Tarzán y las joyas de Opar (29 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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En cuanto Tarzán recobró el conocimiento y se comprobó que no sufría heridas de gravedad, se integró a los prisioneros en la columna y el destacamento emprendió la marcha de regreso hacia la frontera del Estado Libre del Congo.

Al atardecer, la compañía se detuvo a la orilla de un río, montó el campamento y se dispuso a guisar la cena. Desde la espesa vegetación de la selva, un par de ojos feroces observaban con silenciosa y atenta curiosidad las actividades de los negros de uniforme. Por debajo de las hirsutas cejas, aquella criatura vio a los soldados construir la
boma
, encender las fogatas y preparar la cena.

Tarzán y Werper permanecían tendidos y maniatados detrás del montón de mochilas de la tropa, donde los habían dejado al detenerse la compañía; pero una vez dispuesta la cena, sus guardianes les ordenaron que se pusieran en pie y se encaminaran a una de las fogatas, donde se les soltarían las manos para que pudiesen comer. Al levantarse el hombre-mono, un gesto de sorpresa y reconocimiento apareció en el peludo semblante del ser que espiaba desde la selva, cuyos labios emitieron un leve sonido gutural. Tarzán se alertó al instante, pero contuvo el gruñido de respuesta que pugnaba por salir de sus cuerdas vocales, ante el temor de que pudiera despertar las sospechas de los soldados.

De pronto, se le ocurrió una idea. Miró a Werper.

—Voy a decirte algo en voz alta y en un lenguaje que no entiendes. Finge escuchar atentamente mis palabras y respóndeme de vez en cuando, murmurando algo que dé la impresión de que corresponde al mismo lenguaje… Es posible que nuestra huida dependa de que esta treta salga bien.

Werper asintió con la cabeza, indicando que había entendido. Inmediatamente, de los labios de su compañero brotó una extraña jerga que muy bien se hubiera podido tomar por los ladridos y gruñidos de un perro o el parloteo de unos micos.

Los soldados que estaban más próximos miraron sorprendidos al hombre-mono. Algunos rompieron a reír, pero otros se retiraron dominados por un evidente temor supersticioso. El oficial se acercó a los prisioneros, mientras Tarzán seguía pronunciado sus aparentemente ininteligibles sonidos, se detuvo detrás de ellos y escuchó con perplejo interés. Cuando Werper murmuró algo en aquella jerigonza ridícula, la curiosidad del oficial belga rebasó los limites normales y el hombre dio un paso adelante y quiso saber en qué idioma estaban hablando.

Basándose en los elementos de juicio que le procuraron la índole, clase y temas de conversación del hombre, Tarzán había calculado el nivel cultural del belga. Confió en no haberse equivocado mientras respondía:

—En griego.

—¡Ah, ya me imaginaba que era griego! —repuso el oficial—. Pero hace tantos años que lo estudié que casi se me ha olvidado del todo y no estaba seguro. Sin embargo, os agradecería que, de ahora en adelante, habléis en un idioma con el que esté más familiarizado.

Werper volvió la cabeza para ocultar la amplia sonrisa que decoraba su rostro. Le susurró a Tarzán:

—No cabe duda de que para él era griego… Para él y para mí.

Pero uno de los soldados negros le confesó en voz baja a un compañero:

—He oído antes esos sonidos… Una noche en que me perdí en la selva oí hablar entre sí a los hombres peludos de los árboles. Y sus palabras eran como las palabras de este hombre blanco. Daría cualquier cosa por no habérnoslo encontrado. No es un hombre… Es un espíritu malvado y si no le dejamos marchar hará que la mala suerte caiga sobre nosotros.

Y los ojos del negro se dirigieron llenos de temor hacia la jungla.

Su camarada dejó escapar una risita nerviosa y se alejó para repetir aquella conversación, con las consiguientes variantes y exageraciones, a otros miembros de la tropa. De forma que antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo se había tejido en torno al gigante prisionero una sobrecogedora fábula de magia negra y muerte repentina que circuló rápidamente de boca en boca por todo el campamento.

Y en las profundidades de la selva tenebrosa, entre las negras sombras que proyectaba la caída de la noche, una criatura peluda, semejante a un ser humano, se desplazaba hacia el sur a toda velocidad, en cumplimiento de una misión secreta.

CAPÍTULO XXIII

NOCHE DE TERROR

E
N EL ÁRBOL donde Werper la dejó esperándole, la noche se le hizo interminable a Jane Clayton. Sin embargo, acabó por fin y apenas una hora después de la llegada de la aurora, el ánimo de la mujer recibió una dosis de renovada esperanza al divisar a un jinete solitario que se acercaba por el sendero.

El albornoz suelto, con la capucha caída, ocultaban tanto la figura como el rostro del caballista, pero lady Greystoke sabía muy bien que se trataba del señor Frecoult, puesto que se había vestido de árabe y era la única persona de la que podía esperarse que acudiera a buscarla en aquel escondite.

