–¿Ninguna visita, señorita D? -preguntó Pym, depositando los paquetes encima del aparador.
La señorita Dubber estaba sentada en la cocina, viendo «Dallas» y tomando su copita del día.
Toby
estaba en su regazo.
–Son tan malvados, señor Canterbury -dijo-. No admitiríamos aquí por una noche a ninguno de ellos, ¿verdad, Toby? ¿Qué te ha comprado? Le he dicho Assam, tonto, devuélvalo.
–Es Assam -dijo Pym suavemente, agachándose para enseñárselo-. Lo venden con un nuevo envase y le regalan tres peniques. ¿No ha venido nadie mientras estaba fuera?
–Sólo el del gas, para mirar el contador.
–¿El de siempre? ¿O uno nuevo?
–Nuevo, querido. Todos son nuevos últimamente.
Pym la besó suavemente en la mejilla y le enderezó el chal nuevo sobre los hombros.
–Sírvase un vodka, querido -dijo ella.
Pero Pym declinó el ofrecimiento, diciendo que debía trabajar.
Al entrar en su cuarto verificó los papeles de la mesa. Grapadora con asa de la taza de té. Libro emparejado con lápiz. Valija alineada con respecto a la pata de la mesa. La señorita Dubber no es Mary. Mientras se afeitaba se sorprendió pensando en Rick. Te he visto, pensó. No aquí, sino en Viena. Te vi en todos los escaparates y puertas otoñales mientras intentaba rascarme el picor de la espalda. Llevabas tu abrigo de pelo de camello y fumabas el habano del que nunca chupabas sin fruncir el ceño. Me estabas siguiendo, sí, con tus ojos azules sombreados como los de un ahogado, y las pupilas pegadas a los párpados superiores para darme miedo. «¿Adónde vas, hijo mío, adonde te lleva ese par de buenas piernas a estas horas de la noche? ¿Alguna amiguita, eh? ¿Alguien que te considera maravilloso? Vamos, hijo. Puedes decírselo a tu viejo. Venga un abrazo.» En Londres estabas tendido en tu lecho de muerte pero no quise acercarme, no quise saber nada ni hablar nada de ti, era mi modo de llorarte. «No, no iré. No, no iré», me decía cada vez que mi talón repicaba en los adoquines. O sea que tú viniste a mí. Viniste a mí e hiciste de Wentworth. Aparecías en cada esquina que doblaba. Hasta que sentí tu mirada amorosa como un calor en la espalda que nunca podría eliminar. Fuera, maldito, susurré. ¿Qué muerte te deseaba yo? Todas ellas, por turnos. Muere, te decía. Muérete en la acera, a la vista de todo el mundo. Deja de adorarme. Deja de creer en mí. ¿Querías dinero? Ya no. Habías renunciado a esta petición en favor de la más grande de todas. Querías a Magnus. Querías que mi espíritu vivo entrase en tu cuerpo muerto y te devolviese la vida que yo te debía. «Lo estamos pasando bien, ¿no es cierto, hijo? Poppy es fabulosa, lo veo por el número inaugural de la función. ¿Qué estáis maquinando ahí los dos juntos? Vamos, puedes decírselo a tu compinche. ¿Algún negocio entre manos? ¿Mercando algunos billetes, eh, como te enseñó tu padre?»
Tres minutos. Me gusta calcular con exactitud. Pym se lavó la cara y de un bolsillo interior sacó su fiel ejemplar del
Simplicissimus
de Grimmelshausen, encuadernado en bucarán marrón y desgastado, y muy viajado. Lo dejó preparado encima de la mesa, al lado de un taco de papel y un lápiz, cruzó la habitación y se arrodilló delante de la vieja y querida radio de nogal de Winston, y giró el dial de baquelita hasta que tuvo la longitud de onda.
Baja el volumen. Enciende. Espera. Un hombre y una mujer hablando en checo de la economía de una cooperativa de frutas. El coloquio se extingue en mitad de una frase. La señal horaria anuncia el noticiario vespertino. Listo. Pym está tranquilo. Una calma operativa.
