Trilogía de la Flota Negra 3 La Prueba del Tirano (23 page)

BOOK: Trilogía de la Flota Negra 3 La Prueba del Tirano
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Si se iba a marchar de Utharis —y si iba a dejar que Luke siguiera adelante por su cuenta—, el medio para hacerlo se encontraba delante de ella.

Akanah ya había estado a bordo y se había asegurado de que el sistema de ayuda al piloto se hallaba a la altura del resto del equipamiento de lujo.

Descenso automático, autonavegación, rutinas especiales de emergencia para evitar colisiones con la superficie o con otros navíos, comprobaciones de despegue con asistencia vocal... A pesar de que había sido promocionada mediante una campaña publicitaria saturada de imágenes de peligros y aventuras, el modelo Fuego Celestial había sido diseñado para que quien lo pilotara se sintiese lo más cómodo y seguro posible nada más tomar los controles.

Y, lo que era todavía más importante, el
Salto a la Alegría
debería ser capaz de dejar atrás a cualquier otra nave del puerto, salvo quizá los cazas de morro achatado utilizados por la Patrulla del Sector de Utharis.

Esa clase de velocidad podía resultar muy útil en una zona de guerra. Luke ya le había resumido los serios apuros por los que pasaría quien tuviera que pilotar el
Babosa del Fango
en una situación de combate, y éstos eran lo suficientemente numerosos para haber hecho reflexionar muy seriamente a Akanah.

Dio un paso hacia la derecha y bajó la mirada hacia el lado del pozo. «Es una nave muy bonita —pensó, y suspiró—. Resultaría tan fácil hacerse con ella...»

Pero marcharse significaba abandonar la mayor parte de su propósito justo cuando tenía la meta a la vista pero aún no había logrado llegar a ella.

Luke por fin se había abierto a ésta, y por fin empezaba a comprender y a cambiar. «Un poco más de tiempo... Lo único que necesito ahora es un poco más de tiempo.» Si estaba allí cuando llegara la siguiente prueba, tal vez podría ver la transformación. Luke estaba muy cerca del punto crucial: era consciente del fluir de la Corriente, casi podía leerla y ya casi estaba preparado para unirse a ella...

—Es una auténtica belleza, ¿verdad? —dijo un hombre, deteniéndose junto a ella.

El recién llegado se estaba limpiando las manos con un trapo, como si hubiera estado haciendo algún trabajo allí donde no se le podía ver.

Akanah había percibido su presencia unos momentos antes de que hablara, pero se permitió un rápido sobresalto de doncella asustada.

—¡Oh! No le había visto. Sí, es preciosa... Parece como si estuviera preparada para saltar al cielo en cualquier momento.

Ya había oscurecido, pero aun así Akanah pudo ver el resplandor de la sonrisa de orgullo que iluminó el rostro del hombre.

—¿Te gustaría verla por dentro?

Akanah, que ya había comprendido cuáles eran sus intenciones, se rió de él con una silenciosa carcajada mental.

—No creo que pueda —dijo—. He de volver a casa.

El hombre se inclinó sobre ella en una melodramática actitud de conspirador.

—¿Has hecho alguna vez el amor en el hiperespacio?

Esta vez Akanah no pudo contener la burbujeante risa de diversión que escapó de sus labios.

—Sí —dijo, y desapareció en la noche.

Los soportes de descenso de la lancha besaron las planchas de la cubierta de vuelo con tanta delicadeza que Plat Mallar apenas pudo sentir la vibración por debajo de él.

—Contacto —dijo, subiendo el brazo hacia el panel de control auxiliar—. Agarraderas activadas. Sistemas en modalidad de espera. Desconecto los motores.

—Muy bien —dijo el piloto de supervisión—. Ya es suficiente por hoy. Sal de ahí y te daré tu puntuación, Mallar.

Mallar abrió el cierre del doble arnés con un suspiro de alivio y un enérgico tirón de sus dedos. Después se levantó del sillón de vuelo y fue hacia la compuerta de salida, que se encontraba en la parte de atrás de la cabina del simulador.

Acababa de llevar a cabo su décimo ejercicio de aquella sesión y el decimoctavo del día, que había consistido en una aproximación y descenso imaginarios sobre la cubierta de vuelo número dos del transporte Alado. Su traje de vuelo goteaba transpiración, le dolían los hombros y tenía los pies casi insensibles debido a su largo confinamiento dentro de unas botas de vuelo que todavía no había conseguido domar.

La lancha era el más grande de los dos tipos de aparatos utilizados para los desplazamientos internos en la formación de navíos de combate, y era el que le había dado más trabajo antes de dejarse dominar. Las dimensiones de un esquife eran similares a las de un ala-X o un interceptor TIE, y Plat Mallar apenas había tenido ninguna dificultad a la hora de meterlo y sacarlo del no muy espacioso recinto de una cubierta de combate. Pero una lancha tenía dos veces y media la longitud de un esquife y todo un metro de altura más, y PIat había chocado con dos alas-E simulados y había sufrido tres colisiones con el techo de la cubierta antes de que sus reflejos se adaptaran a las nuevas condiciones de pilotaje.