Aquella perspectiva alivió la tensión de la larga noche de vigilia, pero detrás del jinete había algo más que a la señora no le era posible ver. El rostro negro que ocultaba la blanca capucha, por ejemplo, o la hilera de jinetes de ébano que cabalgaban despacio detrás del que iba en cabeza y que un recodo del camino escondía a la vista. De momento, lady Greystoke no los vio e impulsada por su ilusionado alborozo se inclinó hacia el jinete que se aproximaba y de su garganta salió un grito de bienvenida.

En el instante en que oyó la primera palabra, el hombre levantó la cabeza y tiró de las riendas, sorprendido. Al vislumbrar el negro semblante de Abdul Murak, el abisinio, la mujer retrocedió aterrada para ocultarse entre el follaje, pero ya era demasiado tarde. El hombre la había visto y se apresuró a ordenarle a voces que bajase del árbol. Al principio, lady Greystoke se negó a hacerlo, pero cuando una docena de soldados de caballería detuvieron sus monturas detrás de su jefe y Abdul Murak encargó a uno de ellos que trepara al árbol y se apoderase de ella, la mujer comprendió que era inútil resistirse y descendió despacio hasta el suelo, donde permaneció ante su nuevo captor, al que suplicó clemencia en nombre de la justicia y de la misericordia.

Irritado por la reciente derrota y por la pérdida del oro, las joyas y los prisioneros, Abdul Murak no estaba precisamente del talante más propicio para dejarse conmover por tales sentimientos, que, dicho sea de paso, eran poco menos que totalmente desconocidos para él, incluso en condiciones más favorables.

Temía que, cuando estuviera de regreso en su tierra natal y compareciese ante Menelek para informarle del resultado de su misión, lo degradasen y tal vez que lo condenaran a muerte, como castigo por sus fracasos y adversidades. Claro que si se presentaba portador de un regalo aceptable, eso podía atemperar las iras del emperador, y casi con toda seguridad, el gobernante negro recibiría agradecidísimo el presente de aquella hermosa flor de otra raza.

Cuando Jane Clayton concluyó su súplica, Abdul Murak replicó sucintamente que le prometía protección, pero que estaba obligado a conducirla a presencia de su emperador. La dama no necesitó preguntar el motivo de ello y, una vez más, la esperanza murió en su pecho. Con aire resignado, dejó que la subiesen a la grupa del caballo de uno de los soldados y reanudó su rumbo hacia lo que ya empezaba a creer un destino fatal, inevitable.

Privado de sus guías a causa de la batalla que tuvo que sostener contra los forajidos y desconocedor del territorio, Abdul Murak se había desviado de la ruta que debió haber seguido y como consecuencia de su desorientación apenas había avanzado hacia el norte desde que emprendió la retirada. Ahora marchaba en dirección oeste, con la esperanza de encontrar alguna aldea donde pudiesen proporcionarle guías, pero la noche le sorprendió tan lejos de esa esperanza como cuando el sol asomaba en el horizonte.

Los abisinios se dispusieron a acampar con la moral por los suelos, hambrientos y carentes de agua en medio de aquella espesa jungla. Atraídos por los caballos, numerosos leones rugían alrededor de la
boma
, y a su espeluznante alboroto se sumaban los agudos relinchos de los asustados equinos que las fieras pretendían devorar. En tales circunstancias, poco podían dormir hombres y animales. Se doblaron las guardias con el fin de que hubiese suficientes centinelas, no sólo para proteger el campamento de cualquier ataque súbito que desencadenase algún león más audaz y más hambriento que sus compañeros, sino también para que las fogatas estuviesen siempre bien alimentadas, ya que, frente a los felinos, constituían una barrera mucho más efectiva que la
boma
de espinos.

Hacía un buen rato que la medianoche quedó atrás y, pese a que la noche anterior casi no había pegado ojo, Jane Clayton apenas pudo dar unas cabezadas. Sobre el campamento parecía flotar una ominosa sensación de peligro inminente, suspendido en el aire como un negro manto. Los veteranos del emperador se mostraban nerviosos e inquietos. Abdul Murak abandonó las mantas una docena de veces, para dedicarse a pasear intranquilo de un lado para otro entre las trabadas caballerías y las crepitantes hogueras. Jane Clayton vio la silueta de su gigantesca figura recortada contra el vívido resplandor de las llamas y se dijo que, a juzgar por aquellos movimientos bruscos y nerviosos, al hombre no le llegaba la camisa al cuerpo.

