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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (26 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Beyd. Un centinela apostado en la parte delantera y otro en la posterior se consideraban precauciones suficientes, sin que creyeran necesario atar a la prisionera. Al anochecer siguiente a la conversación mantenida con Mohamed Beyd, Jane Clayton estuvo un rato sentada en la puerta de la tienda, dedicada a contemplar las actividades ordinarias del campamento. Ya había cenado la bazofia que le llevó el esclavo negro de Mohamed Beyd: unas tortas de harina de mandioca para acompañar un indescriptible guisote en el que se mezclaban las carnes de un mico recién sacrificado y de un par de ardillas, así como los restos de una cebra cazada el día anterior. Todo ello combinado insípidamente, sin condimento alguno. Pero la en otro tiempo belleza de Baltimore llevaba demasiado tiempo sumida en una dura batalla por la supervivencia como para que se despertasen sus escrúpulos y se le revolviese un estómago que años atrás habría reaccionado con violentas bascas ante provocaciones menos nauseabundas.

Los ojos de la mujer vagaron por el pisoteado piso del calvero de la jungla, bastante dañada ya por el hombre, sin ver ni los objetos próximos, ni los individuos que reían o se peleaban entre sí, ni la selva que se extendía más allá, constituida en telón de fondo que circunscribía su campo visual. La mirada de Jane Clayton pasaba de largo por todo ello, sin reparar para nada en su existencia, para ir a centrarse en una casa y en unas escenas de felicidad que llenaron sus ojos de lágrimas de alegría y de dolor al mismo tiempo. Vio a un hombre de alta estatura, de anchos hombros, que a lomos de un caballo llegaba de los lejanos campos de cultivo; se vio a sí misma esperándole para darle la bienvenida, con un ramo de rosas recién cortadas en los arbustos que adornaban el jardín, a ambos lados de la rústica puerta ante la que se encontraba ella. Todo aquello había desaparecido, se desvaneció en el pasado, lo aniquilaron las llamas de las antorchas, el plomo de las balas y la ruindad del odio de aquellos hombres espantosos y depravados. Jane Clayton ahogó un suspiro, se estremeció, regresó al interior de la tienda y fue en busca del montón de mantas mugrientas que constituía su lecho. Se dejó caer de bruces encima de aquel camastro, estalló en gemidos de pesadumbre y en un llanto que sólo interrumpió la llegada de un sueño que, aunque temporalmente, puso alivio a su aflicción.

Mientras lady Greystoke dormía, de la tienda alzada a la derecha de la suya salió una figura subrepticia. Se llegó al centinela que montaba guardia ante la entrada y le susurró unas palabras al oído. El hombre asintió con la cabeza y luego echó a andar a través de la oscuridad, rumbo a sus propias mantas. La figura se trasladó a la parte posterior de la tienda de Jane Clayton y dijo algo también al centinela apostado allí, el cual se marchó a su vez, siguiendo el camino que antes emprendió su compañero.

A continuación, el individuo que había despachado a los centinelas se llegó a la puerta de la tienda, soltó los cierres del toldo de entrada y se deslizó al interior con el silencioso sigilo de un fantasma.

CAPÍTULO XXI

HUIDA A LA SELVA

S
IN PODER pegar ojo entre las mantas, Albert Werper dejó que su perversa imaginación se recreara repasando con los ojos de la mente los encantos de la mujer que dormía en la tienda contigua. No se le había pasado por alto el repentino interés que Mohamed Beyd manifestaba hacia lady Greystoke y, al juzgarle según sus propios sentimientos, supuso, y acertó, la causa de aquel repentino cambio de actitud del árabe.

Dio rienda suelta a su fantasía y la consecuencia resultante fue que se despertaron en su interior unos celos bestiales de Mohamed Beyd, acompañados del temor de que su rival pudiera llevar a cabo sus inconfesables designios sobre la indefensa señora. A través de un extraño proceso mental, Werper, cuyas intenciones respecto a Jane Clayton eran idénticas a las que atribuía al árabe, se asignó el imaginario papel de protector de Jane Clayton y llegó a convencerse de que las atenciones que a la mujer le parecerían espantosas si se las prodigaba Mohamed Beyd, le resultarían en cambio agradables si era Albert Werper quien se las dispensaba.

Comoquiera que el esposo de lady Greystoke había muerto, Werper albergaba las más optimistas ilusiones, casi convencido de que podría sustituirle en el corazón de la dama. Podía proponerle el matrimonio, cosa que a Mohamed Beyd no se le ocurriría, aparte de que, en todo caso, lady Greystoke lo rechazaría despectivamente, impulsada por el desagrado que le inspiraría la sacrílega lujuria del árabe.

El belga tardó muy poco en autoconvencerse de que la cautiva no sólo tenía todas las razones habidas y por haber para enamorarse de él, sino que incluso le había dado a entender mediante diversas indirectas femeninas el recién nacido afecto que él le inspiraba.

