Temerario I - El Dragón de Su Majestad (37 page)

Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online

Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
12.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No sé qué pretende exactamente Bonaparte. Pero sí que quería que yo contribuyera a debilitar esta base en particular, haciendo que enviaran al Mediterráneo tantos dragones como fuera posible.

Laurence sintió que el alma se le venía a los pies. Aquel objetivo, al menos, se había cumplido con brillantez.

—¿Tiene algún medio para conseguir que su flota escape de Cádiz? —preguntó—. ¿Acaso imagina que puede traer aquí sus barcos sin enfrentarse con Nelson?

—¿Cree que Bonaparte confía en mí? —dijo Choiseul, sin levantar la mirada—. Para él también soy un traidor. Se me indicó qué misión debía llevar a cabo, y nada más.

Tras unas cuantas preguntas, Laurence se convenció de que era cierto que Choiseul no sabía nada más. Salió de la estancia sintiéndose a la vez sucio y alarmado, y se presentó al momento ante Lenton.

Las noticias cayeron como una pesada mortaja sobre toda la base. Los capitanes no habían difundido los detalles, pero hasta el más humilde de los cadetes o de los asistentes de tierra sabía que una sombra se cernía sobre ellos. Choiseul había calculado bien el momento de su ataque: el mensajero no regresaría hasta dentro de seis días, y después harían falta dos semanas o más para que al menos parte de las fuerzas del Mediterráneo estuviera de vuelta en el canal. Ya se habían solicitado refuerzos de las milicias y de varios destacamentos de la Armada, que llegarían en el plazo de unos días para situar más baterías de artillería a lo largo de la costa.

Laurence, que tenía aún más motivos de inquietud que los demás, habló con Granby y Hollín para que extremaran las medidas de protección sobre Temerario. Si Bonaparte estaba tan celoso porque le hubieran arrebatado aquel regalo personal, era probable que enviase a otro agente, más dispuesto esta vez a matar a un dragón que ya no podía reclamar como suyo.

—Debes prometerme que tendrás cuidado —le dijo también a Temerario—. No comas nada a no ser que alguno de nosotros esté cerca y dé su aprobación. Si alguien a quien yo no te haya presentado intenta acercarse a ti, no se lo permitas bajo ningún concepto, aunque para ello tengas que levantar el vuelo hasta otro claro.

—Tendré cuidado, Laurence, te lo prometo —dijo Temerario—. Aun así, no entiendo por qué el emperador de Francia quiere verme muerto. ¿En qué mejorará eso su situación? Lo mejor que puede hacer es pedirles otro huevo a los chinos.

—Amigo mío, es muy difícil que ellos accedan a entregarle un segundo huevo cuando los franceses extraviaron el primero de mala manera mientras lo tenían bajo su custodia —repuso Laurence—. La verdad es que sigue intrigándome que le dieran tan siquiera ese huevo. Bonaparte debe de tener a un genio de la diplomacia en la corte china. Me imagino que se siente herido en su orgullo al pensar que un humilde capitán inglés ocupa el lugar que él mismo pretendía para sí.

Temerario resopló con desdén.

—Estoy seguro de que, aunque hubiese salido del huevo en Francia, Bonaparte no me habría caído bien —dijo—. Tengo entendido que es una persona muy desagradable.

—Oh, no sabría decirlo. Se cuentan muchas cosas sobre su soberbia, pero no se puede negar que se trata de un gran hombre, aunque también sea un tirano —admitió Laurence a regañadientes; habría preferido convencerse a sí mismo de que Bonaparte no era más que un demente.

Lenton ordenó que a partir de aquel momento sólo patrullara a la vez la mitad de la formación, mientras el resto de hombres y bestias permanecían en la base para entrenamiento de combate intensivo. Al amparo de la noche, varios dragones de refuerzo llegaron volando en secreto desde los refugios de Inverness y Edimburgo, incluyendo a Victoriatus, el Parnasiano al que habían rescatado anteriormente; un hecho que ahora a Laurence se le antojaba muy lejano en el tiempo. Su capitán, Richard Clark, tuvo el detalle de acudir a saludarles a él y a Temerario.

—Espero que me disculpe por no haberle presentado antes mi gratitud y mis respetos —dijo—. Confieso que en Laggan apenas pensé en otra cosa que en la recuperación de Victoriatus. Después nos volvieron a embarcar sin previo aviso, y creo que a usted también le pasó lo mismo.

Laurence le estrechó la mano efusivamente.

—Olvídese de eso, por favor —dijo—. Espero que su dragón se haya recuperado ya.

—Por completo, gracias al cielo. Y, además, justo a tiempo —añadió Clark en tono sombrío—. Por lo que sé, el asalto se espera en cualquier momento.

La espera hacía los días dolorosamente largos, pero el ataque no se producía. Llegaron a la base tres Winchesters más para reforzar a los exploradores, pero cuando regresaban de sus peligrosas expediciones a las costas francesas, todos ellos informaban de que había patrullas pesadas en la costa enemiga día y noche: no había forma de penetrar tierra adentro para obtener más información.

