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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

Tiempos de gloria (3 page)

BOOK: Tiempos de gloria
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El Patio de Verano no hacía honor a su nombre, permanentemente a la sombra de las torres donde habitaban las invernales tras hileras de ventanas con cristales y cortinas de seda. El oscuro lugar estaba desierto a excepción de una figura inclinada que pasaba la escoba bajo las ceñudas figuras de piedra de las primeras madres del Clan Lamai, todas talladas con expresión uniforme de desdén y labios arrugados. Maia se detuvo a observar al viejo Bennett barrer las hojas de otoño, su barba blanca agitándose en suave compás. No era legalmente un hombre, sino un «retirad».; Bennett había sido traído aquí cuando su hermandad de marinos ya no pudo cuidarlo, una tradición abandonada por otros matriarcados hacía tiempo, pero orgullosamente mantenida por Lamatia.

Recién instalado allí, los ojos de Bennett conservaban un atisbo de fuego, y también mantenía su voz resonante. Toda la virilidad física había desaparecido, sí, pero era recordada todavía, pues solía pellizcar traseros de vez en cuando, provocando grititos de complacida furia en las muchachas y frías miradas de desaprobación por parte de las matronas. Aunque formalmente era tutor del puñado de niños varones, se convirtió en el favorito de todos los niños de verano gracias a sus floridos y apasionantes relatos del mar salvaje y abierto. Ese año, Bennett le tomó especial cariño a Maia, animando su interés por las constelaciones y el arte masculino de la navegación.

No podía decirse que
.hablaran
de verdad, como podían hacerlo dos mujeres, sobre la vida y los sentimientos y otras cosas de enjundia. Con todo, Maia recordaba con cariño una extraña amistad que ni siquiera Leie llegó nunca a comprender. Pero demasiado pronto el fuego abandonó los ojos de Bennett. Dejó de contar historias coherentes y se sumergió en un silencio sombrío mientras continuaba tallando flautas ornamentadas que ya no se molestaba en tocar.

El anciano se encorvó sobre su escoba cuando Maia se inclinó para mirarle a los ojos acuosos. Su impresión, tal vez producida por sus propias imaginaciones, fue de un
.activo
vacío. De ansiosa y estudiada evasión del mundo. ¿Les sucedía esto de modo natural a los varones que ya no podían trabajar en los barcos? ¿O se lo habían causado de algún modo las madres Lamai, borrando la molestia a la vez que garantizaban que estuviera de verdad «retirad»? Eso le hizo sentir curiosidad por los fabulosos santuarios, donde pocas mujeres entraban, y donde la mayoría de los hombres iban finalmente a morir.

Dos estaciones atrás, Maia había intentado sacar a Bennett de su declive llevándolo de la mano por la estrecha escalera de caracol hasta la pequeña cúpula que contenía el telescopio del clan. Ver el brillante instrumento, donde meses antes habían pasado horas juntos escrutando los cielos, pareció producir placer al anciano. Sus manos engarfiadas acariciaron el flanco de latón con sensual afecto.

Fue en ese momento cuando ella le mostró la Nave Exterior, entonces nueva en el cielo de Stratos. Todo el mundo hablaba del tema, incluso en los programas de tele, férreamente censurados. Seguro que Bennett había oído hablar del mensajero peripatético llegado de las distancias del espacio para poner fin a la larga separación entre Stratos y el Phylum Homínido.

Al parecer, no era así. Asombrado, Bennett pareció creer al principio que se trataba de uno de los parpadeantes satélites de navegación, que ayudaban a los capitanes a encontrar su rumbo en el mar. Al final, comprendió las explicaciones de ella: aquel claro titilar era, en realidad, una nave espacial.

.¡Jelly puede!
—estalló Bennett de repente—.
.¡Se-ñala, Jelly puede!

—¿Señales? ¿Te refieres al faro? —Ella apuntó hacia la torre que señalaba la bahía de Puerto Sanger, su llama iluminando las aguas. Pero el anciano sacudió la cabeza, desesperado.

.¡Antes!… ¡Jelly puede antes!

Siguieron más frases de aquel dialecto confuso y sin sentido. Estaba claro que había sucedido algo que tiraba de algún cable mental. Cables que antaño estaban relacionados con fervientes pensamientos, pero que se habían convertido tiempo atrás en hilos sueltos. Para horror de Maia, el anciano empezó a golpearse la sien, una y otra vez, mientras las lágrimas corrían por sus chupadas mejillas.

.¡No puedo recordar!… ¡No puedo!
—gimió—.
.Antes… ido… no puedo…

El ataque continuó mientras ella, aturdida, le ayudaba a bajar de la torre y le llevaba a su jergón; luego se sentó a su lado mientras el hombre se sacudía y murmuraba rítmicamente que había que «protege». algo… y hablaba sobre «dragones en el ciel».. En ese momento, Maia sólo pudo pensar en un dragón, una fiera figura tallada sobre el altar del templo de la ciudad, que la había asustado cuando era pequeña, aunque las matronas decían que la bestia era una representación alegórica del espíritu materno del planeta.

