En medio de todo el lío aquél, me tocó enfrentarme con Passarella, pero en la cancha: Napoli contra la Florentina, en Florencia, el 13 de octubre. Los diarios italianos toda la semana, dale que dale, con el duelo, con la pelea, un circo bárbaro. Al final, salimos 0 a 0, nos dimos la mano y yo declaré lo que realmente pensaba en ese momento: "No entiendo todo este ruido, toda esta polémica... Daniel es un amigo, todos lo hemos querido y lo queremos mucho. Y para mí es titular indiscutido en la Selección. Es suficiente, ¿no les parece?". El dijo algo parecido y la historia siguió, siguió.
Yo, más allá de todos esos quilombos, estaba viviendo un momento mágico. A pesar de la rodilla golpeada en Venezuela, que había generado una pelea entre los médicos, porque estaban los que decían que tenía que operarme y los que no, seguía para adelante... Por aquellos días, le ganamos a la Juventus, un sueño de todos los napolitanos, con gol mío. Como para que entendieran, de una vez por todas, lo que yo había dicho:
Hoy por hoy, entre el Napoli y el Seleccionado, yo elijo el Seleccionado.
Lo dije, sí, pero eso no quitaba que me matara por el Napoli cuando tenía que jugar.
El tema era, por aquellos tiempos, qué jugadores seguían hasta el Mundial, quiénes no, y a quiénes se convocaba. Yo bancaba a muerte a los que habían estado en el ciclo, porque se habían comido muchos garrones, demasiados: Pasculli, Gareca, Valdano, Camino, Russo, el Pato Fillol, Garre, Burruchaga, Ponce. Y también declaré, públicamente, ¿eh?, que me gustaría que se sumara Ramón Díaz. Sí, Ramón Díaz: estaba convencido de que, con Bilardo, él sería otro jugador, más completo todavía. Era un jugador para Bilardo, igual que el Bocha, que Bochini.
Con él fuimos a aquella gira, cuando jugamos dos partidos contra México, en noviembre del '85. ¡Tipo raro el Bocha! Era mi ídolo de pibe, yo siempre soñaba con jugar con él... Y no se daba, no se daba. Estuvimos en exhibiciones de Agremiados, cosas así. Después, él participó de las giras previas a las eliminatorias y yo pensé que se iba a dar, pero no, se rayó y se fue. Por eso, la primera vez, la primera en serio, fue allá, en Los Angeles. El era uno de los nuevos, el Bichi Borghi también.
A Borghi yo lo conocía de las inferiores de Argentinos. De ahí lo subieron rápido a la primera y lo bajaron rápido también, por exceso de audacia, por seguir teniendo mentalidad de pendejo. Tuvo que golpearse y darse cuenta de que jugar en primera era otra cosa. Lo que pasa es que, lamentablemente, los argentinos siempre estamos necesitados de inventar ídolos, engordarlos... Yo ya decía, en aquel tiempo, que a Borghi no había que apurarlo. Y en los partidos en México le gritaba que la largara más, que jugara en equipo, que si no la gambeta no servía para nada.
Y así se iba armando el equipo, siempre sufriendo, siempre con muchas presiones. ¿La verdad? No nos quería nadie...
Yo por suerte y gracias otra vez al doctor Oliva me había salvado del cuchillo: no era necesario que me operaran la maldita rodilla derecha que había hecho famoso a aquel venezolano cabeza de termo que me la pateó. Pero tenía otras preocupaciones.
Yo trataba de defender a un grupo que no estaba lleno de
fuoriclassi,
de fuera de serie, pero sí que se mataba trabajando. Eran los que venían peleando como podían hasta ahí y llegaba la hora de la verdad. Yo quería que Bilardo respetara a los hombres, más que a los jugadores. El no podía dejar a Barbas afuera del Mundial, al Pato Fillol. En febrero ya le pedía que largara la lista, que la diera, para que trabajáramos tranquilos. Le hablé de Ramón Díaz, y él ni lo fue a ver... Por eso digo, aquello de que yo sacaba y ponía jugadores, ¡por favor!