El rugir de los leones aumentó con repentino furor, formando un espantoso coro que hizo temblar el suelo. Los caballos continuaban llenando el aire con sus relinchos empavorecidos, al tiempo que tiraban furiosamente de los ramales que los mantenían sujetos, tratando de liberarse a toda costa. En un intento infructuoso para calmarlos, un soldado, más valiente que sus colegas, se metió entre los animales, que no cesaban de relinchar, cocear y corvetear, enloquecidos por el terror. Un gigantesco león, audaz y temerario, dio un salto que a punto estuvo de situarlo en la parte interior de la
boma
. La brillante claridad de la hoguera lo iluminó de lleno y un centinela se echó el fusil a la cara y apretó el gatillo. El pequeño proyectil de plomo desencadenó las incontenibles cataratas del infierno sobre el aterrorizado campamento.

La bala trazó un surco profundo y doloroso en el costado del león, lo que despertó una furia bestial en el pequeño cerebro del felino, pero sin menoscabar en absoluto la fuerza y el vigor de aquel cuerpo impresionante.

De no encontrarse herido, la
boma
y las llamas de las fogatas le hubieran mantenido a raya, pero el dolor y la rabia eliminaron de su instinto toda precaución y, a la vez que emitía un sonoro y furibundo rugido, saltó limpiamente la barrera y aterrizó entre los caballos.

Lo que momentos antes ya era un pandemónium, se convirtió en un indescriptible tumulto de ruidos espantosos. El empavorecido caballo sobre el que había caído el león manifestó su espantada agonía mediante relinchos que helaban la sangre. Varios corceles lograron zafarse de las trabas y corrieron enloquecidos por el campamento. Los hombres abandonaron precipitadamente las mantas y, a punto los fusiles, se dirigieron a toda prisa hacia los puestos de guardia. Desde el otro lado de la
boma
, en la jungla, una docena de leones enardecidos por el ejemplo de su compañero se lanzaron intrépidamente al ataque del campamento.

Individualmente, por parejas o de tres en tres, franquearon la
boma
y en cuestión de minutos el recinto estuvo rebosante de hombres que maldecían y caballos que relinchaban, todos y cada uno de ellos luchando a vida o muerte con aquellos diabólicos felinos de ojos verdes que la selva había descargado sobre ellos.

Al producirse el ataque del primer león, Jane Clayton se había puesto en pie y ahora contemplaba horrorizada el cuadro de aquella atroz carnicería que se desarrollaba a su alrededor en demencial torbellino. Un caballo desbocado tropezó con ella y la derribó contra el suelo. Segundos después, un león lanzado en persecución de otra aterrada caballería pasó tan cerca de lady Greystoke, que la rozó y le hizo perder el equilibrio.

Sobre el estruendo de las detonaciones de los fusiles y los rugidos de los carnívoros destacaban los gritos agónicos de los hombres y caballos que abatían aquellos felinos a los que el olor y la vista de la sangre habían vuelto locos. Las fieras carnívoras que saltaban y los caballos que corrían tratando de huir impedían a los abisinios toda acción concertada —cada soldado tenía que actuar por su cuenta— y en medio de la confusión de la refriega, la indefensa mujer permanecía olvidada por los negros que la habían cogido prisionera, ninguno de los cuales hacía el menor caso de ella. Unas veinte veces vio su vida amenazada por leones lanzados al ataque, caballos que trataban de escapar a la muerte o balas disparadas sin ton ni son por soldados dominados por el pánico. Pero no había escapatoria posible porque, con la endemoniada astucia propia de su especie, los depredadores empezaron a tender un cerco alrededor de sus presas, cercándolas con una tenaza de formidables colmillos amarillentos y agudas zarpas coronadas por largas uñas. Una y otra vez, un león se precipitaba individual y repentinamente entre los aterrados hombres y caballos y, de vez en cuando, uno de estos últimos, impulsado por el frenesí del dolor o del miedo, conseguía romper el cerco de los leones, franquear la
boma
de un salto y perderse en la selva. Pero eso resultaba imposible para los hombres y para la mujer.

Alcanzado por una bala perdida, un caballo se derrumbó junto a Jane Clayton; en aquel preciso momento, un león saltó por encima del agonizante equino y cayó sobre el pecho de un soldado negro que se encontraba justo al otro lado del caballo caído. El hombre levantó el fusil y golpeó con la culata la cabeza del felino: lo único que consiguió fue que el león lo derribara y se irguiese encima de él.

Al tiempo que lanzaba al aire su pánico, en forma de alaridos, el soldado clavó sus dedos insignificantes en el peludo pecho del león, en un inútil intento de apartar de sí las abiertas fauces. Numa bajó la cabeza y los colmillos se cerraron sobre el rostro contraído por el terror. El león dio entonces media vuelta y volvió a pasar por encima del caballo, arrastrando la inerte y ensangrentada carga que sujetaba entre los dientes.

Con ojos desorbitados, la mujer presenció la espeluznante escena. Vio al carnívoro pasar por encima del caballo, dando traspiés al tropezar sus patas delanteras con la carga macabra que colgaba de sus mandíbulas. Los ojos de Jane Clayton contemplaron con patética fascinación al león, que pasó de largo a un par de metros de ella.

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