Desde aquel episodio en el tejado, Maia no había intentado volver a comunicarse con Bennett… y se avergonzaba de ello.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó ahora en voz baja, contemplando aquellos ojos asustados—. ¿Hay alguien?

No surgió de aquella mirada nada comprensible, así que se inclinó para besar la mejilla rasposa, preguntándose si el confuso afecto que sentía era lo más cerca que podría encontrarse jamás de una relación con un hombre. Para la mayoría de las mujeres del verano, la castidad durante toda la vida no era sino un emblema más de una lucha que pocas podían ganar.

Bennett siguió barriendo. Maia se sopló las manos para hacerlas entrar en calor, y se volvió para marcharse justo en el momento en que una campana rompía el silencio. Unos niños ruidosos salieron corriendo al patio, llegados desde los estrechos corredores de todas partes. Desde los bebés hasta los más mayores, todos llevaban los brillantes tartanes de Lamatia, el pelo trenzado al estilo del clan. Sin embargo, la uniformidad no era total. A diferencia de los niños normales, cada mocosa del verano seguía siendo una clarísima muestra de individualismo, y era dolorosamente consciente de su condición única.

No así los niños varones, uno de cada cuatro, que corrían a clase como sus hermanas, pero con una pose que decía: «Sé adónde voy». Los hijos de Lamatia a menudo se convertían en oficiales, incluso en capitanes de buque.

.Y al final, en viejos inútiles, se recordó Maia mientras Bennett seguía barriendo, ajeno al tumulto. Hombres y mujeres tenían eso en común: todo el mundo envejecía. En su sabiduría, Lysos había decretado hacía tiempo que el ritmo de la vida debía incluir un final.

Los niños dejaron de correr y miraron a Maia. Ella les devolvió la mirada, con cara de póquer. Vestida de cuero, con el pelo corto, debía parecer una de las últimas trasnochadoras, perdida de la taberna. ¡Con lo delgada que era, tal vez la tomaban por un hombre!

De repente, varios niños se rieron en voz alta. Jemanine y Loiz la abrazaron, y el pequeño y dulce Albert, del que cuidó hasta que se aprendió las constelaciones mejor que las retorcidas calles de Puerto Sanger. Los demás se acercaron, llamándola por su nombre. Sus abrazos representaron más para Maia que ninguna bendición de las madres… aunque la próxima vez que se encontrara con muchos de ellos, en el mundo exterior, podrían ser competidores.

Los gritos recomenzaron. Un alto lúgar de piel blanca y morro caído salió al patio blandiendo una campana de latón, claramente perturbado por aquella ruptura de la rutina. Los niños ignoraron a la criatura sin cuello, asaltando a Maia con preguntas sobre su trenza, su planeado viaje, y el porqué había decidido faltar a la Ceremonia de Partida. Maia sintió una rara excitación al convertirse en lo que las madres llamaban un «mal ejempl»..

Entonces llegó al patio una figura más pequeña pero mucho más temible que el inquieto lúgar: la Sabia Madre Claire, con un punzón en la mano, miró fieramente a aquellos
.indignos mocosos var que deberían estar en clase…

Los niños echaron a correr, aunque algunos de los más osados se atrevieron a despedirse por última vez de Maia antes de desaparecer. El inquieto lúgar siguió tocando la campana hasta que la matrona puso fin al clamor con un buen codazo.

Madre Claire se volvió y dirigió a Maia una mirada calculadora. Incluso en la vejez, era una Lamai perfecta.

El ceño fruncido y los labios tensos, aunque severamente hermosa, siempre, por lo que Maia recordaba, siempre tenía aquella mirada de desdén. Pero ahora, en vez de la esperada furia por los rizos cortados de Maia, la mirada de la directora terminó con una sorprendente sonrisa.

—Bien —asintió Claire—. A la primera oportunidad has reclamado tu propia herencia. Bien hecho.

—Yo… —Maia sacudió la cabeza— no comprendo.

El antiguo desdén seguía allí, un desprecio igualitario por todo aquello que no fuera Lamai.

—Las mocosas del calor sois una lata —dijo Claire—. A veces desearía que las fundadoras de Stratos hubieran sido más radicales, y hubieran elegido apañárselas sin vuestra especie.

Maia jadeó. La observación de Claire era casi Perkinita en su herejía. Si la propia Maia hubiera dicho alguna vez algo remotamente parecido sobre las primeras madres, se habría ganado una azotaina.

—Pero Lysos fue sabia —continuó con un suspiro la vieja maestra—. Las veraniegas sois nuestra semilla salvaje.

Nuestra herencia llevada por los vientos. Si quieres mi bendición, tómala, niña-var. Hunde tus raíces en alguna parte y florece, si puedes.

Maia sintió que las aletas de su nariz se dilataban.

—Nos expulsáis, sin darnos nada…

Claire se echó a reír.

