—Marc, déjame que te explique. Me pagaron una fortuna por asesinar a una pareja, disfrazar el crimen como si fuera un accidente. Ya había matado, por todo el mundo, varias veces, por un miserable sueldo de mercenario, nada que ver con el premio gordo ofrecido por Léonce de Carville. Una propuesta así no se rechaza fácilmente. ¿Podía prever entonces, Marc, que me iba a encariñar con la mujer que sobreviviría?
¡Que se callara! Grand-Duc ni siquiera estaba loco. Ni siquiera tenía esa excusa. Unas palabras salieron de la boca de Marc, a su pesar. ¿Todavía esperaba conmover a ese hombre?
—Lylie está embarazada. De mí. Va a abortar dentro de una hora.
El revólver no tembló.
—Tenía que pasar, Marc. Estaba dentro de la lógica de las cosas. Te has equivocado al venir a husmear aquí. Te has equivocado tanto. Habrías podido vivir feliz con Lylie. Formabais una bonita pareja. Lylie estará inconsolable. Pero no me dejas elección. No vamos a tardar mucho, ¿verdad?
Grand-Duc apuntó el Mateba en dirección al corazón de Marc, paralizado, incapaz de un gesto más. Todo iba a terminarse allí. Sorprendentemente, le venían a la memoria imágenes alegres de la calle Pocholle: la Copa del Mundo de 1986, el penalti de Fernandez, la camiseta de Didier Six, las notas del piano de Lylie…
—Todo esto no debería haber pasado nunca, Marc, toda esta pena, todo este dolor. No es culpa de nadie. De Mélanie Belvoir, tal vez. Pero ella también creía estar actuando de la mejor manera.
«Tengo que moverme —pensó Marc—. Tirarlo al suelo.» .
Como si Grand-Duc hubiese adivinado sus intenciones, se echó atrás mientras agarraba el revólver.
—Nos aferramos a la vida, Marc, ése es claramente el problema. Todo el problema está ahí, incluso cuando no hay más esperanza. Toda esta guerra entre los Carville y los Vitral era una guerra por nada. Como todas las guerras. Un malentendido. Ahora has comprendido la verdad, creo. Murieron ambas, Marc, aquella noche, en el monte Terrible. Émilie y Lyse-Rose. Murieron ambas en el accidente. Créelo, en serio, lo siento mucho, Marc.
El dedo de Grand-Duc apretó el gatillo.
La detonación en el silencio de la mañana pálida se propagó de una cima a otra. Su eco debió de oírse hasta en Suiza.
4 de octubre de 1998, 08.14
Crédule Grand-Duc se desplomó de bruces. Un charco de sangre corría de su espalda, como una pequeña fuente de agua carmesí.
Apareció Malvina, agarrando el Mauser L110 entre las dos manos tendidas delante de ella. Su voz endeble perforó el silencio: .
—¡No creerás que he disparado para salvarte la vida, Vitral! Es sólo que no soporto que digan que Lyse-Rose está muerta…
Dejó caer el Mauser al suelo, a sus pies. Le temblaba todo el cuerpo. Esta vez ya no era un farol. Había disparado. Había matado.
—Tú. ¿Cómo.?
Malvina se expresó con nerviosismo: .
—No. no soy más gilipollas que tú. Yo también he pensado en el periódico. El tío del parque, Grégory Morez, me ha llevado en todoterreno hasta la sede de
L’Est Républicain
. Me lo habías dado todo masticado. El periódico del 23 de diciembre de 1980 todavía no estaba ordenado, hasta habías escrito la dirección de Mélanie Belvoir en la primera página. He saltado a un taxi con la dirección. Le he pedido que me dejase justo abajo, en la salida de Dannemarie.
Marc dudó. ¿Qué actitud adoptar? Darle las gracias a Malvina, ¿estrecharla entre sus brazos? ¿No hacer nada, dejarla así? Se acercó. Malvina se puso tensa.
—¡No me toques!
Se desplomó en el suelo como una marioneta desarticulada. Sollozaba. Marc no comprendía más que retazos de palabras irreales.
