Tarzán y las joyas de Opar (27 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Jane Clayton levantó una mano para interrumpirle. En sus labios aleteó una sonrisa.

—¿Se ha vuelto loco? —dijo—. ¿Cree que los centinelas se van a creer un disparate tan ridículo?

—Usted no los conoce —replicó Werper—. Bajo su rudo exterior, y pese a su naturaleza violenta y criminal, discurre una clara corriente de sentimentalismo romántico… Lo encontrará en todos los individuos de su clase, a lo largo y ancho del mundo. Ese espíritu novelesco es lo que induce a esos hombres a llevar una vida de delitos, al margen de la ley. Esta estratagema dará resultado, no se preocupe.

Jane Clayton se encogió de hombros.

—Podemos intentarlo… Y luego, ¿qué?

—La dejaré escondida en la selva —continuó Werper— y por la mañana cogeré dos caballos e iré a recogerla.

—¿Pero cómo va a explicar la muerte de Mohamed Beyd? —quiso saber lady Greystoke—. La descubrirán antes de que usted puede salir del campamento por la mañana.

—No tendré que explicarla —repuso el belga—. La explicará el propio Mohamed Beyd… Es algo que debemos dejar de su cuenta. ¿Se siente con ánimos para la aventura?

—Sí.

—Aguarde un momento, pues. He de procurarle un arma y municiones.

Werper salió de la tienda con paso vivo.

Regresó al cabo de un momento, con otro revólver y una canana de repuesto ceñida a la cintura.

—¿Lista? —preguntó.

—Lista —afirmó la dama.

—Entonces acérquese y échese sobre mi hombro izquierdo, como si estuviera muerta.

Werper se arrodilló para recibirla.

—Adelante —animó, al tiempo que se levantaba—, deje que cuelguen inertes los brazos, las piernas y la cabeza. Recuerde que es un cadáver.

Instantes después, Albert Werper salia de la tienda, con el cuerpo de la mujer cargado a la espalda.

Alrededor del campamento se había preparado una
boma
de espinos, destinada a quitarles las ganas de entrar allí a los carnívoros hambrientos. Un par de centinelas paseaban de un lado a otro, a la claridad de las llamas de una fogata que mantenían bien alimentada de leña. El más próximo de los dos alzó la cabeza sorprendido al ver acercarse a Werper.

—¿Quién va? —le dio el alto—. ¿Qué llevas ahí?

El belga se quitó la capucha del albornoz para que el centinela le viese la cara.

—Es el cadáver de la mujer —respondió—. Mohamed Beyd me ha dicho que lo lleve a la jungla porque no puede soportar ver el rostro de la mujer que amaba y a quien las circunstancias le obligaron a matar. Está destrozado, afligidísimo… inconsolable. No sabes el trabajo que me ha costado impedir que se quitara la vida.

Sobre el hombro del belga, inerte y con el corazón en un puño, Jane Clayton aguardó la respuesta del árabe. Seguramente soltaría la carcajada al acabar de oír aquel cuento tan absurdo, de eso a ella no le cabía la menor duda. El centinela apenas tardaría unos segundos en descubrir la trápala que el señor Frecoult intentaba colarle. Y entonces todo estaría perdido para ellos. Trató de imaginar la forma en que podría ayudar a su salvador en la inminente pelea que iba a entablarse en cuestión de un momento.

Y entonces oyó la respuesta del árabe.

—¿Vas a ir solo o quieres que despierte a alguien para que te acompañe y te eche una mano? —preguntó el centinela, y su tono de voz no denotaba el más leve asomo de extrañeza por el hecho de que Mohamed Beyd hubiese manifestado tan extraordinarios rasgos de romántica sensibilidad.

—Iré solo —declinó Werper el ofrecimiento.

Continuó adelante y pasó por la estrecha abertura de la
boma
, junto a la cual montaba guardia el centinela.

Al cabo de un momento se adentraba entre los troncos de los árboles con su carga y, cuando estuvo a salvo de la vista del árabe, depositó a la mujer en el suelo, de pie; ante la posibilidad de que ella empezase a hablar, Werper emitió un siseo bajo.

La condujo más al interior del bosque, se detuvo bajo las ramas de un árbol gigantesco, abrochó la canana, con el revólver en su funda, en tomo a la cintura de Jane Clayton y ayudó a la mujer a subirse a las ramas inferiores.

—Mañana —susurró—, en cuanto pueda darles esquinazo, vendré a buscarla. Valor, lady Greystoke… Aún podemos escapar.

—Gracias —respondió ella en voz baja—. Ha sido usted muy bueno… Todo un valeroso caballero.

Werper no dijo nada. La oscuridad nocturna ocultó el rubor escarlata que la vergüenza pinceló en su rostro. Dio media vuelta rápidamente y regresó al campamento. Desde su puesto, el centinela vio al belga entrar en su tienda, pero no le vio salir arrastrándose por debajo de la lona que constituía la pared posterior, ni le vio deslizarse subrepticiamente hacia la tienda asignada a la prisionera, en la que ahora yacía el cuerpo sin vida de Mohamed Beyd.

