Read Temerario I - El Dragón de Su Majestad Online
Authors: Naomi Novik
Tags: #Histórica, fantasía, épica
—Sin duda, estoy en deuda con usted por soportar tantos inconvenientes —repuso Laurence—. Confieso que tenía muchas ganas de charlar con usted desde que descubrimos la habilidad de Temerario, ya que imagino que ésa es la noticia que le ha hecho venir. Todo lo que sabe decirnos es que la sensación es la misma que la de proferir un bramido. Ni imaginábamos que un simple sonido podría producir un efecto tan extraordinario, y ninguno de nosotros había oído jamás algo parecido.
—No, no lo habían oído —confirmó sir Edward—. Laurence… —Se calló y lanzó una mirada a la multitud de dragones que había entre ellos y el pabellón, que proferían un murmullo de aprobación ahora que se acercaba el final de la primera actuación—. ¿Podríamos hablar en algún otro sitio con más privacidad?
—Si desea estar en un lugar más tranquilo, siempre podemos ir a mi propio claro —sugirió Temerario—. Estaré encantado de llevarles a los dos; volar hasta allí sólo será un momento.
—Tal vez eso sería lo mejor, si no tiene nada que objetar —respondió sir Edward. Temerario los tomó con cuidado con las patas delanteras y los depositó en un claro abandonado antes de tumbarse cómodamente—. He de pedirle perdón por causarle esta molestia e interrumpirle la velada —dijo luego sir Edward.
—Señor, le aseguro que, en este caso, me alegra que me haya interrumpido —contestó Laurence, que estaba impaciente por enterarse de lo que sir Edward pudiera saber. No había desaparecido de su ánimo la preocupación ante la aparición de un posible agente de Napoleón, tal vez incluso había aumentado después de la victoria—. Le ruego que no se preocupe a ese respecto.
—No le voy a mantener en ascuas por más tiempo —dijo sir Edward—. Aunque no pretendo comprender siquiera los principios mecánicos a los que se debe la habilidad de Temerario, los libros han descrito esos efectos, por lo que puedo identificarlo para usted. Los chinos, y en especial los japoneses, lo denominan «viento divino». Me temo que esto le dice poco más de lo que ya sabía, visto lo visto, pero lo realmente importante reside en esto: se trata de una habilidad única y sólo una raza, sólo una, la posee, la de los Celestiales.
El nombre flotó suspendido en el aire durante una eternidad. Laurence no supo qué pensar en un primer momento. El dragón los miraba a ambos con aire vacilante.
—¿Hay mucha diferencia con un Imperial? —preguntó—. ¿No son chinas ambas razas?
—Mucha, mucha diferencia —Contestó sir Edward—. Los dragones Imperiales son realmente escasos, pero los Celestiales sólo se entregan a los mismísimos emperadores o a familiares muy cercanos. Me sorprendería que hubiera más de un centenar en todo el mundo.
—A los mismísimos emperadores —repitió Laurence maravillado, y lentamente empezó a comprender—. No tendría que saber esto, señor, pero atrapamos a un espía francés en la base de Dover poco antes de la batalla. Nos reveló que el huevo de Temerario no estaba destinado solamente para Francia, sino para Bonaparte en persona.
Sir Edward asintió con la cabeza.
—Esas noticias no me sorprenden nada. El Senado aprobó la coronación de Bonaparte como emperador el pasado mes de mayo. El momento de vuestro encuentro con la embarcación francesa sugiere que los chinos le enviaron el huevo en cuanto se enteraron. No logro imaginar por qué tendrían que darle semejante presente. Ellos mismos no han mostrado ninguna señal de alianza con Francia, pero la coincidencia de fechas es demasiado exacta para que exista otra explicación…
—… Y si sabían algo del momento en que se esperaba la eclosión, eso bien podría explicar también la forma de transportarlo —concluyó Laurence por él—. Siete meses de China a Francia doblando el cabo de Hornos… Los franceses sólo podían tener esperanzas de conseguirlo con una veloz fragata sin tener en cuenta el riesgo que con ello corrían.
—Laurence —repuso sir Edward con acusada tristeza—, he de pedirle de todo corazón que me perdone por inducirle a un error. No puedo alegar el pretexto de la ignorancia. He leído descripciones de Celestiales y he visto numerosos dibujos de ellos. Simplemente, jamás se me ocurrió que con la madurez desarrollara la gorguera y los tirabuzones. El cuerpo y la forma de las alas de los Celestiales son iguales a los de los Imperiales.
—No le dé vueltas, por favor. No hay nada que disculpar —respondió el aviador—. Eso apenas hubiera supuesto mucha diferencia en el entrenamiento y, al fin y al cabo, hemos sabido de su habilidad en el momento más oportuno. —Alzó el rostro hacia el dragón para sonreírle y le acarició la reluciente pata delantera mientras Temerario demostraba su acuerdo resoplando jubiloso—. Bueno, amigo, eres un Celestial. No debería sorprenderme tanto. No me maravilla que Bonaparte se llevara semejante disgusto por perderte.