—Abuelita, abuelito. Desaparecidos, ayer. Idos. Idos…
Se dio la vuelta y abrió la puerta del Xantia. Grand-Duc no había mentido. Había un sobre blanco puesto encima del asiento. Marc lo desgarró. Contenía cuatro páginas mecanografiadas. Marc caminó hasta Malvina. Seguía llorando, postrada, acurrucada en posición fetal. Se sentó a su lado. Leyó lentamente, en voz alta: .
«—Voy a contárselo todo, señor Grand-Duc. Al fin y al cabo, nunca he hecho nada malo, no tengo nada que reprocharme. Ha llegado el momento de que hable, dado que me ha encontrado. Era necesario que lo hiciera algún día. Admitamos que es la ocasión. Yo era una adolescente difícil, como se suele decir. Desde los diecisiete años, no tuve mucho contacto con mis padres. Había abandonado el colegio hacía mucho tiempo. No hacía nada, como tantos otros críos de mi edad. Mis padres lograron arrastrarme hasta la oficina de empleo. Vagué de curso en curso hasta ese curro de integración, unas semanas, en el departamento de «medio ambiente» del Parque Natural del Alto Jura. Como integración, el trabajo consistía sobre todo en recoger la basura en el bosque. Un clásico. Estaba bajo las órdenes, junto a un grupito de otras becarias, de Grégory Morez, el ingeniero del parque para el monte Terrible. Un hombre increíblemente guapo. Era muy cariñoso con las chicas que encontraba de su gusto. Poseía una especie de don para tocarlas, rozarse con ellas sin parecer insistente. Era más de diez años mayor que yo. Como tantas otras, me enamoré de él. Hicimos el amor en plena naturaleza la primera vez, en un sotobosque, cerca de un pequeño torrente, en medio de ese bosque que conocía tan bien. Luego un montón de veces, todos los días durante las prácticas, y todavía varias semanas después. En todos lados, en los sitios más increíbles. Era consciente de que tenía otras aventuras, pero yo creía que era diferente conmigo, que estaba realmente enamorado. Quería creer en sus promesas. Un clásico, ¿no, señor Grand-Duc? La joven pardilla y el pico de oro…
»—¿Y luego?
»—Me quedé embarazada. Me di cuenta de ello tarde. Al cabo de seis semanas. Había empezado ya mi descenso a los infiernos. Sin trabajo. Una familia a la que evitaba cada vez más. Amigos cada vez menos recomendables. Una obsesión suicida, ese Grégory Morez. Su cuerpo. El placer que me daba.
»—¿Era Grégory el padre?
»—Sí. Era mi único amante. Se lo anuncié una noche, en la habitación de un hotel deplorable en las afueras de Belfort, después de haber hecho el amor.
»—¿Cuál fue su reacción?
»—Lo clásico, señor Grand-Duc. Nada más que lo clásico. Me puso de patitas en la calle, me dijo que era una putita que trataba de tenderle una trampa, que no había ninguna prueba de que fuera el padre y que no tenía más que ir a abortar.
»—No obstante, no lo hizo.
»—No. Realmente tampoco tomé la decisión de tener al niño. Sólo dejé pasar las semanas sin reaccionar. La séptima, la octava. Todo pasó muy rápido. Grégory seguía obsesionándome. Estaba como loca. Estaba convencida de que lograría hacerle cambiar de opinión, recuperarlo. Además, había tocado fondo. Ya no tenía domicilio fijo, estaba de okupa, volvía a casa de mis padres menos de una vez por semana. Cuando mi embarazo se hizo demasiado evidente, ya no volví más. Me conformaba con llamar por teléfono.
»—¿Dio a luz en el hospital?
»—Sí. En Montbéliard, en el servicio de obstetricia. Era mayor de edad por poco. No estaba en muy buen estado. El bebé estaba bajo de peso. Un poco más de dos kilos. Nació el 27 de agosto de 1980. Una niñita. Salí del hospital una semana más tarde, con los papeles del registro civil que no había rellenado y que tiré en una papelera.
»—¿Tan sencillo como eso?
»—¿Sabe, señor Grand-Duc? En una semana de hospital debí de cruzarme con varias docenas de enfermeras diferentes y casi otros tantos médicos. En el hospital debe de quedar seguro el rastro, en un informe, del nacimiento de mi hija. La prueba de que existe. Pero ¿quién va a ir a comprobar que esa niña está todavía conmigo, que la estoy criando? Ningún miembro de mi familia supo nunca nada de esa niña.
