Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
Al escuchar a Laurence, Levitas entreabrió los ojos y los volvió hacia él con esperanza. Su mirada era vidriosa y brillante de dolor, pero pasado un instante, con un destello de reconocimiento, el pequeño dragón suspiró y los cerró de nuevo, sin pronunciar palabra.
—Señor —dijo Hollín—. Lo siento, sé que tengo mis propios deberes, pero no podía abandonarlo. El médico se ha ido. Dice que ya no puede hacer nada más por él y que no durará mucho. Aquí no hay nadie, ni siquiera alguien que pueda traer agua. —Hollin hizo una pausa y luego repitió—: No podía abandonarlo.
Laurence se arrodilló junto a él y puso la mano en la cabeza de Levitas, rozándola apenas por temor a hacerle más daño aún.
—No —dijo—. Claro que no.
Se alegró de estar tan cerca del cuartel general. Había unos asistentes haraganeando junto a la puerta y comentando las noticias, así que los envió para que ayudaran a Hollin. Rankin se encontraba en el club de oficiales, donde era fácil de localizar. Estaba bebiendo vino, tenía mucho mejor color y se había cambiado las ropas manchadas de sangre por otras limpias. Lenton y dos capitanes exploradores estaban sentados con él, discutiendo las mejores posiciones para defender la costa.
Laurence se acercó y dijo con voz serena:
—Si puede andar, póngase de pie. De lo contrario, le llevaré yo mismo.
Rankin dejó el vaso en la mesa y le miró con ojos gélidos.
—¿Puede repetirlo, por favor? —dijo—. Supongo que está volviendo a entrometerse, como…
Sin prestarle atención, Laurence agarró el respaldo de su silla y empujó. Rankin cayó hacia delante, manoteando para tratar de sujetarse al suelo. Laurence le asió por el cuello de la chaqueta y tiró de él para ponerlo en pie, haciendo caso omiso de sus quejas de dolor.
—Laurence, ¿se puede saber qué…? —dijo Lenton, levantándose con gesto atónito.
—Levitas se está muriendo. El capitán Rankin desea despedirse de él —dijo Laurence, mirando a los ojos a Lenton mientras sujetaba a Rankin del brazo y del cuello—. Le ruega que le disculpe, señor.
Los demás capitanes, que se habían incorporado a medias de sus sillas, se le quedaron mirando. Lenton observó a Rankin y después volvió a sentarse con toda la intención.
—Muy bien —dijo, extendiendo la mano para agarrar la botella.
Los otros capitanes se sentaron también con gesto parsimonioso.
Rankin caminó a trompicones, sin intentar librarse de la presa de Laurence, aunque ofreció una débil resistencia por el camino. Al borde del claro, Laurence se detuvo y le miró de frente.
—Va a ser generoso con él, ¿me entiende? —le dijo—. Le va a dedicar todas las alabanzas que se merecía y que nunca le dijo. Va a decirle que ha sido bravo y leal, y mucho mejor compañero de lo que usted se merece.
Rankin no decía nada, sólo miraba a Laurence como si se tratara de un lunático peligroso. Laurence le zarandeó de nuevo.
—Por Dios, va a hacer esto y mucho más, y rece para que me dé por satisfecho con eso —concluyó en tono salvaje y tiró de él.
Hollín seguía sentado, con la cabeza de Levitas en el regazo y un cubo a su lado. Estaba escurriendo agua de un trapo limpio en la boca entreabierta del dragón. Miró a Rankin sin molestarse en disimular su desprecio, pero después se inclinó sobre el dragón y dijo:
—Levitas, mira quién ha venido.
Levitas abrió los ojos, pero ya los tenía lechosos y no podía ver.
—¿Mi capitán? —dijo en tono inseguro.
Laurence empujó a Rankin y le obligó a arrodillarse sin miramientos. Rankin jadeó y se apretó el muslo, pero dijo:
—Sí, estoy aquí. —Levantó la mirada hacia Laurence, tragó saliva y añadió con torpeza—Has sido muy valiente.
No había nada de natural ni de sincero en su voz, que no podía sonar más forzada. Pero Levitas sólo respondió, muy suavemente:
—Has venido…
Después lamió las gotas de agua que tenía en la comisura de la boca. La sangre seguía manando perezosa, lo bastante espesa para diferenciar los vendajes de ambos: los de Rankin estaban relucientes, y los del dragón, negros. Rankin se removió inquieto. Se estaba empapando las calzas y las medias, pero miró de nuevo a Laurence y renunció a levantarse.
Levitas suspiró tenuemente, y después incluso el débil movimiento de sus costados cesó. La mano encallecida de Hollín le cerró los ojos.
Los dedos de Laurence seguían apretando el cogote de Rankin. Ahora le soltó por fin. Su rabia había desaparecido, sustituida por un silencioso aborrecimiento.
—Váyase —dijo—. Nosotros, los que le apreciábamos, nos encargaremos de todo, no usted. —Cuando Rankin salió del claro, ni se molestó en mirarle—. No puedo quedarme —le dijo a Hollín con voz queda—. ¿Puede arreglárselas usted?