Pero está también un poquito arrobado. Aquí reina una serenidad que no es totalmente de este mundo, un ápice de afinidad mística en su sonrisa amorosa y juvenil que dice «hola» a alguien que no es del todo terrenal. De todos los que le han conocido, aparte de este desconocido extraterrestre, quizá sólo la señorita Dubber ha visto esa misma expresión.
Primera noticia, arenga contra los imperialistas americanos a raíz de la ruptura de la última ronda de conversaciones sobre el desarme. Sonido de página que se vuelve, señal para prepararse. Anotado. Vas a hablar conmigo. Te lo agradezco. Aprecio ese gesto. Noticia dos en antena. El locutor presenta al profesor de universidad de Brno. Buenas noches, profesor, ¿cómo está esta noche el servicio secreto checo? El profesor habla, un pasaje para traducir. Con todos los nervios en tensión, toda mi persona a pleno gas. Primera frase:
Las conversaciones han terminado en un punto muerto.
Paso por alto.
En otra tentativa.
Lo escribo. Despacio. Sin precipitarse. Paciencia de nuevo mientras esperamos el primer numeral. Aquí está.
Un soldador de Plzn, de cincuenta y cinco años.
Apagó la radio y, con el bloc en la mano, regresó a la mesa, mirando directamente hacia delante. Al abrir el Grimmelshausen por la página cincuenta y cinco encontró la quinta línea, sin contar siquiera, y en una hoja limpia de papel escribió las diez primeras letras de la línea y luego las convirtió en numerales con arreglo a su posición en el alfabeto. Resta sin llevar. No razones, hazlo. Estaba sumando otra vez, sin llevar tampoco. Estaba convirtiendo números en letras. No razones. NOT… EPR… EOC… UP… No hay nada aquí. Es jerga burocrática. Sintoniza otra vez a las diez y vuelve a leerlo. Estaba sonriendo. Estaba sonriendo como un santo cuando el calvario ha pasado. Las lágrimas afluían a sus ojos. Déjalas. Estaba de pie, sosteniendo la página con las dos manos encima de su cabeza. Estaba llorando. Estaba riendo. Apenas podía leer lo que había escrito. NO TE PREOCUPES, E. WEBER TE QUIERE SIEMPRE. POPPY.
–Cabrón insolente -susurró en voz alta, secándose más lágrimas-. Oh, Poppy. Oh mi…
–¿Ocurre algo malo, señor Canterbury? -preguntó severamente la señorita Dubber.
–Vengo a tomar ese vodka que me ha ofrecido, señorita D. Vodka -explicó-. Vodka con algo.
Lo estaba ya mezclando.
–Sólo ha estado una hora arriba, señor Canterbury. Eso no se llama trabajar, ¿verdad, Toby? No es de extrañar que el país esté revuelto.
La sonrisa de Pym se ensanchó.
–¿Por qué es el revuelo?
–Los hinchas de fútbol. Dando tan mal ejemplo a los extranjeros.
Usted
nunca permitiría que eso sucediera, ¿verdad, señor Canterbury?
–Por supuesto que no.
Zumo de naranja tibio de la botella, ¡qué delicia! Agua calcárea del grifo, ¿en qué otro sitio podrías encontrarla? Se sentó con ella durante una hora, parloteando sobre los encantos de Nápoles, antes de retornar a su tarea de salvar a la patria.