»—¿Cómo la había llamado, a esa niñita?
»—Nunca tuvo nombre propio. Es extraño, ¿no? Había dicho en el hospital que todavía no me había decidido, que esperaba al padre. Salí con mi hija. Mi caída fue vertiginosa, en unas semanas. Corté todos los vínculos que tenía todavía con mis amigos de la infancia, con mi familia. Era verano. Dormía en la calle, con mi hija colgada de mi pecho todo el día. Estaba agotada. Frecuentaba a una fauna que no me juzgaba. Borrachuzos, drogatas. Nunca lograba tomar ninguna decisión. Volver a mi casa, llorar, caer en brazos de mis padres. Trabajaban ambos en Alsthom, en la cadena de ensamblaje de los TGV, en Belfort. Volver a ver a Grégory con la niña, y convencerlo. Mi niñita tenía ya unos increíbles ojos azules, un poco los míos, pero sobre todo los ojos de su padre, unos magníficos ojos de perro lobo. Dejarme morir allí, en las calles…
»—¿Cómo tomó la decisión de irse?
»—No tenía elección, una cría en las calles de Montbéliard, con un bebé, acaba cantando. Al cabo de unas semanas, comenzaría a tener a los servicios sociales pisándome los talones. Por mucho que fuese mayor de edad, comprendía cómo terminaría aquello. Los servicios sociales colocarían a la niña y me llevarían a mi casa, a Belfort. Sin preguntarme mi opinión. Debo confesarle, señor Grand-Duc, que hasta entonces no había hecho sólo cosas legales. Pasé droga. Robé. Vendí mi cuerpo, también, varias veces. Lo entiende, supongo. Para sobrevivir, tenía que dejar Montbéliard.
»—¿Es allí donde conoció a Georges Pelletier?
»—Sí. Un pobre diablo. Un colgado, como yo, que necesitaba unas vacaciones en el campo. La poli, los servicios sociales, también su familia, tenía a todo el mundo pegado al culo, como yo. Me tenía en palmitas, le parecía mona, a pesar de todo. Creo que se veía ya convirtiéndose en mi chulo, el muy chalado. Nunca dejé que me tocase. Pero, así fue, teníamos algo parecido a intereses comunes. Pirarnos juntos. El Jura, el monte Terrible, me pareció evidente. Estaba muy cerca de Montbéliard y nadie iría a buscarnos allí. Era la primera semana de diciembre, el tiempo todavía era bastante moderado, estábamos acostumbrados a dormir en el exterior. Y, sobre todo, iba a poder encontrarme con Grégory. Cruzarme con él. Me reconocería, reconocería a la niña. Sus ojos. No podría negar que era el padre. Sé que puede parecer de locos, señor Grand-Duc, pero lo estaba. Grégory Morez era mi única tabla de salvación. Todavía creía en él.
»—Al final, ¿se cruzó con él?
»—Nos instalamos en una cabaña que habíamos encontrado, cerca de la cima del monte Terrible. No hacía calor pero encendíamos fuego, teníamos un techo, al final, estábamos casi mejor que en la calle. Le respondo, señor GrandDuc, ya voy. Sí, me crucé con Grégory Morez. Casi todos los días. El monte Terrible no es muy alto, el bosque no muy grande. Me lo crucé, llevaba a mi hija en brazos. En unos meses, había pasado de la fase de jovencita, más bien excitante, al de escoria. Había engordado. Mis pechos ya no eran más que pedazos de carne fofa colgante. Mis ojos ya no tenían ningún brillo. Estaba irreconocible.
»—¿Tampoco habló con él?
