—¿ Y cree que ése es un escenario probable? —preguntó Vincent con un brillo en la mirada.
—Por desgracia, no. Hay demasiados lugares en los que puede esconderse y no disponemos de suficiente personal para registrar toda la ciudad en un día. Va a anochecer en unas horas y el vampiro necesitará sangre otra vez esta noche; tenía un aspecto francamente consumido y esas criaturas son peores que los yonquis, necesitan la sangre tanto como nosotros el oxígeno. Si ataca, o mejor dicho, cuando ataque a alguien, debemos saberlo al instante para poder responder. Recomiendo emitir un boletín en todos los medios de comunicación. Puedo elaborar un perfil con el programa de identidad virtual para que sus: hombres sepan qué aspecto tiene. Aunque en realidad es bastante llamativo, estoy segura de que lo reconocerán al instante. En cuanto eso suceda necesito que me llamen de inmediato.
—Prefiero no esperar a que alguien muera para actuar —dijo Vincent—. No creo que a la gente de aquí le gustara...
—No, desde luego que no —dijo Caxton, que se humedeció los labios; se le estaba secando la boca. Nunca antes había hecho aquello, pero era la única que sabía cómo enfrentarse a los monstruos; debía tratar de no olvidarlo—. En todos los coches que patrullen la ciudad debe haber dos agentes y munición suficiente para abatir al vampiro. Hay un cuartel de la policía estatal a pocos kilómetros de aquí y otro en Arendtsville. Pida que le envíen todas las unidades disponibles. No dejaremos ni una sombra ni una esquina por examinar. Quien sabe, a lo mejor tenemos suerte. También querría abrir una investigación oficial, quién sabe qué cosas podemos descubrir sobre el vampiro.
Eso debería haber ido primero; se dio cuenta de que esa debería haber sido su primera sugerencia. Vincent se percató de que dudaba, Caxton lo vio en su mirada. Ya estaba metiendo la pata.
¿Qué habría hecho Arkeley? ¡Había sido todo tan sencillo mientras el federal estaba al mando y ella se limitaba a seguir sus órdenes! Caxton tenía que recordarse una y otra vez que se había estado preparando para aquello.
—También necesito hablar con alguien, un profesor de la universidad. —Se sacó la libreta y la abrió por la primera página—. El profesor Geistdoerfer, del... del Departamento de Estudios del Periodo de la Guerra Civil Estadounidense.
—¿El Lobo Veloz? —exclamó Vincent.
—¿Lo conoce?
El jefe de policía se rió y se cubrió la boca.
—Fui alumno de la universidad, de la promoción del 91. Todo el mundo le conoce. Pero ¿qué relación tiene con este asunto?
—Fue el primero en entrar en la cripta —dijo Caxton.
Entonces constató consternada la expresión de confusión en el rostro de Vincent: el jefe de policía ni siquiera sabía cómo había comenzado todo aquello. Le informó sucintamente del descubrimiento de Arkeley y de la investigación que ella misma había llevado a cabo sobre la cripta y los cien ataúdes. —Pero... no vamos a tener más monstruos de ésos, ¿verdad? -preguntó cuando Caxton concluyó. Tenía los ojos como platos y la boca entreabierta. Estaba cagado de miedo.
Bueno, tal vez tuviera motivos para ello, se dijo Caxton. A lo mejor eso lo mantendría alerta. Aunque esperaba que el miedo no lo paralizara, pues lo necesitaba.
—Faltaban todos los corazones. Eso significa que están muertos, por lo que no creo que tengamos que vérnoslas más que con ése. Aunque uno es más que suficiente. ¿Puede hacer que alguien me consiga una cita con el profesor?
—Sí —dijo Vincent—, por supuesto. —Sacó un paquete de chicles de un cajón y cogió uno. Después se lo tendió a Caxton, que aceptó con mucho gusto-. Me aseguraré de que la reciba después de la conferencia de prensa.
Caxton se detuvo con el chicle a medio camino de la boca.
—¿Qué conferencia de prensa? —preguntó.
Los rebeldes se marcharon y yo pude respirar de nuevo.
Con gestos precisos, una pierna tras otra, un tramo tras otro, el tirador descendió del árbol. Se dejó caer al suelo con un ruido sordo y se agachó junto a mi escondrijo. Era un hombre larguirucho como nuestro comandante en jefe, o incluso más. Mediría más de dos metros y era delgado como un junco. Me tendió una mano llena de arrugas y se la estreche agradecido.
«Silva Griest», susurré.
«Rudolph Storrow, de Indiana.» Se colocó el fusil sobre el hombro como si fuera un remo, vi que llevaba una escopeta recortada en la cartuchera del cinturón, donde un oficial habría llevado un revólver, del otro lado, donde debería haber estado la espada, llevaba un hacha de mango largo al estilo indio, lo que suele llamarse un tomahawk. Me alegré enormemente de tenerlo de mi lado. «Oiga, Griest, se acercan dos hombres a pie por el mismo camino por el que llegó usted. Intentan avanzar con discreción, aunque sin demasiada fortuna. ¿Los conoce?»