Nunca sabré debidamente cómo Rick ganó la paz, Tom, pero la ganó de la noche a la mañana, como era proverbial, y ninguno de nosotros tendrá que volver a preocuparse, hijo, hay de sobra para todos y esto es obra de tu viejo. En el celo de la nueva prosperidad padre e hijo adoptaron la profesión de hacendados rurales. Con la victoria en Europa todavía húmeda en las vallas publicitarias, el Pym de trece años vistió su traje color carbón y sus codiciados pantalones largos, una corbata negra y un cuello duro blanco y se marchó valientemente a que los anzuelos prometidos de Sefton Boyd le perforasen los lóbulos de las orejas, mientras Rick, en su madurez inmensa, adquiría una mansión de veinte acres en Ascot, con un vallado blanco a lo largo del sendero y una hilera de trajes de
tweed
más pesados que los del almirante, y un par de enloquecidos
setters
rojos y otro de zapatos bicolores de campo para pasearlos y otro de escopetas Purdy para hacerse un retrato con ellos, y un bar de un kilómetro de largo para entretener sus veladas rústicas con champán y ruleta, un busto de bronce de TP sobre una peana en el vestíbulo, junto a otro más grande de sí mismo. Un pelotón de polacos expatriados fue contratado para el servicio de la casa, una madre nueva y distinguida llevaba tacones altos sobre el césped, vociferaba en compañía masculina y proporcionaba a Pym información sobre la higiene y la dicción de las clases altas. Apareció un «Bentley» que no fue escondido ni cambiado durante varias vacaciones, aunque un polaco rencoroso tuvo la idea de llenarlo de agua con una manguera a través de una rendija en la ventanilla y empapó la dignidad de Rick cuando a la mañana siguiente abrió la puerta del automóvil. A Cudlove le entregaron un uniforme de color mora y un chalé en los jardines donde Ollie cultivaba geranios, cantaba
El mikado
y pintaba la cocina para sosegar sus nervios. El ganado y una vaquera desabrigada conferían a la finca el carácter de una granja, pues Rick se había convertido en un pagador de impuestos que ahora sé que se hallaba en la cumbre de su heroica lucha por alcanzar liquidez.
–Es una auténtica vergüenza, Maxie -declaró orgullosamente a un comandante llamado Maxwell-Cavendish que había sido convocado para asesorar sobre cuestiones del hipódromo-. Que el Señor en el cielo baje y nos diga para qué diablos hicimos la guerra si un hombre no puede disfrutar en estos tiempos del fruto de sus desvelos.
El comandante, que lucía un monóculo teñido, dijo: «En efecto, ¿para qué?», y apretó los labios, que adquirieron la forma de una hoja de acebo. Y Pym, sinceramente de acuerdo, llenó hasta arriba la copa del comandante. Todavía a la espera de volver al colegio, estaba atravesando por un período insípido y hubiese llenado cualquier cosa.
En Londres, la corte regentaba un
Reichskanzlei
con columnas en Chester Street, atendido por una tropa de beldades que eran sustituidas en cuanto se ajaban. Un jockey disecado, con los colores deportivos de Pym, agitaba hacia ellas su pequeña fusta; fotografías de lo que Syd llamaba los imbatibles de Rick y una lápida de honor conmemorando las empresas incólumes del más reciente imperio de Rick T. Pym e hijo completaban el muro de la Fama. Sus nombres viven en mí para siempre jamás, al parecer, porque me costó años de declaraciones juradas repudiarlos, y todavía hoy me sé de memoria la mayoría. Los mejores celebran la victoria de armas que Rick por entonces estaba convencido de haber conquistado para nosotros sin ayuda: la Enfermedad y Salud Alamein, el Fondo Militar y de Pensiones Permanentes, la Mutua General Dunkerque, la Alianza de Veteranos TP, todas aparentemente anónimas, pero todas satélites del gran
holding
de Rick T. Pym e hijo, cuyas limitaciones legales como receptáculo de los óbolos de viudas sólo se revelaron progresivamente. He investigado, Tom. He preguntado a abogados que saben cosas. Cien libras de capital bastaban para cubrir el lote. Y teníamos libros, ¡imagínate! Mulliner para agravios, Maxton para contratos, Wormald para pleitos, abogados que ya peinaban canas y que eran siempre los primeros en desaparecer en la adversidad y los primeros en volver sonrientes cuando se había ganado la batalla. Y más allá de Chester Street estaban los clubs, escondidos como casas seguras en los rincones más tranquilos de Mayfair. El