—Es como volver a pasar por la adolescencia —había murmurado para sí después de conseguir que la carlinga se estremeciese violentamente por cuarta vez.

Pero el último ejercicio le había dejado lo suficientemente satisfecho como para permitirle disfrutar del descanso. Se detuvo al comienzo de la escalerilla del simulador para quitarse el casco, y después pasó la pierna por encima del soporte y se dejó deslizar a lo largo de las barandillas, apoyándose en ellas con los talones. El piloto de supervisión, el teniente Gulley, le estaba esperando al final de la escalerilla.

—¿Y bien?

—Cuando no estás haciendo agujeros en los mamparos no se te da demasiado mal —dijo Gulley—. Voy a considerarte cualificado para entrar en el servicio de esquifes. Vuelve cuando no tengas ninguna misión y dedica unas cuantas horas más a trabajar la lancha. Quizá podrías hacer autostop conmigo o con el Tuerto durante unos cuantos trayectos, y eso me permitiría considerarte cualificado para pilotar lanchas antes de que haya pasado mucho tiempo.

—¿Hemos acabado? —preguntó Plat mientras el teniente Gulley le entregaba su disco de identificación, que ya había sido puesto al día con las últimas actualizaciones de su historial.

—A partir de ahora estás de servicio —dijo Gulley—. Baja a la Cubierta Azul y preséntate al controlador de vuelos. Tu primer pasajero debería estar allí para cuando llegues.

Una sonrisa iluminó el rostro de Mallar.

—Sí, señor —dijo mientras saludaba—. Gracias, señor.

Después Mallar fue corriendo por los pasillos, con el casco de vuelo firmemente sujeto debajo del brazo izquierdo, hasta que dobló una esquina y estuvo a punto de chocar con un mayor de estómago bastante abultado.

—¿Estamos en alerta de combate, piloto?

Plat logró detenerse sin tambalearse demasiado, giró sobre sus talones y saludó.

—No, señor.

La reprimenda que siguió a su contestación le hizo perder varios minutos, pero no consiguió ensombrecer lo más mínimo su estado de ánimo. Mallar enseñó su identificación en la ventanilla del controlador y recibió la llave activadora del esquife 021; luego cruzó corriendo la cubierta de vuelo hasta el lugar en el que estaba atracado. Después se quedó inmóvil y lo contempló con incredulidad durante unos momentos que le parecieron interminables.

—¿Hay algún problema?

Plat, que había reconocido la voz, se apresuró a girar sobre sus talones.

—Coronel Gavin... Ninguno, señor.

—Pues entonces en marcha —dijo Gavin, pasando junto a Plat y haciendo girar el cierre de la compuerta—. Soy su pasajero..., y tengo una cita a bordo del
Potaron
.

Plat llevó a cabo las comprobaciones previas con el máximo cuidado posible, dirigió lentamente el E-201 hacia la zona de despegue y lo lanzó al espacio. Después captó la señal de localización del
Potaron
, hizo virar el esquife hacia el vector de intercepción y fue acelerando poco a poco y sin brusquedades hasta alcanzar la velocidad prescrita.

—¿Es esto lo que quería, hijo? —preguntó Gavin, inclinándose hacia adelante en su sillón de vuelo.

—Sí, señor. Gracias por la oportunidad.

—Ya sabe que un esquife de la flota no tiene sistemas de puntería. A bordo de esta nave no hay nada que pueda hacer arder la sangre y alimentar ese anhelo de venganza que siente.

—Ya lo sé, señor —dijo Plat—. Pero el que yo esté aquí permite que un piloto más experimentado esté sentado dentro de una carlinga en la que sí hay sistemas de puntería y los botones de disparo que los acompañan. Cuando llegue el momento, y si lo mira desde cierto punto de vista, entonces todo lo que haga ese piloto... Bueno, digamos que lo que haga lo estará haciendo por mí.

Gavin asintió.

—Exacto, y ése es precisamente el punto de vista correcto.

El coronel se recostó sobre los cojines especiales antiaceleración, echó un vistazo a su comunicador especial del sistema de mando y después volvió la mirada hacia la ventanilla lateral para contemplar el
Intrépido
, que ya estaba encogiéndose rápidamente por detrás de ellos.

—Oh, hay otra cosa que vale la pena recordar —siguió diciendo—. Pilotar esta nave le permitirá acumular un montón de tiempo de carlinga: un solo turno de misión significa más horas de las que acumulan la mayoría de pilotos en una semana entera. Antes de que se haya dado cuenta, quizá descubra que se ha convertido en uno de esos pilotos más experimentados de los que me hablaba antes. —Plat casi pudo oír la sonrisa de Gavin cuando volvió a hablar—. Pero reserve las maniobras complicadas para el simulador, ¿de acuerdo? No quiero que nadie venga a informarme de que mis pilotos de esquife han estado practicando el repertorio de maniobras de combate mientras iban de una nave a otra.

