Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
—Me temo que no tengo la más ligera idea, no le he visto desde hace diez años. Ya sabe, no es como si estuviéramos casados. Dudo siquiera que sepa el nombre de Emily.
No parecía sentir el menor asomo de culpa y, después de todo, Laurence ya se había percatado de que una situación de mayor legitimidad habría resultado imposible. Sin embargo, se sentía incómodo; por suerte ella se dio cuenta y, lejos de tomárselo a mal, dijo con tono amable:
—Juraría que nuestra forma de vida le resulta incómoda, pero se puede casar si lo desea. Nadie tomará represalias contra usted por ese motivo en la Fuerza Aérea. El único problema es lo duro que resulta para la esposa ocupar siempre un papel secundario a favor de un dragón. En lo que a mí se refiere, nunca he echado nada de menos; no habría querido tener hijos de no ser por el bien de Excidium, aunque Emily es un encanto y me siento feliz por haberla tenido. Aunque claro, fue un triste inconveniente, por todo lo que lo rodeaba.
—¿Emily le sucederá como capitana de Excidium? —preguntó Laurence—. Me gustaría preguntarle si los dragones, al menos los muy longevos, se heredan de este modo.
—Cuando podemos arreglarlo, sí. Mire, reaccionan muy mal ante la pérdida del cuidador y se muestran más proclives a aceptar a uno nuevo si es alguien con quien han mantenido cierta relación o con quien sientan que comparten su pérdida —contestó ella—. De ese modo, nos criamos igual que ellos. Espero que algún día le pidan que tenga usted un par de hijos para la Fuerza Aérea.
—¡Santo cielo! —exclamó él, sorprendido por la ocurrencia.
Desde el mismo momento del rechazo de Edith, había descartado tener hijos igual que había hecho con sus planes de boda, y seguía con la misma intención ahora que era consciente de las objeciones de Temerario al respecto. No podía imaginarse cómo resolver el dilema.
—Supongo que ha resultado algo chocante para usted, pobre hombre. Lo siento. Me ofrecería yo misma, pero debe esperar al menos hasta que el dragón tenga diez años, y de todos modos, ahora no estoy disponible.
Laurence necesitó un momento para comprender lo que ella quería decir y entonces aferró la copa de vino con mano temblorosa e intentó por todos los medios ocultar su rostro detrás de ella. Sintió cómo el arrebol le subía por las mejillas a pesar de que puso todo su empeño en evitarlo.
—Muy amable —dijo, hablando desde dentro de la copa, abochornado, entre la mortificación y la carcajada.
Nunca se hubiera imaginado que recibiría tal oferta, aunque sólo se la hubieran hecho a medias.
—Catherine podrá servirle entonces, supongo —continuó Roland, empleando aún aquel apabullante tono práctico—. Ella lo hará muy bien, estoy segura; podrían tener uno para Lily y otro para Temerario.
—¡Gracias! —contestó él, con firmeza, pero intentando cambiar el tema por todos los medios—. ¿Puedo ofrecerle algo para beber?
—Oh, sí, un oporto me iría muy bien, gracias —respondió ella.
En este momento él estaba ya más allá del aturdimiento, y cuando volvió con los dos vasos, la capitana le ofreció un cigarro ya encendido; Laurence lo compartió encantado con ella.
Ambos estuvieron charlando varias horas más, hasta quedarse los últimos en el club y que los criados dejaran ver intencionadamente sus bostezos. Subieron juntos las escaleras.
—Tampoco es tan tarde —comentó ella, mirando al precioso gran reloj que había al final del rellano superior—. ¿Estás muy cansado? Podríamos echar una o dos manos de naipes en mis habitaciones.
A estas alturas Laurence se sentía tan cómodo con ella que no pensó que la sugerencia encubriera nada. Cuando al fin la dejó, mucho más tarde, para volver a sus propias habitaciones, un criado que bajaba por el vestíbulo se le quedó mirando; sólo entonces consideró lo inapropiado de su comportamiento y sintió ciertos escrúpulos. Pero el daño, si había cometido alguno, ya estaba hecho; se lo sacó de la cabeza y se fue a la cama de una vez.
Laurence tenía ya experiencia suficiente para no sorprenderse cuando, a la mañana siguiente, descubrió que lo ocurrido la última noche no había suscitado ningún comentario. En vez de eso, la capitana Roland le saludó efusivamente en el desayuno y les presentó a sus tenientes como si no hubiera pasado nada entre ellos. Después, salieron juntos para ver a sus respectivos dragones.
Tras contemplar cómo Temerario daba cuenta a su vez de un contundente desayuno, Laurence se tomó un rato para reprender en privado a Collins y Dunne por su indiscreción. No pretendía comportarse como un capitán puritano ni predicar templanza y castidad a todas horas, pero no le parecía mojigatería desear que los oficiales más veteranos dieran buen ejemplo a los jóvenes.