Entre los dragones exploradores se encontraba Levitas, pero la base era lo bastante grande y Laurence no tenía por qué ver demasiado a Rankin, algo que agradecía. Intentaba no ver las señales de aquellos maltratos que ya no podía aliviar. Presentía que no sería capaz de visitar al pequeño dragón sin provocar un altercado con Rankin que sería desastroso para la moral de todo el puesto. Sin embargo, llegó a un compromiso con su conciencia y no dijo nada cuando, a la mañana siguiente, muy temprano, vio cómo Hollín volvía al claro de Temerario con un cubo lleno de trapos sucios y expresión culpable.

Los ánimos se helaron en el campamento cuando llegó la noche del domingo. Había pasado la primera semana de espera y Volatilus no había llegado en la fecha prevista. Hacía buen tiempo y no había razones para aquella demora. Pasaron dos días más, y después un tercero, pero el dragón seguía sin aparecer. Laurence intentaba no mirar al cielo, y fingía no ver que sus hombres hacían lo mismo, hasta que esa noche encontró a Emily fuera del claro, llorando quedamente. La muchacha se había escabullido lejos de los barracones para tener algo de intimidad.

Estaba muy avergonzada de que la hubieran sorprendido, y fingió que le había entrado arenilla en los ojos. Laurence se la llevó a sus aposentos e hizo que le trajeran chocolate caliente. Después le dijo:

—Yo tenía dos años más que usted cuando me hice por primera vez a la mar, y me dedicaba a llorar una noche por semana. —Emily parecía tan escéptica ante su relato que Laurence soltó una carcajada—. No, no me estoy inventando esto por ayudarla —dijo—. Cuando sea capitana y descubra que uno de sus cadetes atraviesa una situación parecida, me imagino que le contará lo mismo que yo acabo de contarle a usted.

—No estoy asustada —dijo ella. El efecto combinado del cansancio y el chocolate hacían que estuviera soñolienta y con la guardia baja—. Sé que Excidium nunca permitirá que le pase nada a mi madre. Es el mejor dragón de toda Europa… —Se espabiló al reparar en aquel desliz y añadió a toda prisa—. Aunque Temerario es casi tan bueno como él, claro.

Laurence asintió con gravedad.

—Temerario es mucho más joven. Tal vez algún día, cuando tenga más experiencia, iguale a Excidium.

—Sí, así es —dijo ella, muy aliviada.

Laurence disimuló una sonrisa.

Cinco minutos después Emily se había quedado dormida. La dejó allí, en su cama, y se fue a dormir con Temerario.

—¡Laurence! ¡Laurence!

Se revolvió y parpadeó mirando hacia arriba. Temerario le estaba dando empujoncitos para despertarlo, aunque el cielo aún estaba oscuro. Laurence fue vagamente consciente de un rugido bajo, una multitud de voces y después el seco restallido de un disparo. Se puso en pie al instante. En el claro no había nadie de la dotación, ni tampoco ninguno de sus oficiales.

—¿Qué está pasando? —preguntó Temerario, levantándose y desplegando las alas mientras Laurence bajaba al suelo—. ¿Nos están atacando? No veo ningún dragón en el aire.

—¡Señor, señor! —Morgan llegaba corriendo al claro y el ímpetu y las prisas casi le hicieron trastabillar—. ¡Ha llegado Volly, señor! ¡Se ha producido una gran batalla, y Napoleón ha resultado muerto!

—¡Oh! ¿Eso quiere decir que la guerra ha terminado ya? —preguntó Temerario, decepcionado—. Aún no he participado en ninguna batalla de verdad.

—Tal vez las noticias han crecido como una bola de nieve según las iban contando. Me sorprendería enterarme de que Bonaparte está realmente muerto —dijo Laurence. Pero había identificado el rugido como gritos de alegría, así que las noticias debían de ser buenas, aunque no llegaran a un calibre tan descabellado—. Morgan, vaya a despertar al señor Hollin y a los asistentes de tierra, pídales disculpas de mi parte por la hora y dígales que traigan el desayuno a Temerario. Amigo mío —añadió, dirigiéndose al dragón—, voy a averiguar lo que pueda. Volveré con noticias lo antes posible.

—Sí, por favor. Date prisa —contestó Temerario en tono apremiante al tiempo que se erguía sobre las patas traseras para asomarse por encima de los árboles y ver qué estaba pasando.

En el cuartel general se habían encendido muchas luces. Volly estaba sentado en la plaza de armas, delante del edificio, desgarrando hambriento el cuerpo de una oveja. Mientras, un par de asistentes del servicio de mensajeros mantenían a raya a la multitud que se estaba congregando desde los barracones. Algunos oficiales jóvenes de la Armada y la milicia disparaban sus armas, llevados por la emoción, y Laurence se vio obligado a abrirse paso prácticamente a empujones para lograr acercarse hasta las puertas.

El despacho de Lenton se encontraba cerrado, pero el capitán James estaba sentado en el club de oficiales, comiendo casi con tanta voracidad como su dragón. El resto de los capitanes lo rodeaban, escuchando las noticias.