Werper levantó el borde inferior de la pared trasera, se coló dentro y se acercó al cadáver. Sin el menor titubeo, agarró las muñecas del muerto y lo arrastró de espaldas hacia el punto por el que Werper acababa de pasar. Retrocedió a gatas, lo mismo que había entrado, tirando del cadáver. Una vez fuera, el belga se deslizó hasta una esquina de la tienda y observó todo el espacio del campamento situado dentro de su campo visual: nadie vigilaba.

Volvió junto al cuerpo, se lo cargó al hombro y, jugándose el todo por el todo, cubrió en celérica carrera el escaso trecho que separaba la tienda de la cautiva de la de Mohamed Beyd. Se detuvo detrás de la pared de seda, descargó el cadáver y permaneció allí unos minutos inmóvil, a la escucha.

Por último, convencido de que nadie le había visto, se agachó, levantó el fondo de la pared de la tienda, entró en ésta de espaldas y arrastró al interior el cuerpo de Mohamed Beyd. Lo llevó hasta el montón de alfombras y mantas que constituían el lecho del árabe y tanteó en la oscuridad hasta encontrar el revólver del muerto. Con el arma en la mano, regresó al lado de Mohamed Beyd, se arrodilló junto al lecho, introdujo la mano que empuñaba el arma por debajo de las alfombras, amontonó con la zurda una buena cantidad de alfombras y mantas encima y alrededor del revólver. Luego apretó el gatillo, al mismo tiempo que emitía una sonora tos.

Nadie que se hubiera encontrado fuera de la tienda podría haber oído la detonación, apagada por las gruesas telas y sofocada por la tos. Werper se sintió satisfecho. Una sonrisa torva se dibujó en sus labios mientras retiraba el arma de debajo de las alfombras y la colocaba cuidadosamente en la mano del muerto, con tres dedos alrededor de la culata y con el índice curvado sobre el gatillo, dentro de la guarda de éste.

Dedicó unos instantes a arreglar las desordenadas alfombras y mantas y a continuación salió por donde había entrado, dejando sujeta la pared posterior de la tienda, tal como estaba antes de que la levantase.

Se llegó a la tienda de la prisionera y eliminó asimismo toda evidencia de que alguien hubiese podido entrar o salir por debajo de la pared posterior. Después regresó a su propia tienda, entró, sujetó las lonas y se metió bajo las mantas.

A la mañana siguiente le despertó la voz alterada del esclavo de Mohamed Beyd, que le llamaba desde la puerta de la tienda.

—¡Rápido! ¡Rápido! —apremiaba el negro en tono asustado—. ¡Ven deprisa! Mohamed Beyd está muerto en su tienda… ¡Se ha matado él mismo!

Al oír la alarma de aquellos gritos, Werper apartó las mantas de golpe y se sentó en el lecho, con sobresaltada expresión en su semblante. Pero cuando llegaron a sus oídos las últimas palabras del negro un suspiro de alivio se escapó de sus labios y una tenue sonrisa suavizó sus hasta entonces tensas facciones.

—¡Ya voy! —gritó al negro.

Se calzó las botas, se levantó y salió de la tienda.

Árabes y negros corrían excitados desde todos los puntos del campamento hacia la tienda de seda de Mohamed Beyd y, cuando Werper entró en ella, un numeroso grupo de bandidos se agolpaba alrededor del cadáver, ahora rígido y frío.

El belga se abrió paso a codazos entre ellos y se detuvo junto al cadáver del forajido., Contempló en silencio, durante unos segundos, el yerto rostro y luego se volvió hacia los árabes.

—¿Quién lo ha hecho? —gritó. Su tono era acusatorio y amenazador—. ¿Quién ha asesinado a Mohamed Beyd?

Se alzó súbitamente un coro de voces en tumultuosa protesta.

—Mohamed Beyd no ha muerto asesinado —chillaron—. Se suicidó. Eso y Alá son nuestros testigos.

Señalaron el revólver que empuñaba la mano del muerto.

Werper fingió el correspondiente escepticismo durante el tiempo que juzgó adecuado y luego se permitió el lujo de dejarse convencer de que Mohamed Beyd realmente se había suicidado como consecuencia de los remordimientos que le producían la muerte de la mujer blanca, a la que en secreto, sin que ninguno de sus secuaces lo supiera, amaba con apasionada y fervorosa devoción.

El propio Werper envolvió personalmente el cadáver en las mantas de su lecho, no sin preocuparse de poner hacia dentro la parte chamuscada de las telas que utilizó para apagar la detonación del arma que había disparado la noche anterior. Luego, seis fornidos negros llevaron el cadáver a la explanada donde se encontraba el campamento y lo depositaron en una sepultura poco profunda. Mientras la tierra suelta caía sobre la figura envuelta en el sudario formado por las mantas, Albert Werper dejó escapar otro suspiro de alivio: su plan había salido mucho mejor de lo que se había atrevido a esperar.