—Imagino que seguirá furioso —comentó sir Edward—, y lo que es peor, tal vez se nos echen encima los chinos cuando se enteren. Se muestran terriblemente quisquillosos allí donde el prestigio del emperador se pueda ver en entredicho, y no cabe la menor duda de que les va a molestar ver a un oficial británico de servicio en posesión de uno de sus tesoros.
—No veo por qué el asunto les preocupa lo más mínimo a ellos ni a Napoleón —intervino Temerario irritado—. Ya no estoy en el huevo y no me preocupa que Laurence no sea emperador. Derrotamos a Napoleón en batalla y le hicimos huir a pesar de que él sí lo es. No veo que haya nada especialmente interesante en ese título.
—No te inquietes, amigo. Carecen de base sobre la que presentar una protesta —intervino Laurence—. No te tomamos de una embarcación china, que sin ninguna duda hubiera sido una nave neutral, sino de un buque de guerra francés. Fueron ellos quienes eligieron entregar tu huevo a nuestro enemigo y tú eres una captura totalmente legal.
—Me alegra oír eso —dijo sir Edward, aunque parecía dubitativo—. Puede que opten por discrepar a ese respecto, ya que valoran en muy poco las leyes de los demás países, y en nada con lo que ellos consideran un comportamiento adecuado. ¿Tiene alguna idea de cuál es su postura respecto a nosotros?
—Es posible que metan un poco de ruido, supongo —respondió Laurence con inseguridad—. Sé que no tienen una Armada digna de tal nombre, pero se oye hablar mucho de sus dragones. Informaré de estas noticias al almirante Lenton. Estoy seguro de que él sabrá mejor que yo cómo resolver cualquier posible diferencia de opinión que surja sobre la materia.
Desde lo alto provino un apresurado batir de alas y el suelo tembló con el golpe. Maximus acababa de regresar volando a su propio claro, a escasa distancia de allí. Laurence podía entrever su piel roja y dorada entre los árboles. Varios dragones más pequeños los sobrevolaron en su viaje de regreso a sus respectivos lugares de descanso. Parecía evidente que el baile había finalizado y Laurence comprendió, a juzgar por lo bajo que ardía la llama de sus faroles, que se había hecho muy tarde.
—Debe de estar fatigado después de su viaje —dijo, volviéndose hacia sir Edward—. He contraído una gran deuda con usted, señor, por haberme traído esa información. ¿Puedo pedir un favor más? ¿Comería conmigo mañana? No quiero que permanezca por más tiempo aquí con el frío que hace, pero le confieso que tengo muchas preguntas, y me encantaría que me enseñara algo más sobre los Celestiales.
—El placer será mío —respondió sir Edward, que hizo una reverencia a Laurence y a Temerario. Se anticipó cuando el aviador hizo ademán de acompañarle—. No, gracias. Puedo encontrar la salida por mis propios medios. Crecí en Londres y vagabundeaba por estos alrededores cuando era un joven que soñaba con dragones. Si bien sólo lleva aquí unos cuantos días, me atrevería a decir que conozco el lugar mejor que usted.
Se despidió de ellos después de haber convenido los detalles de la cita.
Laurence había planeado pasar la noche en un hotel cercano en el que la capitana Roland había alquilado una habitación, pero descubrió que no le apetecía abandonar la compañía del dragón, por lo que en lugar de irse, buscó algunas viejas mantas en el establo que empleaba la dotación de tierra y se preparó un polvoriento nido en las patas del animal, con la chaqueta enrollada a modo de almohada. Le presentaría sus disculpas a Jane por la mañana. Ella lo entendería.
—Laurence, ¿cómo es China? —preguntó Temerario despreocupadamente después de que se hubieran tumbado ambos, con las alas del dragón protegiéndolos del viento invernal.
—Nunca he estado allí, amigo, sólo en la India —contestó—, pero tengo entendido que es un país maravilloso. Es la nación más antigua del mundo, ya lo sabes; es incluso anterior a Roma, y, sin lugar a dudas, sus dragones son los mejores de la tierra —agregó.
Vio cómo Temerario se henchía de satisfacción.
—Bueno, tal vez podamos visitarla alguna vez, cuando acabe la guerra y hayamos ganado. Me gustaría conocer a otro Celestial algún día —dijo el dragón—, pero eso que hicieron de enviarme a Napoleón fue una soberana estupidez. No voy a dejar que nadie te aparte de mí.
—Ni yo, amigo —respondió Laurence al tiempo que sonreía.
A pesar de todas las complicaciones que él sabía que se podrían producir si China presentaba una queja, en el fondo de su corazón compartía la simplicidad del punto de vista de Temerario. Casi de inmediato se quedó dormido, confiado en la seguridad del palpitar cadencioso, profundo y acompasado del corazón del dragón, tan parecido al infinito sonido del mar.
de:
Observaciones sobre el orden dragontino en Europa
Con notas sobre las razas orientales
De sir Edward Howe, F. R. S.
