Read Anna vestida de sangre Online
Authors: Kendare Blake
—Esa cosa lo mató —dice—. Y puede matarte a ti también.
—Gracias —contesto alzando las manos—. Gracias por tu voto de confianza.
—Cas…
—Espera un momento y cállate —no le digo muy a menudo a mi madre que se calle. De hecho, no sé si se lo había dicho alguna vez. Pero lo necesita. Porque hay algo en mi habitación que no concuerda, algo que no debería estar aquí. Ella sigue mi mirada y yo espero hasta que reacciona, porque no quiero ser el único que vea lo que estoy viendo.
Mi cama sigue como la dejé. Las mantas están revueltas y medio tiradas. La almohada conserva la marca de mi cabeza.
Y sobresaliendo por debajo está el mango tallado del
áthame
de mi padre.
No debería estar ahí. Es imposible que esté ahí. Se supone que el cuchillo tendría que encontrarse a kilómetros de distancia, escondido en el armario de Will Rosenberg o en manos del fantasma que lo mató. Sin embargo, me acerco a la cama, lo agarro y noto la sensación familiar de la suave madera contra mi palma. Los puntos se unen.
—Mamá —susurro, mirando el cuchillo—. Tenemos que salir de aquí.
Ella solo parpadea, completamente inmóvil, y en el silencio de la casa suena un crujido irregular que no reconozco.
—Cas —murmura mi madre—. La puerta del ático.
La puerta del ático. El sonido y la frase provocan que algo en mi cabeza empiece a bullir. Es algo que mi madre dijo sobre los mapaches, algo en la forma en que Tybalt se subió a mí el día que nos mudamos.
El silencio es espeluznante y magnifica cada sonido, así que cuando escucho un chirrido nítido, sé que lo que estoy oyendo es la escalera abatible al deslizarse hacia el suelo del vestíbulo.
Me gustaría largarme. Me encantaría irme en este preciso instante. Se me ha erizado el vello de la nuca y si no tuviera los dientes tan apretados, me estarían castañeteando. Si pudiera optar entre luchar y desaparecer, elegiría tirarme por la ventana, con el cuchillo en la mano o sin él. En cambio, me vuelvo y me acerco a mi madre, interponiéndome entre ella y la puerta abierta.
Unas pisadas golpean la escalera abatible y mi corazón palpita con más fuerza que nunca. Me llega a la nariz el olor a humo dulzón. No dejo de pensar:
aguanta
. Después de que todo esto haya acabado, tal vez vomite. Asumiendo, por supuesto, que siga vivo.
El ritmo de las pisadas, el sonido de lo que quiera que esté bajando por la escalera, está llevándonos a mi madre y a mí al límite de mearnos encima. No es posible que estemos atrapados en esta habitación. Cómo me gustaría que no fuera cierto, pero lo es. Tenemos que salir al vestíbulo e intentar llegar hasta las escaleras del porche antes de que esa cosa nos bloquee la vía de escape. Agarro a mi madre de la mano. Ella sacude la cabeza con violencia, pero yo la arrastro, avanzando lentamente hacia la puerta, con el
áthame
levantado delante de nosotros como una antorcha.
Anna
. Anna, ven y ataca, Anna, ven a sacarnos de esta… pero esto no tiene sentido. Anna está aislada en el maldito porche. Qué estúpido sería si yo muriera aquí, despedazado y masticado como una chuleta de goma, mientras ella está fuera sin poder hacer nada.
Está bien. Dos respiraciones profundas más y salimos al pasillo. Mejor tres.
Cuando me muevo, consigo una perspectiva clara de la escalera del ático, y también de la cosa que está descendiendo por ella. No quiero ver esto. Todo el entrenamiento y todos esos fantasmas; todo el instinto y la habilidad, se convierten en nada. Estoy mirando al asesino de mi padre. Debería sentirme furioso. Debería estar acechándolo. Pero estoy aterrorizado.
