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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (18 page)

BOOK: 99 ataúdes
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«¿Dónde estaba Arkeley?», se preguntó. Esperaba que hubiera corrido a ponerse a salvo. Por lo que sabía, no disponía de otra arma y no creía que fuera tan estúpido como para intentar detener al vampiro con las manos vacías. Así pues, todo dependía de ella.

Subió los escalones de dos en dos y de tres en tres. Estaba a punto de echar el hígado por la boca, pero hizo un último esfuerzo. Notaba el cuerpo agarrotado y tenso, y sabía que la adrenalina había empezado a perder su efecto. Pero no pasaba nada, podía reemplazarla por puro miedo.

Llegó a lo alto de la escalera y entró corriendo en la biblioteca, que a la luz del día debía de ser preciosa. Sin embargo, bajo la luz amarilla de las farolas que entraba por los ventanales, las hileras de libros y las butacas tapizadas de piel ofrecían un aspecto sucio y deteriorado, como si la sala hubiera sido abandonada a los elementos cientos de años atrás. A su izquierda había una puerta que seguía batiendo sobre los goznes; Caxton se volvió y la cruzó a toda velocidad. Al otro lado había un pasillo que atravesaba todo el edificio, con ventanas a un lado y puertas al otro. Entre puerta y puerta había mesitas de mármol. Encima de la mesita más cercana alguien había olvidado unos guantes de piel negra.

Contó cuatro puertas y, en el extremo opuesto, divisó otra escalera que conducía de nuevo a la planta baja. El vampiro podía haber elegido cualquiera de las opciones.

Con la espalda pegada a las ventanas, empezó a cruzar el pasillo de puntillas. Sabía que si el vampiro había bajado por la escalera, se le había escapado: habría encontrado la salida de emergencia y ella ya no lograría atraparlo. Si se había metido por alguna de las puertas, era posible que continuara en el edificio, o incluso que hubiera quedado atrapado en algún lugar sin salida. Caxton se acercó a la primera puerta, puso una mano sobre la madera lustrada y asió el pomo con dedos temblorosos. «Si el vampiro ha estado allí hacía poco —pensó—, tal vez el pomo estaría frío o su tacto le pondría la piel del brazo de gallina.» Sin embargo, no percibió ninguna presencia antinatural.

La siguiente puerta daba a una oficina y tenía la palabra «DIRECTOR» pintada en la madera. Caxton puso la mano sobre el pomo. Nada, ninguna sensación de desazón ni de asco. Lo giró lentamente y éste soltó con un chirrido metálico. La agente se detuvo de golpe. ¿Había oído algo moverse cerca de ella, oculto en las sombras? Se quedó tan quieta como pudo e intentó no respirar.

¿Qué había oído? De pronto le pareció que una brisa le acariciaba la mejilla. Dio media vuelta, preparada para disparar en cualquier momento, pero entonces vio que una de las ventanas estaba entreabierta. Por ella entraba una ligera brisa, nada más.

Caxton se mordió el labio y avanzó hasta la tercera puerta Sus pies hacían un sonido apenas perceptible sobre la alfombra. Extendió la mano y asió el pomo. El brazo le temblaba de miedo. Sus dedos se posaron delicadamente sobre el latón.

Nada.

Soltó un suspiro y liberó algo de tensión muscular. Tan sólo debía examinar una puerta más. Si allí no había nada, por la menos sabría que estaba a salvo, que el vampiro se había largado y que ella no iba a morir aquella noche. Se acercó rápidamente a la cuarta puerta y cogió el pomo.

A sus espaldas, una ventana se abrió de golpe y el cristal se rompió con estruendo. Una masa blanquecina cruzó el pasillo como una gigantesca bala de cañón, directamente hacia ella. El vampiro la agarró por el cuello sin darle tiempo siquiera a pensar. Entonces la arrojó con violencia contra una de las mesitas de mármol, que se le clavó dolorosamente en el riñón izquierdo. El vampiro volvió a levantarla y la hizo rebotar contra el suelo. Caxton notó el traqueteo de sus huesos bajo la piel. Sólo la gruesa alfombra evitó que la pierna y el brazo se le rompieran a causa del impacto. El vampiro la levantó una vez más y la sostuvo en el aire, mientras le aplastaba los músculos del cuello con sus poderosos dedos. Caxton sintió como si le atravesaran la garganta con varios cuchillos a la vez. No podía hablar, ni respirar. Si el vampiro cerraba los puños un centímetro más, moriría. Unas grandes manchas negras como gotas de aceite le empañaron la visión.

En una ocasión le había perdonado la vida porque era una mujer. La segunda vez la había dejado vivir porque la necesitaba, porque sabía conducir. Pero era evidente que se le había acabado la paciencia.

Laura Caxton habría muerto allí mismo si no hubiera sido por el vigilante nocturno del Museo Mütter. Éste salió de la cuarta puerta en aquel preciso instante, alertado tal vez por los jadeos y ruidos estrangulados de Caxton, y enfocó al vampiro directamente a los ojos con su linterna.

