Anna vestida de sangre (25 page)

Read Anna vestida de sangre Online

Authors: Kendare Blake

BOOK: Anna vestida de sangre
2.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Anna —digo—. No me pidas que haga eso.

Ella no responde.

—¿Para qué sirvió todo? ¿Para qué he luchado? ¿Para qué hicimos el conjuro? Si ibas simplemente a…

—Márchate y recupera tu cuchillo —responde y se desvanece en el aire delante de mí, de regreso a ese otro mundo donde no puedo seguirla.

Capítulo diecinueve

No he podido dormir en toda la noche. Me han asaltado interminables pesadillas y misteriosas figuras que se cernían sobre mi cama. El olor del humo, dulzón y persistente. El maullido del condenado gato a la puerta de mi habitación. Tengo que hacer algo. No tengo miedo a la oscuridad; siempre he dormido como un lirón y he estado en más lugares oscuros y peligrosos de los que me correspondían. Además, he visto la mayoría de las cosas que dan miedo en este mundo y, para ser sincero, las peores son las que te aterrorizan a plena luz del día. Las cosas que tus ojos ven claramente y no pueden olvidar son peor que las oscuras figuras acurrucadas fruto de la imaginación. La imaginación tiene poca memoria; se escabulle y se vuelve borrosa. Los ojos recuerdan mucho más tiempo.

Entonces, ¿por qué me ha asustado tanto un sueño? Porque parecía real. Y porque ha durado demasiado. Abro los ojos y no veo nada, pero estoy seguro de que si alargara la mano debajo de la cama, un brazo en descomposición aparecería ahí abajo y me arrastraría hacia el infierno.

He tratado de culpar a Anna de estas pesadillas, y luego he tratado de no pensar en ella en absoluto. Para olvidar cómo terminó nuestra última conversación. Para olvidar que me encomendó la tarea de recuperar mi
áthame
y, después de hacerlo, matarla con él. Mientras pienso estas palabras, el aire sale de mi nariz con un fuerte resoplido. Porque, ¿cómo podría hacerlo?

Así que no lo haré. No pensaré en ello y dejar las cosas para más tarde se convertirá en mi nuevo pasatiempo nacional.

Me estoy quedando dormido en medio de la clase de Historia Universal. Por suerte, el señor Banoff no se daría cuenta ni en un millón de años, porque me siento en la última fila y él está junto a la pizarra soltando una perorata sobre las Guerras Púnicas. Probablemente sería un tema que me interesaría si fuera capaz de permanecer consciente el tiempo necesario para seguir el hilo. Pero lo único que recibo es
bla, bla, cabezazo, dedo entumecido en mi oreja, despertar repentino
. Y vuelta a empezar. Cuando el timbre señala el final de la clase, me despierto sobresaltado y parpadeo una última vez, luego me levanto del pupitre y me dirijo hacia la taquilla de Thomas.

Me apoyo sobre la puerta de la taquilla contigua a la suya mientras él guarda los libros. Está evitando mirarme a los ojos. Algo le preocupa. Su ropa parece mucho menos arrugada de lo habitual. Y también más limpia. Y las distintas prendas combinan entre sí. Se ha arreglado para Carmel.

—¿Es gomina eso que llevas en el pelo? —me burlo.

—¿Cómo puedes estar tan contento? —pregunta—. ¿Es que no has visto las noticias?

—¿De qué estás hablando? —pregunto, decidido a fingir inocencia. O ignorancia. O ambas cosas.

—Las noticias —sisea, y añade bajando la voz—. El tío del parque. El desmembrado —mira a su alrededor, pero nadie le está prestando atención, como de costumbre.

—Piensas que fue Anna —digo.

—¿Y tú no? —pregunta una voz en mi oreja.

Me vuelvo. Carmel está junto a mí. Se coloca al lado de Thomas y, por el modo en que me miran, podría asegurar que ya han discutido esto a fondo. Me siento atacado, y un poco dolido. Me han dejado al margen. Parezco un niño petulante, y eso me enfada.

Carmel continúa.

—No puedes negar que es una increíble coincidencia.

