99 ataúdes (16 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 99 ataúdes
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Caxton notó el cañón de la Beretta en la nuca.

—Corre un gran peligro, agente —gruñó Geistdoerfer—. Un peligro mortal. Ahora mismo. Y va a ir a peor. Percibo el pánico en su voz. ¿Quiere que ponga fin a su sufrimiento?

—No —respondió Caxton, apretando los dientes.

—¿No está preparada para morir? ¿Quiere vivir un poco más?

No quería siquiera darle aquella satisfacción, pero respondió de todos modos:

—Sí.

—Pues en ese caso no hable de lo que es inevitable o va a provocarme una indigestión.

¿Estaba intentando hacerla callar? ¿O acaso pretendía justificar sus acciones?

El vampiro confiaba en él; el monstruo no habría llegado tan lejos sin Geistdoerfer. A lo mejor quería que Caxton lo comprendiera, que lo perdonara.

«Lo llevaba claro», pensó Caxton, pero no lo dijo.

—¿Puedo poner la radio? —preguntó. Tal vez la música lograra conjurar los pensamientos más oscuros de su cabeza.

—No veo por qué no —dijo Geistdoerfer—. Pero no suba demasiado el volumen.

Caxton asintió y echó un vistazo al salpicadero del Buick. La radio era la original, por lo que no era demasiado sofisticada. La conectó y sonó una emisora local de música rock, aunque llegaba con muchas interferencias. Intentó ajustar manualmente el dial y la primera emisora que sintonizó fue una emisora cristiana. La cambió casi al instante: lo último que necesitaba en aquel momento, con la muerte tan cercana, era que le dijeran que iba a arder eternamente en el infierno. Finalmente encontró una emisora de música clásica. La pieza que sonaba era tranquila y alegre. Caxton no estaba nada familiarizada con la música clásica y no habría sido capaz de adivinar de qué compositor era.

—Mozart —anunció el vampiro, como si le hubiera leído el pensamiento—. Por Dios, conozco esta pieza. La oí una vez en Augusta, en un festival navideño. Pero ¿cómo…? ¿Hay una caja de música en este vehículo? Aunque en realidad suena como si se tratara de una orquesta completa…

Caxton no entendía lo que estaba preguntando. Además, no quería hablar si no lograba hacerlo con un trémolo de miedo. Fue Geistdoerfer quien le respondió.

—Justo después de tu tiempo, creo, un hombre llamado Thomas Edison inventó una forma de captar el sonido ambiente y grabarlo en un cilindro de cera. Más tarde alguien inventó una forma de transmitir sonidos a distancia.

—¿Cómo un telégrafo? —preguntó el vampiro.

—El principio es similar, pero en este caso no se precisan cables.

El vampiro se quedó callado un momento.

—Todo ha cambiado tanto —dijo al fin—.Las luces que iluminan la carretera, ¿las veis? En mi época habríamos estados rodeados de una oscuridad impenetrable. Todo el mundo más allá de nuestras hogueras era pura oscuridad. Pero todo eso ha quedado tan atrás para vosotros que no creo que os lo podáis ni imaginar.

—Tienes tantas cosas que enseñarnos… —le dijo Geistdoerfer.

Sin embargo, el vampiro no parecía muy predispuesto a impartir una lección en aquel momento. De hecho, no volvió a hablar hasta que abandonaron la autopista.

Faltaba poco para llegar al museo. Pasaron por las anchas avenidas arboladas de Fairmount Park, donde las farolas perforaban la oscuridad, y se dirigieron hacia la ciudad bordeando el alto muro de la vieja prisión estatal. Filadelfia era una ciudad con zonas claramente diferenciadas, distritos que conservaban su carácter. De hecho, era más parecido a una aglomeración de pequeñas ciudades que a una metrópolis. El barrio donde se encontraba el Museo Mütter era uno de los más peculiares de todos.

