Read Anna vestida de sangre Online
Authors: Kendare Blake
—Eso no significa necesariamente que se trate de la misma cosa —razona Carmel—. Podría ser una enorme coincidencia, ¿no crees? ¿Después de diez años?
No respondo. No puedo discrepar con eso.
—Entonces, tal vez sea algo distinto —sugiere Thomas.
—No. Es lo mismo. Es la misma cosa; lo sé.
—Cas —dice él—. ¿Por qué estás tan seguro?
Lo miro con el ceño fruncido.
—Oye. Tal vez no sea brujo, pero este coche viene con algunos extras de fábrica. Simplemente lo sé, ¿vale? Y por mi experiencia, no hay lo que se dice un cargamento de fantasmas que coman carne.
—Anna —dice Thomas con suavidad—. ¿Tú nunca te has comido nada?
Ella niega con la cabeza.
—Nada.
—Además —añado—, quería ir en su busca. Siempre tuve la intención de hacerlo, pero esta vez era de verdad —miro a Anna—. Quiero decir, que pensé que era mi obligación. Tan pronto como hubiera acabado aquí. Tal vez lo haya adivinado.
—Te está siguiendo —dice Anna distraídamente.
Me froto los ojos mientras pienso. Estoy agotado. Verdaderamente acabado. Lo que no tiene sentido, porque anoche dormí como un lirón, puede que por primera vez en una semana.
Entonces, todo encaja.
—Las pesadillas —digo—. Han sido peores desde que llegué aquí.
—¿Qué pesadillas? —pregunta Thomas.
—Pensé que eran solo sueños. Alguien inclinándose sobre mí. Pero ha debido de ser como un presagio.
—¿Como un qué? —pregunta Carmel.
—Como un psicopompo o algo así. Sueños proféticos. Sueños premonitorios. Una advertencia —esa voz pedregosa, como un eco salido del suelo, unido al ruido de una sierra circular. Ese acento medio
cajún
, medio caribeño—. Noté un olor —digo arrugando la nariz—, algo así como humo dulce.
—Cas —exclama Anna con tono alarmado—. Yo olí a humo cuando recibí el corte del
áthame
. Entonces me dijiste que probablemente sería el recuerdo de la pipa de Elias. Pero, ¿y si no fuera así?
—No —respondo—. No entiendo lo que estás insinuando. No puede existir un vínculo entre el
áthame
y esa cosa —pero mientras pronuncio estas palabras, recuerdo una de las pesadillas.
Has perdido el áthame
, es lo que dijo.
Lo has perdido
, con esa voz como de plantas podridas y cuchillas de afeitar.
El miedo sube por mi espalda con dedos fríos. Mi cerebro está tratando de encontrar una conexión, husmeando con cuidado, mientras las dendritas de mis neuronas intentan enlazarse. La cosa que mató a mi padre era vudú. Eso siempre lo he sabido. Y, ¿qué es el vudú, en esencia?
Hay algo ahí, un dato que queda fuera del alcance de la luz. Tiene que ver con algo que Morfran mencionó.
Carmel levanta la mano como si estuviera en clase.
—Voy a ser la voz de la razón —dice—. Aparte de lo que sea y de la posible relación que pueda o no tener con el cuchillo, o con Cas, o con el padre de Cas, esa cosa ha matado al menos a dos personas, y se ha comido gran parte de sus cuerpos. Así que, ¿qué vamos a hacer?
La habitación se queda en silencio. Yo no resulto de gran utilidad sin mi cuchillo. Hasta donde sé, la cosa podría haberlo robado de casa de Will y ahora he implicado a Thomas y a Carmel en un lío descomunal.
—No tengo mi cuchillo —digo entre dientes.
—No empieces con eso —dice Anna y se aleja de mí bruscamente—. El rey Arturo sin Excálibur seguía siendo Arturo.
