo no era ningún espíritu intangible, puesto que su fortaleza física había logrado apartar de su rumbo la acometida de un león furioso, cuya fuerza bruta era también tremenda.