—No lo niego. Pero es una coincidencia. Ella no lo hizo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntan los dos al mismo tiempo. ¡Qué monos!

—Hola, Carmel.

La conversación se corta de forma abrupta cuando Katie se acerca con un grupo de chicas. A algunas no las conozco, pero dos o tres están en clase conmigo. Una de ellas, una morenita con pelo ondulado y pecas, me sonríe. A Thomas lo ignoran por completo.

—Hola, Katie —responde Carmel con frialdad—. ¿Qué pasa?

—¿Aún sigues pensando en echarnos una mano con el baile de invierno? ¿O tendremos que arreglárnoslas Sarah, Nat, Casey y yo?

—¿A qué te refieres con «echar una mano»? Yo soy la presidenta de este pequeño comité —Carmel mira perpleja al resto de las chicas.

—Bueno —dice Katie mirándome directamente—, eso era antes de que estuvieras tan «ocupada».

Creo que a Thomas, igual que a mí, le encantaría salir pitando. Esto resulta más incómodo que hablar de Anna. Pero Carmel es una fuerza a tener en cuenta.

—Oye, Katie, ¿estás tratando de dar un golpe de Estado?

Katie parpadea.

—Pero, ¿de qué estás hablando? Yo solo preguntaba.

—Bueno, pues entonces relájate. El baile no es hasta dentro de tres meses. Nos reuniremos el sábado —se gira ligeramente con un gesto despectivo que resulta convincente.

Katie muestra una sonrisa avergonzada. Farfulla algo y alaba el jersey que Carmel lleva puesto antes de alejarse.

—¡Y no os olvidéis de pensar cada una dos ideas para recaudar fondos! —grita Carmel. Nos mira y se encoge de hombros, como disculpándose.

—Guau —suelta Thomas—. Las tías sois unas arpías.

Carmel abre los ojos y luego sonríe.

—Por supuesto que lo somos. Pero no dejéis que eso os distraiga —me mira—. Dinos qué está sucediendo. ¿Cómo sabes que lo de ese corredor no fue obra de Anna?

Ojalá Katie se hubiera quedado un rato más.

—Lo sé —respondo—. He ido a verla.

Intercambian entre ellos miradas maliciosas. Piensan que estoy siendo crédulo. Tal vez, porque es una coincidencia increíble. Aun así, llevo toda mi vida enfrentándome a fantasmas. Merezco el beneficio de la duda.

—¿Cómo puedes estar seguro? —pregunta Thomas—. ¿Y podemos correr ese riesgo? Sé que lo que le sucedió fue terrible, pero ha hecho cosas espeluznantes y tal vez deberíamos enviarla… a donde quiera que tú los envíes. Tal vez sería mejor para todos.

Se podría decir que estoy impresionado por escuchar a Thomas hablar de este modo, aunque no esté de acuerdo con él. Sin embargo, ese tipo de discurso le resulta incómodo. Empieza a balancear el peso del cuerpo de un pie a otro y se empuja las gafas de montura negra hacia arriba.

—No —replico rotundamente.

—Cas —empieza Carmel—. No estás seguro de que no vaya a hacer daño a nadie. Ha estado asesinando gente durante cincuenta años. No fue culpa suya, pero tal vez no resulte tan sencillo dejarlo.

Sus palabras hacen que Anna parezca un lobo que ha probado la sangre de pollo.

—No —digo de nuevo.

—Cas.

—No. Decidme cuáles son vuestras razones, vuestras sospechas. Pero Anna no se merece estar muerta. Y si le clavo mi cuchillo en el estómago… —casi siento náuseas al decirlo—, no sé dónde la estaré mandando.

—Si te conseguimos pruebas…

Ahora me pongo a la defensiva.

—Manteneos lejos de ella. Esto es asunto mío.

—¿Asunto tuyo? —suelta Carmel—. No era asunto tuyo cuando necesitabas ayuda. No fuiste el único que corrió peligro aquella noche en la casa. No tienes ningún derecho a dejarnos fuera ahora.