Una súbita determinación se apoderó de su ánimo. Se quitó las mantas de encima y se puso en pie. Se calzó las botas, se abrochó la canana, se cercioró de que el revólver estaba en la funda, en la cadera, apartó la puerta de lona de la tienda y echó un vistazo al exterior. ¡Ante la tienda de la prisionera no había ningún centinela! ¿Qué podía significar eso? Verdaderamente, la suerte estaba de su parte.

Salió y se dirigió a la parte trasera de la tienda de la mujer. ¡Tampoco allí había centinela! Entonces, audazmente, se dirigió a la entrada y penetró en la tienda.

La luz de la luna iluminaba tenuemente el interior. En el fondo de aquel alojamiento, una figura se inclinaba sobre las mantas de un lecho. Se oyó el susurro de unas palabras y otra figura se incorporó hasta quedar sentada. Poco a poco, los ojos de Albert Werper fueron acostumbrándose a la oscuridad. Comprobó que la figura que se inclinaba sobre el lecho era un hombre y adivinó la identidad del visitante nocturno y el objetivo que perseguía.

Le inundó una oleada de celos furibundos y resentidos. Avanzó un paso en dirección a la pareja. Oyó el grito aterrado que brotó de los labios de Jane Clayton al reconocer las facciones del hombre que se inclinaba sobre ella y vio que las manos de Mohamed Beyd se cerraban en torno a la garganta de la mujer, a la que derribó de nuevo sobre las mantas.

La pasión defraudada puso un celaje cárdeno ante los ojos del belga. ¡No! Aquel hombre no iba a poseerla. Jane Clayton era para él, nada más que para él. Nadie iba a despojarle de sus derechos.

Cruzó la tienda en dos zancadas y se abalanzó sobre la espalda de Mohamed Beyd. Pese a la sorpresa que le produjo aquel ataque inesperado, el árabe no iba a ceder sin plantear batalla. Los dedos del belga buscaron la garganta de Mohamed Beyd, pero éste se zafó de la presa y, al tiempo que se erguía, dio media vuelta para situarse de cara a su adversario. Al quedar uno frente a otro, Werper asestó al árabe un potente derechazo en el rostro que hizo retroceder tambaleándose a Mohamed Beyd. Si hubiera sabido aprovechar esa ventaja, Werper habría tenido al árabe a su merced en cuestión de un momento, pero en vez de seguir atacando quiso tirar de revólver y, en aquel instante decisivo, los hados ordenaron que el arma se resistiera a abandonar la pistolera de cuero.

Antes de que Werper tuviese tiempo de desenfundarla, Mohamed Beyd se había recuperado y se le echaba encima. Werper repitió el puñetazo a la cara de su rival y el árabe le devolvió el golpe. Sacudiéndose con saña e intentando continuamente uno y otro agarrar al contrario, ambos se enzarzaron en una lucha sin cuartel por el reducido interior de la tienda, mientras la mujer, desorbitados los ojos por el asombro y el miedo, contemplaba el duelo en gélido silencio.

Una y otra vez forcejeó Werper para sacar el revólver. Mohamed no había previsto que el deseo inspirado por sus bajos instintos iba a encontrar oposición, por lo que había acudido a la tienda desarmado, con la salvedad de un largo alfanje, que desenvainó durante un breve y jadeante alto en la contienda.

—¡Perro cristiano —murmuró—, mira este alfanje que empuña Mohamed Beyd! Míralo bien, infiel, porque es lo último que vas a ver y a sentir en tu vida. Con esta arma, Mohamed Beyd atravesará tu negro corazón. Reza a tu Dios, si lo tienes… Porque dentro de un minuto habrás muerto.

Con la última palabra de su amenaza se abalanzó arrebatadamente sobre el belga, enarbolando el alfanje por encima de la cabeza.

Werper aún estaba tratando infructuosamente de sacar el revólver de la funda. El árabe había llegado hasta él. Abrumado por la desesperación, el europeo aguardó hasta que Mohamed Bey casi llegaba a él y entonces se arrojó lateralmente sobre el suelo de la tienda, aunque dejó extendida una pierna al paso del árabe.

La zancadilla le salió bien. En el impulso de su ataque, al tropezar con aquel obstáculo, Mohamed Beyd fue a estrellarse de bruces contra el suelo. Se levantó con instantánea presteza y giró sobre sus talones para reanudar la lucha; pero Werper ya se le había adelantado, estaba de pie frente a él y en su mano brillaba el revólver, que por fin había conseguido desenfundar.

En el momento en que el árabe se lanzaba de cabeza, con ánimo de entablar combate cuerpo a cuerpo, retumbó el ladrido de una detonación, un fogonazo rasgó la oscuridad y Mohamed Beyd fue a parar de nuevo al piso de la tienda, donde dio un par de vueltas sobre sí mismo y luego quedó inmóvil junto al lecho de la mujer a la que había pretendido deshonrar.

Nada más sonar el disparo, en todo el campamento surgieron voces excitadas. Los hombres se interpelaban unos a otros, preguntándose qué significaba aquella detonación. Werper los oyó ir de un lado para otro con ánimo de averiguar el motivo del disparo. Jane Clayton se había puesto en pie al caer muerto el árabe y corrió hacia Werper, tendidas las manos.