—Sí —afirma Carmel—. Puede que no tengamos el
áthame
, pero si no me equivoco, la tenemos a ella —señala con la cabeza a Anna—, y eso es algo. Will y Chase están muertos. Sabemos qué lo hizo y que tal vez seamos los siguientes. Así que… ¡cerremos filas y hagamos algo!
* * *
Quince minutos después, estamos todos dentro del Tempo. Los cuatro —Thomas y yo en la parte delantera y Carmel y Anna en la trasera—. Se me escapa por qué no elegimos el Audi, más espacioso, más fiable y menos sospechoso de Carmel, pero es lo que sucede cuando urdes un plan en quince minutos. Aunque no existe tal plan, porque realmente no sabemos lo que ha sucedido. Quiero decir, que tenemos corazonadas —yo más de una— pero, ¿cómo podríamos maquinar algo cuando no sabemos qué es esa cosa o lo que quiere?
Así que, en vez de preocuparnos por lo que no sabemos, vamos a ir detrás de lo que sí sabemos. Vamos a encontrar mi
áthame
. Vamos a rastrearlo de forma mágica, algo que Thomas asegura que se puede hacer, con ayuda de Morfran.
Anna insistió en acompañarnos, porque, a pesar de compararme con el rey Arturo, creo que es consciente de lo indefenso que me encuentro. Y desconozco lo que sabe de esa leyenda, pero Arturo murió a manos de un fantasma de su pasado al que no vio venir. No es exactamente la mejor comparación. Antes de abandonar la casa, hubo un breve debate sobre la necesidad de inventar una coartada para cuando la policía descubra a Will y Chase. Pero abandonamos el asunto rápidamente. Porque, cuando existe la posibilidad de que en los próximos días seas devorado, ¿quién demonios se preocupa por una coartada?
Tengo una extraña sensación de ligereza en los músculos. A pesar de todo lo que ha sucedido —la muerte de Mike, ver el asesinato de Anna, los asesinatos de Will y Chase y descubrir que lo que mató a mi padre está ahora aquí, probablemente tratando de matarme a mí—, me siento bien. No tiene sentido, lo sé. Todo es un lío. Y, aun así estoy bien. Junto a Thomas, Carmel y Anna, casi me siento seguro.
Cuando llegamos a la tienda, se me ocurre que debería contárselo a mi madre. Si es realmente la cosa que mató a mi padre, debería saberlo.
—Espera —digo después de que hayamos salido todos del coche—. Debería llamar a mi madre.
—¿Por qué no vas a buscarla? —dice Thomas, tendiéndome las llaves del coche—. Tal vez pueda ayudarnos. Podemos empezar sin ti.
—Gracias —digo, y me acomodo en el asiento del conductor—. Volveré tan pronto como pueda —Anna desliza su pálida pierna hacia el asiento delantero y se sienta rápidamente.
—Voy contigo.
No quiero discutir. Su compañía me vendrá bien. Arranco el coche, doy marcha atrás y salgo. Anna permanece quieta, observando cómo pasan los árboles y los edificios. Supongo que el cambio de escenario debe de resultarle interesante, pero preferiría que dijera algo.
—¿Te hizo daño Carmel, antes? —pregunto simplemente para romper el silencio.
Ella sonríe.
—No seas tonto.
—¿Ha ido todo bien en la casa?
Hay una quietud en su rostro que tiene que ser deliberada. Se muestra siempre tan calmada, aunque tengo la sensación de que su mente es como un tiburón que nada y se retuerce, y lo único que he podido vislumbrar es su aleta dorsal.
—Siguen apareciéndose —dice con cuidado—. Pero aún están débiles. Aparte de eso, he estado simplemente esperando.
—¿Esperando a qué? —pregunto. No me juzgues mal. A veces hacerse el tonto es el único movimiento que te queda. Por desgracia, Anna no muerde el anzuelo. Así que permanecemos callados mientras yo conduzco; en la punta de la lengua noto las palabras para explicarle que no tengo por qué matarla. Yo tengo una vida muy extraña y ella encajaría perfectamente. En vez de eso, le digo:
—No tuviste opción.