En marzo del '86, la verdad, yo estaba para el cachetazo. Bilardo me había venido a visitar a Nápoles y de lo único que se había preocupado era de mi condición física. Como si yo no le fuera a cumplir... Además, había viajado a Florencia a buscarlo a Passarella, como si aquél no fuera un caso cerrado desde que Daniel se había ido. Tenía las bolas llenas y la barba crecida... La barba crecida: desde aquel tiempo es que dicen que cuando yo tengo barba... ¡mala señal! Pero la verdad es que aquella vez me la había dejado por un pedido de mi hermana, la Lili, que quería verme con barba de macho... Eso me había dicho: barba de macho.
Se venían unos amistosos y a mí me cargaban hasta en el vestuario del Napoli: un compañero, Penzo, me decía si no teníamos miedo de pasar un papelón contra Francia... ¡lo quería matar! Pero algo de razón tenía, no se entendía muy bien lo que estábamos haciendo, éramos medio una banda, Bilardo no sumaba a ninguno de los jugadores que a mí me gustaban, como el Tolo Gallego o el Guaso Domenech.
Me sentía solo, solo. Hasta pensé, como tantas otras veces, en tirar todo a la mierda... Menos mal que por aquellos días llegó mi vieja. Se habían ido el Turco, el Lalo, la Claudia, mi viejo, mis sobrinos. Y estaba sólo ella. Muchas veces me levantaba, a la mañana, y le decía: "Tota, ¿y si nos volvemos, y si nos vamos a la mierda?". No sé, por ahí sentía que se me venían muchas cosas encima y no se estaba encarando todo como a mí me gustaba.
Entonces Fernando Signorini me presentó un plan que me entusiasmó... Era un plan físico que arrancaba en evaluación y terminaba, teóricamente, en los diez puntos para los días de México. Y dije, ma' sí, vamos a darle para adelante. Y le di.
Viajamos a Roma, al Centro de Medicina del Comité Olímpico Italiano, que dirigía mi amigo, el profesor Antonio Dal Monte. Por sus manos habían pasado todos los medallistas olímpicos italianos y yo me puse a pensar en la Copa, en tener la Copa del Mundo en mis manos.
Al fin, Penzo no tenía razón con aquello del miedo a los franceses, pero... Francia nos ganó 2 a 0, Passarella jugó y le pegó un codazo terrible, ¡terrible!, a Tigana. Enseguida viajamos a Zurich, a jugar contra el Grasshoppers, de Suiza. Les ganamos 1 a 0, cagando.
A nosotros nos interesaba saber dónde estábamos parados físicamente, se hablaba mucho de la diferencia entre los sudamericanos y los europeos, todo eso. Para mí, y ahí estaba mi confianza, iba a ser fundamental el mes de mayo, cuando por fin estuviéramos todos juntos. Bilardo lo tenía anotado en su agenda y yo le creía, yo creía. Teníamos que entender —y esto parece una boludez ahora pero en aquel momento parecía revolucionario— que era fundamental que los delanteros entendiéramos que si se perdía la pelota, no podíamos quedarnos paraditos, mirando, ¡teníamos que dar una mano!
Yo era consciente de que no despertábamos entusiasmo en la gente... ¡Más que entusiasmo despertábamos bronca! Pero lo que nadie entendía es que faltaba tiempo, que en ese equipo había muchos jugadores valiosos. No me sorprendía, por otra parte: así es el hincha argentino, también a Menotti le habían hecho la vida imposible antes del 78, ¿o se olvidaron de eso? Yo respetaba las opiniones, pero me jodia, me jodia mucho pensar que esos mismos que criticaban iban a ser después los primeros en subirse al carro de la victoria.
Ya estábamos acostumbrados a luchar solos. Pero estábamos compenetrados y sabíamos lo que queríamos. Aquélla era una Selección perseguida... Había gente, mucha gente, que ya no soportaba nada: Borghi ya no era la promesa, Pasculli no le hacía goles a nadie, Maradona era un jugadorcito... Nos perseguían, sí, que no haya ninguna duda. Pero estábamos más unidos que nunca, teníamos una solidaridad indestructible.