Plat Mallar sonrió.

—No lo olvidaré, coronel.

Han no sabía si era debido al descuido o al infinito desprecio que todos los yevethanos parecían sentir hacia quienes no pertenecían a su raza, pero cuando llegó el momento de trasladarlo desde la prisión de superficie a la sentina del
Orgullo de Yevetha
no fue ni vendado ni reducido a la inconsciencia.

Sus captores se limitaron a atarle las muñecas a una barra metálica que colocaron detrás de sus caderas, y le asignaron una escolta formada por dos imponentes
nitakkas
yevethanos. Después sus guardias condujeron a Han a través de un laberinto de corredores y cámaras hasta llegar a una espaciosa calzada en la que estaba esperándoles un transportador que parecía una gran caja provista de tres ruedas.

Las ventanillas del transportador estaban abiertas, y eso permitió que Han pudiera ver todos los detalles de cuanto le rodeaba e intentara grabar en su memoria cuanto vio: la carretera que unía el complejo en el que había estado prisionero con el puerto, los signos escritos sobre la puerta que se cerró detrás de ellos, el diseño y funciones de los otros vehículos que compartían la carretera con el suyo, la arquitectura y distribución de los edificios junto a los que pasaron...

También estudió los rostros y el físico no sólo de los guardias, sino también del guardián de la puerta, el conductor del vehículo y cualquier peatón yevethano al que pudiera contemplar durante el tiempo suficiente.

Con la ayuda de aquellos ejemplos, Han empezó a hacer algunos progresos en el difícil arte de distinguir a un yevethano de otro.

Al mismo tiempo, su siempre activa mente estaba investigando la efectividad de sus ataduras. La similitud con el banco de la sala de audiencias le impulsó a preguntarse si aquel método habría sido diseñado para la fisiología yevethana, porque parecía como si la barra metálica tuviera como función impedir que la letal garra del brazo llegara a emerger o volverla inútil en el caso de que ya estuviera extendida.

Pero la efectividad de la barra dependía de que el prisionero no pudiera hacerla pasar por debajo de sus pies o, simplemente, fuera capaz de deslizar una muñeca hasta el extremo y dejarla libre. La fisiología yevethana tal vez no permitiera ninguno de esos movimientos, pero Han estaba seguro de que la fisiología humana sí lo permitiría incluso en su caso, que se encontraba bastante alejado de la flexibilidad y la agilidad ideales. No puso a prueba su teoría inmediatamente, pero la idea de que podía liberarse las manos cuando quisiera y —como premio extra— usar la barra en calidad de arma le dio nuevos ánimos.

Su nuevo optimismo sólo duró hasta que llegaron al espaciopuerto, donde el transportador fue recibido por más guardias y uno de los yevethanos que habían estado presentes en la ejecución de Barth. Nada más ver a Han, aquel yevethano empezó a ladrar una retahíla de secas órdenes y abofeteó ferozmente el rostro de uno de los guardias. Otro guardia se colocó casi inmediatamente detrás de Han y rodeó sus brazos con una especie de gruesa tira de cuero justo por encima de los codos. En cuanto la tira hubo quedado asegurada, la fuga que Han había estado planeando se volvió totalmente imposible.

—Un descuido comprensible, pero muy peligroso —le dijo el yevethano en básico. Su dicción era excelente, y la exagerada fluidez con que dominaba el lenguaje resultaba casi irritante—. Los guardias del palacio no están acostumbrados a manejar prisioneros humanos.

Ese mismo yevethano abrió la marcha sobre el rugoso pavimento de la pista del espaciopuerto y fue hacia una lanzadera imperial del tipo Delta que les aguardaba sobre sus soportes de descenso. Han se sorprendió al ver que los dos yevethanos que ya estaban sentados en la carlinga llevaban las mismas ropas que los demás: no se habían puesto un traje de presión, y ni siquiera llevaban casco. Han archivó ese hecho en su mente mientras entraba en el espartano compartimento de pasajeros.

Un guardia y el yevethano que hablaba su idioma entraron en el compartimento después que él, y Han comprendió que iba a tener un par de compañeros de viaje. El guardia se sentó a su lado en el largo banco de babor, y el yevethano que parecía ocupar un alto cargo tomó asiento delante de Han.

—Soy Tal Fraan, guardián personal del virrey.

—Estoy seguro de que tu madre se siente muy orgullosa de ti —dijo Han.

La escotilla fue cerrada y asegurada desde el exterior, y el suave zumbido de los motores se incrementó bruscamente al pasar del punto muerto a la activación. La irreprochable fluidez del sonido —que indicaba un nivel de eficiencia muy superior al habitual en los motores imperiales— hizo que Han cayera en la cuenta de que parecían estar en unas condiciones de mantenimiento impecables.

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