Yo asentí. Se refería a Eben Nudd y German Pete. «Son buenas hombres», le aseguré.
«Si visten uniforme azul, conmigo no necesitan más recomendación. Vaya y condúzcalos hasta aquí con sigilo; no queremos atraer a medio Ejército del Norte de Virginia con ellos.»
Me sonrojé hasta las orejas, pero no quise perder más tiempo con parloteos. Encontré a mis hombres ocultos entre los matorrales de un prado cercano, les indiqué que me acompañaran y los presenté a nuestro nuevo aliado.
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Glauer acompañó a Caxton al hospital. Debía resolver un asunto importante antes de empezar a organizar las patrullas nocturnas y quería que el agente le sirviera de enlace con las autoridades locales. Se montaron en un coche patrulla, uno de los cinco que quedaban en el departamento después de que Caxton hubiera enviado uno al taller. Le resultó extraño sentarse en el asiento del acompañante. Había una Mossberg 500 instalada en el asiento, entre sus rodillas, y un ordenador montado entre los asientos con el que se golpeaba el muslo en cada curva cerrada.
En su día había sido ella quien llevaba a Arkeley en el coche patrulla y escuchaba las sabias palabras que el hombre tenía a bien compartir con ella. Había intentado aprender cuanto había podido de él, creyendo que el federal planeaba convertirla en su sucesora, pero éste la había utilizado como cebo para vampiros. Sin embargo, ahora las tornas habían cambiado. Caxton se preguntó si Arkeley también se habría sentido tan incómodo en el asiento del acompañante. Y no se trataba sólo de que le molestaran los aparatos, sino que por primera vez en su vida estaba al cargo de algo. Vincent y Glauer esperaban que Fuera ella quien tomara todas las decisiones. Caxton se había sentido mucho más cómoda la noche anterior, arriesgando sólo SU vida mientras perseguía al vampiro, de lo que se sentía dándoles órdenes a aquellos policías. ¿Y si metía la pata? La había fastidiado ya en numerosas ocasiones, era probable que volviera a hacerlo y, con el tiempo, uno de sus errores se saldaría con la pérdida de una vida humana. A menos que antes lograra acabar con el vampiro.
—Nuestro enemigo va a ser el tiempo —dijo cuando se detuvieron en un semáforo.
Las calles de Gettysburg habían sido diseñadas para el tráfico de carros del siglo XIX, cuando la ciudad acogía un gran mercado, en tiempos anteriores a la batalla. Y no las habían ensanchado desde entonces: no habían podido, pues para ello habrían tenido que derribar o trasladar edificios históricos. En consecuencia, aquella pintoresca ciudad, con sus dos millones de turistas anuales y sus setenta y cinco mil habitantes permanentes, sufría unos fenomenales atascos. Caxton soltó un suspiro y se preguntó si no llegaría antes caminando. Para matar el tiempo, se volvió hacia Glauer y le preguntó:
—¿Qué es lo peor que ha visto en su vida?
Era una de las preguntas habituales que se hacían los policías estatales para conocerse mejor, nada más. Sin embargo, Glauer la miró como si acabara de preguntarle cómo, cuándo, dónde y con quien había perdido la virginidad. Caxton se revolvió en el asiento y deseó poder retirar la pregunta. No obstante, al cabo de un segundo el agente se encogió de hombros y fijó la vista de nuevo en el parabrisas.
—Hará unos diez años una chica de la universidad saltó desde lo alto del Pennsylvania Hall. Dicen que está encantado... A lo mejor huía de un fantasma, pero también es posible que hubiera tomado ácido —dijo y volvió a encogerse de hombros—. Me mandaron precintar el lugar y evitar que los demás estudiantes presenciaran la escena. Tuve que quedarme con ella hasta que llegó la ambulancia para llevársela.
—¿Y había mucha sangre?
El agente se estremeció y sacudió la cabeza.
—No, no mucha. Había poca, en realidad estaba tumbada de costado, casi parecía que estuviera echando una siesta. Tenía la cara vuelta hacia el otro lado, por eso en un primer momento no vi los pájaros. Estaban por todas partes, había palomas, cuervos, estorninos... Al final decidí espantarlos, aunque me sentí como un idiota al hacerlo. Lo habría hecho antes si hubiera sabido que le estaban picoteando los ojos.
«No está mal», se dijo Caxton. En el cuartel de la Unidad T, la unidad de autopistas, eso tal vez le habría valido una cerveza gratis. Caxton sonrió y ya iba a felicitarlo cuando vio que el agente estaba temblando. Había obligado a Glauer a recordar algo que habría preferido olvidar. «Mierda», pensó. En la Unidad T veían cosas peores casi a diario. Los accidentes de tráfico podían ser realmente horrorosos, especialmente si había llovido. Los agentes estaban curados de espanto y recurrían al humor negro para ocultar la impresión que aquello les producía, pero al parecer siendo policía de una ciudad donde no se cometían homicidios no había necesidad de que se te endureciera el corazón.