—Si su idea es seguir frecuentando esas compañías, les diré esto: no voy a consentir que se conviertan en unos putañeros e inculquen a los alféreces y cadetes la idea de que es así como deben comportarse —los amonestó mientras los dos guardiadragones se movían inquietos en el sitio.
Dunne incluso abrió la boca y por un momento pareció a punto de protestar, pero la gélida mirada de Laurence le hizo reprimir su comentario. No podía permitirse tal grado de insubordinación.
Tras terminar el sermón y despacharlos de vuelta a sus tareas, Laurence descubrió que él también sentía cierta desazón al recordar que su comportamiento de la noche anterior no había sido del todo irreprochable. Se consoló a sí mismo diciéndose que Roland era oficial y colega. Su compañía no podía compararse a la de unas prostitutas, y además ellos no habían dado un espectáculo público, lo cual era la clave del asunto. Sin embargo, su propio razonamiento le sonaba un tanto falso, así que se alegró de la distracción que el trabajo suponía. Emily y los otros dos mensajeros aguardaban ya al lado de Temerario con las pesadas sacas del correo acumulado para la flota que llevaba a cabo el bloqueo.
El gran poder de la flota británica hacía que las naves del bloqueo se encontraran en un extraño aislamiento. En contadas ocasiones había que enviar a un dragón para que les ayudara. Salvo los mensajes y suministros más urgentes, una fragata se encargaba de brindarles lo necesario, y debido a eso apenas tenían ocasión de escuchar noticias recientes o recibir el correo. Los franceses podían tener veintiuna naves en Brest, pero no se atrevían a salir para enfrentarse con los marineros ingleses, mucho más experimentados. Sin apoyo naval, los franceses no podían arriesgarse a un bombardeo ni siquiera con un ala pesada de combate, pues en las cofas había francotiradores preparados a todas horas, y los arpones y los cañones de pimienta estaban siempre listos en cubierta. De vez en cuando se producía un ataque de noche, pero normalmente lo llevaba a cabo un solo dragón de raza nocturna y en esas circunstancias los fusileros solían arreglárselas bien. Incluso en el caso de que llegaran a lanzar un ataque masivo, los dragones que patrullaban al norte podían divisar fácilmente una bengala de aviso.
El almirante Lenton había decidido reorganizar a todos los dragones de la formación de Lily que aún seguían ilesos y asignarles misiones cada día según las necesidades, con la idea de mantenerlos ocupados y a la vez patrullar un área más extensa. Aquel día había ordenado que Temerario volara en cabeza, con Nitidus y Dulcia a sus flancos. Tenían que seguir el rastro de la formación de Excidium en el primer tramo de la patrulla del canal y después escindirse de ella para hacer una pasada sobre el escuadrón principal de la flota del canal, que en aquellos momentos acababa de salir de Ushant y estaba bloqueando el puerto francés de Brest.
El aire de la mañana era tan claro y fresco que no se había levantado niebla: el cielo brillaba con nitidez y debajo de él las aguas se veían casi negras. Mientras entornaba los ojos para no deslumhrarse, sentía envidia de los alféreces y los guardiadragones, que se estaban untando polvo de galena negro bajo los ojos; como jefe de la vanguardia, él estaría al mando del pequeño grupo mientras siguieran separados de los demás, y era muy probable que al posarse en el buque insignia le ordenaran presentarse ante el almirante lord Gardner.
Gracias al buen tiempo, fue un vuelo agradable, aunque no del todo tranquilo. Una vez sobre mar abierto, las corrientes de aire variaban de forma impredecible y Temerario obedecía un instinto inconsciente que le llevaba a elevarse y dejarse caer para aprovechar las mejores rachas de viento. Después de una hora de patrulla, llegaron al punto donde debían separarse. La capitana Roland se despidió de ellos con la mano mientras Temerario viraba hacia el sur y adelantaba a Excidium. El sol estaba casi sobre sus cabezas y su luz rielaba sobre el océano.
—Laurence, ya veo los barcos delante de nosotros —dijo Temerario después de una media hora.
Laurence tomó el telescopio, pero tuvo que hacerse sombra con la mano y entrecerrar los ojos contra el sol para distinguir las velas sobre el agua.
—Bien divisado —respondió Laurence, y añadió—: Por favor, señor Turner, hágales la señal confidencial.
El alférez de señales empezó a levantar en orden las banderas que los identificarían como una patrulla inglesa. En su caso, gracias al aspecto inconfundible de Temerario, se trataba de una mera formalidad.
Los avistaron e identificaron poco después. La nave insignia británica disparó una elegante salva de nueve cañonazos, tal vez más de los que, en estricta justicia, le correspondían a Temerario, pues no era el jefe oficial de formación. Mas se debiera a un malentendido o a simple generosidad, a Laurence le complació aquel detalle, y ordenó a los fusileros que dispararan una salva de respuesta mientras planeaban sobre los barcos.