Me está dando la espalda y la escalera abatible se encuentra suficientemente alejada de los escalones como para que seamos capaces de alcanzarlos antes que él, siempre que no nos detengamos. Y siempre que no se vuelva y cargue contra nosotros. ¿Por qué pienso esto? Además, no parece dispuesto a ello. Mientras nos deslizamos en silencio hacia los escalones, ha llegado al suelo y se ha detenido para empujar la escalera hacia arriba.
En lo alto de los escalones, me paro y empujo a mi madre para que baje primero. La figura del pasillo no parece haberse dado cuenta de nuestra presencia. Sigue balanceándose de atrás adelante con la espalda hacia mí, como si estuviera escuchando alguna música muerta.
Lleva puesta una chaqueta negra y ajustada, una especie de americana larga. Tal vez sea de color negro polvoriento o incluso verde oscuro, no podría decirlo. Sobre la cabeza tiene una montón de rastas retorcidas y enmarañadas, algunas medio podridas y cayéndose. No veo su rostro, pero la piel de sus manos es gris y está cuarteada. Entre sus dedos, está girando lo que parece una larga serpiente negra.
Le doy a mi madre un suave impulso para que baje por las escaleras. Si puede salir y llegar donde se encuentra Anna, estará a salvo. Estoy notando un ligero cosquilleo de valentía, una leve bocanada del antiguo Cas.
Pero cuando se gira y me mira, me doy cuenta de que estoy acabado.
Debería replantear esta última idea. No puedo decir que me esté mirando, porque es imposible asegurar que algo te está mirando cuando ese algo tiene los ojos cosidos.
Y los suyos están cosidos. Sin lugar a duda. Hay grandes puntadas de hilo negro que se entrecruzan sobre sus párpados. Aun así, no hay duda de que puede verme. Mi madre reacciona por los dos al dejar escapar un suave:
—Oh.
—De nada —dice él con esa voz suya, la de mis pesadillas, como mascando clavos oxidados.
—No tengo nada que agradecerte —exclamo, y él ladea la cabeza. No me preguntes cómo lo sé, pero sé que está mirando mi cuchillo. Camina hacia nosotros, sin temor alguno.
—Entonces, tal vez sea yo el que deba darte las gracias a ti —responde, y entonces reconozco su característico acento sureño.
—¿Qué haces aquí? —pregunto—. ¿Cómo has llegado hasta esta casa? ¿Y cómo franqueaste la puerta?
—He estado aquí todo el tiempo —responde. Tiene los dientes blancos y brillantes y su boca no es más grande que la de cualquier hombre. Entonces, ¿cómo deja esas gigantescas marcas?
Está sonriendo, con la barbilla levantada hacia arriba. Se mueve de manera desgarbada, como la mayoría de los fantasmas. Como si se le estuvieran agarrotando los miembros o pudriendo los ligamentos. Hasta que no se mueven para atacar, no ves sus verdaderas habilidades. No me dejaré engañar.
—Eso es imposible —digo yo—. El conjuro te habría mantenido alejado —y de ningún modo he podido estar durmiendo en la misma casa que el asesino de mi padre todo este tiempo. No puede haber estado un piso por encima de mí, observando y escuchando.
—Estaba aquí antes del bonito conjuro de la señora —explica—. Y desde entonces he permanecido en el ático, comiendo gatos.
He permanecido en el ático comiendo gatos. Entonces es cuando miro con más atención la serpiente negra que ha estado moviendo entre los dedos. Es la cola de Tybalt.
—¡Maldito, te has comido a mi gato! —grito, y gracias, Tybalt, por este último favor, este furioso subidón de adrenalina. De repente, unos golpes en la puerta rompen el silencio. Anna me ha oído gritar y está aporreando la puerta, preguntando si estoy bien. El fantasma sacude la cabeza como una serpiente, con un inquietante movimiento nada natural.