Aquel abril del '86 fue terrible: el 30, perdimos con Noruega, nos querían matar; lo único bueno del partido fue que debutó el Negrito Héctor Enrique. Fuimos a Tel Aviv, a jugar contra Israel, y teníamos todos los cañones apuntándonos: ¡el gobierno quería voltear a Bilardo! Raúl Alfonsín, que era el presidente, había comentado que la Selección no le gustaba, Rodolfo O'Reilly, que era el secretario de Deportes, hacía lobby, y todos le movían el piso... Fue terrible, en serio. Resulta que para los políticos el fútbol era algo poco serio y de golpe se había convertido en una cuestión de Estado, ¿se puede creer? ¡Sí, se puede creer! Yo lo había dicho: "Si se va Bilardo, me voy yo". Ojalá haya servido para algo, como presión, porque si el gobierno argentino echaba al técnico del Seleccionado hubiera sido un disparate y un papelón mundial... El 4 de mayo, le ganamos a Israel 7 a 2 y yo ya estaba convencido: en esos treinta días que nos quedaban nos prepararíamos para ganar el Mundial, ¡para ganarlo! Estaba convencido, además, de que los otros se iban a ir cayendo.
A esa Selección la quería particularmente. Era y es fácil entenderlo: era el capitán, había un grupo de gente excepcional. Sentía que la suerte no nos había ayudado, hasta ahí, y que después iba a llegar toda junta. Sentía, también, que nos faltaban el respeto, que había hacia nosotros una falta de respeto total.
Cuando por fin nos instalamos en la concentración del América, en el Distrito Federal de México, me di cuenta, así, como un flash, que todo lo que pensaba no era un sueño, nada más. Íbamos a ser campeones del mundo.
Jugamos con un equipo de ahí, del club, y perdimos; fuimos a Barranquilla y empatamos 0 a 0 con el Júnior. Pero la cosa iba más allá de los resultados, mucho más. Tuvimos una reunión, sí, una reunión muy fuerte y no fue en Barranquilla, fue en México. Nos dijimos de todo, de todo... Así éramos, vivíamos de reunión en reunión. Y en una de ésas fue que me agarré con Passarella, también, pero lo cuento más adelante, en detalle, porque se lo merece.
Ahí definimos que éramos nosotros contra el mundo, así que más vale que tiráramos todos para el mismo lado... Y tiramos, ¡cómo tiramos! A mí las concentraciones siempre me ataron, siempre me ahogaron, pero aquella vez fue distinto: porque nos sinceramos, porque nos dijimos las cosas en la cara. A partir de eso, todo creció.
Me hubiera encantado que mis hijas me vieran jugar en México. ¡Lo que se hubieran divertido! En aquel Mundial, lo único que yo tenía en la cabeza era poder demostrarle a los argentinos que nosotros teníamos un equipo, no sé si para salir campeones, pero sí para dejarlos bien, muy bien parados en el mundo del fútbol.
Yo estoy convencido de que el primer partido, contra Corea del Sur, el 2 de junio del '86, en el estadio Olímpico de México, no en el Azteca, más de la mitad de los argentinos lo vio de reojo. Ni sabían quiénes jugábamos... Encima se dio lo de la salida de Passarella, entró Brown, entró Cucciuffo, el Negro Enrique... Nosotros confiábamos, confiábamos, pero no teniamos ningún resultado bueno anterior como para que nos apoyara. Pero salimos del vestuario convencidos —ésa es la palabra—, convencidos. Estábamos para vacunar a cualquiera. Todo eso de los laterales volantes, las posiciones, de golpe todos lo habíamos aprendido, lo aplicamos contra Corea y los coreanos se enojaron, me parece... ¡Cómo me pegaron, mamita! ¡Cómo me pegaron! Me hicieron once fouls, casi todos los del partido. Digo once y parece poco, pero algunos me dejaron sangrando, sin joda... ¿Y saben cuándo amonestaron por primera vez a un defensor? A los 44 minutos, al número 17, la desgracia, que no me acuerdo cómo se llamaba pero yo ya lo había bautizado Kung Fu. Otro me entró tan fuerte con los tapones, que me traspasó la media ¡y la venda! Y mira que yo uso vendas que son como yesos, ¿eh?