»—No lo entiende, señor Grand-Duc. Me sentía humillada. Tremendamente humillada. Ni siquiera me había reconocido. ¿Me había puesto tan fea? ¿Había conocido a otras mujeres desde entonces? Había comprendido, señor Grand-Duc, que no me tocaría nunca más. Que nunca más me aceptaría. ¿Cómo imaginar entonces que pudiera aceptar a mi hija.? Mi última esperanza se había extinguido en las pendientes del monte Terrible. Ya no tenía nada. Mi hija era como un lastre, una excrecencia de mí misma, y nos íbamos a pique juntas. No vaya a creer que no quería a esa niña, señor Grand-Duc, que todo instinto maternal había muerto. ¡Claro que no! Muy al contrario. Pero no tenía nada que ofrecerle a mi hija. Ni un padre. Ni siquiera leche ya. Ni siquiera un nombre propio. ¿Se da cuenta? La nieve se puso entonces a caer repentinamente en la montaña. Era la mañana del 22 de diciembre. Nos habíamos calentado como habíamos podido alrededor del fuego, en la cabaña, todo el día. Tenía que ocuparme de todo. Pelletier estaba puesto de cocaína casi todo el tiempo, se habría congelado si no hubiese estado yo allí. Estaba obligada a echarlo para que fuera a recoger madera.
»—Y llegó la noche…
»—Sí. La tormenta, por su parte, redobló su violencia. Pelletier estaba colocado. Creo que ni siquiera oyó el choque. La cabaña vibró con él, como en un temblor de tierra, como si fuese el fin del mundo. Desde la cabaña se veía cómo ardían los árboles, a un kilómetro. Arder bajo la nieve. Estaba fascinada. Envolví a mi hija en una manta y salí. No hacía frío, al contrario, debido al inmenso brasero, hacía un calor que te irritaba la piel…
»—¿No tuvo miedo?
»—No. En ningún momento. Era una escena extraña, irreal. La nieve y el fuego. Y luego ese avión posado en medio de la montaña, retorcido, cuyo acero se fundía delante de mí en las llamas como mero caucho. Sabía que era el primer testigo de la catástrofe, pero no pensaba que la asistencia médica tardaría tanto en llegar.
»—¿Fue entonces cuando lo vio?
»—¿Al bebé, es lo que quiere decir, señor Grand-Duc? Sí, fue en aquel momento.
»—Estaba. estaba…
»—Sí. Estaba muerto. Hinchado. Muerto por el impacto. Desde hacía ya muchos minutos. Ningún bebé habría podido sobrevivir solo allí arriba, en el infierno. No sé cómo todo el mundo pudo creerse ese cuento. El bebé estaba muerto, señor Grand-Duc. Y enseguida pensé que era injusto.
»—¿Cómo es eso?
»—Cruel, si lo prefiere. Toda una familia iba a llorar a ese bebé muerto. Era una niñita, llevaba un vestido. Ponerse de luto. Una vida jodida. Y yo era incapaz de ofrecerle un porvenir a mi propia hija. Ella vivía, viviría, sin nadie, sin familia, nada más que conmigo, y yo valía tan poco. ¿Entiende lo que quiero decir por “cruel”? ¿Por “injusto”?
»—Lo entiendo…
»—Sí. No es muy difícil. El bebé muerto en la nieve tenía casi la misma edad que mi hija. Actué sin pensar. ¿Cómo explicárselo? Tenía, por primera vez, la impresión de ser útil, realmente. De realizar una especie de acto de valentía. De salvar una vida, eso es lo que pensaba. Salvar una vida, salvar a una familia, salvar a mi niñita, también. Un poco lo que deben de sentir los médicos, los bomberos. Fue ese sentimiento que tanto me sorprendió aquella noche lo que me dio ganas de convertirme en enfermera, o en algo así, después de todo eso. Salvar vidas.
»—¿Desnudó el cadáver de ese bebé muerto en la nieve?