—Lo sé —respondo, y suspiro. No sé cómo explicarlo. Me gustaría que nuestra relación fuera más cercana, que lleváramos más tiempo siendo amigos, de manera que pudieran saber lo que estoy tratando de decirles sin tener que expresarlo con palabras. O me gustaría que Thomas pudiera leer mejor las mentes. Tal vez pueda, porque coloca su mano sobre el brazo de Carmel y le susurra que a lo mejor deberían darme algo de tiempo. Ella lo mira como si se hubiera vuelto loco, pero retrocede un paso.

—¿Te comportas siempre de este modo con tus fantasmas? —pregunta él.

Miro hacia la taquilla que hay detrás de él.

—¿A qué te refieres?

Sus inquisitivos ojos me miran como buscando mis secretos.

—No sé —dice después de un instante—. ¿Eres siempre tan… protector?

Finalmente me enfrento a su mirada. Tengo una confesión a punto de salir de mi garganta incluso ante las docenas de estudiantes que abarrotan los pasillos de camino a la tercera clase. Escucho retazos de sus conversaciones mientras pasan. Suenan tan normales, y me da por pensar que nunca he tenido una de esas conversaciones. Quejarse de los profesores y pensar el plan para el viernes por la noche. ¿Quién tiene tiempo para eso? Me gustaría hablar con Thomas y Carmel así. Me gustaría estar planeando una fiesta, o decidiendo qué película alquilar y en qué casa verla.

—Tal vez puedas decírnoslo a todos más tarde —dice Thomas, y su voz me transmite que lo sabe. Me alegro—. Deberíamos concentrarnos únicamente en recuperar tu
áthame
—sugiere. Yo asiento débilmente con la cabeza. ¿Qué es lo que mi padre solía decir? Salir de la sartén y caer en el fuego. Solía hablar, riéndose entre dientes, sobre llevar una vida llena de bombas trampa.

—¿Ha visto alguien a Will? —pregunto.

—Lo he llamado varias veces, pero no ha contestado —dice Carmel.

—Voy a tener que machacarle la cara —digo con pesar—. Will me cae bien y sé lo cabreado que debe de estar, pero no puede quedarse con el cuchillo de mi padre. De ninguna manera.

El timbre suena para indicar el inicio de la tercera clase. Los pasillos se han vaciado, sin que nos hayamos dado cuenta y, de repente, nuestras voces suenan muy altas. No podemos quedarnos aquí en grupo; tarde o temprano algún vigilante de pasillos demasiado entusiasta estará persiguiéndonos. Thomas y yo tenemos hora de estudio, y yo no me encuentro con ganas de ir.

—¿Nos escaqueamos? —pregunta, leyendo mi mente o simplemente actuando como el típico adolescente bienintencionado.

—Claro que sí. ¿Tú qué haces, Carmel?

Se encoge de hombros y se ajusta la chaqueta color crema.

—Tengo Álgebra, pero ¿quién la necesita? Además, no he faltado a ninguna clase todavía.

—Bien. Vamos a pillar algo de comer.

—¿Al Sushi Bowl? —sugiere Thomas.

—Pizza —contestamos Carmel y yo al mismo tiempo, y él sonríe. Mientras avanzamos por el pasillo, me siento aliviado. En menos de un minuto, habremos salido del instituto para internarnos en el aire helado de noviembre, y mandaremos al carajo a cualquiera que intente detenernos.

Y, entonces, alguien me da unos golpecitos en el hombro.

—Hola.

Cuando me vuelvo, lo único que veo es un puño en mi cara —hasta que siento el dolor sordo y multicolor que se produce cuando alguien te golpea directamente en la nariz—. Doblo el cuerpo y cierro los ojos. Noto una humedad caliente y pegajosa en los labios. Me está sangrando la nariz.

—Will, ¿qué haces? —escucho que grita Carmel, luego Thomas se une y Chase comienza a gruñir. Hay ruido de enfrentamiento.

—No lo defiendas —dice Will—. ¿No has visto las noticias? Por su culpa alguien ha muerto.