Londres
John Murray, Albemarle Street
1796
Nota preliminar del autor acerca de las unidades
de medida del peso de los dragones
La incredulidad es la reacción más probable de la mayoría de mis lectores ante los guarismos que van a aparecer de ahora en adelante para describir el peso de varias razas de dragones, al ser completamente desproporcionados respecto a los reflejados hasta este momento. El peso estimado de unas diez toneladas de un Cobre Regio es sobradamente conocido, y, sin embargo, una corpulencia tan descomunal ya exige realizar un esfuerzo de imaginación. En tal caso, ¿qué ha de pensar el lector cuando le advierta que esto es un eufemismo y le asegure que la cifra está más próxima a las treinta toneladas, y que los especimenes de mayor tamaño de esta raza alcanzan pesos próximos a las cincuenta?
He de remitir al lector a la reciente obra de M. Cuvier para explicarlo. En los últimos estudios anatómicos de los alvéolos que posibilitan el vuelo dragontino, Cuvier ha dado un giro al trabajo de Cavendish y su exitoso aislamiento de esos gases peculiares, de composición más ligera que la del aire, y ha propuesto en consecuencia un nuevo sistema de medición que posibilita una mejor comparación entre el peso de los dragones y el de aquellos otros animales terrestres que carecen de esos órganos al compensar el peso desplazado por las bolsas pulmonares.
Quizá se muestren escépticos aquellos que nunca han visto un dragón en carne y hueso, y en especial los que jamás han visto a un ejemplar de las especies más grandes, en los cuales esta discrepancia aparecerá más acusada. Quienes, como es mi caso, han tenido la oportunidad de ver a un Cobre Regio ijada contra ijada con el mayor de los elefantes indios, a los que se les ha calculado unas seis toneladas, espero que se adhieran a mi postura de preferir este sistema de medida, que no cometa la ridiculez de sugerir que el primero, capaz de devorar al paquidermo prácticamente de un mordisco, deba doblarle el peso.
Sir Edward Howe
Diciembre de 1795
Razas nativas de las islas Británicas — Razas habituales —Relación con las razas europeas — El efecto de la dieta moderna sobre el tamaño — La herencia del Cobre Regio — Razas venenosas y vitriólicas
[…] Se escucha con frecuencia que los Tanatores Amarillos —cuya mala consideración es tan inmerecida como frecuente porque a menudo no se aprecia lo que se tiene— se encuentran por doquier debido a sus múltiples y excelentes cualidades: llevan una dieta sencilla y bastante asequible, no es preciso preocuparse si se les expone a temperaturas extremas, tanto de calor como de frío, casi siempre mantienen su buen carácter y han contribuido a casi todas las líneas de parentesco en estas islas. Estos dragones entran exactamente en el rango medio en cuanto a peso, aunque presentan más variaciones dentro de la raza que otras, y su peso varía entre las diez y las diecisiete toneladas a lo sumo, tal como se ha visto en un espécimen en la actualidad. Su peso normal oscila entre las doce y las quince toneladas, con una longitud de unos quince metros por lo general y una envergadura de ala bellamente proporcionada, en torno a los veinticinco metros.
Los Tanatores Malaquitanos se distinguen fácilmente de sus primos más comunes por la coloración; mientras que los Amarillos tienen motas amarillas, algunas veces con rayas atigradas blancas a lo largo de flancos y alas, los Malaquitanos son de un apagado pardo amarillento con manchas de color verde pálido. Se cree que son el resultado de cruces espontáneos durante la conquista anglosajona, entre los Tanatores Amarillos y los Serpentinos Escandinavos. Suelen preferir los climas más fríos y generalmente se les puede encontrar en el noreste de Escocia.
Sabemos por los relatos de caza y las colecciones de huesos que la raza del Enviudador Gris fue en su momento casi tan común como la del Tanator, aunque ahora resulta muy difícil de encontrar. Esta raza es violenta e intratable, y su afición al robo de ganado ha sido la causa principal de su casi total extinción. Sin embargo, incluso hoy, es posible hallar algunos ejemplares salvajes en aisladas regiones montañosas, sobre todo en Escocia, y algunos se han confinado en los terrenos dedicados a la cría para preservarlos como ejemplos de su estirpe. Son pequeños, de naturaleza agresiva y raramente sobrepasan las ocho toneladas, y su coloración, moteada de gris, es ideal para ocultarlos al volar, lo cual inspiró su cruce con el Winchester, de mucho mejor temperamento, para producir la raza Grisador.
Las razas francesas más comunes, el Pécheur —Couronné y el Pécheur— Rayé, son las más parecidas a la raza del Enviudador, más que los Tanatores, si lo juzgamos a partir de la configuración de las alas y la estructura del esternón de ambas razas; éste tiene forma de quilla y se fusiona con la clavícula. Dicha peculiaridad anatómica los hace a ambos más útiles como razas para el combate ligero y mensajería que para el combate pesado […].