Aquella noche no había demasiada gente en las calles aunque había grupos reunidos ante las puertas de bares y restaurantes. El vampiro mantenía la cabeza gacha, invisible para cualquiera que por casualidad se fijara en el coche. Frente a un Pub, dos chicos que parecían universitarios soltaron un grito de entusiasmo al verlos, pero sólo estaban admirando el Buick y no se fijaron en sus ocupantes.

Caxton tomó la calle Veintidós, dejó atrás el edificio del Colegio de Médicos y se metió en un callejón que conducía hacia un pequeño aparcamiento al aire libre situado entre tres edificios. No había vigilante. Quien quisiera aparcar debía doblar un billete de cinco dólares e introducirlo por una ranura que había en la cabina junto a la salida. Sólo había un puñado de coches más.

Caxton estacionó el coche en un hueco y puso punto muerto. El motor del Buick traqueteó un momento y finalmente se paró. El músculo del brazo le tembló cuando apagó el motor. Quería encogerse y quedarse acurrucada, tenderse con los ojos cerrados, resignada ante lo que fuera a suceder.

Pero al parecer el vampiro no iba a permitírselo.

—Por favor, salga usted primero, señorita.

—Y no intente escapar —añadió Geistdoerfer.

Caxton bajó la cabeza y apoyó la barbilla en el pecho durante un momento. Se frotó los ojos. Por un instante, parecía incapaz de coordinar su cuerpo para que abriera la puerta, pero finalmente lo logró. Sacó las piernas, las estiró, echó el cuerpo hacia delante y se levantó. Tenía el cuerpo agarrotado por la tensión y el miedo, pero estaba de pie. Eso era lo que uno tenía que hacer cuando se encontraba ante una situación imposible: seguir adelante.

Antes de que pudiera pensar si echaba a correr o no, el vampiro se colocó tras ella y la cogió por la muñeca. No se la apretó demasiado, no obstante, Caxton sabía que aquello podía cambiar sin previo aviso y que, si el vampiro se lo proponía, podía romperle los huesos.

—Creo que deberíamos entrar y alejarnos de las multitudes —insistió Geistdoerfer. Entonces se alejó un paso del coche y todos oyeron claramente el ruido de tela al desgarrarse.

El profesor bajó los ojos, lo mismo que Caxton. Vio que el brazo herido se le había enganchado en el alerón trasero del coche y que el cabestrillo se había rasgado.

—No pasa nada —dijo Geistdoerfer con el rostro trasfigurado de dolor—. Lo arreglaré más tarde. —«¿Se había hecho daño con el alerón?» Empezó a caminar hacia el museo, masajeándose la herida con la mano buena—. Vamos.

El vampiro no se movió. A Caxton no le quedó más remedio que quedarse inmóvil.

No había demasiada luz en el aparcamiento, iluminado tan sólo por unas pocas farolas que proyectaban numerosas sombras. Aun así, Caxton vio un rastro de gotitas de sangre, redondas y diminutas, que seguían los pasos de Geistdoerfer. Vio también que la sangre se acumulaba en el desgarrón del cabestrillo, que colgaba húmedo y rojizo. De pronto la gasa sanguinolenta se desprendió y cayó al suelo, que estaba manchado de aceite.

El vampiro le sostuvo el brazo con más fuerza.

—Llevo horas oliendo sangre —dijo. Su voz era un gruñido vago y oscuro, como el ronroneo de un tigre que se preparaba para saltar sobre una cebra—. Todo este tiempo he estado sentado a tu lado, conteniéndome como buenamente he podido.

Caxton no se movió; sabía lo que la visión de la sangre podía provocar en los vampiros.

—Es el único amigo que tienes en el mundo —le dijo—. No lo hagas, por favor…

—Necesitaré fuerzas para lo que he venido a hacer.

Salió disparado y cubrió la distancia que lo separaba de Geistdoerfer con un solo gesto. Caxton se vio arrastrada por la muñeca. Pataleó con todas sus fuerzas e intentó abrir los dedos del vampiro con la mano libre, sin embargo, era inútil; era como intentar abrir un torno industrial.

