Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
—Me temo que unos fuegos artificiales como ésos son para ocasiones especiales. En los conciertos normales sólo hay música —dijo Laurence, evitando una respuesta directa.
De sobra se imaginaba cómo reaccionarían los habitantes de la ciudad si un dragón aparecía entre ellos para asistir a un concierto.
—Oh —dijo Temerario, aunque no por eso se desanimó—. Aun así, me gustaría mucho ir. Esta noche no he podido oír la música demasiado bien.
—No sé si en la ciudad podrían construir algún alojamiento adecuado —respondió Laurence, a regañadientes. Pero por suerte tuvo una inspiración repentina y añadió—: A lo mejor puedo contratar a unos músicos para que vengan a la base y toquen para vosotros. Ésa sería una solución mucho más cómoda.
—Sí, es cierto, sería magnífico —dijo Temerario, emocionado.
Después, en cuanto aterrizaron todos, comunicó la idea a Maximus y Lily, que se mostraron tan interesados como él.
—Maldita sea, Laurence, debería aprender a decir que no —protestó Berkley—. Siempre nos está metiendo en líos absurdos. Ahora, a ver si algún músico quiere venir aquí, sea por dinero o por amor al arte.
—Por amor al arte tal vez no. Pero estoy seguro de que, a cambio de la paga de una semana y una buena comida, la mayor parte de los músicos se dejaría convencer para tocar en un manicomio —dijo Laurence.
—Me parece una buena idea —dijo Harcourt—. A mí también me gustaría. Sólo he ido a un concierto una vez, cuando tenía dieciséis años. Me tuve que poner una falda, y cuando no había pasado ni media hora, un tipo asqueroso se sentó a mi lado y empezó a susurrarme groserías, hasta que tuve que tirarle un puchero de café caliente entre las piernas. Me chafó el concierto, y eso que él salió corriendo de allí.
—¡Dios santo, Harcourt! Si alguna vez se me ocurre ofenderla, me aseguraré antes de que no tenga nada caliente a mano —dijo Berkley, mientras Laurence se debatía entre dos sensaciones desagradables, pensando en el insulto que había sufrido Harcourt y también en cómo había reaccionado en aquella ocasión.
—Bueno, hubiera podido pegarle, pero para eso habría tenido que levantarme. No tienen ni idea de lo difícil que es colocarte bien la falda cuando te sientas. La primera vez tardé cinco minutos en hacerlo —dijo ella, en tono razonable—, así que no me apetecía repetirlo todo de nuevo. En ese momento llegó el camarero, y pensé que eso sería más fácil, y además se trataba de una reacción más apropiada para una chica.
Todavía algo pálido por imaginarse la escena, Laurence les dio las buenas noches y se llevó a Temerario para que descansara. Volvió a dormir junto al dragón, en la pequeña tienda de campaña, aunque estaba convencido de que Temerario ya había superado su trauma. Como recompensa, a la mañana siguiente le despertó muy temprano. Temerario asomó uno de sus enormes ojos dentro de la tienda y le preguntó a Laurence si no le importaría ir a Dover para organizar el concierto ese mismo día.
—Me gustaría seguir durmiendo hasta una hora civilizada, pero como es evidente que eso es imposible, le puedo pedir permiso a Lenton —dijo Laurence, bostezando y arrastrándose fuera de la tienda—. ¿Te importa que desayune primero?
—Oh, claro que no —respondió Temerario con magnanimidad.
Rezongando un poco, Laurence se puso la chaqueta y caminó de vuelta al cuartel. Cuando se encontraba a medio camino del edificio, estuvo a punto de chocar con Morgan, que venía corriendo a buscarle. Laurence lo sujetó para que no se cayera y el muchacho, jadeante de emoción, le dijo:
—Señor, el almirante Lenton quiere verle. Y también ha ordenado que Temerario se ponga el arnés de combate.
—Muy bien —dijo Laurence, disimulando su sorpresa—. Vaya a decirles al teniente Granby y al señor Hollín que se presenten enseguida, y después siga las instrucciones del teniente Granby. No hable de esto con nadie más.
—A la orden, señor —dijo el chico, y se fue hacia los barracones corriendo como una exhalación.
Laurence aceleró el paso.
—Entre, Laurence —respondió Lenton cuando llamó a la puerta.
Al parecer, todos los capitanes de la base estaban reunidos en su despacho. Para sorpresa de Laurence, Rankin estaba sentado de cara a los demás, junto al escritorio de Lenton. Por acuerdo tácito, ambos habían evitado dirigirse la palabra desde que el aristócrata llegó, trasladado de Loch Laggan. Laurence no sabía nada de sus actividades ni de las de Levitas. Era evidente que debían de ser más peligrosas de lo que había imaginado: un vendaje ensangrentado rodeaba el muslo de Rankin, y su ropa también estaba manchada. Su rostro afilado estaba pálido y tenía un rictus de dolor.