Albany
, el
Burlington
, el
Regency
, el
Royalty
: los nombres no eran nada comparados con las glorias que nos aguardaban dentro. ¿Existen hoy esos sitios? No a expensas de la Casa, Jack, eso seguro. Y de ser así, en un mundo dedicado ya al placer, no a la austeridad. En el mostrador no venden cupones de gasolina ilegales ni en el
grill
filetes ilícitos, ni se aceptan apuestas prohibidas en la sala de deportes clandestina. No tienen madres ilegales con zafios trajes largos que te juran que un día romperás un sinfín de corazones. Ni auténticos miembros vivos de nuestra amada
Pandilla loca
lúgubremente recostados en la barra, una hora antes de partirnos de risa en las butacas. Ni jockeys corriendo alrededor de la mesa de
snooker,
que era demasiado alta para ellos, un billete de cien a una esquina y, Magnus, ¿dónde está ese puñetero apoyatacos? Ni Cudlove esperando fuera con su uniforme morado, leyendo un
Das Kapital
abierto contra el volante del «Bentley» mientras esperaba para transportarnos a nuestra próxima conferencia importante con algún caballero o dama desafortunados que necesitaban el toque divino.
Allende los clubs, a su vez, estaban los
pubs: Beadles
en Maindenhead,
Sugar Island
en Bray, el
Clock
aquí, el
Goat
allí, el
Bell
en otra parte, todos con sus
grills
de plata, sus pianistas de plata y sus señoras de plata en el mostrador. En uno de ésos Muspole fue calificado de puñetero gorrón por un camarero bajo a quien estaba insultando, y Pym logró intervenir con una ocurrencia graciosa a tiempo de evitar la pelea. No recuerdo qué ocurrencia fue, pero Muspole me había enseñado una vez una manopla de cobre amarillo que le gustaba llevar a las carreras, y sé que esa noche la llevaba. Y sé que el camarero se llamaba Billy Craft y que me llevó a su casa para que conociera a su mujer desnutrida y a sus hijos en su apartamento de Bob Cratchitt, en las afueras de Slough, y que Pym pasó una noche divertida con ellos y que durmió en un sofá huesudo, tapándose con las prendas de lana de toda la familia. Porque quince años después, en una reunión de recursos celebrada en la oficina central, quién crees que salió de entre el público sino Billy en persona, jefe supremo de la sección de vigilancia doméstica.
–Pensé que era preferible seguirles que alimentarles, señor -dijo con una risa tímida cuando me estrechó la mano como unas cincuenta veces-. No pretendo faltar a la memoria de su padre, que era un gran hombre, naturalmente.
Resultó que Pym no había sido el único en enmendar la mala conducta de Muspole. Rick había enviado una caja de champán y una docena de medias de nilón para la señora Craft.
Después de los
pubs,
si teníamos suerte, venía una incursión al alba en el Covent Garden para un grato refrigerio de huevos con bacon que nos repusiera las fuerzas antes del trayecto a cien millas por hora para los establos donde los jockeys se ponían viseras marrones y pantalones de montar y se convertían en los caballeros templarios que Pym siempre había sabido que eran, galopando por las pistas cubiertas de escarcha y señaladas por ramitas de pino, hasta que en su imaginación leal se internaban en el cielo para ganar otra vez la Batalla de Inglaterra.
¿Dormir? Sólo recuerdo una vez. Viajábamos a Torquay para un agradable descanso de fin de semana en el Imperial, donde Rick había organizado un juego ilegal de
chemin de fer
en una
suite
con vistas al mar, y debió de ser una de las veces en que Cudlove había dimitido, porque de repente nos encontramos en medio de un trigal iluminado por la luna que Rick, oliendo fuertemente a los gajes del oficio, había confundido con la carretera. Extendidos uno junto a otro sobre el techo del «Bentley», padre e hijo dejaron que la luna caliente les quemara la cara.