El vampiro no perdió el tiempo apartando el cabestrillo y sacando el brazo del profesor de la manga de la camisa. Lo mordió a través de las capas de tela, le atravesó la carne y sus dientes le royeron los huesos. Geistdoerfer soltó un grito, pero su voz no llegó demasiado lejos. Los ojos del profesor se helaron, presa del dolor y la sorpresa, mientras el vampiro le desgarraba la piel y los músculos y le chupaba la sangre. Por un momento pareció que Geistdoerfer iba a morir en silencio, casi en paz, cuando de repente un temblor convulsivo se apoderó de su cuerpo, y sus extremidades se agitaron de dolor y terror. Sus ojos estaban ya ciegos, pero su boca seguía moviéndose y sus labios intentaban articular palabras. Caxton fue incapaz de descifrar qué intentaba decir.

Cuando todo terminó, cuando la última gota de sangre hubo abandonado su cuerpo, Geistdoerfer estaba más pálido que el propio vampiro. Colgaba completamente inerte del brazo del vampiro, que los sujetaba a los dos, la mujer viva y el hombre muerto, como un niño jugando con dos muñecos desparejados.

Los ojos de la bestia refulgieron en la oscuridad. Su cuerpo se hinchó como si estuviera hecho de niebla y lo atravesara una brisa. De pronto su escuálido cuerpo parecía más abultado, como si la sangre lo llenara y lo dilatara. Al terminar el proceso, su aspecto era casi humano. O, cuando menos, tan humano como jamás llegaría a parecer.

Los arrastró a los dos hasta un contenedor del callejón y arrojó el cuerpo de Geistdoerfer al interior sin miramientos. A Caxton no le sorprendió. Los vampiros y sus siervos no tenían ningún respeto por la muerte humana. En cuanto se hubo deshecho del cuerpo, el vampiro tiró de Caxton para que se levantara y la soltó. A la agente ni le pasó por la cabeza intentar correr. Con la sangre que acababa de beber, el vampiro sería no sólo más rápido que antes, sino también mucho más fuerte y difícil de matar.

—Está aquí —dijo el monstruo—. La señorita Malvern está aquí —insistió, aunque no esperaba ninguna confirmación por parte de Caxton. Levantó el hocico, como si pudiera oler a la vampira en el aire—. Está bastante cerca. Has hecho bien, amiga mía, trayéndome hasta aquí.

Fue en aquel preciso instante, ni más ni menos, que al móvil de Caxton le dio por ponerse a sonar.

Capítulo 36

En la parte trasera de la despensa encontramos la escalera de servicio y decidimos que era mejor que nos ocultáramos arriba. Cada uno de los peldaños crujía y podría habernos delatado. Sin embargo, al cabo de unos minutos estábamos ya todos en el piso superior, frente a una hilera de ventanas. El tirador y yo mismo miramos por las aberturas y vimos a Simonon jugando a cartas con un sargento que iba descalzo. Ahora podíamos hablar, aunque debíamos hacerlo en voz baja.

«Podría alcanzarle desde aquí», dijo Storrow, acariciando con una mano el grueso cañón de su rifle de precisión. «Eso le haría un gran bien a la Unión.»

«Y a cambio lo pagaríamos con nuestras vidas», señaló Eben Nudd.

Storrow asintió y yo no añadí nada más. Creo de veras que el tirador habría dado gustosamente su vida para dejar al ranger fuera de juego.

Al cabo de un rato, con los dientes apretados, pregunté: «Pero ¿por qué está aquí? ¿Qué tiene con el tal Obediah, al que no para de llamar?»

«¿No lo has adivinado aún?», preguntó Storrow, que me dedicó una sonrisa macabra. «Obediah Chess es el propietario de esta casa o, mejor dicho, lo era.» Entonces señaló el pináculo del fondo de las escaleras; tenía forma de peón, como ya he contado antes. «No me preguntes cómo se ha producido ese cambio de estado, pero sea como fuere se ha convertido en tu vampiro. Y Simonon ha venido a enrolarlo.»