Lenton esperó a que la puerta se cerrara tras los últimos rezagados, y después empezó en tono sombrío:
—Es probable que ya se hayan dado cuenta, caballeros. Nos hemos apresurado al celebrar la victoria. El capitán Rankin acaba de regresar de un vuelo sobre la costa. Ha conseguido infiltrarse tras la frontera enemiga y ha podido ver en qué anda trabajando ese maldito corso. Pueden verlo por ustedes mismos.
Lenton deslizó sobre la mesa una hoja de papel, manchada de polvo y gotas de sangre, que aun así no impedían ver un elegante dibujo trazado con precisión por la mano de Rankin. Laurence frunció el ceño, tratando de adivinar qué era aquello. Parecía un buque de guerra, pero no tenía balaustrada en la cubierta superior, ni tampoco mástiles. Había unas gruesas vigas de extraño aspecto que sobresalían por ambos costados a proa y a popa, y no tenía portillas para los cañones.
—¿Para qué es esto? —preguntó Chenery, dando la vuelta al papel—. Pensaba que ya tenía barcos de sobra.
—Tal vez quedará más claro si les explico que había dragones transportando estas cosas sobre el suelo —dijo Rankin.
Laurence lo comprendió al momento. Las vigas estaban diseñadas para ofrecer un asidero a los dragones. Napoleón pretendía hacer volar a sus tropas por encima de los cañones de la Armada, mientras la mayor parte de la Fuerza Aérea inglesa seguía ocupada en el Mediterráneo.
Lenton dijo:
—No estamos seguros de cuántos hombres puede transportar cada uno…
—Discúlpeme, señor. ¿Puedo preguntar qué eslora tienen esas embarcaciones? —le interrumpió Laurence—. ¿El dibujo está a escala?
—Según mi apreciación, sí —dijo Rankin—. El que he visto suspendido en el aire llevaba dos Tanatores a cada lado, y entre ambos había sitio de sobra. Tal vez mida unos setenta metros de proa a popa.
—Entonces deben de tener tres cubiertas en el interior —concluyó Laurence con voz seria—. Si han instalado hamacas, cada uno puede alojar a dos mil hombres para un trayecto corto, siempre que no lleven provisiones.
Un murmullo de alarma recorrió la sala. Lenton dijo:
—Menos de dos horas para cruzar en cada viaje, incluso en el caso de que partan desde Cherburgo. Y Bonaparte tiene sesenta dragones, o más.
—¡Dios santo! ¡Puede hacer que aterricen cincuenta mil hombres antes de media mañana! —dijo un capitán al que Laurence no conocía, un hombre que había llegado hacía poco tiempo.
Todos estaban haciendo el mismo cálculo. Era imposible no echar un vistazo a la habitación y calcular las fuerzas de su propio bando: menos de veinte hombres, y la cuarta parte de ellos capitanes de mensajeros y exploradores cuyas bestias servirían de poco en combate.
—Pero debe de ser casi imposible manejar esta cosa en el aire. Además, ¿pueden los dragones levantar tanto peso? —preguntó Sutton, estudiando con atención el diseño.
—Probablemente los ha hecho construir con madera ligera. Al fin y al cabo, sólo tienen que durar un día, y no tienen por qué ser estancos —repuso Laurence—. Bonaparte tan sólo necesita que sople viento del este. Con esa forma tan estrecha deben de ofrecer muy poca resistencia. Pero serán muy vulnerables en el aire, y es de suponer que Excidium y Mortiferus vienen ya de regreso…
—Aún están a cuatro días de aquí, en el mejor de los casos, y Bonaparte ha de saberlo tan bien como nosotros —dijo Lenton—. Ha sacrificado prácticamente toda su flota y también la flota española para librarse de la presencia de nuestros dragones. No desperdiciará la oportunidad.
Todos captaron la verdad evidente de aquellas palabras. Un silencio grave y expectante cayó sobre la sala. Lenton bajó la mirada hacia su escritorio y después se puso en pie, con una lentitud que no le era propia. Laurence reparó por primera vez en lo canoso y ralo que tenía el cabello.
—Caballeros —se dirigió a ellos Lenton en tono formal—, hoy sopla viento del norte, así que, si Bonaparte prefiere esperar un viento más propicio, aún disponemos de un período de gracia. Todos nuestros exploradores patrullarán por turnos los alrededores de Cherburgo. Así al menos podremos recibir aviso con una hora de antelación. No es necesario decir que la superioridad numérica del enemigo será abrumadora. Haremos todo lo que podamos, y si no conseguimos detenerlos, al menos los retrasaremos.
Nadie habló. Después de unos instantes, el almirante añadió:
—Necesitaremos a todas las bestias pesadas o medianas. Actuarán de forma independiente y su misión será destruir las naves de transporte. Chenery, Warren, ustedes dos formarán con Lily a media ala, y dos de nuestros exploradores ocuparán los extremos. Capitana Harcourt, sin duda Bonaparte reservará algunos dragones para la defensa. Su misión será mantenerlos ocupados lo mejor que pueda.
—Sí, señor —respondió ella, mientras los demás asentían.
Lenton respiró hondo y se frotó la cara.
—No tengo nada más que decir, caballeros. Hagan preparativos.