Mi madre no sabe lo que está sucediendo. Ignoraba que Anna estuviera fuera, así que se agarra a mí, insegura de a qué tener más miedo.
—Cas, ¿qué es eso? —pregunta—. ¿Cómo vamos a salir?
—No te preocupes, mamá —digo—. No te asustes.
—La chica a la que esperábamos está fuera —dice él, y avanza arrastrando los pies. Mi madre y yo bajamos un escalón.
Levanto el brazo por encima de la barandilla. El
áthame
brilla y lo coloco a la altura de mis ojos.
—Mantente alejado de ella.
—Ella es lo que vinimos a buscar —cuando se mueve, emite un susurro suave y hueco, como si su cuerpo fuera una ilusión, nada más que ropa vacía.
—¡Nosotros no hemos venido a buscar nada! —exclamo—. Yo vine a matar a un fantasma. Y voy a tener mi oportunidad —arremeto contra él, sintiendo cómo la hoja parte el aire y la punta plateada apenas roza los botones delanteros de su chaqueta.
—¡Cas, no! —grita mi madre, tratando de arrastrarme por un brazo. Tiene que dejar de comportarse así. ¿Qué piensa que he estado haciendo todo este tiempo? ¿Colocando elaboradas trampas hechas con resortes, contrachapado y un ratón en una rueda? Esto es un cara a cara. Esto es lo que sé hacer.
Mientras tanto, Anna empieza a golpear la puerta con más fuerza. Estar tan cerca debe de estar produciéndole migraña.
—Es por lo que estás aquí, chico —sisea, y trata de pegarme. Aunque no parece poner mucha intención, porque falla por mucho. No creo que las puntadas de los ojos sean el motivo por el que no me ha alcanzado. Simplemente está jugando conmigo. Otra pista es que se está riendo.
—Me pregunto cómo desaparecerás —digo—. Me pregunto si te arrugarás o te derretirás.
—Ninguna de las dos cosas —contesta, todavía riendo.
—¿Y qué pasaría si te cortara un brazo? —pregunto mientras salto escaleras arriba con el cuchillo replegado, para luego sacarlo dibujando un arco amplio.
—¡Que te mataría por sí solo!
Me golpea en el pecho y mi madre y yo caemos de culo por las escaleras. Duele. Un montón. Pero al menos ya no se ríe. De hecho, creo que finalmente he conseguido cabrearlo. Levanto a mi madre.
—¿Estás bien? ¿Te has roto algo? —pregunto, y ella niega con la cabeza—. Ve hacia la puerta —mientras mi madre se aleja gateando, yo me pongo en pie. Él empieza a bajar por las escaleras sin ningún rastro de su anterior rigidez fantasmal. Parece tan ágil como cualquier hombre joven y vivo.
—Tal vez te evapores —continúo, porque nunca he sido capaz de mantener la maldita boca cerrada—, aunque personalmente, espero que explotes.
Toma una gran bocanada de aire, y luego otra, y otra, sin soltar el aire. Su pecho se va hinchando como un globo y su caja torácica se estira. Escucho sus tendones casi a punto de romperse. De repente, antes de pueda darme cuenta de lo que sucede, lanza sus brazos hacia mí y se planta delante de mi cara. Ha sucedido tan deprisa que apenas he podido verlo. Me sujeta la mano en la que tengo el cuchillo contra la pared y me agarra por el cuello. Yo le empujo el cuello y el hombro con la otra mano, pero soy como un gatito dándole zarpazos a un ovillo de lana.
Suelta el aire, lo deja escapar entre sus labios formando un humo denso y dulzón que se desliza por mis ojos y se mete en mi nariz; es tan fuerte y empalagoso que se me doblan las rodillas.
Desde algún lugar detrás de mí, siento las manos de mi madre. Está chillando mi nombre y tirando de mi cuerpo.