—Sí —dijo Hollin, acariciando la pequeña cabeza—. Con una batalla inminente no se puede hacer gran cosa, pero me aseguraré de que se lo lleven y lo entierren como es debido. Gracias, señor. Esto ha significado mucho para él.
—Más de lo que debería —repuso Laurence.
Durante un rato se quedó mirando a Levitas. Después, se dirigió al cuartel general y se presentó ante el almirante Lenton.
—¿Y bien? —preguntó Lenton, ceñudo, cuando Laurence entró en su despacho.
—Señor, pido disculpas por mi comportamiento —dijo Laurence—. Aceptaré de buen grado las medidas que usted juzgue oportuno tomar.
—No, no, ¿de qué me está hablando? Me refería a Levitas —dijo Lenton, impaciente.
Laurence hizo una pausa, y después dijo:
—Ha muerto. Ha sufrido mucho, pero al menos al final se fue en paz.
Lenton meneó la cabeza.
—Es una verdadera lástima —dijo, sirviendo sendas copas de brandy para él y para Laurence. Apuró su propia bebida de dos tragos y después exhaló un profundo suspiro—. Y el momento más desafortunado para que Rankin quede descabalgado —añadió—. En Chatham tenemos un Winchester que está a punto de eclosionar, antes de lo previsto. A juzgar por el endurecimiento de la cáscara, puede hacerlo en cualquier momento. He estado bregando para encontrar a alguien que pueda llegar a tiempo, sea digno de ese puesto y no le importe ser asignado a un Winchester. Ahora Rankin ha quedado libre y el hecho de haber traído la información le ha convertido en un héroe. Si no le envío a él y la bestia acaba sin arnés, tendremos que soportar las airadas protestas de toda su condenada familia, y probablemente una interpelación en el Parlamento.
—Preferiría ver a un dragón muerto antes que en sus manos —dijo Laurence, dejando su vaso con brusquedad—. Señor, si quiere a un hombre que honre al Cuerpo, envíe al señor Hollín. Apostaría mi propia vida por él.
—¿Cómo? ¿El jefe de su dotación de tierra? —Lenton frunció el ceño, pensativo—. Es una idea, si es que de verdad lo considera apropiado para el puesto. Él no pensará que perjudica su carrera dando ese paso. Supongo que no es un caballero…
—No, señor, a no ser que por caballero se refiera usted a un hombre de honor y no a uno de alcurnia.
Lenton soltó un bufido.
—Bueno, no somos tan quisquillosos como para perder el tiempo pensando en eso —dijo—. Lo más probable es que Hollin responda bien. Si es que cuando se abra el huevo no estamos todos muertos o nos han hecho prisioneros.
Cuando Laurence le relevó de sus deberes, Hollin le miró con los ojos muy abiertos y preguntó con voz algo trémula:
—¿Mi propio dragón?
Tuvo que darse la vuelta y esconder la cara. Laurence fingió no darse cuenta.
—Señor, no sé cómo darle las gracias —dijo Hollin en susurros, para evitar que se le quebrara la voz.
—He prometido que honrará usted al Cuerpo. Procure no dejarme por mentiroso, y con eso quedaré satisfecho —repuso Laurence, tendiéndole la mano—. Debe partir cuanto antes. La eclosión se espera en cualquier momento. Hay un carruaje esperando para llevarlo a Chatham.
Con aspecto aturdido, Hollin estrechó la mano de Laurence, recogió la bolsa en la que sus compañeros del equipo de tierra habían empaquetado a toda prisa sus escasas pertenencias, y después dejó que el joven Dyer lo llevara hasta el carruaje que ya le estaba esperando. El personal no hacía más que sonreír y saludarle a su paso. Hollin tuvo que estrechar muchas manos, hasta que Laurence, temiendo que no llegara a ponerse en camino nunca, puso a todos a trabajar.
—Caballeros, el viento sigue soplando del norte —informó—. Vamos a quitarle algo de blindaje a Temerario para pasar la noche.
Temerario le vio irse con cierta tristeza.
—Estoy muy contento de que ese nuevo dragón esté con él, y no con Rankin. Pero ojalá le hubieran entregado antes a Levitas. A lo mejor Hollin habría evitado que muriera —le comentó a Laurence, mientras el personal trabajaba en él.
—No podemos saber lo que habría sucedido —dijo Laurence—, pero no estoy muy seguro de que Levitas hubiese sido feliz con el cambio. Hasta el último momento, lo único que quiso era el cariño de Rankin, por extraño que pueda parecer.
Esa noche, Laurence volvió a dormir con Temerario, refugiado entre sus brazos y envuelto en varias mantas de lana para protegerse de la escarcha de la madrugada. Despertó antes de que asomaran las primeras luces y descubrió que los árboles inclinaban sus copas desnudas alejándolas de la aurora: se había levantado un viento del este que soplaba desde Francia.
—Temerario —llamó con voz queda.
La enorme cabeza se alzó sobre él para olisquear el aire.
—El viento ha cambiado —anunció el dragón, y dobló el cuello para acariciar a su cuidador.