—Nelson me ordenó que esperara. Dijo que saldría del puerto antes de que me diera tiempo a trazar otro circuito —explicaba James con voz amortiguada, pues tenía la boca llena de tostada. Mientras, Sutton intentaba dibujar la escena en una hoja de papel—. Yo no le creí del todo, pero lo cierto es que el domingo por la mañana los franceses salieron, y el lunes temprano nos topamos con ellos en el cabo de Trafalgar.

James se bebió de golpe una taza de café, mientras toda la compañía aguardaba impaciente a que terminase. Después apartó el plato por un instante para tomar el papel de Sutton.

—A ver —dijo, y dibujó unos círculos pequeños para señalar las posiciones de cada nave—. Veintisiete y doce dragones de los nuestros, contra treinta y tres y diez de ellos.

—¿En dos columnas? ¿Rompieron sus líneas dos veces? —preguntó Laurence, estudiando con satisfacción el diagrama.

Era el tipo de estrategia capaz de desorganizar a los franceses, pues sus tripulaciones, mal entrenadas, difícilmente podrían haber rehecho la formación.

—¿Cómo? Ah, ya, los barcos. Sí, estaban a barlovento con Excidium y Laetificat, y a sotavento con Mortiferus —dijo James—. En la vanguardia tuvieron que bregar duro, os lo aseguro. Las nubes de humo eran tan densas que no conseguía distinguir los mástiles desde arriba. En un momento dado di por seguro que la Victoria había estallado. Los españoles habían enviado contra ella a uno de esos pequeños dragones Flecha de Fuego, y venía a tal velocidad que los cañones no podían repelerlo. La Victoria ya tenía todas las velas en llamas cuando Laetificat lo hizo huir con el rabo entre las piernas.

—¿Cuáles han sido nuestras pérdidas? —preguntó Warren; y su voz calmada penetró como un cuchillo entre la emoción y el ardor de los hombres.

James meneó la cabeza.

—Fue un auténtico baño de sangre, no exagero —respondió en tono sombrío—. Estimo unas bajas cercanas al millar de hombres, y el pobre Nelson ha estado a un tris de morir: el dragón de fuego prendió una de las velas de la Victoria, que le cayó encima cuando estaba en el alcázar. Un par de tipos rápidos de mente le echaron un barril de agua encima, pero según dicen las medallas se le han fundido sobre la piel, así que a partir de ahora tendrá que llevarlas encima a todas horas.

—Mil hombres… Que Dios los acoja —dijo Warren.

Las conversaciones cesaron. Después se reanudaron, y aunque al principio sonaban un tanto apagadas, la emoción y la alegría se sobrepusieron paulatinamente a otras emociones que tal vez habrían sido más apropiadas para aquel momento.

—Espero que me disculpen, caballeros —dijo Laurence, casi a gritos, pues las voces habían vuelto a subir de tono, lo que le impedía por el momento recopilar más información—. Le he prometido a Temerario que volvería enseguida. James, supongo que los informes sobre el fallecimiento de Bonaparte son falsos.

—Sí, y es una pena. A menos que haya sufrido una apoplejía al recibir las noticias —respondió James, lo que provocó una gran carcajada en todos que, siguiendo la progresión general, se convirtió en una ronda de Corazón de roble; el himno oficial de la Armada británica acompañó a Laurence mientras salía por la puerta y después por toda la base, ya que los hombres del exterior se unieron al canto.

Cuando el sol se levantó, el refugio estaba medio vacío. Casi nadie había podido dormir. Era inevitable que el estado de ánimo dominante fuera una alegría que rozaba el punto de la histeria, pues los nervios que habían llegado al límite de la tensión se habían relajado de golpe. Lenton ni siquiera intentó llamar al orden a los hombres, e hizo la vista gorda cuando salieron de la base para desparramarse por la ciudad, llevar las buenas noticias a aquellos que aún no las habían escuchado y entremezclar sus voces con el regocijo general.

—Sea cual sea el plan de invasión que Bonaparte tenía planeado, seguro que esto le ha puesto fin —dijo Chenery esa misma tarde, exultante. Estaban juntos en la balconada y observaban cómo los hombres que regresaban se apiñaban en una confusa multitud en el patio de armas. Todos estaban borrachos, pero demasiado felices para organizar peleas, y de cuando en cuando se oían retazos de canciones que llegaban flotando hasta ellos—. ¡Cómo me gustaría verle la cara!

—Creo que le hemos estado otorgando demasiado crédito —dijo Lenton. Sus mejillas estaban coloradas por el oporto y por la satisfacción, y razones tenía: su decisión de enviar a Excidium se había demostrado acertada y había contribuido de forma material a la victoria—. Ahora veo claro que no entiende la Armada tan bien como el Ejército o la Fuerza Aérea. Hasta un civil se daría cuenta de que treinta y tres buques de guerra no tienen excusa alguna para sufrir una derrota tan aplastante contra veintisiete.

Other books

Washika by Robert A. Poirier
Something in the Water by Trevor Baxendale
Dare to Dream by Debbie Vaughan
in0 by Unknown
Under the Volcano by Malcolm Lowry
Forbidden Fire by Heather Graham
Cobra Strike by Sigmund Brouwer
Broken Dolls by Tyrolin Puxty