—No importa.
—¿Por qué no?
—No lo sé, pero no importa —responde. Veo su sonrisa por el rabillo del ojo—. Me encantaría que esto no te hiciera sufrir —añade.
—¿De verdad?
—Claro. Créeme, Casio. Nunca pretendí ser tan trágica.
Mi casa aparece sobre la colina. Para mi alivio, el coche de mi madre está aparcado delante de ella. Me encantaría continuar con esta conversación. Podría pinchar una rueda y así continuaríamos hablando. Pero es mejor que no. Prefiero aparcar este tema y centrarme en el problema que tenemos entre manos. Tal vez nunca tenga que enfrentarme a matar a Anna. Tal vez algo cambie.
Aparco en el camino de acceso y salgo del coche pero, cuando subimos los escalones del porche, Anna empieza a olfatear el aire. Entrecierra los ojos como si le doliera la cabeza.
—Vaya —digo yo—. Está bien. Lo siento. Me olvidé del hechizo —me encojo ligeramente de hombros—. Ya sabes, unas cuantas hierbas y algunos salmos y nada muerto franquea la puerta. Es más seguro.
Anna cruza los brazos y se apoya contra la barandilla.
—Entiendo —dice—. Ve a buscar a tu madre.
Dentro, escucho a mi madre tarareando una melodía que no conozco, probablemente algo que se ha inventado. La veo pasar bajo el arco de la cocina, deslizando los calcetines sobre la madera y con un lazo del jersey arrastrando por el suelo. Entro y lo recojo.
—¡Oye! —dice con expresión irritada—. ¿No deberías estar en el instituto?
—Tienes suerte de que haya sido yo y no Tybalt —contesto—, porque entonces esto estaría hecho jirones.
Parece enfurruñarse conmigo y se ata el lazo alrededor de la cintura, que es donde debía estar. La cocina huele a flores y a caqui. Es un aroma cálido e invernal. Está haciendo una nueva tanda de su popurrí de buenaventura, como hace cada año. Tiene mucho éxito en la página web. Pero, estoy perdiendo el tiempo.
—¿Y? —pregunta mi madre—. ¿Es que no vas a decirme por qué no estás en el instituto?
Respiro hondo.
—Ha sucedido algo.
—¿El qué? —su tono de voz es casi de cansancio, como si esperara una mala noticia relacionada con las clases. Probablemente siempre está esperando malas noticias de un tipo o de otro, sabiendo lo que hago—. ¿Y bien?
No sé cómo decírselo. Tal vez reaccione de forma exagerada. Aunque, ¿qué tendría de raro en una situación como esta? Ahora mismo su rostro refleja una enorme preocupación y nerviosismo.
—Teseo Casio Lowood, será mejor que lo sueltes.
—Mamá —digo—. No te pongas histérica.
—¿Que no me ponga histérica? —se ha llevado las manos a las caderas—. ¿Qué está pasando? Me están llegando unas vibraciones muy extrañas —sin quitarme los ojos de encima, entra en la cocina y enciende la televisión.
—Mamá —refunfuño, pero es demasiado tarde. Cuando llego a la televisión y me coloco junto a ella, veo en la pantalla luces de coches patrulla y en una esquina, las fotografías del instituto de Will y Chase. Así que la historia ha salido a la luz. Los policías y los reporteros atraviesan en masa el césped, como hormigas en dirección a un mendrugo de pan, listas a despedazarlo y llevárselo para almacenarlo.
—¿Qué ha pasado? —se cubre la boca con una mano—. Dios mío, Cas, ¿conocías a esos chicos? Qué horrible. ¿Es por eso por lo que no estás en el instituto? ¿Lo han cerrado durante todo el día?
Está tratando con todas sus fuerzas de no mirarme a la cara. Suelta todas esas pregunta de gente normal, pero conoce el verdadero alcance. Y no puede engañarse a sí misma. Después de unos segundos, apaga la televisión y sacude la cabeza lentamente, tratando de asimilar todo.