Abro los ojos. Will me observa por encima del hombro de Thomas. Chase, con el pelo rubio de punta y los músculos marcados bajo la camiseta, está dispuesto a saltar sobre mí y deseoso de darle un empujón a Thomas tan pronto como su cabecilla se lo indique.

—No fue ella —aspiro la sangre, que desciende por mi garganta. Sabe salada, como los peniques antiguos. Al limpiarme la nariz con el dorso de la mano, me queda un rastro rojo brillante.

—«No fue ella» —se burla—. ¿No has escuchado a los testigos? Dicen que escucharon gemidos y gruñidos de una garganta humana y una voz que hablaba pero que no parecía en absoluto de una persona. Dicen que el cuerpo estaba cortado en seis pedazos. ¿Te recuerda a alguien que conozcas?

—Me recuerda a muchos —gruño—. Me suena a cualquier psicópata de tienda barata —excepto que no lo es; lo de la voz hablando en inglés sin parecer humana me eriza el vello de la nuca.

—Estás ciego —dice él—. Es culpa tuya. Todo lo que ha sucedido desde que llegaste aquí. Primero, Mike, y, ahora, ese pobre tío del parque —se detiene, mete la mano en su chaqueta y saca mi cuchillo. Me señala con él de manera acusatoria—. ¡Haz tu trabajo!

¿Es idiota? Debe de estar desquiciado para sacarlo así en medio del instituto. Se lo van a confiscar y a él lo van a expulsar o a obligarlo a visitar al orientador todas las semanas, y luego tendré que entrar Dios sabe en dónde para recuperar el cuchillo.

—Dámelo —le digo. Mi voz suena extraña; la nariz me ha dejado de sangrar, pero noto el coágulo en su interior. Si intento respirar normalmente, me lo tragaré y todo empezará de nuevo.

—¿Por qué? —pregunta Will—. Tú no lo utilizas. Así que tal vez lo haga yo —apunta el cuchillo hacia Thomas—. ¿Qué piensas que pasaría si cortara a alguien vivo? ¿Lo enviaría al mismo lugar que a los muertos?

—Aléjate de él —dice Carmel entre dientes, y se interpone entre Thomas y el cuchillo.

—¡Carmel! —Thomas la obliga a retroceder un paso.

—Ahora le eres fiel a él, ¿eh? —pregunta Will y retrae los labios como si nunca hubiera visto nada más desagradable—, cuando nunca se lo fuiste a Mike.

No me gusta en lo que está desembocando esto. La verdad es que ignoro lo que sucedería si el
áthame
se utilizara contra una persona viva. Hasta donde yo sé, nunca ha sucedido. No quiero ni pensar en la herida que abriría, en que podría despegarle la piel de la cara a Thomas y dejar un hueco negro a su paso. Tengo que hacer algo, y en ocasiones eso significa comportarse como un cabrón.

—Mike era un gilipollas —digo en voz alta. La sorpresa paraliza a Will, que es lo que pretendía—. No merecía fidelidad. Ni la de Carmel, ni la tuya.

Ahora tiene toda su atención fija en mí. La hoja del cuchillo brilla con intensidad bajo los fluorescentes del instituto. No quiero que mi piel se despegue de mi cara tampoco, pero tengo curiosidad. Me pregunto si mi conexión con el cuchillo, mi derecho de sangre a blandirlo, me protegería de algún modo. Sopeso las probabilidades en mi cabeza. ¿Debería atacarlo? ¿Debería forcejear con él?

Pero en vez de mostrarse cabreado, Will sonríe.

—Voy a matarla, ¿sabes? —dice—. A tu pequeña y dulce Anna.

Mi pequeña y dulce Anna. ¿Es que soy tan transparente? ¿Ha sido obvio para todo el mundo, menos para mí?

—Ya no está débil, idiota —exclamo—. No conseguirás acercarte ni a dos metros, con cuchillo mágico o sin él.

Other books

The Naked Year by Boris Pilnyak
Continental Divide by Dyanne Davis
His Holiday Gift by Silver, Jordan
The Figures of Beauty by David Macfarlane
Maniac Magee by Jerry Spinelli
Behind the Scenes by Carr, Mari
The Gigolo by King, Isabella