Temerario I - El Dragón de Su Majestad (35 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
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Choiseul hizo una reverencia. Si estaba en desacuerdo, no dio muestra de ello.

—Me complace servirle en lo que pueda, señor. Tan sólo tiene que indicarme la forma.

Lenton asintió.

—Por ahora, quédese con Harcourt todo el tiempo posible. Estoy seguro de que usted sabe bien lo que es tener una bestia herida —dijo.

Choiseul volvió con Harcourt y Lily, que se había quedado dormida. Lenton, frunciendo el ceño por algún pensamiento privado, se alejó con Laurence.

—Laurence —dijo—, quiero que practique maniobras de formación con Nitidus y Dulcia mientras patrulla. Sé que no ha recibido entrenamiento en formaciones reducidas, pero Warren y Chenery le pueden ayudar. Si es necesario, quiero que Temerario sepa dirigir a un par de combatientes ligeros para luchar por separado del grupo.

—Muy bien, señor —dijo Laurence, un tanto perplejo.

Estaba ávido por pedir una explicación, y le resultaba difícil reprimir la curiosidad.

Llegaron al claro de Excidium, que se estaba adormilando. La capitana Roland conversaba con la dotación de tierra mientras inspeccionaba una pieza del arnés. Los saludó inclinando la cabeza y se unió a ellos en su paseo de regreso al cuartel.

—Roland, ¿puede arreglárselas sin Auctoritas ni Crescendium? —le espetó Lenton.

Ella enarcó una ceja.

—Si tengo que hacerlo, claro que sí —repuso—. ¿De qué se trata?

A Lenton no pareció molestarle aquella pregunta tan directa.

—Tenemos que pensar en enviar a Excidium a Cádiz en cuanto Lily empiece a volar bien —contestó—. No estoy dispuesto a dejar que el reino se pierda por no tener un dragón en el sitio apropiado. Aquí, con la ayuda de la flota del canal y las baterías costeras, podemos resistir las incursiones aéreas durante mucho tiempo. En cambio, no debemos permitir que la flota enemiga escape.

Si Lenton se decidía a alejar a Excidium y a su formación, su ausencia dejaría el canal vulnerable a los ataques aéreos. Pero si las flotas francesa y española escapaban de Cádiz, acudían al norte y se unían a las naves amarradas en Brest y Calais, la ventaja, aunque tan sólo durara un día, sería lo bastante avasalladora para que Napoleón se decidiese a embarcar su ejército de invasión.

Laurence no envidiaba la responsabilidad de Lenton. No sabía si las divisiones aéreas de Bonaparte estaban a medio camino de Cádiz por tierra o seguían aún en la frontera austríaca, por lo que su decisión sólo podía basarse en conjeturas. Aun así, tenía que tomarla, aunque fuese eligiendo no hacer nada, y era obvio que Lenton estaba dispuesto a arriesgarse.

Ahora era evidente el sentido de las órdenes que Temerario había recibido. El almirante quería tener a mano una segunda formación, aunque fuese pequeña, y hubiese recibido un entrenamiento incompleto. Laurence creía recordar que Auctoritas y Crescendium, del grupo de apoyo de Excidium, eran dragones de combate de peso medio. Quizá Lenton pretendía combinarlos con Temerario para convertirlos a los tres en una fuerza de choque con capacidad de maniobra.

—Tratar de superar en astucia a Bonaparte. La idea hace que se me hiele la sangre en las venas —dijo la capitana Roland, haciendo eco de los sentimientos de Laurence—. Pero estaremos listos para partir en cuanto usted lo ordene. Y mientras nos quede tiempo, haré maniobras de vuelo sin Auctor ni Cressy.

—Bien, póngase a ello —dijo Lenton, mientras subían las escaleras que llevaban al vestíbulo—. Ahora he de dejarles. Por desgracia, aún tengo que leer diez despachos más. Buenas noches, señores.

—Buenas noches, Lenton —dijo Roland, que se estiró y bostezó una vez se hubo ido el almirante—. Bueno, volar en formación puede ser mortalmente aburrido si no se introducen cambios de vez en cuando, del tipo que sean. ¿Qué le parece si cenamos algo?

Tomaron sopa y pan tostado, y también queso azul de Stilton con oporto, y después volvieron a la habitación de Roland para jugar al piquet. Tras unas cuantas manos y un rato de conversación superficial, ella, con la primera nota de timidez que Laurence había escuchado en su voz, le preguntó:

—Laurence, ¿me permite un atrevimiento?

Él se quedó mirándola de hito en hito, pues Roland nunca dudaba a la hora de tomar la iniciativa en cualquier materia.

—Desde luego —respondió, tratando de imaginar qué iba a pedirle Roland.

De pronto fue consciente de lo que les rodeaba: la cama grande y arrugada, a menos de diez pasos; el cuello abierto del camisón que ella se había puesto cuando entraron en la alcoba, después de quitarse la chaqueta y los calzones detrás de un biombo. Laurence bajó la vista hacia sus cartas. El rostro le ardía y las manos le temblaban un poco.