—¿Cómo podré agradecérselo, amigo mío? —exclamó—. ¡Y pensar que hoy mismo casi había llegado a creer la infame patraña que esa bestia humana me contó acerca de la maldad de usted y de su pasado criminal! Perdóneme, señor Frecoult. Debí pensar que un hombre blanco y un caballero nunca puede ser más que el protector de una mujer de su propia raza, perdida en medio de los peligros de esta tierra salvaje.

Werper dejó caer desmayadamente los brazos a lo largo de los costados. Se quedó quieto, con la vista clavada en Jane Clayton, incapaz de encontrar las palabras oportunas para responder. La candorosa interpretación que la dama atribuía a las verdaderas intenciones del belga era algo que no tenía respuesta.

Fuera, los árabes buscaban al autor del disparo. Los dos centinelas a los que Mohamed Beyd había relevado de su guardia enviándolos a dormir fueron los primeros en proponer acercarse a la tienda de la prisionera para echar un vistazo.

Werper los oyó acercarse. Si lo detenían y lo acusaban de la muerte de Mohamed Beyd, eso representaría una inmediata sentencia de muerte. Aquellos facinerosos brutales y furibundos harían pedazos al cristiano que había osado derramar la sangre del jefe de la banda. Tenía que dar con alguna excusa que retrasara el descubrimiento del cadáver de Mohamed Beyd.

Volvió a enfundar el revólver y con paso rápido se encaminó a la entrada de la tienda. Apartó las puertas de lona, salió e hizo frente a los hombres, que se aproximaban a toda prisa. Consiguió encontrar dentro de sí la osadía valentona necesaria para esbozar una sonrisa forzada y alzó la mano para indicarles que se detuvieran.

—La mujer se resistió —dijo— y Mohamed Beyd no tuvo más remedio que disparar contra ella. No ha muerto… sólo está herida y no parece que sea grave. Podéis volver tranquilamente a vuestras mantas. Mohamed y yo cuidaremos de la prisionera.

Acto seguido, dio media vuelta y entró de nuevo en la tienda, mientras los bandidos se daban por satisfechos con aquella explicación y regresaban encantados de la vida a conciliar de nuevo su interrumpido sueño.

Al llegar otra vez junto a Jane Clayton, las intenciones que animaban a Werper eran muy distintas a las que sentía cuando, minutos antes, abandonó el lecho. Las emociones de su reyerta con Mohamed Beyd, así como los peligros que tendría que afrontar cuando, a la mañana siguiente, tuviese que revelar inevitablemente a los árabes la verdad de lo ocurrido aquella noche en la tienda de la prisionera, habían enfriado la ardiente vehemencia que le dominaba cuando irrumpió en la tienda.

Pero otra pasión, mucho más poderosa, influía a favor de la mujer. Por bajo que pueda caer un hombre, si alguna vez el honor y la caballerosidad han formado parte de su patrimonio personal, nunca se erradican totalmente de su carácter y aunque Albert Werper llevaba mucho tiempo sin poder alegar que poseía el más ínfimo adarme de cualquiera de ambas virtudes, el hecho de que Jane Clayton se las atribuyera espontáneamente las había revitalizado en el fondo del espíritu del belga.

Comprendió por primera vez la terrible y poco menos que desesperada situación de la hermosa cautiva y las profundidades de ignominia en que se había hundido él, un caballero europeo bien nacido, al participar, aunque fuera momentáneamente, en la destrucción del hogar, de la felicidad y de la propia lady Greystoke.

Era ya excesiva la vileza acumulada en el umbral de su conciencia para que aspirase a redimirse por completo, pero en un primer y súbito arranque de arrepentimiento el hombre concibió la sincera intención de reparar, hasta donde le fuera posible, el daño que su codicia criminal había ocasionado a aquella dulce e inofensiva dama.

Mientras Werper permanecía aparentemente a la escucha de los pasos que se retiraban, Jane Clayton se le acercó.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó—. Cuando amanezca descubrirán esto —señaló el inmóvil cadáver de Mohamed Beyd—. Y cuando lo descubran le matarán a usted.

Durante un momento, Werper guardó silencio. Luego se dirigió repentinamente a la mujer:

—Tengo un plan. Llevarlo a cabo requiere mucho temple y mucho valor por su parte, pero ya ha demostrado que posee esas dos virtudes en grandes dosis. ¿Puede soportar más pruebas?

—Soportaré cualquier cosa —Jane Clayton sonrió animosamente—, con tal de que nos proporcione una posibilidad de salvación, por leve que sea.

—Tendrá que fingir que está muerta —explicó el belga—, mientras la saco de la aldea. Diré a los centinelas que Mohamed Beyd la mató en un arrebato y que me ha ordenado que lleve su cadáver a la jungla. Esta acción, aparentemente innecesaria, la justificaré contándoles a los árabes que Mohamed Bey se había enamorado de usted apasionada y violentamente, y que lamenta tanto haberla asesinado que le es imposible aguantar el silencioso reproche que para él representa el cuerpo sin vida de su amada.

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