«¿Los confederados se dedican a reclutar vampiros?»

Apenas podía creerlo, aun tratándose de esos villanos.

LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST

Capítulo 37

El vampiro se quedó mirando la chaqueta de Caxton mientras en su móvil sonaban los primeros compases de una canción de Pat Benatar. La agente cerró los ojos y notó la vibración del aparato en el costado. ¿En serio iba a ser un móvil lo que al final provocara su muerte?

Se metió la mano dentro de la chaqueta para sacar el teléfono y el vampiro no la detuvo. Había dejado de sonar. Al cabo de un momento soltó un pitido que indicaba que había recibido un mensaje.

—Es… —empezó a decir, pero se detuvo justo antes de confesarle que se trataba de un teléfono.

Cuando todavía estaban en Gettysburg, Geistdoerfer la había cacheado. Había notado que llevaba el teléfono en el bolsillo, incluso le había dado un apretón. Y, sin embargo, no se lo había confiscado. ¿Por qué no? Inicialmente se había dicho que el profesor no lo consideraba una amenaza. Y no le faltaba razón: ¿qué posibilidades tenía de utilizarlo si él controlaba todos sus movimientos?

Aunque a lo mejor… a lo mejor intentaba ayudarla. Caxton habría jurado que Geistdoerfer quería ayudar al vampiro; de hecho se había comportado en todo momento como si él mismo formara parte del plan. Sin embargo, de algún modo debía intuir que tarde o temprano terminaría pagándolo con su vida. A menos que alguien lograra antes detener al vampiro. No podía ayudarla directamente, con el vampiro allí delante. ¿Había intentado darle una oportunidad sin delatarse?

Ya nunca lo sabría. Pero tal vez podía sacar ventaja de aquella situación. Tal vez podía utilizarla en su favor.

—Es una caja de música —dijo—. Como la del coche.

Le mostró el teléfono al vampiro, pero éste tan sólo negó con la cabeza. No habría sabido siquiera dónde debía mirar, en su época no tenían ni teclados ni pantallas de LCD.

—¿Y hace música? ¿Cuándo uno quiere?

Caxton tenía que pensar, se le tenía que ocurrir algo. Llamar a la policía quedaba descartado: el vampiro habría descubierto sus intenciones en cuanto hubiera pronunciado las primeras palabras. Tampoco podía escuchar el mensaje que acababa de recibir, pues eso resultaría demasiado sospechoso.

—Puedo hacer que toque otra canción —dijo al cabo de un segundo—. ¿Quieres oírla?

El vampiro se encogió de hombros. Disponía de mucho tiempo, la noche aún era joven.

Caxton se mordió el labio y presionó las teclas a toda velocidad. Tan rápidamente como pudo, escribió un mensaje para Arkeley:

«stoy cn vamp sin arma en mm»

No se le ocurrió nada mejor. Miró al vampiro y apretó la tecla de enviar. El teléfono vibró en su mano y emitió un feliz crescendo que indicaba que el mensaje había sido enviado con éxito.

—¡Magnífico! —dijo el vampiro con una sonrisa sincera—. A lo mejor más tarde le pido que toque algo más. Ahora, por desgracia, tengo muchas cosas que hacer. Las damas primero, por favor.

Caxton asintió y tomó la delantera. Percibía al vampiro detrás de ella y su presencia glacial le ponía los pelos de punta. Dobló la esquina y se dirigió hacia la entrada del museo. La puerta estaba cerrada, pero el vampiro tiró de la maneta hasta que el cerrojo chirrió y cedió. Un fragmento de metal retorcido salió disparado e impactó en la mano de Caxton. Ésta entró por la puerta abierta y se encontró en un amplio vestíbulo iluminado tan sólo por la luz anaranjada de las farolas de la calle.

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