—Si tiene alguna reticencia, le ruego que me lo diga cuanto antes —añadió.

—No —se apresuró a responder Laurence—. Me encantará complacerla. Estoy seguro —añadió con retraso al darse cuenta de que ella aún no le había preguntado nada.

—Es muy amable —dijo ella. Su cara se iluminó con una sonrisa amplia, aunque algo torcida, pues la comisura derecha de su boca se levantaba más que la parte quemada que tenía a la izquierda. Después prosiguió—: Le agradecería que me dijera con total sinceridad qué opina del trabajo de Emily, y de su interés por esta forma de vida.

Laurence se concentró para no ruborizarse, pues se había imaginado lo que no era, mientras ella añadía:

—Ya sé que es una ruindad pedirle que me hable mal de ella, pero he comprobado más de una vez lo que sucede cuando se confía demasiado en la herencia familiar sin un entrenamiento adecuado. Si tiene algún motivo para dudar de que esté capacitada, le ruego que me lo diga ahora que aún queda tiempo para poner una solución.

Ahora su desazón era evidente. Al pensar en Rankin y el trato tan indigno que le daba a Levitas, Laurence se puso en el lugar de Roland. La empatia le ayudó a sobreponerse de la situación tan embarazosa en que él mismo se había metido.

—Le puedo jurar que hablaría con franqueza si apreciara señales de algo así. De hecho, jamás la habría elegido como mensajera si no me sintiera seguro de que es una muchacha de fiar y está consagrada a su deber. Sin duda, es joven, pero también prometedora.

Roland resopló, se retrepó en la silla y dejó caer las cartas, sin molestarse en fingir que les estaba prestando atención.

—Dios, cuánto me alivia oírle decir eso —dijo—. Yo también esperaba lo mismo, pero he descubierto que en este asunto no puedo confiar en mí misma —se rió, desahogada, y se levantó a buscar otra botella de vino en el escritorio.

Laurence le tendió el vaso para que se lo llenara.

—Por el éxito de Emily —brindó, y ambos bebieron.

Después, ella se acercó, le quitó el vaso de la mano y le besó. Ciertamente, Laurence se había equivocado de medio a medio: en este asunto, Roland no mostró la menor vacilación.

Capítulo 11

Laurence no pudo evitar una mueca al ver el descuido con el que Jane sacaba sus cosas del guardarropa y las arrojaba sobre la cama en un confuso montón.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó por fin, desesperado, al tiempo que se apoderaba de su equipaje—. No, te lo ruego, permíteme este atrevimiento. Mientras yo hago esto puedes estudiar el itinerario de vuelo —añadió.

—Gracias, Laurence, eres muy amable. —Ella lo dejó y se sentó con sus mapas—. Será un vuelo sencillo, espero —añadió mientras se dedicaba a garabatear cálculos y mover las piezas de madera con las que representaba las naves de transporte dispersas que proporcionarían a Excidium y a su formación lugares de descanso en su viaje a Cádiz—. Si el tiempo sigue igual, deberíamos llegar allí en menos de dos semanas.

La situación era apremiante, por lo que los dragones no iban a viajar a bordo de un solo transporte. El plan era volar de un transporte a otro, usando las corrientes y el viento para intentar vaticinar sus posiciones.

Laurence asintió con cierta gravedad. Sólo faltaba un día para octubre, y en aquella época del año lo más probable era que el tiempo cambiara. En tal caso, la capitana tendría que enfrentarse con una alternativa muy peligrosa: encontrar un transporte que bien podía haberse desviado de su curso, o buscar refugio tierra adentro, delante mismo de la artillería española. Eso, por supuesto, dando por sentado que una tormenta no rompiera la formación. A veces un ventarrón o un relámpago podían derribar a un dragón; si caía sobre un mar picado, era probable que se ahogara con toda la tripulación.

Pero no había alternativa. Lily se había recuperado con gran rapidez en las últimas semanas. De hecho, la víspera había guiado a la formación durante una patrulla completa y había aterrizado sin dolores ni rigidez. Lenton la había examinado, había intercambiado unas cuantas palabras con ella y con la capitana Harcourt, y después había acudido directamente a entregar a Jane las órdenes para ir a Cádiz. Laurence ya se lo esperaba, desde luego; pero no podía evitar sentirse preocupado tanto por los dragones que iban a partir como por los que iban a permanecer en la base.

—Ya está, esto servirá —dijo ella, y tras terminar con la carta de navegación soltó la pluma.

Laurence levantó la vista del equipaje, sorprendido. Se hallaba tan absorto en sus pensamientos que había estado empacando de forma mecánica, sin reparar en lo que hacía. Ahora se dio cuenta de que llevaba callado cerca de veinte minutos y de que tenía en las manos un corsé de Jane. Se apresuró a meterlo en la pequeña maleta, encima de las demás cosas que había guardado meticulosamente, y cerró la tapa.

La luz del sol empezaba a entrar por la ventana. El tiempo se les acababa.