Llegaron al hospital al cabo de unos minutos. Glauer la acompañó por una escalera hasta la morgue, donde la esposa de Garrity ya los esperaba. Estaba sentada en una silla naranja de plástico de la sala de espera, situada en el extremo más alejado de la sala de autopsias. Llevaba el pelo recogido con un pañuelo y gafas de sol, probablemente para ocultar los ojos hinchados de llorar. En la silla contigua había un vaso de plástico olvidado.
Caxton contuvo la respiración antes de entrar en la sala de espera y se prometió que en aquella ocasión iba a hacerlo bien.
Tenía que ser sensible y comprensiva, pero al mismo tiempo debía conseguir lo que necesitaba.
En la academia no había ningún curso donde te enseñaran eso, tal vez debería haber uno. Entró, se puso en cuclillas junto a la mujer y le tendió las manos.
―Hola― dijo, y estudió el rostro de la otra mujer. Tenía el pelo rubio rojizo y unos labios delgados, y debía de tener entre treinta y cuarenta años, Caxton no habría podido precisarlo. Tenía la expresión pálida que el dolor provoca siempre en las personas, una lividez fruto de la tristeza—. Soy Laura Caxton y trabajo para la policía estatal. Anoche estuve con su marido —le dijo—. Quiero decirle que lamento mucho, muchísimo, lo sucedido.
—Gracias —dijo la mujer, que le dio a Caxton un apretón de manos y luego la soltó—. Los médicos me han dicho que usted solicitó que no me llevara el cuerpo de Brad hasta que hablara con usted. ¿Tengo que rellenar algún formulario?
Caxton le echó un vistazo a Glauer. El policía permanecía junto a la puerta, como si montara guardia. No la estaba mirando. Se suponía que éste le habría contado ya el motivo de su visita a la viuda de Garrity, pero era evidente que no había sido lo bastante específico.
—Lo que mató a su marido era un vampiro —dijo Caxton—. Existe la posibilidad de que... No estoy segura de cómo decirle esto.
La mujer se quitó las gafas de sol. Tenía los ojos rojos, pero transmitían más serenidad de la que Caxton había esperado.
—Diga lo que tenga que decir. Ya nos preocuparemos por mis sentimientos más tarde.
Caxton asintió y se miró los zapatos. Tuvo que hacer un esfuerzo por mirar a aquella mujer a los ojos.
—Los vampiros tienen cierto poder sobre sus víctimas. Pueden hacerlos regresar de entre los muertos. Y, créame, no iba a gustarle. Si regresan, lo hacen con el cuerpo corrompido y el alma destrozada. Se convierten en esclavos de los vampiros. Estoy segura de que su marido era un hombre fuerte, un buen hombre...
—Por el amor de Dios —dijo la mujer. Le temblaban las manos y le ardían los ojos—. ¿Qué es lo que quiere? ¿Me lo va a decir o no?
Caxton se mordió el labio.
—Hasta que crememos su cuerpo, el vampiro puede obligarlo a regresar y servirle. Tenemos que incinerarlo. No hay otra opción.
El rostro de la viuda adoptó una palidez mortal. Levantó la mirada hacia Glauer y Caxton esperó a que dijera algo, pero no hizo.
—No hay otra opción —repitió Caxton—. Comprendo que es posible que no quiera hacerlo por motivos religiosos, pero...
—¡Y una mierda! —dijo la viuda.
—Helena, te aseguro que no se lo está inventando —dijo Glauer.
La mujer se llamaba Helena. «¿Por qué no se lo había preguntado?», se dijo Caxton. Le ardían las mejillas, pero sabía que necesitaba su permiso para seguir adelante.
—Si nos da su consentimiento, nosotros nos encargaremos de los detalles.
—Mike, esta mujer está hablando de... de...
Helena Garrity se levantó de golpe, de forma tan repentina que se tambaleó. Entonces fue hasta donde estaba Glauer; que la abrazo con fuerza. La mujer casi desapareció dentro de su chaqueta.
—Chss —dijo Glauer, acariciándole el pelo. La mujer se hundió en su pecho—. Sólo di que sí.
La mujer sacudió la cabeza contra el pecho de Glauer, no obstante, dio su consentimiento. Entonces Caxton sacó el formulario correspondiente y la mujer firmó donde debía. Un médico entró y empezó a hablar en voz baja con la viuda. Cogió el formulario y lo guardó en el bolsillo.
Glauer acompañó a Caxton escaleras arriba. No hablaron hasta llegar al aparcamiento. El agente se puso unas gafas de espejo y dirigió la mirada hacia la carretera.
No tiene usted lo que se dice don de gentes —dijo. Soy policía —replicó ella.
Él la miró casi con sorpresa.
—Lo dice como si fueran dos cosas distintas.
Caxton no abrió la boca hasta que llegaron a su siguiente destino: una sala de reuniones situada en la parte posterior de la iglesia. El jefe de policía Vincent estaba esperándolos detrás de un podio flanqueado por dos de sus hombres. «Deberían estar buscando el cuerpo del vampiro», pensó Caxton que, sin embargo, suponía que Vincent tendría sus motivos para preferir tenerlos allí, con él.