—Dime lo que ha sucedido.
—No sé cómo.
—Inténtalo.
Así que lo hago. Eludo tantos detalles como puedo, excepto lo de los mordiscos. Cuando los menciono, contiene el aliento.
—¿Piensas que ha sido el mismo? —pregunta—. El que…
—Así es. Puedo sentirlo.
—Pero no estás seguro.
—Mamá. Lo sé —estoy tratando de decir todo esto con tacto. Tiene los labios tan apretados que han dejado de parecer labios. Creo que está a punto de echarse a llorar o algo así.
—¿Entraste en esa casa? ¿Dónde está el
áthame
?
—No lo sé. Tranquilízate. Vamos a necesitar tu ayuda.
No dice nada. Tiene una mano en la frente y la otra en la cadera, y la mirada perdida. En su frente ha aparecido una profunda y pequeña arruga de angustia o quizá de intensa contrariedad.
—Ayuda —dice en voz baja, y luego lo repite solo que más alto—. Ayuda.
Tal vez le haya producido una especie de coma mental por agobio.
—No pasa nada —digo con suavidad—. Simplemente quédate aquí. Lo solucionaré, mamá. Te lo prometo.
Anna está esperando fuera y quién sabe lo que estará sucediendo en la tienda. Tengo la sensación de llevar horas con esto, aunque no pueden haber pasado más de veinte minutos.
—Empaqueta tus cosas.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Empaqueta tus cosas. Ahora mismo. Nos vamos —me empuja al pasar y sube las escaleras como una exhalación, presumiblemente para empezar con el equipaje. La sigo, refunfuñando. No hay tiempo para esto. Va a tener que calmarse y quedarse quieta. Puede liar mi petate y meter mis cosas en cajas. Puede cargarlo todo en una furgoneta de mudanzas. Pero mi cuerpo no se marchará hasta que haya terminado con ese fantasma.
—Mamá —digo, siguiéndola en su última incursión a mi habitación—. ¿Quieres dejar de dar vueltas? No voy a marcharme —me callo. Su eficiencia es inigualable. Todos mis calcetines están ya fuera del cajón y ordenados en un montón sobre la cómoda. Incluso los de rayas están a un lado y los lisos a otro.
—Nos vamos —dice sin parar un instante de revolver mi habitación—. Aunque tenga que dejarte inconsciente y sacarte a rastras de esta casa, nos vamos.
—Mamá, cálmate.
—No me digas que me calme —pronuncia estas palabras con un grito controlado, un grito que sale directamente de la boca de su contraído estómago. Se para y descansa las manos en mis cajones medio vacíos—. Esa cosa mató a mi marido.
—Mamá.
—No va a acabar también contigo —empiezan a volar de nuevo manos y calcetines y calzoncillos. Me gustaría que no hubiera comenzado por el cajón de mi ropa interior.
—Tengo que detenerlo.
—Deja que lo haga otra persona —exclama—. Debería habértelo dicho antes; que esto no era tu deber, ni tu derecho de nacimiento, ni nada por el estilo después de que tu padre muriera. Otra gente puede hacerlo.
—No tantos —aseguro. Esto me está volviendo loco. Sé que no es su intención, pero siento como si estuviera deshonrando a mi padre—. Y no en este momento.
—No tienes por qué hacerlo.
—He decidido hacerlo —afirmo. He perdido la batalla de hablar en voz baja—. Si nos marchamos, nos seguirá. Y si no lo mato, seguirá comiéndose a gente. ¿Es que no lo entiendes? —por último, le confieso lo que siempre he mantenido en secreto—. Esto es lo que he estado esperando. Para lo que me he entrenado. He estado estudiando a ese fantasma desde que encontré la cruz vudú en Baton Rouge.
Mi madre cierra los cajones de golpe. Tiene las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes y húmedos. Parece a punto de estrangularme.