»—Para salvarlo, señor Grand-Duc. ¡Para salvarlo! Se lo he dicho, ¿no me ha entendido? Le entregaba mi hija sin porvenir a una familia cariñosa, sin duda rica, que nunca conocería mi sacrificio, que lloraría de alegría ante el milagro, que no sospecharía de nada. Había casi algo de sagrado en ello…
»—Pero no fue así como pasó. En absoluto…
»—¿Cómo habría podido adivinarlo, señor Grand-Duc? ¿Cómo habría podido adivinar que había dos recién nacidos en el avión? Muertos ambos, como todos los demás pasajeros. ¿Cómo habría podido imaginar las consecuencias? Había creído actuar como una santa, aquella noche, señor Grand-Duc. Sí, como una santa. Había seguido, luego, en los periódicos todo este caso. Las dos familias que se desgarraban. El juicio. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? ¿Aparte de callarme? Todo debería haber sido más simple. Esperé cerca de una hora, hasta que la asistencia médica llegara, teniendo a mi bebé en los brazos, vestido con su nueva ropa. Cuando oí a lo lejos cómo se acercaban los primeros bomberos, las linternas, los gritos, dejé a mi hija en la nieve, justo lo bastante lejos del avión como para que entrara en calor con las llamas, sin ser quemada por ellas. La besé por última vez. Al cabo de unas horas, le darían una nueva familia. Huí en la noche cálida con el cuerpecito desnudo del bebé muerto en el accidente, envuelto en mi manta.
»—¿Fue usted quien la enterró al lado de la cabaña?
»—¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Se le ocurre a usted otra idea? Pelletier dormía todavía, colocado. Rasqué el suelo como una loca, con mis manos, en la nieve. Estaba empapada. Tenía las manos ensangrentadas. Cavé. Mucho tiempo. Pelletier se puso detrás de mí cuando casi había terminado. El cadáver del bebé descansaba ya en la tumba. Me inventaba oraciones antes de cubrirlo de tierra, no conocía ninguna, Pelletier estaba como loco, creía que era mi niñita, que la había matado…
»—¿Lo entendió cuando vio la esclava en la muñeca de la niña?
»—Sí. En medio del pánico, en ningún momento le presté atención a esa joyita. Una esclava grabada.
Lyse-Rose
. Pelletier, por su parte, se dio cuenta nada más verla. Que era de oro, también. El trato era sencillo. Le dejaba la joya y cerraba el pico. Arrancó la esclava de la muñeca de la niña. Se fue. Nunca lo volví a ver. Yo me quedé un rato más todavía. Apreté la tierra mojada de nieve en la tumba. A tientas, agarraba piedras, guijarros, y los apilaba. Mis dedos congelados ya casi no lograban cerrarse. Tardé una eternidad en fabricar una cruz con dos trozos de madera. Dormí el resto de la noche en la cabaña, cerca de las cenizas. Bueno, no, creo que no dormí aquella noche. Ni las noches que siguieron.»—¿Volvió junto a la tumba los años siguientes?
»—Sí. Eso también lo ha descubierto. Poco a poco, la vida volvió a su cauce. Mis padres me buscaban, ponían esos célebres avisos de búsqueda en los periódicos. Regresé a Belfort, por fin. Retomé mis estudios. Me convertí en enfermera, como ya le he dicho. Conocí a Laurent hace seis años. Laurent Luisans. Es celador en el hospital. Mis padres eran mayores, mi padre murió hace cinco años y mi madre el año pasado. Con Laurent no me he casado, pero he querido usar su apellido de todas formas. Laurent no sabe nada de mi pasado. Nadie está al corriente, por otra parte. Laurent querría tener un hijo. No es demasiado tarde para mí. No tengo más que treinta y seis años. No sé. Para mí es complicado, ¿entiende?
»—Lo entiendo, Mélanie. No me ha respondido a lo de la tumba.
»—Ya voy, señor Grand-Duc. Sí, he vuelto todos los años. Cada 27 de agosto, el cumpleaños del nacimiento de mi hija. Es como si fuera mi propia hija a la que enterré en el monte Terrible, señor Grand-Duc. ¿Lo entiende? Mi propia hija, no un extraño. No esa Lyse-Rose. Volvía a cuidar la tumba, ponerle flores a la cruz. Un año, hace una eternidad, era en 1987, me di cuenta de que alguien había escarbado en las piedras, las había desplazado. ¿Quién? Sabía que el caso Vitral-Carville no estaba cerrado, que nunca lo estaría, por otra parte, porque no podía estarlo.
»—A menos que alguien exhumase ese cadáver de bebé enterrado en una manta al lado de la cabaña. Un detective tenaz, por ejemplo.
»—Por ejemplo. Me asusté. De que, al exhumar el cadáver del bebé, se desenterrase mi pasado. Vacié la tumba. Limpié la última prueba.