No tenía sentido ocultárselo a los hombres. Los franceses habían estado a punto de capturar a Rankin en el viaje de vuelta y sabían ya que su secreto había salido a la luz. Con voz calmada, Laurence informó a sus tenientes y acto seguido les ordenó que hicieran su trabajo. Pudo ver cómo la noticia corría por las filas: los hombres se inclinaban para escuchar a los demás, sus gestos se endurecían al comprender lo que pasaba y las conversaciones insustanciales y cotidianas de cada mañana se interrumpían al momento. Laurence se sintió orgulloso al comprobar que incluso los oficiales más jóvenes se tomaban la situación con gran coraje y volvían al trabajo.
Aparte de las prácticas, era la primera vez que Temerario iba a utilizar el equipo completo de combate pesado. Para patrullar se usaba un correaje mucho más ligero, y en el enfrentamiento anterior el dragón llevaba puesto el arnés de viaje. Temerario se dejó hacer, muy tieso y sin moverse. Tan sólo giró la cabeza para observar emocionado cómo los hombres le ajustaban un arnés de cuero más pesado, con remaches triples, y empezaban a enganchar los enormes paneles de eslabones trenzados que le servirían de armadura.
Laurence llevó a cabo su propia inspección del equipo, y sólo entonces se dio cuenta de que Hollín no estaba a la vista. Registró tres veces todo el claro antes de aceptar que realmente no estaba allí. Llamó al armero Pratt, que dejó de trabajar con las grandes placas protectoras que cubrirían el pecho y los hombros de Temerario durante la batalla para presentarse ante él.
—¿Dónde está el señor Hollin? —preguntó Laurence.
—Vaya, creo que no le he visto esta mañana, señor —contestó Pratt, rascándose la cabeza—. Pero anoche sí que estaba.
—Muy bien—dijo Laurence, despachándole—. Roland, Dyer, Morgan —llamó, y cuando los tres mensajeros acudieron, les ordenó—: Intenten localizar al señor Hollín y díganle que le espero aquí enseguida, por favor.
—Sí, señor —respondieron casi al unísono, y tras una breve deliberación entre ellos, se alejaron corriendo en distintas direcciones.
Laurence siguió supervisando el trabajo de sus hombres, con el ceño fruncido. Se sentía atónito y disgustado al descubrir que Hollín había abandonado su puesto, y más aún dadas las circunstancias. Pensó que tal vez se había puesto enfermo y había acudido al médico. Parecía la única excusa posible, pero en ese caso seguramente se lo habría contado a sus compañeros. Pasó más de una hora. Temerario ya tenía puesto todo el equipo y los miembros de la dotación practicaban maniobras de abordaje bajo la severa mirada del teniente Granby, cuando la joven Roland llegó corriendo al claro.
—Señor —dijo, jadeando y con gesto poco feliz—. El señor Hollín está con Levitas, por favor, no se enfade —dijo de un tirón, sin tomar aliento.
—Ah —dijo Laurence, un tanto abochornado. No podía admitir ante Roland que había estado haciendo la vista gorda con las visitas de Hollín, así que era natural que ella fuese reacia a delatar a un compañero aviador—. Tendrá que responder por ello, pero eso puede esperar. Vaya a decirle que se requiere su presencia enseguida.
—Señor, ya se lo he dicho, pero me ha contestado que no puede dejar a Levitas. También me ha dicho que viniera enseguida para decirle a usted que le pide que vaya a verle, si es posible —dijo ella a toda velocidad, y después se le quedó mirando nerviosa para ver cómo se tomaba aquella insubordinación.
Laurence la miró fijamente. No se explicaba el porqué de aquella insólita respuesta, pero tras reflexionar un instante, y conociendo la forma de ser de Hollín, se decidió.
—Señor Granby —dijo en voz alta—, debo ausentarme un momento. Lo dejo todo en sus manos. Roland, quédese aquí y venga a avisarme si pasa cualquier cosa —le dijo a la mensajera.
Caminó con paso rápido, sin saber si debía enfadarse o preocuparse, reacio a exponerse a una nueva queja de Rankin, y aún más en las circunstancias presentes. Nadie podía negar que el hombre acababa de cumplir su deber con valentía, y ofenderle directamente después de aquello sería una grosería enorme. Pero al mismo tiempo, mientras seguía las indicaciones que le había dado Roland, Laurence no podía evitar sentir un gran enojo hacia él.
El claro en el que se encontraba Levitas era pequeño y estaba muy cerca del cuartel general, pues sin duda Rankin lo había escogido pensando en su propia comodidad y no en la del dragón. El suelo estaba muy descuidado, y cuando Laurence vio a Levitas descubrió que estaba tendido sobre un círculo de arena pelada y tenía la cabeza apoyada en el regazo de Hollín.
—Bien, señor Hollin, ¿se puede saber qué pasa? —preguntó Laurence, en tono agudo e irritado. Después, al rodear el cuerpo del dragón, comprobó que tenía el costado y el vientre cubiertos de vendas empapadas de sangre negruzca. Desde el otro lado, no las había visto—. Dios mío —se le escapó.