La flota ofrecía una vista impresionante. Las goletas surcaban las olas arremolinándose alrededor de la nave insignia para recoger el correo, mientras que los grandes barcos de guerra orzaban hacia el viento norte para mantener sus posiciones. Sus velas blancas se perfilaban brillantes sobre el agua y en cada palo mayor ondeaba una gallarda exhibición de colores. Laurence no resistió la tentación de asomarse sobre el hombro de Temerario, y se inclinó tanto que tensó las correas del mosquetón.
—Una señal del buque insignia, señor —dijo Turner, mientras se acercaban para que los otros pudieran leer las banderas—. Quieren que el capitán suba a bordo cuando nos posemos.
Laurence asintió. Esperaba aquello.
—Devuelva acuse de recibo, señor Turner. Señor Granby, creo que vamos a dar una pasada hacia el sur sobre el resto de la flota mientras hacen los preparativos.
La tripulación del Hibernia y del vecino Agincourt había empezado a botar las plataformas flotantes que luego atarían entre sí para formar una superficie de aterrizaje para los dragones. Una pequeña goleta se movía entre ellas, recogiendo las sogas de remolque. Laurence sabía por experiencia que aquella operación requería cierto tiempo y que no se iba a acelerar por el hecho de que los dragones sobrevolaran directamente la zona.
Una vez completada la pasada, volvieron para comprobar que las plataformas ya estaban listas.
—Que suban los hombres de abajo, señor Granby —ordenó Laurence.
Los tripulantes del pescante inferior se apresuraron a trepar al lomo de Temerario. Los pocos marineros que aún quedaban sobre la plataforma la despejaron cuando el dragón descendió, seguido de cerca por Nitidus y Dulcia. El armazón de madera se balanceó y su línea de flotación bajó al recibir el enorme peso de Temerario, pero las cuerdas aguantaron. Nitidus y Dulcia se posaron en las esquinas opuestas una vez que Temerario terminó de acomodarse, y Laurence desmontó de su lomo.
—Mensajeros, lleven el correo —ordenó, y él mismo tomó el sobre sellado que contenía los despachos enviados por el almirante Lenton al almirante Gardner.
Laurence trepó con facilidad hasta la cubierta de la goleta que le aguardaba, mientras los mensajeros Roland, Dyer y Morgan se apresuraban a entregar las sacas con el correo a los marineros que estiraban las manos sobre la borda. Laurence se dirigió a popa. Temerario se había repantigado sobre la plataforma para no desequilibrarla. Su cabeza descansaba sobre el borde de la tablazón, muy cerca de la goleta, para gran inquietud de los marineros.
—Volveré enseguida —le dijo Laurence—. Si necesitas algo, haz el favor de decírselo al teniente Granby.
—De acuerdo, aunque no creo que me haga falta nada. Estoy perfectamente —respondió Temerario ante las miradas perplejas de los tripulantes de la goleta, que aún se asombraron más cuando añadió—: Pero después me gustaría ir de pesca. He visto unos atunes enormes mientras veníamos.
La goleta era un barco elegante, de líneas afiladas. Le llevó hasta el Hibernia a un ritmo que, en otros tiempos, habría considerado el summum de la velocidad. Ahora, asomado sobre el bauprés y corriendo en las alas del viento, Laurence apenas notaba la brisa que soplaba en su rostro.
Habían tendido una guindola junto al costado del Hibernia, pero Laurence la desdeñó. Aún no había perdido su equilibrio de marino, y en cualquier caso escalar por la borda no representaba ninguna dificultad para él. El capitán Bedford estaba esperando para saludarle. Cuando Laurence saltó a bordo se quedó sorprendido, pues ambos habían servido juntos en el Goliath, en el Nilo.
—¡Dios santo, Laurence! No tenía ni idea de que estabas aquí, en el canal —le dijo, olvidándose de formalidades y recibiéndole con un efusivo apretón de manos—. ¿Así que ésa es tu bestia? —preguntó, mirando a Temerario, cuya mole no era mucho menor que la de un barco de setenta y cuatro cañones como el Agincourt, que asomaba por detrás del hombro de Bedford—. Tenía entendido que salió del huevo hace sólo seis meses.
Laurence no pudo evitar pavonearse. Esperaba que no se le notara mucho cuando respondió:
—Sí, ése es Temerario. Aún no tiene ocho meses, pero ya casi ha alcanzado su tamaño de adulto.
Se reprimió a duras penas para no alardear más. Estaba convencido de que no había nada más irritante que esos tipos que no dejaban de presumir de la belleza de sus amantes o la inteligencia de sus niños. En cualquier caso, Temerario no necesitaba alabanzas: a ningún observador le resultaba indiferente su figura elegante y distinguida.
—Oh, ya veo —dijo Bedford, contemplándole con gesto divertido. En ese momento, el teniente que había a su lado carraspeó. Bedford le miró de soslayo y después dijo—: Perdón. Me ha sorprendido tanto verle que le estoy entreteniendo aquí de pie, señor Laurence. Por favor, venga por aquí. Lord Gardner quiere verle.