El vampiro soltó un grito de dolor. Era una criatura nocturna y aquella potente luz le hacía mucho más daño que las balas. Soltó a Caxton y levantó los brazos para cubrirse los ojos, tan sensibles. Al cabo de un segundo se había marchado escalera abajo.

Capítulo 40

Me puse de rodillas y miré por la cerradura. El ojo que me devolvió la mirada desde el otro lado estaba inyectado en sangre y amarillento allí donde debería haber sido blanco. Aun así, reconocí el iris marrón, del color de las piedras del monte Cadillac. Era Bill, ni más ni menos.

«Espera, Bill, he venido con refuerzos. Vamos a liberarte de este cautiverio», le prometí.

«Alva, no, tienes que marcharte. No puedes estar aquí.»

«No me voy a ir sin ti —le dije—. Voy a formar esta puerta, y al diablo si hago demasiado ruido.»

«¡No!» Su aguda voz se volvió dura como la piedra. «No puedo dejarte entrar. Tendré que detenerte, Alva. Si lo intentaras tendría que hacerte daño. No me obligues a ello.»

«¡No digas disparates!», repliqué yo. Y, no obstante, noté cómo se me aceleraba el pulso. Sabía en qué se había convertido Bill. Aún me dolía el cuello, tenía sangre en el costado por las heridas provocadas por los demonios y ahora Bill era uno de ellos. Pero no por eso dejaba de ser Bill, ¡mi BILL! El único amigo verdadero que había tenido, un hombre junto al que había dormido durante dos años en una tienda demasiado pequeña hasta para los perros. Su vida y la mía estaban tan entrelazadas como las trenzas de una niña.

Y, aun así, era consciente de la situación, le comprendía.

«Podemos ayudarte, Bill. Podemos llevarte a un cirujano.»

«No puedes hacer nada por mí, Alva. Es demasiado tarde. Debes olvidar nuestra amistad y dejarme tal como soy. ¡Vete, te lo ruego! Es cuanto puedo hacer por ti. ¡Incluso mientras hablo contigo mi alma se estremece y mis manos buscan un cuchillo para apuñalarte por el ojo de la cerradura!»

Me senté en el suelo; en mi cabeza todo daba vueltas.

«Oh, Bill, dime que no es cierto.»

Pero lo era. No dijo nada más y al cabo de un momento su ojo desapareció de la cerradura.

LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST

Capítulo 41

El vigilante nocturno, en su placa ponía «HAROLD», la ayudó a incorporarse y a apoyarse en la pared. Caxton se masajeó el cuello en un intento de devolver la circulación a los músculos aplastados.

—¿Está bien? —le preguntaba el hombre una y otra vez, como si de tanto repetirlo pudiera hacer que así fuera—. Ese tío podría habernos matado a los dos sin problema.

Eso era cierto. La luz había hecho daño al vampiro, pero sólo durante un instante. El vampiro podría haber aplastado la linterna y luego darse un buen festín, pero había sido prudente y había optado por no correr riesgos. No tenía forma de saber si Harold iba armado, o si tenía un escuadrón de policía a sus espaldas. Caxton intentó explicárselo al vigilante nocturno, pero se dio cuenta de que era incapaz de hablar. Cada vez que lo intentaba sentía como si alguien restregara su laringe sobre un rallador de queso. Por lo menos podía respirar, sus pulmones se llenaban y vaciaban con normalidad. Finalmente asintió, volvió a poner el seguro de la Glock de Arkeley y enfundó la pesada pistola. No encajaba bien en su pistolera, que no había sido diseñada para aquel modelo. Tras intentar encajarla a la fuerza, decidió dejar que sobresaliera un poco.

Caxton se frotó los ojos y la boca. A continuación se tomó el tiempo necesario para que su cuerpo bajara de revoluciones. Había estado a punto, muy a punto, de morir. Bueno, tampoco era la primera vez. Sabía lo que debía hacer: ni más ni menos que intentar tomárselo con calma. Si su garganta había sufrido daños reales, ir por ahí persiguiendo a un vampiro sólo podía empeorar su situación.

Además, el vampiro se había largado. Una vez más, se le había escapado. Había vuelto a fracasar.

Harold desapareció un instante y regresó con un vaso de plástico lleno de agua fría. Le sentó muy bien y le dio las gracias. Incluso logró expresarse en palabras que, eso sí, salieron de su garganta como cuchillos que cortaran mantequilla.

—Soy... —dijo Caxton, e hizo una pausa—. Soy la agente Laura Cax...

—Sí, sí, ya lo sé —respondió el hombre con una sonrisa boba en los labios.

Era un tipo bajito, de unos cincuenta años, con una mata de pelo rizado y canoso que asomaba por debajo de una gorra azul oscuro. Llevaba una bata gris y unas botas amarillas Timberland.

—¿Ha hablado con Ark...? —dijo, pero no pudo seguir. Pronunciar esa «k» tan gutural le hacía sentir como si tuviera un clavo en el esófago— ¿Ha hablado con el otro oficial? —logró decir por fin.

Bajó la mirada hacia el vaso de plástico: había una solitaria gota de agua en el fondo. La lamió ávidamente y deseó que hubiera más.