—Entrégamela, hijo, o morirás —y me deja caer en brazos de mi madre—. La suciedad de tu cuerpo te pudrirá y el cerebro se te saldrá por las orejas.
No puedo moverme. No puedo hablar. Puedo respirar, pero poco más, y me siento muy lejos. Entumecido. Como confuso. Escucho los gritos de mi madre y noto cómo se inclina sobre mí, mientras Anna echa finalmente la puerta abajo.
—¿Por qué no vienes tú mismo a por mí? —escucho que le pregunta. Anna, mi fuerte y terrorífica Anna. Quiero decirle que tenga cuidado, que esta cosa guarda muchos trucos en sus podridas mangas. Pero no puedo. Así que mi madre y yo nos acurrucamos en medio de una siseante contienda entre los espíritus más fuertes que jamás hayamos visto.
—Franquea el umbral, bella niña —dice él.
—Franquea tú el mío —responde ella. Está luchando contra la barrera del hechizo y debe de sentir la cabeza casi tan en tensión como la mía. Un hilillo de sangre negra le chorrea de la nariz hasta los labios—. Agarra el cuchillo y ven, cobarde —grita Anna—. ¡Sal fuera y enfréntate a mí!
Está furioso. Tiene los ojos fijos en ella y le rechinan los dientes.
—Quiero tu sangre en mi cuchillo o el chico se reunirá con nosotros mañana.
Trato de agarrar con fuerza el cuchillo, solo que no siento la mano. Anna está gritando algo, pero no sé qué es. Tengo los oídos como tapados con algodón. Ya no escucho nada.
La sensación es parecida a la de permanecer demasiado tiempo bajo el agua. Como un tonto, he gastado todo mi oxígeno y, aunque sé que la superficie se encuentra a solo unas patadas de distancia, apenas puedo llegar, atenazado por el asfixiante pánico. Pero mis ojos se abren hacia un mundo borroso, y tomo una primera bocanada de aire. No sé si estoy jadeando, pero siento que es así.
La cara que veo al despertar es la de Morfran, y está demasiado cerca. Instintivamente, trato de hundirme aún más en donde sea que esté tumbado para mantener su barba musgosa a una distancia más segura. Mueve la boca, pero no emite ningún sonido. El silencio es absoluto, y no escucho ni siquiera un zumbido o un murmullo. Mis oídos aún están desconectados de mi cuerpo.
Morfran se ha alejado, gracias a Dios, y está hablando con mi madre. Luego, de repente, veo a Anna, que aparece flotando en mi campo de visión y se coloca junto a mí, en el suelo. Trato de girar la cabeza para seguirla. Roza con sus dedos mi frente, pero no dice nada. Hay alivio tirando de los extremos de sus labios.
Mi capacidad auditiva regresa de manera extraña. Al principio, oigo ruidos amortiguados y, luego, cuando finalmente se definen, no tienen ningún sentido. Creo que mi cerebro piensa que lo han partido en dos y ahora está sacando poco a poco sus antenas, enlazando terminaciones nerviosas y gritando a través de las hendiduras sinápticas, aliviado de descubrir que todo sigue ahí.
—¿Qué está pasando? —pregunto cuando el tentáculo de mi cerebro localiza por fin la lengua.
—Madre mía, tío, creía que estabas acabado —exclama Thomas, apareciendo en el lateral de lo que, ahora veo, es el mismo sofá antiguo sobre el que me tumbaron cuando me desmayé aquella primera noche en casa de Anna. Estoy en la tienda de Morfran.
—Cuando te trajeron… —dice Thomas. No termina la frase, pero sé lo que quiere decir. Pongo mi mano sobre su hombro y le doy un apretón.
—Estoy bien —aseguro, y me incorporo ligeramente con un poco de esfuerzo—. He estado en líos peores.
Desde el extremo opuesto de la habitación, dándonos la espalda a todos y actuando como si tuviera cosas mucho más interesantes que hacer, Morfran da un resoplido.