Muertos Ahmet Zek y Mohamed Beyd, los bandidos se encontraban sin jefe y, tras parlamentar brevemente entre ellos, decidieron regresar al norte y visitar las diversas tribus a las que pertenecían. Después de enterarse de la dirección que pensaban tomar, Werper anunció que, por su parte, iría hacia el este, rumbo a la costa, y como los malhechores no sabían que poseyera algo que ellos pudieran desear, no tuvieron inconveniente en manifestarse dispuestos a permitirle que se marchara hacia donde le pareciese bien.

Cuando los miembros de la banda emprendieron la marcha, el belga subió a la silla de su montura y, desde el centro del claro, los vio desaparecer en la jungla, uno tras otro, mientras daba gracias a Dios por haberle permitido escapar por fin de las garras de aquellos infames criminales.

En cuanto dejó de oírse el ruido de los caballos, Werper condujo su montura hacia la derecha y se adentró en el bosque, en dirección al árbol donde había dejado escondida a lady Greystoke. Al llegar a él, detuvo su corcel y saludó con voz alegre e ilusionada:

—¡Buenos días!

No le llegó ninguna respuesta y, aunque sus ojos escudriñaron atentamente el tupido follaje que tenía sobre su cabeza, no vio el menor rastro de la mujer. Se apeó de la cabalgadura y trepó rápidamente al árbol, donde pudo ver a conciencia todas las ramas. Aquel árbol estaba vacío… Jane Clayton había desaparecido durante la silenciosa vi la en la noche de la selva.

CAPÍTULO XXII

TARZÁN RECUPERA LA MEMORIA

C
UANDO los dedos de Tarzán acariciaron las piedras de su recobrada bolsa, su pensamiento voló de regreso al montón de lingotes amarillos en torno al cual los árabes y los abisinios sostuvieron aquella encarnizada batalla.

¿Qué tenían en común aquella pila de metal amarillo sucio y las preciosas y rutilantes piedras que contuvo la bolsa? ¿Qué era aquel metal? ¿De dónde había salido? ¿A qué se debía aquella torturante semiconvicción que parecía exigir a su memoria el reconocimiento de que aquella pila de metal amarillo por la que combatieron y murieron aquellos hombres no sólo estaba íntimamente relacionada con su pasado, sino que incluso el metal en cuestión había sido suyo?

¿Cuál era su pasado? Sacudió la cabeza. Su memoria pasó revista despacio y borrosamente a su infancia entre los simios… Se presentó después un confuso desfile de rostros, figuras y acontecimientos que se mezclaban unos con otros, que no parecían tener relación alguna con Tarzán de los Monos, pero que, a pesar de todo, en su forma fragmentaria le resultaban familiares.

Lenta y laboriosamente, los recuerdos intentaban asentarse, situarse en el lugar que les correspondía; el lastimado cerebro iba recuperándose de los daños sufridos, a medida que el proceso curativo de la perfecta circulación iba eliminando o absorbiendo poco a poco la causa reciente de su disfunción.

Por primera vez en muchas semanas, las personas que pasaban ahora por delante de los ojos de su cerebro tenían rostros conocidos; pero no podía colocarlas en los sitios que una vez ocuparon en su vida pretérita, ni tampoco le era posible citar a cada una de ellas por su nombre. Una era una mujer muy guapa y su precioso semblante aparecía más veces que ningún otro en el barullo de los recuerdos que deambulaban por su cerebro. ¿Quién sería? ¿Qué había representado para Tarzán de los Monos? Le parecía haberla visto cerca del punto donde se hallaba el montón de lingotes de oro que desenterraron los abisinios. Pero el terreno circundante presentaba un cuadro muy distinto al que ahora vislumbraba.

Había un edificio —muchos edificios— y también setos, cercas y flores. Tarzán frunció el entrecejo, desconcertado ante las dificultades que planteaba la solución de aquel problema sorprendente. Tuvo la sensación, durante unos segundos, de que había captado la verdadera explicación, pero al instante, cuando el éxito parecía al alcance de la mano, la imagen se disolvió, sustituida repentinamente por una escena de la selva, en la que un muchacho blanco desnudo bailaba en compañía de los miembros de una tribu de peludos y primitivos seres simiescos.

Tarzán sacudió la cabeza y suspiró. ¿Por qué no podía fijar aquellos recuerdos? Al menos, tenía la seguridad de que, en determinado sentido, la pila de oro, el lugar en que ésta se encontraba, el sutil perfume de la esquiva hembra a la que perseguía, el recuerdo de la mujer blanca y él mismo estaban inextricablemente asociados por los vínculos de un pasado sobre el que cayó el olvido.

Si aquel era el sitio que le correspondía a la mujer, ¿en qué lugar mejor que aquel podía ir a buscarla o a esperarla, puesto que era precisamente ese punto el que parecían asignarle los confusos e intermitentes recuerdos? Merecía la pena intentarlo. Tarzán se echó al hombro la correa de cuero de la bolsa vacía y se lanzó a través de los árboles, en dirección a la llanura.

En los limites del bosque encontró a los árabes que volvían en busca de Ahmet Zek. Se escondió, los dejó pasar de largo y luego reanudó la marcha hacia las carbonizadas ruinas de los edificios que casi habían estado a punto de poner algo de orden en su memoria, de definir sus recuerdos.

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