—No estés tan serio, Laurence. He hecho el vuelo a Gibraltar una docena de veces —dijo Jane a la vez que le daba un sonoro beso—. Me temo que aquí lo vais a pasar peor. Cuando sepan que hemos partido intentarán jugaros alguna mala pasada.

—Confío plenamente en ti —dijo Laurence, tocando la campanilla para avisar a los sirvientes—. Sólo espero que no nos hayamos equivocado.

Era la peor crítica que se atrevería a hacerle a Lenton, sobre todo en un asunto en el que no podía ser imparcial. Con todo, tenía la sensación de que, aunque no tuviera un motivo personal para oponerse a que Excidium y su formación corrieran peligro, le habría seguido preocupando la falta de información sobre el enemigo.

Tres días antes, Volly había llegado con un informe plagado de malas noticias. Un puñado de dragones franceses había llegado a Cádiz. Bastaban para evitar que Mortiferus obligara a salir a la flota, pero no eran ni la décima parte de los dragones apostados a lo largo del Rin. Para mayor inquietud de Laurence, aunque todos los dragones ligeros y rápidos que no servían como mensajeros estaban siendo empleados en labores de exploración y espionaje, el mando inglés aún no había averiguado nada más sobre los preparativos de Bonaparte al otro lado del canal.

Caminó con Roland hasta el claro de Excidium y la vio embarcar. Era curioso, pero tenía la impresión de que debería sentir algo más. Habría preferido pegarse un tiro en la cabeza antes de permitir que Edith afrontara el peligro mientras él se quedaba atrás, y sin embargo era capaz de despedirse de Roland sin sentir más congoja que cuando le decía adiós a cualquier otro camarada. Ella, una vez embarcada su tripulación, le lanzó un beso amistoso desde el lomo de Excidium.

—Te veré dentro de pocos meses, estoy segura. O incluso antes, si conseguimos sacar a los franchutes del puerto —le dijo—. Que tengas vientos propicios, y no dejes que Emily se desmande.

Laurence la saludó con la mano.

—¡Buena suerte! —exclamó, y se quedó mirando cómo Excidium batía sus enormes alas y alzaba el vuelo.

Los demás dragones de la formación despegaron para unirse a él, hasta que todos se perdieron más allá de la vista hacia el sur.

Aunque seguían vigilando con cautela los cielos del canal, las primeras semanas después de la partida de Excidium fueron tranquilas y no se produjeron ataques aéreos. Según Lenton, los franceses creían que Excidium aún seguía en la base, lo que los hacía más reacios a emprender cualquier aventura.

—Cuanto más tiempo hagamos que lo crean, mejor —les confío a los capitanes en una reunión tras otra patrulla sin incidentes—. Aparte de que eso nos beneficia a nosotros, conviene que ignoren que hay otra formación acercándose a su preciosa flota de Cádiz.

Todos se sintieron muy aliviados al saber que Excidium había llegado a salvo, noticia que les trajo Volly casi dos semanas después de su partida.

—Cuando partí, ya habían entrado en acción —les dijo el capitán James a los demás capitanes al día siguiente, mientras tomaba un rápido desayuno antes de emprender el viaje de regreso—. Se pueden oír los alaridos de los españoles a kilómetros de distancia. Sus naves mercantes se desintegran bajo las llamas de un dragón tan rápido como cualquier barco de guerra, al igual que sus casas y sus tiendas. Creo que no tardarán en abrir fuego contra los franceses si Villeneuve no aparece pronto, sean aliados o no.

El ambiente se relajó tras estas noticias alentadoras. Lenton acortó un poco las patrullas y les concedió unas horas de asueto: un descanso bien acogido por unos hombres que llevaban tiempo trabajando a un ritmo frenético. Los más dinámicos fueron a la ciudad, pero la mayoría aprovechó para dormir un poco, al igual que hicieron sus exhaustos dragones.

Laurence aprovechó la ocasión para disfrutar con Temerario de una velada tranquila. Se quedaron levantados juntos hasta bien entrada la noche, leyendo a la luz de las linternas. Laurence se quedó adormilado y se despertó poco después de que saliera la luna. La cabeza de Temerario se recortaba oscura sobre el cielo iluminado, con una mirada inquisitiva hacia el norte del claro.

—¿Pasa algo? —preguntó Laurence.

Al enderezarse en el asiento, pudo escuchar débilmente un sonido extraño y agudo.

Pero mientras ambos prestaban atención para escucharlo, se interrumpió.

—Laurence, creo que es Lily —dijo Temerario, poniendo el cuello rígido.

Laurence bajó al suelo al instante.

—Quédate aquí. Volveré lo más rápido que pueda —dijo, y Temerario asintió sin apartar la mirada.

Los senderos que recorrían la base estaban desiertos y sin iluminar. La formación de Excidium había partido, todos los dragones ligeros estaban fuera en misiones de exploración, y la noche era tan fría que hasta los asistentes más dedicados a su trabajo se habían retirado a los barracones. El suelo se había congelado tres días antes y estaba tan duro y compacto que los tacones de Laurence resonaban como un tambor hueco al caminar.

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