—¿Con Jameson? No, qué va. Él no me ha contado nada de usted. La he reconocido, eso es todo. De la peli esa, Colmillos. Es un pasote.

Caxton quiso poner los ojos en blanco, pero se limitó a decir:

—Qué bien.

Pronunciar aquel sonido gutural le hizo ver las estrellas de nuevo.

—Hay una escena, cuando Clara la besa por primera vez... ¡Es supertórrida! La debo de haber visto unas cien veces.

Ahora sí puso los ojos en blanco. Cada vez que veía aquella escena se sentía incómoda. ¿En serio había sido tan facilona?

—Tengo que ir a comprobar algo —dijo. Se puso de pie lentamente, apoyándose en la pared de detrás.

Cuando estuvo segura de que no se volvería a caer, bajó la escalera y fue hasta el otro extremo del vestíbulo. La puerta de la salida de emergencias estaba entreabierta y por ella entraba un aire frío. La abrió y salió al exterior. Por una vez le sentó bien notar la brisa nocturna en la cara. Se llenó los pulmones y el aire le calmó el escozor de garganta. Entonces miró a su alrededor. Estaba en una esquina del aparcamiento, el Buick seguía donde lo había dejado. También vio los contenedores, uno de los cuales ocultaba el cuerpo sin vida del profesor Geistdoerfer.

—Harold —gritó por encima del hombro—. Necesito su ayuda.

Sacar el cadáver del contenedor no fue tarea fácil. Les costó bastante levantar a Geistdoerfer hasta el borde. Luego Harold la ayudó a bajarlo al suelo, pues a Caxton no le parecía apropiado simplemente dejar caer el cuerpo del fallecido sobre el asfalto. A continuación lo llevaron hasta el interior del edificio del Museo Mütter. Harold lo agarraba por los pies y Caxton por debajo de las axilas. La mano herida de Geistdoerfer se arrastraba por el suelo, pero no dejaba ningún rastro de sangre. El vampiro no había dejado ni una sola gota en su cuerpo.

Caxton sabía que aquel cuerpo suponía una amenaza potencial. El vampiro lo había matado y, con ello, había establecido una conexión mágica entre los dos. El primero tenía el poder de llamar a Geistdoerfer de entre los muertos y convertirlo en un siervo que debía obedecer todas sus órdenes. Y eso podía suceder en cualquier momento, aunque el vampiro se encontrara a una gran distancia, de modo que no podían perder el cadáver de vista ni un solo segundo. Necesitaba un lugar donde encerrarlo mientras decidía qué hacer.

El Colegio de Médicos de Filadelfia era fundamentalmente un lugar de encuentro para médicos e investigadores, y la mayor parte del espacio lo ocupaban las salas de congresos y conferencias. En el sótano, sin embargo, había una serie de salas que se utilizaban para preparar los especímenes que pasaban a formar parte de la colección del museo. El equipamiento de las salas era sorprendentemente parecido al que había visto en el Departamento de Estudios del Periodo de la Guerra Civil Estadounidense, en la Universidad de Gettysburg, pero mucho más antiguo y menos reluciente. Colocaron a Geistdoerfer sobre una mesa de autopsias. Caxton le dobló los brazos sobre el pecho en un intento de conferirle algo de dignidad y se preguntó qué debía hacer a continuación. Necesitarían una ambulancia o un coche Fúnebre para trasladarlo a la funeraria. Iba a tener que localizar a sus familiares e informarles de dónde podían ir a buscarlo. Después tendría que convencerlos de incinerar los restos.

Primero, sin embargo, debía coordinar sus acciones con la policía de Filadelfia e informarles de que tenían a un vampiro suelto por las calles. Su móvil no tenía cobertura en el sótano, de modo que dejó a Harold a cargo del cuerpo y subió por la escalera. Pero a medio camino se encontró con Arkeley.

—Se ha escapado —le dijo.

—Por supuesto que se ha escapado.

Las cicatrices que atravesaban el rostro del federal no le impidieron dedicarle una mirada de puro desdén. En realidad, hacían que su semblante resultara aún más severo.

—No podía esperar diez segundos más, ¿verdad?

Ella intentó ignorarlo.

—Tengo que llamar a la policía y c-comunic-comu... e informarles de todo —dijo al tiempo que se sacaba el teléfono. Intentó apartar a Arkeley de en medio, pero el federal no la dejó.

—No se preocupe, he contactado con ellos en cuanto he recibido su mensaje. Ya les he advertido de que podía suceder algo así.

Cómo no. Arkeley siempre estaba preparado por si ocurría algo malo. Era así como vivía su vida, aquello formaba parte de su filosofía básica. Caxton se encogió de hombros y guardó el móvil.

—A estas alturas deben de haber mandado todas las unidades a esta parte de la ciudad. Habrá policías barriendo todas las calles y aparcamientos, y helicópteros buscando por todos los tejados. Por supuesto no servirá de nada.

No, Caxton también creía que sería inútil. Los vampiros eran más listos y más rápidos que los ladrones de tres al cuarto. Su instinto les permitía confundirse con las sombras y aprovechar la noche a su favor. La policía tenía muy pocas opciones de encontrarlo.

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