—Damos mucho. ¡Una educación práctica y ninguna ilusión de que el mundo os debe favores! ¿Preferirías que os mimáramos? ¿Que os colocásemos en algún trabajo inútil, como hacen algunos clanes con sus vars? ¿O que os aleccionáramos para una prueba de servicio civil a cada cien pasos? Oh, eres lo bastante inteligente para tener una oportunidad, Maia, ¿pero luego qué? ¿Trasladarte a Caria City y dedicarte al papeleo el resto de tu vida?

¿Depender de un salario para comprar un apartamento e iniciar algún día un microclán de
.una
?

Maia tuvo la fuerza de decir lo que había querido expresar durante años.

—Hipócrita hi…

—¡Eso es! —la interrumpió Madre Claire, aún sonriendo—. Sigue escuchando a tu hermana. Leie sabe que ahí fuera hacen falta uñas y dientes. Ahora márchate. Márchate y enfréntate al mundo.

Con eso, la enervante mujer se dio la vuelta y condujo al manso lúgar más allá del viejo barrendero, siguiendo a sus pupilos hacia la clase donde los sonidos de las lecciones empezaron a llenar el aire frío y seco.

El patio, parte de su mundo desde hacía tanto tiempo, le pareció de repente a Maia cerrado, claustrofóbico. Las estatuas de las antiguas Lamai parecían más pétreas y gélidas que nunca.
.Gracias, Mamá Claire
, pensó, reflexionando sobre sus palabras de despedida.
.Eso haré
.

Y nuestra primera regla, si Leie y yo fundamos alguna vez nuestro propio clan, será… ¡nada de estatuas!

Maia encontró a Leie mordisqueando una manzana robada, apoyada contra la puerta de los mercaderes, mirando más allá de las gruesas murallas de la Fortaleza Lamatia hacia donde las calles empedradas confluían colina abajo, tras las nobles casas de los clanes de Puerto Sanger. En la distancia, una nube de ingrávidos e iridiscentes flotadores-zoor usaba las corrientes de aire para alzarse sobre los mástiles de la bahía, buscando desechos de la flota pesquera. Las criaturas daban un raro tinte festivo a la mañana, como las chillonas cometas-globo que los niños hacían volar el Día del Solsticio de Invierno.

Maia contempló el irregular corte de pelo de su gemela y su burdo atuendo.

—¡Lysos, espero no tener ese aspecto!

—Tus plegarias son respondidas —contestó Leie con un agrio ademán—. En la vida estarás así de bien. Coge.

Maia cazó al vuelo una segunda manzana. Naturalmente, Leie había robado dos. En cuestiones de salud, su hermana estaba empeñada en su bienestar. Su plan no funcionaría sin las dos.

—Mira. —Leie indicó con la barbilla la capilla del clan, en cuyo pórtico se había congregado un grupo de niñas del verano de cinco años. Rosin y Kirstin mordían dulces nerviosamente, procurando no llenarse de migas los trajes prestados. Ambas llevaban la trenza primorosamente atada con lazos azules, a punto para ser cortada en la ceremonia por la archivera del clan. En cínica conjetura, Leie apostó a que las pragmáticas madres venderían todo aquel pelo brillante a los colonos, que lo emplearían como material para nidos, a cambio de unas cuantas pintas de zec-miel.

Cada una de aquellas muchachas tenía cierto parecido de familia, pues habían tenido la misma madre que Maia y Leie. Con todo, las medio hermanas habían crecido sabiendo aún mejor que las gemelas lo que significaba ser única.

.Deben de estar aún más asustadas que yo, se compadeció Maia.

En los oscuros recovecos de la capilla distinguió a varias Lamai mayores y a la sacerdotisa venida para oficiar desde el templo de la ciudad. Maia vio cómo encendían las velas, que iluminaban las letras grabadas que bordeaban el santuario de piedra con citas del
.Libro de las Fundadoras
y, a lo largo de una pared entera, con el enigmático Acertijo de Lysos. Cerró los ojos y pudo visualizar cada metro tallado, sentir la áspera textura de las columnas, casi oler el incienso.

Maia no lamentaba su elección: haber seguido el ejemplo de Leie y rechazar toda la hipocresía. Y sin embargo…

—Idiotas —comentó Leie, despreciando a sus iguales con una mueca—. ¿Quieres ver cómo se gradúan?

Tras una pausa, Maia respondió con un movimiento de cabeza. Recordó una estrofa del poeta Wayfarer.

El verano trae el sol

que se extiende sobre la tierra.

Pero el invierno permanece

para aquellos que comprenden.

—No. Salgamos de aquí.

Las madres del Clan Lamai se dedicaban a armar barcos y a las altas finanzas, así como a dirigir la ciudad-estado. De los diecisiete matriarcados importantes y los noventa menores de Puerto Sanger, el de Lamatia se contaba entre los más destacados.

Casi no se notaba, al caminar por los distritos de los mercados. Había algunas Lamai de pelo trenzado, orgullosas y uniformemente embutidas en sus
.kilts
bien tejidos, caminando ante rechonchos lúgars de carga cubiertos de paquetes. Con todo, entre los rebosantes puestos y almacenes, había tan pocos miembros de la casta patricia como gente del verano, o incluso como hombres.

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