Ahí mismo empecé con mis luchas contra la FIFA: por los golpes y... por la hora. Claro, por un lado, los arbitros no defendían a los habilidosos, dejaban pegar, y por el otro, por la televisión, los partidos se jugaban al mediodía, a la mañana, a cualquier hora. ¡Saben el calor que hacía en México, con altura, a las 12! Era la hora de los ravioles, no la hora del fútbol, viejo... Yo siempre me acostaba tarde antes de los partidos y me levantaba a las once, pero jugando al mediodía me tenía que levantar a las ocho de la mañana. Era una costumbre de toda la vida, por más que me metiera en la cama temprano, no me podía dormir. Pero, bueno, la cuestión era más grave que una costumbre personal. Por eso armamos un lindo lío con Valdano. Los dos, Valdano y yo.
Todos me preguntaban si no había ido demasiado al frente contra el poder, desprotegido, fuera de tiempo... ¿¡Y qué se pensaban!? ¿¡Que yo era un político!? ¡No, no, no, nunca lo fui ni lo voy a ser! Encima, Havelange, Joáo Havelange, el mismísimo presidente de la FIFA, jugador de waterpolo, salió contestándome que había que respetar al que estaba arriba. Para mí, le contaron mal lo mío o ya estaba sordo: yo no pretendía arruinarles el negocio de la televisión, allá ellos; lo que le pedía era que nos consultara a nosotros, a los jugadores, a los verdaderos dueños del espectáculo, porque ellos sin nosotros no eran ni son nada. Sin Maradona, sin Rummenigge y sin el último suplente de Marruecos... No son nada sin ninguno de nosotros. Y decía, sí, que a las 12 del mediodía se podía morir un tipo, y los quería ver ahí, ¿qué pasaba, eh, qué pasaba? A mí me agarraba un terrible dolor en el pecho en los primeros partidos.
Y lo otro, también: las patadas. No sé, me parece que aquella vez los coreanos se asustaron y se la agarraron con el más gil. ¡Y querían que hablara bien de los arbitros! ¿Cómo iba a hablar bien si le permitían a un tipo pegarme veinte patadas? A Zico le hacían lo mismo. A Platini no tanto, porque el francés metía el pelotazo y se quedaba. ¡Cómo iba a hablar bien de los arbitrajes!
Los otros dos partidos de la primera ronda fueron contra Italia, 1 a 1, el 5 de junio, en Puebla, y contra Bulgaria, 2 a 0, cinco días más tarde, otra vez en el Olímpico. Pasamos caminando, dando cátedra. Ya todos los panqueques se habían dado vuelta, ¡se habían dado vuelta! A Italia yo le hice aquel gol tan lindo, que está entre los mejores de mi galería: lo mataron al arquero, a Galli, pobre, y nadie se dio cuenta de que yo no le di tiempo, porque salté a encontrarme con la pelota, después del pelotazo de Valdano, que me había caído justito delante de mí, en el área, y cachetearla con la zurda en vez de esperar que cayera, con Scirea, que en paz descanse, corriéndome de atrás... ¡Eso hice, la crucé al segundo palo antes de que bajara, no fue que Galli estuvo lento! ¡Fui yo que estuve rápido! Es que estaba muy enchufado: los muchachos tenían en la cabeza, porque Bilardo les machacaba, que me tenían que acompañar. Y yo lo ayudaba en eso, porque no me quedaba paradito allá arriba: si tenía que hacer pressing sobre los defensores no se me caían los anillos, fiera.
Empatamos, sí, porque a los tanos les dieron un penal, por mano de Garre. Pero creo que jugamos el mejor partido de todos desde que estábamos con Bilardo. Creo que fue ahí, en ese partido, donde Bilardo terminó de encontrar el equipo. Porque le dio bola a Batista, lo dejó al Checho que jugara solo como volante central, le dio otra función, más abierta, a Giusti, y lo liberó a Burruchaga. Por eso digo: no fui yo solo, hubo un equipo.