Laurence se permitió el lujo de descansar cinco minutos más, tumbado al calor de los brazos del dragón y con las manos apoyadas en las escamas suaves y estrechas de su nariz.
—Espero no haberte dado nunca motivo para ser infeliz, amigo mío.
—Nunca, Laurence —le respondió Temerario, en voz muy baja.
En cuanto Laurence hizo sonar la campana, la dotación de tierra acudió a toda prisa desde sus barracones. Habían dejado la armadura de cadenas en el claro, debajo de una lona, y Temerario había dormido por esta vez con el arnés pesado. No tardaron en equipar al dragón, mientras que al otro lado del calvero Granby revisaba las correas y mosquetones de cada hombre. Laurence dejó que le pasara la inspección a él también, y después se tomó unos instantes para limpiar y recargar sus pistolas y ceñirse la espada.
El cielo se veía frío y despejado, salvo por algunas nubes grises que desfilaban como sombras. Aún no había llegado ninguna orden. A petición de Laurence, Temerario lo encaramó sobre su hombro y se puso de pie sobre los cuartos traseros. Más allá de los árboles, el aviador alcanzó a ver la oscura línea del océano y las naves que se mecían en el puerto. Un viento fresco y salado azotó su cara.
—Gracias, Temerario —dijo, y el dragón volvió a ponerlo en el suelo—. Señor Granby, embarque a la tripulación —ordenó.
Cuando Temerario alzó el vuelo, el equipo de tierra le dedicó un ruidoso saludo más parecido a un rugido que a una aclamación. Laurence lo escuchó repetido a lo largo de toda la base conforme las demás bestias batían las alas hacia el cielo. Maximus, con su brillo entre rojizo y dorado, era una presencia enorme y deslumbrante que empequeñecía a los demás. Victoriatus y Lily también destacaban entre la multitud de pequeños Tanatores Amarillos.
La bandera de Lenton ondeaba sobre su dragona
Obversaria, la Ninfálida Dorada. Tan sólo era un poco mayor que los Segadores, pero atravesó la multitud de dragones y se puso en cabeza con fácil elegancia, haciendo girar las alas casi de la misma forma que Temerario. Como a los dragones más grandes se les había ordenado actuar por su cuenta, Temerario no tenía por qué mantener la velocidad del resto de la formación, y no tardó en hacerse sitio junto a la cuña que encabezaba aquella fuerza.
El viento frío y húmedo azotaba sus rostros, y el grave silbido de su vuelo arrastraba lejos los demás ruidos, salvo los crujidos del arnés y el restallido coriáceo de las alas de Temerario, que en cada batida sonaban como una vela henchida por el viento. Nada más rompía el forzado y pesado silencio de la tripulación. Ya estaban a la vista del enemigo: a aquella distancia, los dragones franceses parecían una bandada de gaviotas o de pequeños gorriones, tal era su número y con tal sincronía aleteaban.
Los franceses mantenían una altura considerable, a unos trescientos metros sobre la superficie del agua, lejos del alcance de los cañones de pimienta más potentes. Bajo ellos se extendía una formación de velas blancas, hermosa e inútil: la flota del canal. Muchos barcos que habían probado fortuna en vano con sus disparos se veían coronados por guirnaldas de humo. La mayoría de las naves había tomado posiciones cerca de tierra, pese al terrible peligro que suponía acercarse tanto a una costa que quedaba a resguardo del viento. Así, si los franceses se veían obligados a tomar tierra junto al borde de los acantilados, aún podrían quedar a tiro de los largos cañones de la Armada, aunque fuera por un breve lapso.
Excidium, Mortiferus y sus respectivas formaciones volvían de Trafalgar a una velocidad frenética, pero nadie esperaba que llegaran antes del fin de la semana. No había un solo hombre entre ellos que no supiera al dedillo los números del contingente que los franceses podían reunir contra ellos. Racionalmente nunca habían tenido motivo para la esperanza.
Aun así, era muy diferente ver cómo esos minino se convertían en alas y carne. Había doce transportes de madera ligera como los que había descubierto Rankin, cada uno llevado por cuatro dragones y defendido por otros tantos. En la guerra moderna, Laurence no había oído hablar nunca de una fuerza tan numerosa. Aquellas cifras eran más típicas de las cotizadas, cuando los dragones eran más pequeños y la tierra más silvestre, por lo que resultaba más fácil alimentarlos.
Al pensar en eso, Laurence se volvió hacia Granby y le dijo en tono tranquilo, lo bastante alto para que su voz llegara a los hombres:
—Alimentar a tantos dragones juntos requiere una logística que sólo puede ser viable durante un período de tiempo muy corto. Bonaparte tardará en intentarlo de nuevo.
Granby le miró durante unos instantes y después, con un respingo, se apresuró a contestar:
—Así es. Tiene usted razón. ¿No deberíamos permitir a los hombres un poco de ejercicio? Creo que disponemos de al menos media hora de gracia antes de encontrarnos con ellos.
—Muy bien —dijo Laurence, poniéndose en pie.